Читать книгу Toda la noche con el jefe - Natalie Anderson - Страница 5
Capítulo 1
ОглавлениеLissa acababa de llegar a la barandilla cuando oyó las pisadas detrás de ella. Se dio la vuelta apresuradamente y se sentó en el banco entre las sombras, con la esperanza de no ser vista y de poder tener cinco minutos para calmarse.
Observó la figura que se aproximaba, sabiendo perfectamente que no era invisible y que se dirigía directamente a ella. No lo reconoció. Llevaba en Franklin and Co. tan sólo cinco meses y conocía a todo el mundo. Aquel hombre caminaba con unas piernas largas envueltas en un vaquero oscuro con la naturalidad de un atleta. Era alto y tenía el pelo oscuro. La única iluminación en el balcón provenía de las rendijas de las ventanas de la sala de juntas, de modo que no podía ver mucho más. Suspiró y sintió un vuelco en el corazón. Gina debía de haber enviado a su amigo Karl a buscarla. ¿Por qué la gente pensaba que los casamenteros eran una buena idea?
Incapaz de quitarle los ojos de encima, Lissa decidió ignorar la tensión en el estómago y la promesa que le había hecho a Gina de estar «abierta a las posibilidades». Se enfrentaría a la situación. Se lo diría claramente y podría tener su espacio de nuevo.
–¿Gina te ha dicho que estaba aquí fuera? –preguntó con su tono más decisivo.
–No –contestó él con una sonrisa radiante que destacaba en la oscuridad. Se sentó junto a ella y dejó su copa a un lado. Se había sentado de lado, mirándola. Su cara estaba a oscuras, pero se encontraba cerca, demasiado cerca. Su presencia irradiaba calor, y desprendía cierto aroma a cítrico. Limón fresco y suave.
–Mira, perdona –comenzó ella, tratando de sonar amable, aunque firme–. No sé lo que te ha dicho Gina, pero no estoy interesada.
–Oh. ¿De verdad? –pareció sorprendido.
Lissa respiró profundamente y siguió hablando apresuradamente.
–Puede parecer difícil de creer, cuando todo el mundo está ansioso por conocer gente, pero realmente yo no busco diversión. Estoy segura de que eres un gran tipo y de que no tendrás problemas a la hora de encontrar a alguien. Sobre todo ahí dentro –dijo señalando hacia la ventana–. Después de todo, Gina dice que seduces muy bien.
Sus carcajadas le sorprendieron. Pero más sorprendente aún fue el modo en que resonaron dentro de ella. Fue un sonido profundo, cálido y seco.
–¿De verdad? Qué amable por su parte –dijo antes de dar un trago a su copa–. Pero creo que no deseo a cualquier otra persona. Sobre todo no «ahí dentro» –añadió imitando su tono.
Lissa agarró su copa con fuerza. Aún se sentía molesta, y aquella interrupción no le estaba sirviendo de ayuda.
–Muy bien –dijo con resignación–. Pero dejemos una cosa clara. No va a ocurrir, así que simplemente nos congelaremos, ¿de acuerdo? –lamentó ligeramente su sequedad, pues no había pretendido sonar tan directa. Respiró profundamente, tratando de controlarse, pero respirar correctamente le parecía más difícil de lo normal sentada al lado de ese hombre.
–Me parece bien –convino él–. ¿Siempre eres tan directa?
Lissa frunció el ceño y sintió cómo se le sonrojaban las mejillas.
–Mmm. Lo siento si piensas que soy desagradable. No era mi intención, pero no quiero que haya malentendidos.
–De acuerdo –entonces se rió, demasiado intensamente para su gusto.
Lissa lo miró, pensando que parecía bastante relajado para haber sido rechazado de entrada. Observó su sonrisa; una sonrisa cálida. Era el tipo de sonrisa que daba ganas de sonreír también y acercarse más. Miró de nuevo hacia las ventanas y observó el cinismo de la fiesta mientras dos consultores luchaban por conseguir la atención de Gina. Lissa miró de reojo a Karl, deseando que Gina le hubiese advertido que era el hombre más físicamente atractivo del planeta, y no sólo alguien al que se le diera bien la seducción.
–Ahora que hemos aclarado eso –dijo él–, ¿por qué no me cuentas algo de ti?
–¿Qué quieres saber? –preguntó Lissa. Ya había rechazado al tipo antes de que tuviera ocasión de empezar, de modo que no tenía por qué ser totalmente grosera.
–No sé –estiró una pierna, colocándola entre la puerta y ella como una barrera–. ¿De qué parte de Australia eres?
–Soy de Nueva Zelanda –contestó ella con frialdad, tratando de no admirar la larga pierna ante sus ojos.
–Lo siento –dijo él riéndose. Una vez más, el sonido reverberó en su interior, produciéndole un escalofrío–. ¿Podrás perdonarme alguna vez?
–No pasa nada. No soy una de esas neocelandesas que se enfadan si las confunden con australianas –contestó Lissa antes de dar un trago a su copa. A pesar del aire frío, no lograba enfriarse. Se quedó quieta durante un minuto y luego se inclinó hacia él con una sonrisa conspiradora–. A decir verdad, yo aún no distingo la diferencia entre los acentos irlandés y escocés.
–Qué sorprendente –dijo él inclinándose hacia ella y, por un segundo, Lissa se preguntó qué iba a hacer. ¿Qué haría ella? Su proximidad resultaba abrumadora–. ¿Y yo qué soy?
–Em… –se quedó desconcertada. No le parecía que sonase como ninguno de los dos. De hecho le parecía bastante británico–. ¿Escocés?
Él inclinó la cabeza y se echó hacia atrás.
–Pues sí.
Lissa empezaba a sentirse bastante nerviosa por el efecto que le estaba produciendo. Nerviosa por el hecho de lamentar que se hubiera apartado. Era una noche fría y oscura; y ella se sentía caliente e insegura.
Gina volvió a aparecer y Lissa observó cómo su cara se iluminaba mientras un desconocido se acercaba a ella.
–Oh, ése debe de ser el infame de Rory.
Karl giró la cabeza y miró hacia la ventana.
–¿Dónde?
–Con Gina –Rory parecía absorbido por Gina mientras ésta hablaba, gesticulando con los brazos con su entusiasmo habitual–. Bueno, no creo que vaya a tener muchos problemas, ¿y tú?
–¿Problemas con qué? –preguntó Karl.
–Con Rory –contestó Lissa con impaciencia–. Debe de haberte hablado de él. Acaba de llegar de la oficina de Nueva York. Ha vuelto siendo el consultor más joven que jamás haya sido ascendido a socio. Se supone que empieza mañana, pero existía la posibilidad de que apareciese esta noche. Gina se ha puesto la camisa azul a propósito. No puedo creer que pensara que no tenía ninguna posibilidad. Pensé que apenas lo conocía. Pero obviamente él está interesado, ¿no crees? Y no me extraña; Gina es increíble.
–Si te gustan así –contestó él seriamente.
Lissa se giró hacia él sorprendida.
–Es una rubia natural con ojos azules y es muy alegre. Si a algún hombre no le gusta, es que no le gustan las mujeres.
–¡Ja! –exclamó él–. ¿Eso crees? Creo que muchos hombres preferirían a las altas y esbeltas de ojos marrones y pelo dorado como la miel.
Antes de que pudiera impedírselo, estiró una mano y le acarició un mechón de pelo.
Lissa se quedó mirándolo, incapaz de moverse, deseando que deslizara la mano por su pelo. Fue entonces cuando finalmente registró lo que acababa de decir y tuvo que contener una sonrisa. Trató de ignorar el tono sensual de su voz. Simplemente acababa de describirla.
Respiró profundamente mientras él enredaba los dedos en su mechón. No se sentía cómoda. Su propósito de salir al balcón estaba siendo saboteado. Apartó la cabeza y decidió reiterar su posición.
–Ya te he dicho que no hace falta que te molestes.
–No es ninguna molestia.
Estaba observándola intensamente. Lissa se cruzó de piernas y comenzó a balancear el pie en el aire.
–No es como me lo había imaginado.
–¿Quién? ¿Rory?
–Sí. Pensé que sería más alto y aparente –no podía dejar de pensar en el hombre que tenía al lado. Él sí era aparente. Fue plenamente consciente de cómo su rodilla le rozaba la pierna. Debía de haberse acercado. Ella se apartó más y volvió a cruzar las piernas.
–¿Por qué? ¿Cómo te lo describió Gina?
–Al parecer es como un regalo divino –aliviada por la distracción, Lissa se rió y enumeró los rasgos con los dedos–. Alto, moreno, guapo, un gran cuerpo, un jefe exigente pero al que todos admiran… Suena demasiado bueno para ser cierto, ¿verdad? Ésa es la versión de Gina, claro. Pero el remate es, y cito textualmente: «Cuando te mira, es como si fueras la única persona en el mundo. Tiene unos ojos increíbles».
Entonces miró a Karl. No podía verle los ojos con claridad. Era imposible distinguir el color en la sombra. Gina no se los había descrito; había insistido más en lo divertido que era. Lissa tenía la sensación de que sería más que divertido, y eso era peligroso.
Siguió describiendo a Rory.
–Al parecer es difícil de cazar. Por lo que cuentan, nunca ha tenido el más mínimo escarceo con nadie del trabajo.
–¿Y eso hace que sea difícil de cazar?
–Bueno, ya sabes cómo es este lugar; todos van detrás de todos –la fama de flirteo de la consultoría en la que trabajaba era legendaria. Estaba poblada por unos cuarenta y cinco especímenes, todos atléticos, artísticos, inteligentes y atractivos; la diversión después del trabajo estaba garantizada.
–No es tan malo, ¿verdad?
–No, probablemente no –dijo ella–. Pero lo parece. Son todos flirteos sorprendentes. Las aventuras en el trabajo nunca acaban bien. Es demasiado complicado –complicado era quedarse corta; algo que ella sabía bien gracias a Grant–. Y con Gina intentando emparejarme contigo…
–¿Y qué dijo al respecto? –preguntó él.
Lissa lo miró y optó por la verdad.
–Que eras un jugador atractivo que sabe cómo hacer que una chica lo pase bien –Lissa sintió una punzada de culpabilidad al repetir la descripción de Gina tan burlonamente, aunque su amiga lo había dicho como un cumplido y, francamente, tal como iban las cosas, tenía toda la razón.
–¿Y tú eres una chica que necesita pasárselo bien?
–Obviamente Gina lo cree así –contestó ella con una risa sarcástica–. Pero la verdad es que no. Cuando quiera pasarlo bien, me buscaré diversión, pero gracias de todos modos. Estaba preocupada por ti porque no has salido con nadie en los últimos dos meses. Pensó que seríamos fantásticos el uno para el otro.
–¿Tú tampoco has salido con nadie últimamente?
Lissa había estado pensando en ella; el problema era que la única gente que conocía eran compañeros de trabajo y, después de lo de Grant, no se permitiría tal cosa. Precisamente era la razón por la que Gina quería emparejarla con Karl para una aventura de despedida antes de que ella abandonara el país. Pero Lissa estaba segura de que lo último que necesitaba era salir con un galán experimentado. Jugar con fuego siendo ella una advenediza sólo podía acabar en desastre. Cuando apareciese una persona segura, se tomaría las cosas con calma.
Ese hombre no era seguro. Tenía la rodilla presionada contra su pierna de nuevo, podía sentir el calor. De pronto tuvo el deseo de sentarse más cerca, de sentir toda su pierna, no sólo la rodilla. Pensó que aquello sería cálido. ¿Pero a quién quería engañar? Sería caliente. Él pareció leerle el pensamiento.
–¿Tienes frío? Llevamos aquí fuera un rato.
Lissa negó con la cabeza y dijo:
–Estoy bien. Pero no quiero entretenerte, si quieres volver dentro –añadió con la esperanza de librarse de él y, al mismo tiempo, deseando que se quedara. Era sorprendente, y tenía que admitir que se lo estaba pasando bien con él. No había nada de malo en flirtear un poco.
–No, estoy bien aquí. Es bastante refrescante. ¿Qué estás bebiendo, por cierto?
–No estoy muy segura –contestó ella observando su copa–. Creo que es algo con sabor a manzana.
–¿Un alcopop?
–Está bueno. Es dulce.
–Y también es letal si te lo bebes demasiado deprisa. ¿Cuántos te has tomado?
–Éste es el segundo.
–¿Y has cenado?
Lissa se giró para mirarlo de frente, tocándole las rodillas con las suyas. Ignoró el escalofrío que sintió en los muslos y el perverso deseo de separar las piernas. Echó la cabeza hacia atrás y lo desafió.
–¿Pretendes invitarme o insinúas que estoy borracha? En cualquier caso, la respuesta es «no».
Él se giró y se inclinó hacia delante, mirándola fijamente. Lissa tragó saliva; la luz de la ventana iluminaba su cara y, por primera vez, pudo observarlo correctamente. Se fijó en su mandíbula fuerte y su nariz recta, pero fueron sus ojos los que captaron su atención. Eran de un increíble verde esmeralda. Se quedó mirándolos; nunca había visto unos ojos así. Pasaron unos segundos hasta que se acordó de parpadear.
–¿De verdad? –preguntó él con una sonrisa pícara.
Fascinada, Lissa observó cómo arqueaba los labios hacia arriba. Eran unos labios gruesos y tentadores. Fue consciente de que se había inclinado más hacia él, así que se apartó y miró de nuevo hacia la ventana. Tal vez sí estuviera un poco borracha; desde luego se sentía un poco mareada. Imposible. No había bebido mucho, así que tenía que ser la falta de comida.
–Sí –contestó ella con aspereza–. Y no pienses que puedes avasallarme para tener una cita por lo que te haya dicho Gina.
Él se inclinó hacia delante en el asiento y se llevó las manos a la cabeza riéndose.
–Oh, para –dijo ella–. No ha sido tan divertido… Estás insistiendo demasiado, y ya te he dicho que no tiene sentido.
No dejó de reírse, y Lissa comenzó a preguntarse si habría algo en la broma que se estuviese perdiendo. Parecía encontrarla demasiado divertida. Y ella empezaba a sentir frío, experimentando deseos que tenía que controlar. Deseos de acercarse a un tipo del que sabía que le gustaba jugar. Haciendo un llamamiento a su dignidad, se puso en pie.
–¿Vas a volver ahí dentro a divertirte? –preguntó él, levantándose también.
Entonces se dio cuenta de lo alto que era. Ella no era baja, y con los tacones medía casi uno ochenta, pero aun así él le sacaba unos cinco centímetros. Tuvo que levantar la cabeza para mirar aquellos fabulosos ojos verdes. Al ver cómo él la observaba, inmediatamente supo que lo mejor sería apartar la mirada.
–De hecho, creo que voy a irme a casa…
–Buena idea –contestó él.
Lissa volvió a mirarlo. No parecía arrogante, pero aun así ella se puso en guardia. Tenía que alejarse de allí. No, tenía que alejarse de él. ¿Acaso había subestimado la habilidad de Gina como casamentera? Aquel tipo hacía que se le acelerase el pulso.
–Ha sido un placer conocerte por fin, Karl. Buenas noches –dijo educadamente y, sin pensar, estiró la mano para estrechársela. En cuanto sus manos se juntaron, se dio cuenta de su error. El contacto físico le produjo un torrente de electricidad que subió por el brazo hasta el corazón, provocándole un vuelco. Su mano era firme. Su piel, cálida y seca. Otro escalofrío recorrió su cuerpo, y los dos se quedaron ahí, mirándose el uno al otro. Se le aceleró el pulso y sintió la excitación en el estómago. Observó su mirada pícara y apartó la mano al instante. Murmuró una breve despedida y se dirigió hacia la puerta.
Él observó cómo se alejaba. ¿Debería habérselo dicho? Probablemente, pero la tentación había resultado ser demasiado fuerte como para resistirse, y seguía siéndolo. Observó el pasillo vacío y entró, pero no se dirigió hacia la fiesta, sino hacia las escaleras a toda velocidad. Un ataque de lujuria. No había tenido uno tan fuerte… bueno, jamás, qué él recordara. Apenas llevaba tiempo de vuelta en su tierra natal y ya se sentía tentado por una Venus extranjera. Llegó al piso de abajo, incapaz de disimular la sonrisa cuando entró en el vestíbulo.
Lissa respiró aliviada. No podía «tener un poco de diversión», como le había sugerido Gina. Aquél era un buen momento para escapar. Absorta en sus pensamientos, salió del ascensor y se topó con la figura que estaba de pie ante ella. Unas manos firmes la agarraron por los brazos, y sintió la nariz dolorida al golpearse contra aquel torso cubierto por un jersey de lana, que era lo único que podía ver.
–Oh, lo… –dejó de hablar al levantar la cabeza y ver al hombre de los ojos verdes. Frunció el ceño al ver su sonrisa–. ¿Qué? –preguntó, incapaz de disimular su irritación.
–Voy a llevarte a casa –dijo él con cierto tono de autoridad.
–Me parece que no.
–Claro que sí.
–No puedes conducir –dijo Lissa frunciendo más el ceño–. Has estado bebiendo.
–He tomado una copa en toda la noche y había comido antes. Estoy bien para conducir.
–Mi madre me enseñó a no montarme en coches con desconocidos.
–No soy un desconocido. Acabamos de pasar media hora conociéndonos.
Lissa pensó en ello durante unos segundos, sabiendo que estaba bajando la guardia. Gina conocía bien a aquel tipo y, francamente, la idea de volver a casa en coche era tentadora. Le evitaría el trayecto en metro y diez minutos andando. Los zapatos de tacón que llevaba no eran apropiados para caminar largas distancias.
Incluso más tentadora era la idea de pasar otros diez minutos en su compañía. ¿Sería sólo para tener más práctica? ¿Para perfeccionar sus habilidades de flirteo?
–Además –prosiguió él–, has dejado clara tu falta de interés. Así que no tienes nada que temer.
¿Era cierto? Viéndolo correctamente por primera vez con la luz del vestíbulo, Lissa se dio cuenta de que su instinto tenía razón. Era un hombre muy sexy. Se quedó mirándolo, y su mente se negó a trabajar con la rapidez habitual. Lo único en lo que podía pensar era en sus fabulosos ojos verdes. Vio la diversión en ellos. Aunque no sabía por qué no le resultaba molesta. Al contrario, sintió la necesidad de seguirle la broma. Él se acercó más y le apretó los brazos con más fuerza.
–Bueno, si insistes –dijo ella.
–Insisto.
Lissa arqueó las cejas ligeramente y permitió que la metiera de nuevo en el ascensor.
–Hay un aparcamiento en el sótano –dijo él en respuesta a su cara de intriga.
Lissa se apoyó contra la pared del ascensor y evitó su mirada, especulando sobre cómo sería su coche. Definitivamente sería rápido y brillante. Quizá un descapotable con asientos de cuero con calefacción.
Él le agarró el brazo de nuevo mientras salían del ascensor, y la guió frente a una fila de coches aparcados. Lissa trató de ignorar las sensaciones que le provocaban sus dedos. Eran como agujas eléctricas clavándosele por dentro.
No estaba preparada para la enorme ranchera marrón y ligeramente abollada frente a la que se detuvo. Obviamente, el vehículo, de siete plazas, estaba acostumbrado a ir lleno de gente. Podía apreciarse el inconfundible olor a niños. Había papeles y envoltorios de caramelos tirados por el suelo, y dos de los asientos traseros estaban acondicionados con asientos para niños.
–¿Esperamos a alguien más? –preguntó ella.
–No –contestó él. Lissa se sentó y se dispuso a abrocharse el cinturón. De pronto se detuvo. Palpó bajo su cuerpo y sacó una bolsa de pasas a medio comer. Se las entregó sin decir palabra–. Oh, bien –dijo–. Me preguntaba dónde las había puesto. La cena.
Lissa no pudo evitar observar su mano izquierda colocada sobre el volante. No llevaba anillo, ni marca alguna. Sus dedos eran largos y hermosos, con unas uñas perfectas; y su palma era ancha y firme. Se estremeció y apartó la mirada. Se trataba de Karl, ¿no? El amante del flirteo por excelencia. Soltero convencido. Aquello no encajaba con esa imagen.
–Es el coche de mi hermana –explicó finalmente–. El mío no estaba disponible y he tomado prestado el suyo. Tiene tres hijos. Son bastante revoltosos.
–Ah, bien –dijo ella mientras se abrochaba el cinturón–. ¿Y qué tipo de coche llevas habitualmente?
–¿Qué tipo crees tú?
–No sé. Algún deportivo. Rápido, brillante, algo para asombrar a las mujeres.
–No tengo que confiar en un coche para asombrar a las mujeres –dijo él.
–Oh, ¿de verdad? –Lissa no pudo evitar reírse.
Él la miró fijamente con ojos brillantes.
–¿Entonces qué? –preguntó ella–. ¿Sólo confías en tu buen físico, en tu ingenio y en tu encanto personal?
–Eso es –contestó él asintiendo seriamente–. Todo lo que has dicho. ¿Adónde vamos?
Lo miró confusa antes de darse cuenta de que llevaban sentados un par de minutos y no había puesto el motor en marcha.
–Oh, al muelle de Santa Catalina, Tower Hill.
Él la miró arqueando las cejas y luego puso el motor en marcha.
–Pensé que sería en Earl’s Court o en Shepherds Bush. ¿No es ahí donde viven los neocelandeses y los australianos?
–Quizá –dijo ella encogiéndose de hombros–. Pero no me gusta eso.
–¿Evitas a tus compatriotas? –preguntó él mientras salían del garaje.
–No, pero, si quisiera pasar el tiempo yendo a pubs de las antípodas y relacionándome con neocelandeses, no me habría molestado en marcharme de Nueva Zelanda.
–¿Huías de algo?
–Huía hacia él –puntualizó Lissa–. No me malinterpretes, no es que no me guste Nueva Zelanda. Me encanta, pero quería viajar y conocer Londres. Es una ciudad genial.
–¿Y elegiste el muelle de Santa Catalina?
–Sí –contestó ella con una sonrisa–. Aunque no vivo en uno de esos almacenes reconvertidos junto al río. Hay una vieja finca detrás. Tengo un piso alquilado allí. Es fantástico, ¿sabes? Paso frente a la torre de Londres cada día de camino al trabajo y siempre pienso lo mismo: ¡Estoy en Londres! Es alucinante.
–¿Realmente es un sueño para ti?
–Oh, sí. Supongo que son muchos años viendo Coronation Street.
–¿Coronation Street? Pero eso es en Manchester –dijo él.
–Oh, pues entonces Eastenders. Lo que sea. Todos esos programas de variedades; allí los ponen todos. Pero aquí es genial. En Londres puedes hacer cualquier cosa que te apetezca hacer –añadió haciendo un gesto con las manos.
Él la miró y le devolvió la sonrisa, cortándole la respiración. Lissa apartó la mirada apresuradamente, tratando de controlar su excitación.
–Suenas como una turista, con ese entusiasmo en la voz –dijo él.
–¿Qué tiene eso de malo? Es bueno tener algo de pasión.
–Estoy de acuerdo. ¿Eres tan entusiasta y apasionada en otros aspectos de la vida?
Lissa le dirigió una mirada de picardía burlona, sabiendo que se la había buscado.
–Me encanta caminar frente a la torre de Londres cada día –dijo finalmente–, riéndome de los demás turistas que se dejan engañar por el heladero más caro del mundo.
–¿De verdad? –preguntó él riéndose.
–Tiene su furgoneta allí, junto a Dead Man’s Hole. Sus precios son desorbitados.
–Mmm. Pero apuesto a que no es tan caro como el heladero que hay en el Ponte Vecchio de Florencia.
–¿De verdad? ¿En Florencia? –Lissa suspiró–. Nunca he estado allí. Me encantaría ir.
–Es precioso. Yo te llevaré.
–¿Ahora? –preguntó ella arqueando una ceja.
Él asintió y dijo:
–Tienes que ver la Venus de Botticelli. Eres igual que ella.
Hubo un silencio mientras Lissa absorbía el cumplido. La obra maestra de Botticelli se encontraba en la galería de los Uffizi. Su cuadro de Venus era una de las obras de arte más famosas del mundo. Generación tras generación admiraba su belleza. Lissa se quedó asombrada. Desde luego aquel hombre era un profesional de la seducción. El problema era que ella no podía evitar disfrutar.
–Oh, eres bueno –dijo.
–¿Y funciona?
–Eso no te lo diré –comenzó a decir.
–Entonces tendré que averiguarlo. Bien.
¿Qué significaba ese «bien»? ¿Acaso acababa de ofrecerle un desafío sin quererlo?
Entraron en el muelle de Santa Catalina y Lissa lo condujo hasta su edificio. Una parte de ella deseaba escapar del coche lo antes posible, pero otra parte deseaba quedarse y explorar las posibilidades con Karl, como había sugerido Gina. Aunque tal vez él no estuviera realmente interesado. Tal vez hubiera estado haciendo uso de su encanto y su ingenio. Lo miró y se dio cuenta de que estaba observándola con una sonrisa.
Se puso rígida. ¿Acaso llevaba su debate interno escrito en la frente? Probablemente. Trató de aferrarse a su dignidad.
–Muchas gracias por traerme a casa. Ha sido muy amable por tu parte.
–No hay problema. Ha sido un placer.
Lissa se desabrochó el cinturón y abrió la puerta. Al salir del coche se sorprendió al comprobar que él estaba haciendo lo mismo. Bordeó el coche y se colocó junto a ella.
–Pensaba acompañarte hasta la puerta –le explicó–. No estaba seguro de que pudieras subir las escaleras.
–Claro que puedo… ¿Qué te crees? ¿Que estoy borracha? –nada más lejos de la realidad, aunque tenía que admitir que se encontraba un poco mareada. Debía de ser por no haber comido nada, no por la proximidad de aquel hombre.
–No, pero tal vez un poco cansada –dijo él riéndose. Y su risa tuvo ese efecto al que ya estaba acostumbrándose–. ¿No lo estás?
Estaba demasiado cerca de ella. Lissa se quedó mirándolo, asombrada al ver que se acercaba más.
–Si tan segura estás de que puedes hacerlo, me iré.
–Ajá –contestó ella, pegada al suelo. Era muy atractivo. Alto, sexy, divertido. Sabía que debía dirigirse hacia las escaleras inmediatamente, pero sus piernas no parecían reaccionar. Estaba mirándolo como hechizada.
Él estiró el brazo y le acarició el pelo suavemente.
–Adiós, guapa –susurró. Entonces deslizó la mano hacia su nuca, agachó la cabeza y la besó.
Fue un leve roce, ligero como una pluma. Suave, cálido, dulce. Pero entonces él apartó sus labios. Lissa suspiró y, cuando se dio cuenta de que deseaba más, él pareció leerle el pensamiento, robándole la iniciativa y regresando con fuerza. Firme, insistente, placentero. Le colocó la mano en la nuca y comenzó a acariciarla suavemente con el pulgar. Suaves caricias que hicieron que ella se acercarse más y aumentara su deseo. Sintió el peso y el calor de su otra mano cuando se la colocó en la parte de abajo de la espalda. Deseaba tocarlo. No pudo evitar devolverle los besos. Su mente no lograba concentrarse en el hecho de que aquélla era una muy mala idea. Sólo parecía pensar en las sensaciones que despertaba en ella.
Las manos, que había levantado en un gesto defensivo, no lo apartaron. En vez de eso, se abrieron sobre su pecho, sintiendo la suave lana del jersey y los músculos que había debajo. Luego le rodeó el cuello con ellas y sus cuerpos quedaron pegados.
El impacto fue tan placentero que Lissa suspiró suavemente, abriendo la boca para saborearlo. Sus lenguas se juntaron y comenzaron una danza apasionada, haciendo que la mente de Lissa se apagara por completo. Su cuerpo reaccionó por instinto; sus pechos se endurecieron y se tensaron. Cerró los ojos y disfrutó de aquel aroma a limón tan delicioso, enredando los dedos en su pelo y encogiendo los dedos de los pies al sentir cómo la tensión aumentaba. El magnetismo y el abrazo eran irrompibles. El simple beso de buenas noches se convirtió en algo más; mucho más.
Él deslizó las manos por su espalda, presionándola contra su cuerpo. Lissa disfrutó de la sensación de su torso duro y firme contra ella. Deslizó los dedos por su pelo y se restregó contra él, temblando de placer al sentir la fuerza de su abrazo. Notó cómo deslizaba las manos por encima de su falda, agarrándole las caderas y presionando para hacerle sentir el calor. Siguió bajando las manos hasta el dobladillo de la falda, deslizándolas por debajo y comenzando a subir por la parte de atrás de sus piernas. Sus dedos llegaron al final de las medias y, acto seguido, comenzaron a explorar su piel. Piel contra piel, incandescentes. Oyó sus gemidos contra su boca mientras movía las caderas incansablemente.
Fue la señal de alarma que necesitaba. ¿Qué estaba haciendo? Apartó la boca y dio un paso atrás. Sorprendida y avergonzada por la ferocidad de aquel beso, se sentía incapaz de mirarlo a los ojos. De modo que miró hacia los apartamentos, rezando para que su cuerpo se calmara. Temía lanzarse a sus brazos si volvía a mirarlo.
Él la había soltado y no había dicho nada, pero era consciente de su respiración entrecortada. Su cuerpo le pedía más. Aquél no había sido un casto beso de despedida, sino el comienzo de una pasión que habría llevado a algo mucho más salvaje con una única conclusión. No iba a tener una aventura de una noche con el amigo de su amiga. Sobre todo sabiendo que le gustaba jugar, que era hombre de una sola noche. No era de extrañar que sus besos fueran tan buenos. Tenía mucha experiencia. La atracción se volvió rabia, más hacia ella misma que hacia él. Él sólo estaba haciendo lo que le resultaba natural; sin embargo su respuesta no era natural en ella. Las sensaciones que había despertado un solo beso no podían ser naturales.
–Buenas noches –murmuró ella.
Se alejó y comenzó a buscar las llaves en el bolso mientras subía las escaleras. Hasta que no llegó al pequeño rellano de su piso, no se atrevió a mirar hacia atrás. Él estaba apoyado en el coche, con una pierna sobre la otra y los brazos cruzados, mirándola. Aunque era difícil saberlo con la escasa luz de la farola, estaba segura de que sonreía. Levantó la mano para despedirse de ella informalmente. Agitada, Lissa se dio la vuelta y, milagrosamente, consiguió meter la llave en la cerradura a la primera. Abrió la puerta y la cerró tras ella, sin atreverse a mirar de nuevo.
Cinco minutos después, agachó la cabeza para que el agua caliente le cayese por el cuello mientras se duchaba. No pudo evitar sonreír al recordar su voz y su sonrisa; ni estremecerse al revivir aquel beso.
Había sido un gran error.
La tentación le susurraba al oído. Era Karl. El amigo de Gina. No trabajaba con él; no sería una aventura de oficina. ¿Qué daño podía hacerle un poco de diversión? Había pasado mucho tiempo. Sería deseo carnal de una magnitud letal.
Pero, si jugaba con fuego, acabaría con quemaduras de tercer grado.
Y se marchaba en dos meses. Sería una locura embarcarse en algo que sentía que podía ser tan fuerte, tan devastador, y que ni siquiera tenía claro si podría controlar.
Nada de aventuras; no con él. Se tomaría las cosas con calma cuando apareciese una persona segura.
Eso era lo que deseaba.