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Introducción

Natalia Quiceno Toro1

Jonathan Echeverri Zuluaga2

Tanto para la antropología como para otras ciencias sociales fueron fundamentales diversos giros epistemológicos para dar paso a perspectivas críticas que repensaron conceptos pretendidamente universales como los de naturaleza, cultura, sujeto, objeto, tiempo y espacio. Todos estos movimientos teóricos han implicado potentes transformaciones en el quehacer etnográfico. Aquí queremos enfocarnos en los que tienen que ver con el espacio y las miradas críticas a los órdenes espaciales propios de una práctica disciplinar, y la emergencia de nuevos lugares para pensar la producción de conocimiento etnográfico.

La etnografía, en relación con el espacio, podría abordarse desde muchas perspectivas. Es posible analizar la reproducción del espacio colonial desde el trabajo etnográfico y discutir las implicaciones y legados que esta situación política ha tenido en el desarrollo de la disciplina antropológica.3 Otro camino posible aborda las transformaciones espaciales globales en relación con la cultura y la sociedad. En esta línea, encontramos trabajos que hacen evidente la necesidad de deslocalizar la cultura y proponen pensar el espacio en términos de flujos, viajes, fronteras, movimientos.4 Desde esta perspectiva, se cuestiona la mirada al espacio como contenedor de las relaciones sociales o las prácticas culturales. Sin embargo, en el viaje a los espacios interconectados se continuará pensando sociedad y cultura como categorías explicativas de la antropología y las ciencias sociales.

Otro camino posible implica la reconceptualización no solo de la idea del espacio, sino también de nociones como sociedad y cultura. Aquí se impactan tanto los modos de hacer etnografía, como los modos de formular los problemas de investigación y los objetos de investigación mismos.5 Desde esta perspectiva, conceptos como los de relación, agencia, composición son claves para comprender la configuración de lo social, espacial y cultural. La etnografía se reafirma como un enfoque importante para otras disciplinas, así como la antropología fortalece los diálogos con la geografía, la historia, los estudios de la ciencia, entre otros. En este contexto es difícil pensar la existencia de temáticas exclusivas de una disciplina, y es justamente en los modos de hacer y los enfoques donde se crean intersecciones y diálogos interdisciplinares. ¿Qué características del enfoque etnográfico permiten su supervivencia y relevancia en el presente? ¿Cómo se transforma la práctica etnográfica si la pensamos articulada a procesos de desnaturalización de lo social, espacial y cultural?

De acuerdo con Mauricio Caviedes y Luis Alberto Suárez, en la literatura sobre etnografía es común encontrar dos tipos de textos: los manuales y manifiestos por un lado, y los textos de divulgación por el otro. En estos últimos, citan como referentes los trabajos de Guber y Restrepo, ampliamente difundidos en América Latina y catalogados por los autores como textos que promueven “una corrección metodológica” con una mirada bastante ascética de la práctica etnográfica: “Los aportes al método etnográfico deberían estar más allá de la corrección metodológica. Seguramente deberían rayar con la incorrección metodológica y, de ser posible, dudar de los procedimientos que aseguran la desigualdad y tener menos confianza en las palabras. Pero lo cierto es que la incorrección metodológica tal vez deba acompañar (o mejor, producir) una incómoda incorrección política”. 6

El libro que el lector tiene en sus manos no busca caer en esta corrección metodológica, ni pretende ser un manual de etnografía. Más bien pretende abrir un debate a partir de la relación entre espacio y etnografía. Con la intención de reconocer los modos como las perspectivas críticas sobre la categoría espacio han afectado la práctica etnográfica, invitamos a etnógrafos y etnógrafas de diferentes lugares de América Latina para que nos compartieran, desde sus experiencias prácticas, los modos como se configuraba esa relación espacio y etnografía en términos prácticos y epistémicos.

El espacio como contexto etnográfico

Si bien hoy en día la etnografía no es patrimonio exclusivo de la antropología, es en la configuración de ese saber disciplinar donde se desarrolla como un método de trabajo. La etnografía y la noción de trabajo de campo no aparecían en la perspectiva evolucionista en los inicios de la disciplina, pero desde ese momento se empezó a definir el lugar del sujeto de estudio y el del etnógrafo amateur como la fuente de información para esos primeros emprendimientos teóricos. Viajeros, misioneros y cronistas fueron los etnógrafos de la época, alimentando con datos y extensas descripciones de pueblos desconocidos las primeras preguntas antropológicas. La preocupación de Edward Taylor y Lewis Morgan, principales representantes de dicha corriente teórica, era por la clasificación y jerarquía de pueblos y grupos con respecto a sus propios patrones culturales y “civilizatorios”. En este sentido, el lugar y tratamiento de la información o los datos se enfocaban en reunirlos, clasificarlos y compararlos. Así, los reconocidos pioneros de la disciplina, preocupados por comprender una historia común de la humanidad, buscaron datos sobre culturas lejanas y “primitivas” en información dispersa, recolectada por otros, ubicando a dichas culturas como una cristalización del pasado de sus propias sociedades. Este momento de la disciplina se proyectaría en términos metodológicos en la clásica división experto y recolector. Aquí la comprensión del tiempo y el espacio se podrían asociar a la lectura de la historia en modo lineal evolutivo, a partir de la distribución de rasgos diferenciales de pueblos dispersos en el espacio.

Las investigaciones de Franz Boas y Bronislaw Malinowski dieron otra forma al trabajo etnográfico que tuvo diversas implicaciones para la comprensión del campo. Boas comenzó a interesarse por la naturaleza de los datos en la antropología, aquello que podría ser comparable y lo que no. Empezó sus recorridos, a finales del siglo xix, por las tierras de los inuit y los esquimales, en Canadá, preocupado por producir un material etnográfico que diera cuenta de cómo pensaban, hablaban y actuaban las personas. Los datos antropológicos cambiaron de estatuto, así como también cambió el sujeto de estudio. Se inauguró la recolección de datos in situ, y con ello la misma naturaleza de los datos puso en juego preguntas por su profundidad y carácter comparativo. De esta manera, Boas inauguró la noción de informante, donde el lugar del individuo era destacado en tanto representante de la cultura. Margaret Mead y Gregory Bateson, alumnos de Franz Boas, se destacaron por emprender trabajos etnográficos experimentales en Samoa y Polinesia. Además de acceder a los informantes o la perspectiva individual, estos trabajos invitaban a tomar información que registrara el flujo de la vida cotidiana, inaugurando nuevos intereses para la disciplina como el tema de las emociones, el cuerpo, la producción de las ideas, la mente, la cognición, el género y, en general, las diferencias al interior de cada cultura.

En las preocupaciones de Boas vemos que una forma particular de relacionar individuo y cultura dejó un legado importante en la construcción de las nociones de trabajo de campo y etnografía. El individuo era parte del todo, que buscaba comprender, siendo uno de los caminos claves para explicar los procesos históricos y las relaciones entre esa persona y su contexto. La idea de totalidad ya no se centraría en la historia de la humanidad a partir de la lógica clasificatoria evolucionista, sino en cada cultura como totalidad. Aquí el espacio es pensado como el telón de fondo de los procesos históricos, pero sobre todo el lugar de recolección de la información de “primera mano” a través de la perspectiva de los “informantes”.

Malinowski, por su parte, se encargó de refinar la noción de trabajo de campo introduciendo prácticas como coresidencia, observación participante y centralidad del contexto de producción de los mismos datos etnográficos. Una de las grandes preocupaciones teóricas de la escuela británica de las primeras décadas del siglo xx se enfocaba en la integración social y en las formas como las sociedades se reproducían y mantenían integradas como grupo. Saber cuál era la función de cada una de las partes que integraba la sociedad ameritaba un trabajo exhaustivo in situ, donde se entendiera no solo una práctica, mito o historia, sino su papel dentro de ese todo que era la sociedad. Fue Malinowski quien definió para la antropología moderna el trabajo de campo como lugar de producción antropológico o espacio central, donde serían construidas las preocupaciones y caminos de la disciplina. Los datos no estarían a la espera de alguien que los recolectara, sino que se construirían en ese encuentro entre etnógrafo y nativo, entre dos formas de comprensión que solo podrían establecer un diálogo a partir de esa filigrana reseñada por Malinowski en su clásica introducción de Los argonautas del Pacífico occidental, publicado en 1922. De ahí se deriva su clásica partición de tres momentos claves en el trabajo etnográfico: reconstruir el esqueleto de la sociedad a través de mapas, estadísticas, genealogías y, en general, lo que reconocería como “datos fríos”, captar los imponderables de la vida cotidiana, llenar de sentido y vida aquellos datos que dan cuenta de la estructura de la sociedad y, por último, acceder al punto de vista del nativo sobre esos hechos registrados acerca de su sociedad.7

A pesar de que las perspectivas de Boas y Malinowski como pioneros de lo que hoy conocemos como etnografía divergen en ciertos aspectos, tienen en común la comprensión del espacio articulada a la noción de distancia, y delimitador de culturas y sociedades diferentes a la occidental. El objeto de conocimiento en este contexto se encontraba contenido en un espacio distante, al que era necesario acceder a través del viaje del etnógrafo o del informante. Así, documentar las partes para dar cuenta de un todo y recolectar la información directamente con individuos que hacen las veces de espacio contenedor de la cultura son algunas de las características espaciales que el trabajo etnográfico tuvo en el desarrollo inicial de la disciplina antropológica.

Sin embargo, en el surgimiento del trabajo etnográfico no había una pregunta específica por el espacio, pues se consideraba algo dado, escenario o contenedor de procesos sociales o prácticas culturales. El espacio era terreno, lugar de encuentro, territorio de los nativos, espacio para la producción de datos. Pero ¿qué pasaba con el espacio mismo, con las fronteras de las sociedades estudiadas y con la frontera entre estas y las metrópolis coloniales? ¿Cómo se daba cuenta de las relaciones espaciales que explicaban las diferencias entre lugares? ¿Qué pasaba con la desarticulación entre el espacio del “otro” y el espacio del “nosotros” que sacrificaba una parte de la ecuación para la explicación? ¿Cómo conectar esas “cosas”, prácticas, ritos que poblaban el espacio, más allá de buscar la integración y la función de cada una dentro de un sistema social entendido como la vida en el espacio? ¿Cómo resaltar las diferencias entre los puntos de vista de nativos y no nativos cuando era secundaria la pregunta por la relación espacial y su localización? ¿Cómo entender el espacio como variable de análisis?

Etnografías y formaciones espaciales

Margarita Serje y Andrés Salcedo destacan cómo “la antropología y la etnografía han venido construyendo nuevos objetos de estudio relacionados con el espacio y la espacialidad y han dirigido su atención hacia el estudio de las formas en que se producen el paisaje y el ‘aura’ del lugar”.8 Dentro de la diversidad metodológica que implica el estudio de la construcción y la producción social del espacio, destacan algunos de los ejemplos que el número 7 de la Revista Antípoda trabaja e “incluyen la arqueología de los paisajes, la etnografía y la etnología del espacio y el lugar, y el análisis histórico en el estudio de la construcción de los espacios regionales y nacionales”.9 Como veremos, el espacio ha sido estudiado etnográficamente; prácticas, formaciones y órdenes que son conocidos desde experiencias situadas y encuentros etnográficos.

Trabajos como los de Tim Ingold, Arturo Escobar, Margarita Serje y Emilio Piazzini incorporan en su apuesta teórica el debate sobre las comprensiones del espacio en las ciencias sociales en relación con los discursos predominantes del tiempo y la sociedad. Elementos como la conceptualización del paisaje desde perspectivas etnográficas,10 la pregunta por los nuevos sentidos de la categoría lugar en las prácticas políticas de los movimientos sociales11 o el lugar de las geografías en los procesos de producción de conocimiento12 son algunos de los aportes que estos autores han desarrollado desde el diálogo etnografía y espacio.

Tim Ingold evidencia en su trabajo los procesos de coproducción de tiempo y paisaje o de la temporalidad del paisaje. Lo interesante es que Ingold se refiere a paisajes no necesariamente naturales, puesto que pueden ser míticos, imaginados o una representación. El tiempo tampoco es cronológico, sino producción particular que diferencia maneras insospechadas de ordenar o señalar determinados intervalos de los eventos. La temporalidad del paisaje es tarea social, frase con la que Ingold junta las tres dimensiones del ser-en-el-mundo.13

En el presente, desde diversas disciplinas, la etnografía se ha mostrado como un enfoque potente que propone contribuciones y diálogos con nuevas formas subjetivas de los espacios vividos. Pablo Jaramillo llama la atención sobre las etnografías en transición y la “reconstitución disciplinar”, después de las críticas de los años ochenta condensadas en la llamada crisis de representación. Jaramillo destaca cómo esa reconstitución, manifiesta en la profusión de los “posfeminismos, pos-socialismos, posliberalismos, posmulticulturalismos, posmaoísmos, posconflictos, entre muchos otros”,14 no ha sido suficientemente analizada desde las implicaciones metodológicas. Para él, es imposible comprender estas transiciones sin pensar en “la reinvención del método etnográfico”15 y, dentro de esas transiciones, entendidas como constructos teóricos y metodológicos, resalta el tema del espacio, específicamente la noción de escala. El trabajo etnográfico ya no solo se enfrenta a críticas sobre los alcances y posibilidades de “representar” o “traducir”, sino a escalas “difíciles de captar” empíricamente y, en esa medida, a reformulaciones de herramientas fundamentales como la observación y la participación. Como propone Jaramillo en este nuevo contexto, “El ‘campo’ dejó de ser una unidad estática para convertirse en un conjunto de relaciones plásticas, producto emergente de la relación etnográfica”.16

Las contribuciones que el lector encontrará en este libro nos dan ejemplos de etnografías que incorporan el espacio como pregunta y no solo como contexto de extracción de datos, así como etnografías que al desnaturalizar conceptos como espacio, sociedad y cultura proponen nuevos modos de crear conocimiento de manera situada. Estos trabajos no pretenden dar cuenta exhaustiva de las diversas posibilidades que se abren al abordar el espacio desde perspectivas críticas y etnográficas. Con ellos buscamos simplemente abrir el debate sobre las características de esas posibilidades y dar un panorama de los retos etnográficos a los que nos enfrentamos en la investigación social en América Latina, especialmente en Colombia, frente a temáticas como movilidad forzada, refugio, violencia, movimientos sociales, luchas territoriales, órdenes de género y diversidad ontológica. Veremos a continuación algunos aspectos relevantes de los trabajos que aquí encontrará el lector y las preguntas que estos proponen para finalmente reflexionar sobre lo que Jaramillo llama relación etnográfica, como una relación que produce conocimiento desde órdenes y comprensiones espaciales que están continuamente en transformación y que pueden coexistir simultáneamente, a pesar de todos los debates que involucran giros políticos y epistemológicos.

En el capítulo I, Lucía Bugallo y Francisco Pazzarelli proponen una comprensión de la etnografía como un oficio artesanal. Una práctica que no solo tiene efectos en la producción de conocimiento, sino que nos desplaza, nos afecta y nos mueve en tanto sujetos que conocemos, nos acercamos a otros universos y a otros sentidos. Apuestan por la construcción de una etnografía descolonizadora “que ayude a revisar nuestros estereotipos de conocimiento”. En su contribución, nos sumergen en las espacialidades implicadas en el trabajo etnográfico de una feria de intercambio en los Andes bolivianos, con resonancias en las experiencias etnográficas de los autores con comunidades rurales indígenas de Jujuy, en Argentina. Estos tránsitos nos permiten comprender cómo el espacio se configura como “alteridad no humana” en el mundo andino, lo que implica aprender a estar y observar etnográficamente ese “espacio vivo”, así como las relaciones y conexiones que produce. La feria como espacio efímero produce una serie de relaciones que los autores van a conectar con la práctica etnográfica. La coexistencia de varios espacios en la feria, lo efímero como característico de esa producción espaciotemporal, el movimiento, la circulación.

El capítulo II, escrito por María Ochoa, se ubica en el mundo de la etnografía visual y las imágenes oníricas, y pone la producción académica en estos campos en conversación con la ontología wayúu de los sueños. Estudiar los sueños es de entrada un asunto complicado, en el que entran en tensión las ontologías de Occidente que separan la realidad de la ficción y sitúan los sueños como un fenómeno individual, más que social. La autora se pregunta por los sueños dentro del campo de estudio de la antropología visual y como espacio con un vínculo fluido con la realidad. Los sueños entre los wayúu representan un desafío para quien hace etnografía al abrir una dimensión que estructura la existencia. Acercarse a ellos es un ejercicio colectivo que exige otras formas de atención e indagación. Los sueños establecen un vínculo con otros mundos. Demandan acciones y anuncian transformaciones para la existencia en vilo. Hablan del destino y de los modos de restablecer un vínculo con los ancestros o de evadir peligros en el presente.

En el capítulo III, Eulalia Hernández propone una reflexión acerca de la etnografía como medio para dar cuenta, en el análisis histórico, de los relatos y la cultura material de los espacios, así como de las prácticas y las experiencias de los cuerpos. Después de discutir la relación entre etnografía y archivo, la autora hace un recorrido por lo que emerge al emplear la etnografía para acercarse a un universo documental particular: el Archivo Histórico Judicial de Medellín. A través de esta, es posible reconstruir la vida social de los objetos, las estéticas, las emociones de sujetos anodinos y revivir las formas cotidianas de habitar y recorrer los espacios.

El deseo de revivir espacios y, más allá, mundos cotidianos que ya no existen, es también el punto de partida de Andrés Góngora y coautores en el capítulo IV. La inquietud de un colectivo de jóvenes, Free Soul, que habían habitado “La L” –el nombre que ellos mismos le dan a la calle bogotana comúnmente conocida como el Bronx–, sirve de anclaje a un trabajo etnográfico y participativo, y a un proceso de investigación sobre las representaciones de este lugar en los medios locales y las intervenciones urbanas de los gobiernos local y nacional. En contraste con lo que los autores reconocen como unas “narrativas del desprecio”, se describen y presentan otras narrativas construidas desde herramientas etnográficas en diálogo con la cartografía, el arte y la militancia antiprohibicionista.

El capítulo V, escrito por Fernando Ramírez, hace una revisión de casos en diferentes ciudades latinoamericanas en los que la comunidad lgtbi despliega formas singulares de apropiar los espacios urbanos. La herramienta con la que el autor navega estos contextos es el concepto sentidos de lugar, que da cuenta de la capacidad de estos sujetos de desafiar los códigos de la ciudad heteronormativa. Desde esta perspectiva, el rito iniciático y la circulación cosmopolita, la memoria de los lugares y la socialización deportiva, la fiesta y las rutinas de desplazamiento aparecen como formas alternativas y transgresoras de producir espacio. El autor propone además una reflexión inspiradora acerca de la producción académica, que nos invita a cuestionar una “escritura descarnada” y a recordar cómo los cuerpos de quienes hacen etnografía y escriben se entrelazan con las personas y los lugares que se describen.

En una línea muy afín de reflexión acerca del lugar de quien hace etnografía, y también en el campo de indagación acerca de la sexualidad y el género, Laura Oviedo se pregunta, en el capítulo VI, por los espacios digitales como una ventana para etnografiar los tránsitos de género entre hombres trans en YouTube. Analiza la relación entre la producción de contenidos virtuales y la producción de los cuerpos trans. Esta exploración lleva a la autora a preguntarse por su propio rol como antropóloga, por las tensiones de método entre hacer una etnografía “análoga” y hacer etnografía virtual, y por la virtualidad como espacio para militar con las disidencias sexuales.

En el capítulo VII, Ángela Facundo revisita sus investigaciones con refugiados colombianos en el sur de Brasil para pensar las formas como los tránsitos, movimientos e intentos de sedentarización se configuran desde las experiencias de las personas y su necesidad de gobierno. La categoría de espacio aparece asociada a diversos tipos de movimientos que articulan relaciones y experiencias entre personas, lugares, políticas, estados, organizaciones no gubernamentales (ong), organismos. Su etnografía evidencia cómo la dimensión espacial en la vida de los refugiados está fuertemente anclada a lo que ella denomina las “experiencias burocrático-existenciales”, donde se negocian constantemente las posibilidades de moverse o permanecer. Este capítulo propone una discusión acerca de los espacios y la visión, abstracta, reductora y a veces caricaturesca que precede a la etnografía. Estar en el espacio hace posible apartarse de estas visiones y abre espacios para la creación conceptual.

Partiendo también desde este punto de vista, el capítulo VIII, escrito por Santiago Valenzuela, propone una narrativa que no esconde la afectación que tiene el encuentro etnográfico tanto en los sujetos que indagan, como en aquellos cuyas vidas se describen. Estudiando las rutas de africanos, asiáticos y caribeños por el Urabá antioqueño, Valenzuela reflexiona acerca de las implicaciones de una etnografía de lo transitorio, de fenómenos que, a diferencia de las etnografías clásicas, no se producen en lugares fijos y bien delimitados, o siguen circuitos regulares. El autor describe los momentos casi fugaces en los que logra interactuar con los migrantes que pasan unas pocas horas o unos pocos días por el puerto de Turbo, antes de continuar por el Darién su ruta hacia Estados Unidos. Este carácter efímero lo lleva a interesarse por las infraestructuras precarias y los roles que el tránsito va haciendo surgir.

Por su parte, el capítulo IX se localiza en un contexto de discursos alrededor de los usos del espacio, la tierra y el territorio en contextos de conflicto ambiental. Surge de un largo proceso de investigación de su autor, André Dumans, en el norte del estado de Goiás, en Brasil. Los discursos que emergen y estructuran el conflicto ambiental hacen parte de la etnografía como práctica de conocimiento, y moldean tanto las interacciones del etnógrafo en campo, como sus análisis. Una tendencia dentro de estos discursos consiste en hacer visibles las formas de arraigo al territorio y las formas de desterritorialización. Coexiste con esta tendencia otra que hace énfasis en el “retorno al cautiverio”, un estado en el que algunos grupos sociales no logran el rebusque del sustento y arraigarse a través del movimiento. El autor se pregunta por las maneras en que estos discursos se articulan y, al hacerlo, reflexiona acerca de la etnografía como forma de conocimiento.

En el capítulo X, Mateo Valderrama presenta un panorama de transformaciones en los vínculos que los campesinos de San Francisco, Oriente antioqueño, han tenido con su espacio a causa del desplazamiento forzado. En dichas transformaciones ha jugado un rol protagónico la creación de periferias e imaginarios geográficos por parte del Estado y sus modelos económicos, extractivos y de ejercicio de la violencia. El autor narra el proceso de reconstrucción de vínculos posterior al desplazamiento que tuvo lugar en la región en la década de los noventa. Narrar, recorrer y trabajar hacen parte de las formas cotidianas pero contundentes a través de las cuales los campesinos combaten los modelos impuestos por el Estado, cuya comprensión, nos recuerda el autor, pasa por la dilucidación de los anclajes al capitalismo global que constituyen los lugares.

Desde una lectura vivida de la tragedia de Mocoa en 2017, el libro cierra con el capítulo XI, escrito por Simón Uribe. En este se interpelan las interpretaciones hegemónicas de las causas de la avenida torrencial que dejó cientos de víctimas mortales y arrasó distintos barrios de la ciudad. Su mirada etnográfica, atenta a las materialidades, infraestructuras y procesos que han configurado la ciudad, le permite evidenciar la tensión entre la ciudad formal e informal, como una estrategia para cuestionar las respuestas facilistas a las causas de la avalancha y llamar la atención sobre la necesidad de miradas complementarias, interdisciplinares, donde tanto fuerzas físicas como sociales estén incluidas.

Apuntes para una geografía del conocimiento etnográfico

En todos estos trabajos vemos que, a pesar de las transformaciones e incorporaciones de nuevas preguntas y objetos de conocimiento, la escala etnográfica del “cara a cara”, de la situación y el encuentro cotidianos, continúan siendo reivindicados como una de las características fundamentales de un enfoque etnográfico. ¿Qué retos y debates implica este encuentro en la producción de conocimiento? Quisiéramos cerrar esta reflexión con la pregunta por las geografías del conocimiento etnográfico inspiradas en la noción de geografías del conocimiento como “perspectiva de investigación que busca establecer el papel que juegan las espacialidades y materialidades en los procesos de producción de conocimiento”.17

De modo transversal a las diferentes maneras de articular el espacio y la etnografía está la comprensión de esta última como una práctica de producción de conocimiento. En sintonía con Serje18 y su abordaje de la antropología como práctica espacial de producción de conocimiento, y con Piazzini19 y sus trabajos alrededor de las geografías del conocimiento científico, consideramos la práctica etnográfica como práctica espacial. Reconocer esta característica de la etnografía implica entonces reconocer que los retos y preguntas en relación con las comprensiones del espacio y su producción en el trabajo de investigación no se saldan simplemente al transformar los temas, lugares o problemas de investigación. El reto implica la práctica misma de producción de conocimiento como modo de generar espacialidades y ser afectada por configuraciones espaciales particulares.

Hart recuerda que las críticas realizadas por Arjun Appadurai a las etnografías tradicionales, mediante las cuales se produce un conocimiento que “encarcela a los “nativos” en localidades delimitadas”, también fue una crítica a los tradicionales “estudios de área” de la geografía. Es decir, la crítica permeó a varias disciplinas y, en general, a las prácticas de producción de conocimiento que “mapean culturas esencializadas en territorios delimitados y que despliegan estrategias de ‘congelación metonímica’, a través de las cuales ciertos aspectos de la vida de las personas caracterizan o representan toda la cultura”.20

Luis Guillermo Vasco ya nos había llamado la atención hace algunos años sobre la existencia de una territorialidad propia de la práctica etnográfica, aquella que diferencia los espacios de la práctica y la teoría. Este antropólogo colombiano, que dedicó su vida al trabajo con indígenas emberá y guambianos, acompañando varias de sus luchas, plantea que esta territorialidad no implica simplemente una diferencia, sino también “una separación espacial y temporal”. Esta separación crea entonces una lógica de exterioridad entre los mundos, donde se produce el conocimiento y los mundos donde se encuentra la información. Esta perspectiva de la investigación percibe “el campo” como un espacio dado, lleno de datos, a la espera de que un investigador inquieto se digne a sacarlos del olvido, del silencio o a develar aquello que nadie más ve. Esa exterioridad del mundo “por conocer” a través de la etnografía estuvo precedida también por la separación de roles entre quienes “recolectaban” la información y quienes analizaban, interpretaban y producían el conocimiento. Separación que no necesariamente desaparece cuando se inaugura la estrategia de “observación participante”.

Tanto Luis Guillermo Vasco como Marilyn Strathern alertan sobre la crítica de la antropología de los años ochenta, que, preocupada con la forma, no logró cuestionar ni debatir la jerarquía de conocimiento que se instalaba en la oposición distancia-familiaridad. No basta, por tanto, con plantear que las conexiones de un mundo globalizado y poscolonial hacen complejas las diferencias nosotros-otros, sino que es necesario comprender las dinámicas en las que se crea esa diferencia y se mantiene para la reproducción de un modo de conocer.

Al respecto, Marilyn Strathern, en su ensayo sobre los límites de la autoantropología, pone en discusión cuestiones como la familiaridad y la distancia, la producción de conocimiento antropológico “cuando se está en casa”.21 Esta autora entiende la autoantropología como aquella realizada sobre el contexto social que la produce y debate suposiciones comunes a la hora de pensar las implicaciones de este tipo de trabajo etnográfico. Dichas cuestiones retan justamente la geopolítica clásica de producción de conocimientos antropológicos a través de la etnografía. Strathern nos recuerda que “las bases sobre las cuales la familiaridad y la distancia se asientan son cambiantes”.22 En este sentido, entiende la reflexividad no como una práctica asociada a una aparente “virtud personal” de los antropólogos, necesaria para lograr estudiar la propia sociedad. En su lugar, habla de “reflexividad conceptual”, es decir, una reflexividad interesada en calibrar en qué medida el relato antropológico “devuelve o no”23 a las personas con quienes trabajamos las concepciones que ellas tienen sobre sí mismas. Esta comprensión de la reflexividad trasciende la preocupación por las lógicas de la producción de la división nosotros-otros. Más que distancia o familiaridad, se trata de comprender dónde se configuran esas continuidades y esas rupturas en las formas de conocer el mundo.

Existe así una producción de conocimiento antropológico encuadrado en una geopolítica donde la “reflexión nativa es incorporada como parte de los datos a ser explicados, no pudiendo ella misma ser tomada como su encuadramiento, de modo que hay siempre una discontinuidad entre la comprensión nativa y los conceptos analíticos que organizan la propia etnografía”.24 Desde este tipo de producción de conocimiento, Strathern plantea que no hay mucha diferencia si esa etnografía se produce desde Essex, en Inglaterra, o desde Melanesia. Es decir, si la práctica etnográfica no se transforma en su modo de relacionarse con los conocimientos y reflexiones de los “nativos” o “interlocutores”, en realidad no existe una deslocalización, por más global, occidental o postmoderna que se pretenda la perspectiva.

En esa geopolítica de la discontinuidad entre conceptos, las perspectivas de aquellos con quienes se encuentra el etnógrafo en su práctica aún son percibidas como fuentes de información, no como análisis ni conceptos producidos por sujetos de conocimiento. La preocupación por la representación, las voces y los textos no es entonces una preocupación que cuestione en profundidad los órdenes espaciales en la producción de conocimiento antropológico, en esta preocupación posmoderna la información y la fuente continúan siendo “exterior” al lugar donde se analiza y se crea el conocimiento.

La propuesta de Strathern para repensar esa geopolítica de los conceptos en la etnografía parte de una comprensión de la práctica etnográfica más allá de los lugares donde se desarrolla, las herramientas con que se realiza, pues, sobre todo, implica nuestros modos de conocer. Para Strathern, hacer etnografía requiere “aprender más allá de lo que ya sabemos y, por lo tanto, sobre la imprevisibilidad de las informaciones a ser adquiridas de un material que consideramos (equivocadamente) haber comprendido”.25 Se trata de preparar a alguien para estar; saber estar no significa exclusivamente una relación con un lugar, sino con una formación que “permite de hecho saltar de un contexto para otro, aplicando las mismas nociones en lugares diferentes”.26 Contexto, entonces, no es un telón de fondo, estático, es algo constantemente cambiante y en creación, algo que producimos y, en muchas ocasiones, por más que nos movamos de un lugar a otro, no solemos transformar.

Luis Guillermo Vasco evidencia, desde su trabajo etnográfico con los indígenas, conceptos de tiempo y espacio que estaban en juego en los procesos de recuperación de tierras que trascendían en mucho la idea de espacio como contenedor o de tierra como materialidad.27 Desde los años ochenta, Vasco trabajó con el comité creado por los guambianos en 1982 para reconstruir las formas propias de relacionarse con las tierras que se estaban recuperando. De esta experiencia y de su trabajo con los emberá, surge la comprensión de la etnografía como el método para recoger los conceptos en la vida: “Recoger los conceptos en la vida no se refiere a un pensamiento encapsulado en la lengua, sino al pensamiento práctico, que a través de la palabra, como en encuestas, entrevistas y similares, solo puede alcanzarse en forma muy restringida. Se hace necesario vivir con la gente su vida cotidiana, compartir actividades y trabajos, pues en ella está su pensamiento, aquel que algunos llaman en forma errada pensamiento étnico, y complementarlo con la observación”.28

Vasco diferencia esta propuesta de la idea de observación participante, en tanto no busca ser simplemente una técnica eficaz de “recoger información”, sino una manera de involucrarse y conocer desde la experiencia. En este mismo sentido, Jeanne Favret-Saada plantea que la observación participante siempre ha tenido más de observación que de participación. En su trabajo con la brujería en Bocage, Francia, propone pensar la etnografía como un proyecto de conocimiento que se hace efectivo en la posibilidad de “ser afectado”, de “experimentar las intensidades vinculadas a una posición”.29 Desde la década del setenta, Favret-Saada evidenciaba la potencialidad de reconocernos como parte del mundo que investigamos y que nos afecta, e igualmente la necesidad de reconocer cómo las experiencias propias, puestas en diálogo con otras experiencias, se tornan elementos importantes en la construcción del conocimiento. Para Favret-Saada abandonar nuestro principio de orientación etnocéntrico como única medida de realidad y de las teorías que elaboramos es el camino posible para “ser afectado” y producir conocimiento con otros.

Si la distancia entre sujetos que estudian y objetos de estudio ya no es el rasgo que caracteriza el trabajo etnográfico, si lo distante y lo próximo son igualmente importantes para el despliegue de esta práctica de producción de conocimiento, ¿qué nuevos lugares tiene el espacio en la etnografía? Como vimos, el espacio comienza a ser un componente fundamental para comprender las sociabilidades, al igual que toda configuración social involucra a su vez formaciones y órdenes espaciales diversos. Aquí el espacio entra en las preguntas y problemas de investigación y, por lo tanto, propone retos en los modos de hacer, en los modos de comprender eso que llamamos terreno o campo.

Una etnografía cercana a la idea que propone Tim Ingold, un proceso de aprendizaje, de prestar atención, donde el trabajo de campo puede ser entendido como “una prolongada clase magistral en la que el novato gradualmente aprende a ver cosas, a escuchar y a sentirlas también, de la forma en las que sus mentores las saben hacer”;30 quiénes son esos mentores, dónde están, qué posiciones ocupan y cómo hacen sus mundos y se relacionan con ellos es parte del aprendizaje y de la misma creación de los problemas y contextos de investigación, por lo tanto no existen como exterioridad a la espera de un etnógrafo curioso que quiera producir conocimiento.

La etnografía no puede comprenderse entonces como una suma de herramientas que se aplican en un espacio dado, donde hay unos sujetos que son considerados fuentes de información o “ejemplares” de modos de vida. La etnografía, al contrario, permite acompañar procesos, dinámicas, relaciones, seguir personas, materiales, infraestructuras. Es en esas trayectorias donde la experiencia es el principal camino para el aprendizaje. Una etnografía en relación con el espacio no es, pues, una etnografía de espacios dados, territorios estáticos, materialidades, artefactos ya hechos, más bien es la posibilidad de ver cómo son producidos por sujetos y a su vez producen sujetos colectivos, relaciones, sociedades. Seguir las prácticas, procesos, conexiones y movimientos que le dan existencia a esas entidades es el reto de estas apuestas etnográficas.

Bibliografía

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1. Instituto de Estudios Regionales (iner) de la Universidad de Antioquia UdeA, Calle 70 No. 52-21, Medellín, Colombia, profesora, miembro del Grupo de Investigación Cultura, Violencia y Territorio, correo: natalia.quiceno@udea.edu.co

2. Departamento de Antropología e Instituto de Estudios Regionales (iner) de la Universidad de Antioquia UdeA, Calle 70 No. 52-21, Medellín, Colombia, profesor, miembro del Grupo de Investigación Cultura, Violencia y Territorio, correo: jonathan.echeverri@udea.edu.co

3. César Abadía, “Michel-Rolph Trouillot. Transformaciones globales: la antropología y el mundo moderno”, Maguaré, Vol. 26, no. 1 (2012): 363-70; Johannes Fabian, “The Other Revisited. Critical Afterthoughts”, Anthropological Theory, Vol. 6, no. 2 (2006): 139-52.

4. James Clifford, Routes: Travel and Translation in the Late Twentieth Century (Cambridge: Harvard University Press, 1997); Akhil Gupta and James Ferguson, “Discipline and Practice: ‘The Field’ as Site, Method, and Location in Anthropology”, in Anthropological Locations. Boundaries and Grounds of a Field Science (Berkeley: University of California Press, 1997), 101-46.

5. Bruno Latour, Reensamblar lo social. Una introducción a la teoría del Actor-red (Buenos Aires: Editorial Manantial, 2005); Mauricio Goldman, Alguma Antropología. Ensaios de geografia do pensamento antropologico (Rio de Janeiro: Editorial Poteio, 2016).

6. Mauricio Caviedes y Luis Alberto Suárez, “Etnografía en el Sur Global”, Universitas Humanística, Vol. 86, no. 86 (2018): 19.

7. Bronislaw Malinowski, Los argonautas del Pacífico Occidental (Barcelona: Ediciones Península, 2000).

8. Margarita Serje y Andrés Salcedo, “Antropología y etnografía del espacio y el paisaje”, Revista Antípoda, no. 7 (2008): 9.

9. Serje y Salcedo, “Antropología y etnografía”, 10.

10. Tim Ingold, “Against Space: Place, Movement, Knowledge”, in Boundless Worlds: An Anthropological Approach To Movement, ed. Peter Wynn Kirby (New York: Berghahn Books, 2011), 29-44; Margarita Serge, “La invención de La Sierra Nevada”, Revista Antípoda, no. 7 (2008): 197-229.

11. Arturo Escobar, “Culture Sits in Places: Reflections on Globalism and Subaltern Strategies of Localization”, Political Geography, Vol. 20, no. 2 (2001): 139-74.

12. Emilio Piazzini, “Buscando el lugar de los espacios y las materialidades en los estudios de la ciencia”, Documentos de Trabajo INER, no. 2 (2015).

13. Ingold, “Against Space”.

14. Pablo Jaramillo, “Etnografías en transición: escalas, procesos y composiciones”, Revista Antípoda, no. 16. (2013): 13.

15. Jaramillo, “Etnografías en transición”, 14.

16. Ibid., 15.

17. Piazzini, “Buscando el lugar”, 1.

18. Margarita Serje, “La invención de La Sierra Nevada”.

19. Emilio Piazzini, Eulalia Hernández, William Posada y Ximena Urrea, “Espacio, tiempo y sociedad. A propósito de una ruta de investigación”, RegionEs, Vol. 7, no. 2 (2012): 79-98; Piazzini, “Buscando el lugar”.

20. Gillian Hart, “Desnaturalizar el despojo: una etnografía crítica en la era del resurgimiento del imperialismo”, Revista Colombiana de Antropología, Vol. 52, no. 2 (2016): 163.

21. Marilyn Strathern, “Os limites da autoantropologia”, Cap. 4 em O efeito etnografico e outros ensaios, trad. Iracema Dulley, Jamille Pinheiro e Luísa Valentini (São Paulo: Cosacnaify, 2014), 133. Primeira edição: 1987.

22. Strathern, “Os limites da autoantropologia”, 133.

23. Ibid., 135.

24. Ibid., 136.

25. Ibid., 12.

26. Ibid.

27. Luis Guillermo Vasco, “50 años con los indios. La vida de un etnógrafo” (Conferencia dictada en la Universidad Javeriana, Bogotá, 2016).

28. Luis Guillermo Vasco, “Replanteamiento del trabajo de campo y la escritura etnográficos”, en Entre selva y páramo. Viviendo y pensando la lucha india (Bogotá: icanh, 2002), s. p., http://www.luguiva.net/libros/detalle1.aspx?id=271&l=3.

29. Jeanne Favret-Saada, “Être Afecté”, Gradhiva. Revue d’Histoire et d’Archives de l’Anthropologie, no. 8 (1990): 6.

30. Tim Ingold, “Conociendo desde dentro: reconfigurando las relaciones entre la antropología y la etnografía”, Etnografías Contemporáneas, Vol. 2, no. 2 (2015): 221.

Etnografía y espacio

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