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Capítulo 1

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FI?

Hester oyó cómo la puerta principal se cerraba de un portazo y se quedó quieta.

–¿Fifi? Maldita sea, ¿dónde estás?

¿Fifi? De pronto cayó en la cuenta de a quién pertenecía aquella voz. Como asistente de la princesa Fiorella en Boston, había conocido a algunas de las personas importantes con las que se relacionaba, pero solo se había encontrado en presencia de su hermano en una ocasión. Por supuesto no había hablado con él pero sabía, como todo el mundo, que era un hombre desvergonzado, arrogante y petulante, lo cual no era sorprendente, dado que gobernaba la maravillosa isla mediterránea que era el lugar de esparcimiento favorito del mundo.

–¿Fifi?

Nadie le hablaba con esa familiaridad a la princesa, y mucho menos con aquella inconfundible impaciencia. Por un instante valoró la posibilidad de quedarse callada y esconderse, pero no tardaría en localizarla en su habitación, así que decidió salir al salón.

Y allí estaba el Príncipe Alek Salustri de Triscari, haciendo de aquel salón que la princesa y ella compartían una habitación liliputiense, ya que no solo era un príncipe poderoso, sino un hombre físicamente perfecto, como quedaba patente gracias al traje y la camisa negros y hechos a medida que llevaba en aquel momento. Con las gafas de aviador en la mano, desprendía impaciencia y peligro, no solo por el lujo y la calidad de su ropa, sino porque se le veía perfectamente cómodo con el lugar que ocupaba en el mundo, tremendamente seguro y confiado porque lo poseía todo. Todo.

Pero en aquel momento estaba enfadado, y cuando su mirada de ojos negros como el carbón se clavó en ella, su ira creció todavía más.

–Ah. Eres la secretaria.

–Alteza –lo saludó, inclinando la cabeza. Imposible ejecutar una reverencia–. La princesa Fiorella no está.

–Ya lo veo –contestó entre dientes–. ¿Dónde está?

Entre sus obligaciones estaba la de proteger a la princesa de interrupciones no deseadas, pero el príncipe ocupaba el lugar más alto de esa lista. Era el depredador alfa.

–En una práctica. Volverá en media hora más o menos, a no ser que se vaya a tomar un café en lugar de volver directamente a casa.

–Maldita sea… ¿Está con gente? –preguntó, y volvió a pasearse por la habitación.

Hester asintió.

–¿Y no se ha llevado el móvil?

–Su guardaespaldas sí, pero la princesa prefiere no llevárselo a clase. ¿Quiere que le dé algún mensaje de su…

–No –espetó–. Tengo que verla a solas. La esperaré aquí.

Parecía tan enfadado que Hester sintió la tentación de enviarle un mensaje a Fiorella, aunque desobedecer tan a las claras una orden recibida no parecía buena idea. Siguió yendo y viniendo por la habitación, esquivando el escritorio de Hester, escrupulosamente ordenado.

–¿Puedo ayudarlo en algo? –se ofreció, nerviosa. Con la princesa nunca se sentía así, pero es que no sabía bien cómo manejar a aquel hombre. Bueno, ni a aquel, ni a ningún otro.

Él se detuvo y la miró atentamente, como si la viera por primera vez y Hester se sintió atrapada por sus ojos negros. No podría decir si eran enternecedores o estremecedores, pero sí que no podía apartar la mirada de ellos. De pronto cayó en la cuenta de lo absurdo de su pregunta. ¿Ella… ayudar al príncipe Alek… el príncipe de la noche, del pecado, del escándalo?

Su teléfono vibró y contestó con impaciencia.

–He dicho que no –espetó un instante después–. Ya he dicho que nada de boda. No voy a…

Y lanzó una parrafada en italiano.

Hester clavó la mirada en su mesa y deseó poder desaparecer, aunque era obvio que a él le importaba un comino su presencia.

El mundo llevaba esperando su coronación desde que el anciano rey falleciera diez meses atrás, pero el príncipe playboy Alek había mostrado escaso interés en buscarse la esposa necesaria para que la coronación pudiera tener lugar. Ninguna de los cientos de listas de Las Diez Mejores Novias que se habían publicado en el mundo entero parecía haberle inspirado, como tampoco la impaciencia creciente de su pueblo. Aun así, el príncipe Alek no había reducido lo más mínimo su vida social. Más bien, al contrario. En el último mes, había sido fotografiado cada día con una mujer distinta, como si estuviera desafiando esa vieja ley que lo obligaba a sentar la cabeza.

Mientras intentaba desesperadamente encontrar algo que decir, un ruido sordo salió del dormitorio del que ella había salido.

–¿Qué ha sido eso? –preguntó él, ladeando la cabeza como el depredador que ha percibido el sonido inconfundible de una presa–. ¿Por qué no me ha permitido entrar en su habitación?

–No ha sido nada…

–Soy su hermano. ¿Qué me está ocultado? ¿Es que está ahí con algún hombre?

Antes de que pudiera moverse, el príncipe abrió de par en par la puerta, como si aquel lugar fuera suyo. Se había detenido justo al otro lado de la puerta.

–¿Qué demonios es eso?

–Un gato aterrado –contestó, adelantándose con cuidado para no asustar más al animal que ya bufaba como una criatura salvaje.

–¿Y qué hace aquí?

–Cenar –lo tomó en brazos y abrió la ventana–. Al menos antes de que se abriera la puerta.

–No me puedo creer que Fi tenga un gato como ese –dijo, contemplándolo con desprecio–. No es precisamente un Ruso Azul de pura sangre.

Claro… ¿cómo iba a ver más allá del pelaje de aquel animal medio salvaje de capa grisácea y orejas desfiguradas?

–Puede que no sea bonito, pero está solo y es vulnerable. Cena aquí todos los días –dijo, depositándolo en el alféizar.

–¿Y cómo narices se baja de ahí? –preguntó, acercándose a la ventana para ver cómo el animal se desplazaba hasta el último escalón de la escalera de incendios para luego prácticamente volar los tres metros que lo separaban del suelo–. ¡Impresionante!

–Sabe sobrevivir –respondió, pero de manera incontrolable la nariz comenzó a picarle y aunque parpadeó rápidamente, no pudo evitar su reacción habitual.

–¿Ha estornudado? –se sorprendió–. ¿Es alérgica a los gatos?

–¿Iba a dejarlo pasar hambre porque yo no sea adecuada para él?

Y sacó un pañuelo de papel de la caja que había en la mesilla para sonarse la nariz. Pero al parecer el príncipe había perdido ya el interés porque estaba estudiando el estrecho dormitorio.

–No tenía idea de que a Fi le gustase tanto el suspense –dijo, tomando uno de los libros que había junto a los pañuelos–. Creía que lo que más le iba eran los animales. ¿Cómo puede moverse en este espacio?

La habitación, vista con sus ojos, debía ser una caja estrecha y blanca con una cama estrecha y blanca. Una pila de libros. Un gato. Un absoluto cliché.

–¿Dónde tiene todas sus cosas? –preguntó, pasando la mano por la caja de madera que era el único objeto decorativo de la alcoba.

–Es que no es el dormitorio de la princesa Fiorella. Es el mío.

–¿Y por qué no lo ha dicho antes? –espetó, apartando el dedo con el que estaba recorriendo el dibujo labrado en la madera de la caja.

–Porque entró antes de que tuviera ocasión de decir nada. Supongo que está acostumbrado a hacer lo que le da la gana –espetó, molesta.

Pero cuando se dio cuenta de lo que había dicho, entrelazó las manos y mantuvo la cabeza alta. Ya no podía retirarlo, y hacía tiempo que había aprendido a no demostrar que sentía miedo ante personas que tenían poder sobre ella para que la dejaran en paz. Ya no mostraba una fachada de serenidad y seguridad, aunque fuera solo eso, fachada.

El príncipe la miró sorprendido y en silencio, pero de pronto su expresión se transformó y se acompañó de una risa grave. Entonces fue Hester quien se sorprendió. Hoyuelos. En un hombre adulto. Unos hoyuelos preciosos.

–Así que le parece que soy un malcriado, ¿eh? –le preguntó.

Había pasado del mal humor a la risa en un abrir y cerrar de ojos.

–¿Y no es cierto?

–Yo diría que verse obligado a buscar esposa no es precisamente la definición de hacer lo que a uno se le viene en gana –contestó sin dejar de sonreír, y aquel gesto transformaba un rostro perfecto, haciéndolo pasar de hermoso a cálido y humano.

–¿Se refiere a la coronación?

No podía fingir no haber oído la conversación.

–Sí, a mi coronación –repitió al tiempo que salía de la alcoba con parsimonia y tranquilidad–. No están dispuestos a cambiar esa estúpida ley.

–Es tradición –contestó, y pasó junto a él para detenerse en el centro del pequeño salón–. Puede que haya algo atractivo en la estabilidad.

–¿Estabilidad?

Algo en aquella palabra le sonó pícaro y se volvió a mirarlo. ¡Le estaba examinando el trasero! Sintió una oleada de calor que le irritó no poder evitar, ya que ella no le interesaba en absoluto, pero aquel hombre tenía un impulso sexual tan fuerte que no podía evitar examinar a cualquier mujer que pasara a su lado.

–La estabilidad de tener un monarca que no se distraiga por andar persiguiendo faldas.

Él sonrió.

–No constantemente. Me gusta descansar los jueves –replicó, apoyándose en la puerta.

–Así que hoy es día de descanso.

–Por supuesto –rápidamente la miró de abajo arriba y cuando volvió a su cara, todo rastro de humor había desaparecido–. ¿De verdad le parece bien forzar a alguien a casarse antes de permitirle ejercer el trabajo para el que lleva toda la vida preparándose? ¿O piensa que debo sacrificar mi vida personal por mi país? –añadió, ladeando la cabeza.

Nunca se había parado a pensar tal cosa, pero ella sola se había metido en aquel rincón discutiendo con él.

–Creo que pueden encontrarse algunos beneficios en una unión acordada.

–¿Beneficios? –repitió, enarcando las cejas–. ¿Qué beneficios podría haber en algo así?

Claro. ¿Cómo iba a querer que le cortaran el suministro incesante de mujeres?

–Si llegara a un acuerdo adecuado con una mujer adecuada… los dos sabrían dónde se estaban metiendo, y sería una decisión lógica y razonaba por el bien de su nación.

–¿Lógica y razonada? ¿Pero qué es usted? ¿Un androide?

Ojalá lo fuera en aquel momento. Era insoportable encontrarlo atractivo sabiendo lo mucho que le gustaba flirtear. Cuando un hombre estaba tan bendecido como él por los dioses de la belleza, los meros mortales como ella carecían de defensas ante él.

–Cuando sea rey, podrá pedir un cambio –sentenció, intentando cerrar una conversación que nunca debería haber empezado.

–Desde luego. Pero para ser rey, parece que tengo que casarme.

–Es una encrucijada para usted.

–Que carece de peso sobre mi capacidad para hacer mi trabajo. Es un anacronismo.

–Entonces, ¿por qué no llegar a un acuerdo con alguna de sus muchas amigas? –sugirió–. Estoy segura de que todas estarían encantadas de llevar el peso de ser su esposa.

Él volvió a reír.

–No crea que no me lo he planteado. El problema es que todas se lo tomarían demasiado en serio y esperarían un final feliz.

–Sí, imagino que eso debe ser un problema –se burló con sarcasmo.

–No para alguien como usted –replicó él, acercándose.

–¿Perdón?

–Usted entendería el arreglo perfectamente bien y tengo la impresión de que lo último que desearía sería un final feliz conmigo.

Demasiado sorprendida y dolida por sus palabras, respondió:

–No me imagino que eso pueda ser posible.

–¿Con alguien en particular o solo conmigo?

De pronto cayó en la cuenta de a quién acababa de insultar.

–Lo siento –dijo, y apretó los labios.

–No lo sienta. Tiene razón –contestó él, riendo de nuevo–. Lo difícil es encontrar a alguien que comprenda la situación y sus limitaciones, y que tenga la discreción necesaria para lograrlo.

–Una ardua tarea.

Ojalá se marchara. O la dejase marcharse a ella, porque aquello estaba empezando a ser peligroso. Él era peligroso.

La miró un momento antes de volverse a examinar de nuevo su mesa.

–Es usted la viva imagen de la discreción.

–¿Porque tengo la mesa ordenada?

–Porque es lo bastante lista como para comprender cómo sería un acuerdo semejante –se irguió para mirarla con arrogancia–. Y no tendríamos historia romántica que viniera a complicar las cosas. De hecho, creo que usted podría ser mi esposa perfecta.

Parecía estar disfrutando con aquello, desafiándola a sonreír y a que se uniera al chiste, pero a ella no le estaba resultando divertido en absoluto.

–No.

–¿Por qué no?

El humor desapareció de sus facciones, dejando solo fría especulación.

Peligroso, sin duda. Mucho más implacable de lo que su fachada relajada sugería.

–No habla en serio.

–Yo creo que sí.

–No –repitió, cruzándose de brazos a la altura de la cintura para no empezar a moverse con nerviosismo, para impedir que la tentación escapase a su control.

Porque ella nunca sentía tentaciones. En realidad, nunca sentía. Había estado muy ocupada intentando sobrevivir durante… durante mucho tiempo.

–¿Por qué no se toma un momento para pensarlo? –sugirió él sin dejar de mirarla.

–¿Qué es lo que tengo que pensar? Esto es absurdo.

–Yo creo que no –replicó con toda tranquilidad–. Creo que podría funcionar perfectamente.

–¿De verdad no le parece que debería tomárselo un poco más en serio, en lugar de proponérselo a la primera mujer con la que se ha encontrado hoy?

–¿Por qué no debería proponérselo a usted?

Hester respiró hondo.

–Nadie se creería que deseaba casarse conmigo.

–¿Por qué?

–Porque no me parezco en nada a las mujeres con las que suele salir.

Él volvió a mirarla de arriba abajo.

–No estoy de acuerdo. Es solo cuestión de ropa y maquillaje. De hacer un paquete atractivo.

–¿Humo y espejos? –se tragó la bilis que le había subido por el esófago porque sabía lo poco que al mundo le gustaba su envoltorio–. Yo no pertenezco a su mundo. No soy una princesa.

–¿Y? Eso no importa.

–Ni siquiera soy de su país –continuó–. No es lo que se espera de usted.

Él miró más allá, como si hubiera algo interesante en la pared.

–Haré lo que me obligan a hacer, pero no pueden dirigirlo todo. No quiero casarme con nadie, y menos aún con una princesa. Elegiré a quien yo quiera –sentenció y volvió a mirarla con arrogancia–. Será como un cuento de hadas.

–Lo que sería es increíble –replicó. No podía creerse que estuviesen teniendo aquella conversación.

–¿Por qué? ¿Cuánto tiempo lleva trabajando para Fi?

–Doce meses.

–Pero la conocía de antes.

–Sí. Tres meses antes.

Hester había sido asignada como compañera de habitación de la princesa Fiorella cuando se trasladó a Estados Unidos a estudiar. Hester era cuatro años mayor que ella y ya estaba cursando sus estudios de posgrado, de modo que su papel era más de apoyo. Resultó que Fiorella era una joven inteligente y no necesitó mucha tutoría, pero Hester no tardó en empezar a ayudarla con la montaña de correspondencia que recibía, hasta el punto de que Fiorella le pidió que empezase a trabajar para ella. A Hester ese trabajo le había permitido dejar otras tutorías que llevaba, había podido terminar su tesis y ahora estaba centrada en su trabajo como voluntaria en el centro social de la ciudad.

Organizaba la agenda de Fiorella, respondía a mensajes y correos y organizaba casi todo sin tener que salir del apartamento que ocupaban en el campus. Era perfecto.

–Entonces ha pasado todos los controles de seguridad y ha demostrado ser capaz de satisfacer las demandas de mi familia.

Dio otro paso hacia ella.

Hester lo miró sin poder dar crédito.

–Además, es perfectamente plausible que nos hayamos conocido detrás de los muros de palacio –añadió–. Nadie puede saber lo que ha estado ocurriendo en la intimidad.

–Siento ser yo la que señale los fallos de su narrativa, pero nunca he estado en el palacio –puntualizó. No había ido a Triscari. De hecho, jamás había salido del país–. Y además, hemos compartido el mismo aire solo en otra ocasión, aparte de esta.

El príncipe Alek había acompañado a Fiorella a la universidad en lugar de su padre.

–Y esta es la primera vez que hemos hablado –concluyó, lo que en su opinión demostraba la imposibilidad de su proposición.

–Me halaga que haya llevado la cuenta –respondió con su sonrisa lobuna–, pero no es necesario que lo sepan los demás. Para la galería bien podría ser que las veces que he llamado, o venido a ver a Fi, haya sido una tapadera para venir a verla a usted –asintió despacio y se acercó todavía más–. Podría funcionar muy bien.

El enfado de Hester comenzó a crecer como la espuma. ¿Cómo podía creer ni por un segundo que aquello podía resultarle tan fácil? ¿Acaso estaba convencido de que se iba a plegar a sus deseos al instante? ¿Que incluso iba a sentirse halagada? Era un príncipe, sin duda acostumbrado a que la gente hiciera reverencias ante él y que se desviviera por satisfacer todos sus deseos. ¿Alguna vez le habrían dicho que no? Pues iba a ser interesante ver su reacción.

–Le agradezco la proposición, Alteza, pero la respuesta es no. ¿Le digo a su hermana que la esperará en su hotel de costumbre?

–No, porque no estoy allí sino aquí, y no se va a deshacer de mí… –frunció el ceño–. Discúlpeme, pero he olvidado su nombre.

¿En serio? ¿Le hablaba de casarse y ni siquiera sabía cómo se llamaba?

–Creo que nunca lo ha sabido. Hester Moss.

–Hester –dijo, y lo repitió un par de veces más, como si le estuviera dando vueltas en la boca para decidir su sabor–. Muy bien –otra sonrisa–. Yo soy Alek.

–Sé muy bien quién es, Alteza.

El príncipe la estaba observando como si se tratara de una nueva yegua para su famosa cuadra. Aquella condenada sonrisa no se desdibujaba, lo mismo que los hoyuelos que se le marcaban en las mejillas y, algo dentro de ella, una minúscula semilla que llevaba una eternidad aplastada por el peso de la pérdida y la presión germinó en un diminuto deseo de aventura.

–Yo creo que podría funcionar muy bien, Hester.

Oírle pronunciar su nombre fue como sentir su aliento en la piel. Estaba tan acostumbrado a salirse siempre con la suya… tan guapo, tan encantador, tan malcriado.

–Me da la sensación de que le gustan los chistes, pero a mí no me gusta ser el chiste de nadie –le dijo con la voz algo ahogada.

–Y no lo serías, pero lo que te propongo podría ser divertido.

–No necesito divertirme.

–¿Ah, no? ¿Y qué necesitas? –miró a su alrededor–. Necesitas dinero.

–¿Ah, sí?

–Todo el mundo normal lo necesita.

–Yo no. Tengo el suficiente –mintió.

La miró fijamente, y el escepticismo que le habían suscitado sus palabras se reflejó claramente en su mirada.

–Además –continuó–, tengo trabajo.

–Trabajas para mi hermana.

–Sí –contestó. Había percibido un tinte peligroso en su tono de voz y ladeó la cabeza–. ¿O es que va a hacer que me despida si no accedo a sus deseos?

Su sonrisa desapareció.

–Lo primero que debes aprender, y vas a tener que aprender muchas cosas, es que no soy un cerdo integral. ¿Por qué no escuchas mi propuesta completa antes de sacar conclusiones?

–No se me ha pasado por la cabeza que estuviera hablando en serio.

–Pues sí, lo estoy –dijo despacio, casi como si no pudiera creerse lo que estaba diciendo–. Quiero que te cases conmigo. Yo seré coronado Rey y tú llevarás una vida de lujo en el palacio –miró de nuevo su habitación antes de volverse a ella–. No carecerás de nada.

¿Tan miserable le parecía aquella habitación? ¿Cómo se atrevía a asumir que tenía carencias, cuando en aquel momento no deseaba absolutamente nada, ni en personas, ni en cosas? Era la verdad… aunque no toda la verdad, y aquella semillita engordó un poco más.

–¿No quiere pararse un poco y pensar lo que me está diciendo?

–Ya lo he pensado todo, y es un buen plan.

–Para usted quizás lo sea, pero a mí no me gusta que me digan lo que tengo que hacer.

Como tampoco la promesa del lujo le gustaba, o la idea de formar parte de algo que iba a involucrar a tantas personas.

Pero el príncipe se echó a reír.

–Mi hermana te dice constantemente lo que tienes que hacer.

–Eso es distinto. Ella me paga.

–Y yo te pagaré más. Te pagaré muy bien.

De algún modo, eso hacía que la proposición fuese mucho peor, pero por otro lado era el único modo en que podía haberse hecho: adquiriendo la forma de una propuesta de trabajo repulsiva.

–Estoy hablando de un matrimonio solo de nombre, Hester –le aclaró. Parecía estarse divirtiendo–. El sexo no es necesario. No te estoy pidiendo que te prostituyas.

Aquella sinceridad tan brutal la sorprendió, lo mismo que el calor que inesperadamente le corrió por las venas junto con un torrente de confusión y otras cosas que prefirió no examinar.

–¿Un heredero no forma parte de la ecuación?

–Afortunadamente ese no es otro requisito legal. Podemos divorciarnos transcurrido un tiempo. Para entonces habré cambiado esa estúpida ley y podré volver a casarme si es mi deseo. Tendré años para decidir en ese sentido una vez haya sido coronado.

Hester tragó saliva. Obviamente no estaba interesado en tener hijos, o en casarse de verdad. Ni siquiera había intentado ocultar el disgusto que le producía la idea. Peor para él, porque un heredero era algo de lo que iba a tener que ocuparse, pero no era asunto suyo.

–Estaremos casados como máximo un año –decidió–. Sería como estar en comisión de servicio. Un año, y vuelta a la normalidad.

¿Vuelta a la normalidad? ¿Como ex de un rey? No podría haber nada normal después de eso. O después de pasarse un año en su presencia y fingiendo ser su esposa. ¡Si a duras penas estaba sobreviviendo a los últimos diez minutos!

Ni siquiera se le había ocurrido preguntarle si estaba soltera. Con echarle un vistazo, todo lo demás lo había dado por sentado. Y tenía razón, lo cual lo empeoraba todo.

–¿Puede usar el dinero de su país para comprarse una esposa? –espetó con amargura.

–El dinero saldrá de mi fortuna personal –replicó, áspero–. Quizás no sepas que soy un hombre de éxito por mis propios logros.

Lo que no quería era pensar en todo lo que sabía sobre él. En su reputación.

–Hay un problema mayor.

–Que es…

–Tiene usted una vida social muy activa –dijo, bajando la mirada. No podía mirarlo mientras trataba aquel tema–. ¿Se supone que yo tendría que haberlo aceptado sin más?

–No sabía que hubieras leído mi diario personal.

–No hace falta. Está en todos los periódicos.

–¿Y crees todo lo que lees?

–¿Me está diciendo que no es cierto?

–No he sido un monje –admitió–, pero tampoco me he aprovechado de ninguna mujer, del mismo modo que ellas tampoco se han aprovechado de mí –respiró hondo–. A lo mejor tú has sabido mantenerme a raya. Igual yo he venido ocultando mi corazón destrozado.

–¿Acostándose con todas las mujeres que tiene alrededor?

–No con todas –respondió, riendo–. Ni siquiera yo tengo tanto vigor.

–¿Y va a poder privarse de esa… intimidad durante todo un año?

La miró muy quieto.

–Mucha gente puede hacerlo. ¿Por qué vamos a pensar que yo sea incapaz de controlarme?

Las mejillas se le encendieron todavía más.

–No es el estilo de vida al que está acostumbrado.

–Te sorprendería lo que puedo soportar. ¿Y tú? ¿Podrías soportarlo?

–Imposible.

El príncipe, inesperadamente, se echó a reír.

–Tranquila incluso cuando mientes. Cásate conmigo. Hazme el hombre más feliz de la Tierra.

–Si aceptara, le estaría bien empleado –murmuró.

–Entonces adelante, señorita Moss –la desafió–. Ponme en mi sitio.

Una tentación casi insoportable se le materializó ante los ojos, pero no podía dejarse arrastrar a la locura solo porque aquel hombre fuese terriblemente atractivo y tuviera un sentido del humor de las mismas proporciones.

–Es imposible.

–Yo creo que podrías hacerlo –replicó–. Y si tú no necesitas el dinero… –dejó que la voz se cubriera de incredulidad–, puedes dárselo a alguien que sí lo necesite. ¿Cuál es tu ONG favorita?

Hablaba como si tratase un asunto meramente práctico, pero Hester sintió que describía círculos en torno a ella como un tiburón al acecho, cada vez más cerca. Había presentido una debilidad y estaba a punto de lanzar su ataque.

–Haré una gran donación. Una donación millonaria. Piensa en todas las causas a las que podrías contribuir. A toda esa gente. ¿O preferirías involucrarte con los animales? Los gatos, por ejemplo. O el planeta. Tú eliges. Podrías dividir el dinero entre todos ellos. A mí me da igual.

–Porque es un cínico.

Pero el corazón le latía desaforadamente porque podría darles todo aquel dinero a unas personas que sabía que lo necesitaban con desesperación.

–En absoluto. Si estamos en una posición que nos permite ayudar a los demás, o dejar el planeta en mejor estado del que nos lo encontramos, deberíamos hacerlo, ¿no crees?

Y le clavó la mirada.

–A eso no puedes decir que no, ¿verdad? –la desafió.

Estaba poniendo en tela de juicio su humanidad, su compasión. Le devolvió la mirada con la misma intensidad porque él no tenía ni idea de su historia y, sin embargo, había decidido atacarla con aquello.

–Si tú no lo necesitas, habrá alguien en tu vida que sí.

Había muy, muy pocas personas en su vida, pero él lo había visto. Había encontrado la grieta en su armadura, y aunque quería seguir negándose, solo porque alguien le dijera que no por una vez en su vida, ¿cómo podía hacerlo?

En el centro social en el que colaboraba, había conocido a Lucia y su hija Zoe, una madre adolescente que había sido rechazada por su familia y a quien le quitarían la custodia de su hija si alguien no la ayudaba. Había intentado buscarle un lugar en el que pudiera vivir temporalmente y la había ayudado económicamente con lo que había podido, pero ella sabía bien lo que era estar asustada, sin seguridad de ninguna clase y sin hogar.

–Esto es chantaje emocional –dijo.

–¿Ah, sí? ¿Y funciona?

Sabía lo importante que era que Lucia y Zoe siguieran juntas. Sus padres habían luchado por seguir juntos y tenerla con ellos, pero cuando fallecieron, descubrió lo horrible que era que te pusieran en manos de familiares que no querían hacerse cargo de ti. Con el dinero llegaban los recursos, el poder y la libertad.

–Vamos, Hester –sonrió–. ¿De verdad no te parece que sería un poco divertido?

–Le encanta hacer lo impredecible –analizó, entrelazando las manos y apretando fuerte–. Le produce verdadero placer.

–Yo creo que a todos nos gusta desafiar las convenciones de vez en cuando, y no conformarnos con el estereotipo en el que nos meten los demás.

Era demasiado astuto. Estaba haciendo que recordase a todos aquellos abusadores, sus primos y las chicas del colegio, que atacaban su aspecto físico, su escasa habilidad en los deportes, su carencia de padres…

–Ya le he dicho antes que no quiero ser objeto de burla.

Porque ya lo había sido y estaba convencida de que así se iba a considerar su matrimonio. Una burla. Nada que se pudiera tomar en serio.

–Y yo vuelvo a decirte que no soy un cerdo. Te tomaré en serio y me aseguraré de que todo el mundo lo haga. Firmaré un compromiso contigo para un año, y te prometo lealtad, sinceridad, integridad y fidelidad. A cambio solo te pediré lo mismo. Podríamos hacer un buen equipo, Hester –miró su mesa de nuevo–. Sé que trabajas bien. Fi está encantada contigo.

Sí, sabía que hacía un buen trabajo, y que era fácil que se sintiera halagada, pero aquello era distinto. Era ponerse voluntariamente en una posición vulnerable. Toda aquella gente de su pasado volvería a verla. Sería más visible que nunca, y más vulnerable.

Pero ¿no había jurado impedir que volviesen a hacerle daño?

–Trabajar para la princesa Fiorella es un buen trabajo para mí, y después no podría volver a desempeñarlo.

–No tendrías por qué hacerlo. Estarías en una posición que te permitiría hacer lo que quisieras. Tendrías independencia total. Podrías comprarte tu propia casa, llenarla de gatos y libros sobre asesinos en serie. Lo único que te pido a cambio es un año.

Un año era mucho tiempo, pero con ello podría cambiar la vida de Lucia y Zoe para siempre. ¿Y si alguien hubiera hecho eso por sus padres, o por ella?

Respiró hondo. Si había sobrevivido a lo que había tenido que pasar, también podría con aquella situación. Y quizás, con algún pequeño cambio en el envoltorio, podría revertir el estereotipo en el que la habían encajado los demás. Y ¿cómo no? También iba a ser divertido.

Aquella semilla enterrada durante tanto tiempo formó un incontenible bulbo, un deseo irresistible de aventura. No podía decir que no cuando le estaba ofreciendo el poder para cambiar todo para unas personas en tal estado de vulnerabilidad. Y el suyo propio.

–Te gustará Triscari –dijo él–. El clima es maravilloso y tenemos muchos animales. Somos conocidos por nuestros caballos, pero también tenemos gatos…

El príncipe había presentido que iba ganando la partida.

–Está bien –suspiró–. Un trabajo de un año de duración.

La satisfacción del depredador brilló en su mirada. Sí, le gustaba salirse con la suya, pero también era lo bastante inteligente como para no pasarse en la celebración de la victoria.

–Con un coste –añadió rápidamente, y sintió el vértigo del peligro.

–¿Dinero? –sonrió.

–Sí. Mucho dinero.

–Tienes planes –comentó sin mostrar demasiada curiosidad–. ¿Qué vas a hacer con él?

–Usted quiere mantener su intimidad y yo la mía –espetó–. Si lo que quiero es bañarme en un montón de dólares recién salidos del horno, así lo haré.

No iba a contárselo ni a él, ni a nadie.

–Espléndido. Hazme saber cuándo quieres que te los lleven –parecía divertido–. ¿Lo sellamos con un apretón de manos?

Muy seria Hester le ofreció la mano conteniendo el temblor que sentía por dentro y que no quería que él notase. Él la estrechó, pero no la soltó hasta que consiguió que ella alzase la mirada, y de inmediato quedó cautivada por la mezcla de precaución, curiosidad y preocupación que vio en sus hermosos ojos.

–Casémonos, Hester –dijo él con una despreocupación que no cuadraba con la intensidad de su mirada–. Cuanto antes, mejor.

Reina de conveniencia

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