Читать книгу El espejo del cerebro - Nazareth Castellanos - Страница 9
1 SABOREAR LA PALABRA
ОглавлениеEn el barrio de Huertas, en el casco antiguo de Madrid, hay un espacio dedicado a la cultura persa, llamado Centro Persépolis. Además de la belleza de la artesanía iraní que envuelve sus paredes y vitrinas, se respira acogimiento, introspección, profundidad, y cariño. Mucho cariño. Este centro me ha dado alguno de los regalos más importantes de mi vida. Solía asistir a sus recitales de música, baile y poesía, que completaba siempre con un vino de Jerez en La Venencia, a pocos metros de allí. En uno de sus encuentros se recitaba a la poeta sufí del siglo XVIII Rabiah al-Baṣrī. Uno de sus versos arrojaba esta sabiduría: «el que habla miente, el que saborea conoce». Aquella estrofa caló en mí y me asomó al abismo. En aquellos años estaba deambulando por Madrid, sumergida en un tiempo sabático que me había tomado después de haber trabajado de investigadora en neurociencia en laboratorios de gran prestigio como el instituto Max Planck de Frankfurt o el King’s College de Londres. Llevaba más de veinte años en la investigación científica y mi motivación se había derrumbado ese año al sentir que todo aquel conocimiento acumulado no me había enseñado a conocerme. Como expresaba Rabiah, yo sentía que en la investigación se habla mucho, pero se saborea poco. Entré en una crisis en la que me cuestionaba si tanta información había cegado el conocimiento. Pasé dos años debatiéndome entre Oriente y Occidente, entre el proceder científico y el contemplativo. Encontraba más consuelo en la mística que en los experimentos. Rechazaba la neurociencia pero no me alejaba de ella. Envidiaba a los compañeros que creían en el sistema y método científico, pero algo me decía que no era mi lugar. Cómo aprender a vivir entre dos mundos aparentemente opuestos pasó de ser una batalla a una aventura.
Cuando mis ahorros llegaban a su fin, el Centro Tibetano de Madrid, Thubten Dhargye Ling a donde acudía a meditar y donde fui cálidamente acogida, me pidió ayuda para gestionar en la universidad la visita del Dalai Lama. Ante semejante epopeya escribí a un profesor del que tan solo estaba al corriente de que impartía cursos de mindfulness en la Universidad Complutense de Madrid. Se llama Gustavo Diez y es el director de un instituto de formación e investigación de mindfulness llamado Nirakara. Una mente brillante, alguien capaz de caminar en el agua. Sentados en un café de Avenida de América comenzamos a hablar de neurociencia, sabedores ambos que las gestiones para invitar al Dalai Lama no iban a tener mucho recorrido en los pasillos del rectorado, a pesar de los esfuerzos realizados. Ambos queríamos investigar la mente. No sabíamos cómo, pero sabíamos que algo debía cambiar en los laboratorios. Meses después me incorporé a Niaraka Lab para dirigir un proyecto con el fin de investigar si meditamos con el cuerpo entero, no solo con el cerebro. Un año después, nuestro laboratorio fue reconocido como cátedra extraordinaria de Mindfulness y Ciencias Cognitivas de la Universidad Complutense de Madrid.
Fue mi vuelta a los laboratorios, a los números, a medir al milímetro lo inconmensurable, a analizar. Pero sobre todo fue empezar a diseñar cómo hablar y saborear a la vez. Investigar la meditación parecía un buen lienzo. Conocer las bases neuronales de la meditación me permitía aunar el conocimiento de la neurociencia con aquel que viene de las tradiciones contemplativas. Un diálogo entre los que hablan y los que saborean. La meditación y la contemplación siempre han ido de la mano, aunque meditar se asocie más a reflexionar y contemplar a mirar atentamente. Pero sobre todo, para mí, era la oportunidad de volver a la ciencia pero esta vez saboreando. Saborear la palabra. La meditación es un procedimiento complejo, difícil de definir, pero trata de la fabulosa capacidad de controlar voluntariamente la atención frente a las distracciones involuntarias. Es un baile donde lo consciente abraza y desenmascara al cautivador y escurridizo inconsciente. La meditación no es exclusiva de la tradición budista, hay evidencias de que se practicaba en todas las culturas de las que tenemos conocimiento. En la neurociencia de la meditación no solo se estudia la respuesta del cerebro ante la práctica de la meditación, sino que se evidencia además el papel que tiene la mente en la transformación del cuerpo. Quizás, lo que más me atraía del estudio científico de la meditación era poder ver en el laboratorio de qué modo el ejercicio que consiste en observarse uno mismo hace cambiar aquello que se observa. Nunca he concebido la meditación como una técnica exclusiva de una cultura o como un método, sino como una capacidad intrínseca de los seres humanos. Observarse a sí mismos. Y observar el mundo que nos rodea. Vivir con consciencia el momento presente no parece ser una técnica propia de una escuela, sino una propiedad de la vida. Propiedad que no siempre usamos cuanto deberíamos.
Poco tiempo después de mi vuelta a los laboratorios recibí la llamada de una mujer con una energía cautivadora, una de esas personas que con su labor hacen el mundo más humano. Era Cristina Alonso, la directora del Instituto de Humanidades Francesco Petrarca de Madrid. Me ofrecía dar cursos de neurociencia a un público no técnico, a divulgar lo que encuentra la ciencia que estudia el cerebro. Era el reto que necesitaba. Aprender a destilar la esencia de lo que aporta la ciencia fue sanador para mí. Como dice el físico Feyman, cuando uno da clases el que más aprende es el profesor. Además de lo mucho que me divierte dar clases, cada día descubro nuevas caras a la ciencia. Entendía por qué el divulgador y científico Facundo Manes dice que conocer el cerebro nos ayuda a vivir mejor. Me sorprendía la cantidad de información valiosa que esconden los artículos científicos debajo de su lenguaje técnico, y puramente descriptivo. Y cuando uno extrae esa esencia es casi imposible no recurrir a la filosofía, a la historia, al arte, a la literatura, y a sentir el cuerpo. ¡Qué pena haber separado la ciencia de las humanidades!
Los laboratorios son hoy lugares más centrados en la metodología que en el objeto de estudio. En un viaje a Florencia pude visitar la Basílica de la Santa Cruz, donde está la tumba de Galileo. Célebre por contradecir las teorías vigentes, es considerado por muchos como uno de los padres de la ciencia moderna. En su exhumación, en el año 1737, se tomaron dos dedos y un diente como reliquia. Su dedo hoy pertenece a la exposición permanente del Museo de Historia de la Ciencia de la Universidad de Padua donde ejerció de profesor. Siempre me hizo gracia que lo que se conserve de Galileo, el representante de la ciencia exacta, sea su dedo, ya que la ilusoria objetividad que se persigue nos hace ver más el dedo que la luna que señalamos.
Este libro recoge los estudios científicos que considero más relevantes sobre la neurociencia de la meditación y es una invitación a recorrer los mecanismos neuronales de la atención y de la emoción. Iremos descubriendo cómo es el cerebro, su tendencia a esconderse del presente, su dependencia de los hábitos, su habilidad para seleccionar un pensamiento frente a otro, su resignación ante la emoción pero sobre todo veremos su capacidad de convertirse en un espejo de sí mismo. Este libro pretende plasmar mi voluntad de transmitir y vivir la neurociencia desde una perspectiva más humana, que abarque el estudio de algo tan complejo como la mente no solo desde lo técnico, sino desde un mundo multidimensional que englobe las ciencias y la inspiración desde lo humanista. Pero es un recorrido que haremos principalmente de la mano de la neurociencia, por ser la farola más cercana que tengo.
Nasrudin es el Sancho Panza de la cultura persa. Cierta noche estaba Nasrudin bajo una farola buscando con inquietud. Un vecino le preguntó qué estaba haciendo. «Busco mis llaves», contestó. Ambos se pusieron a buscarlas. Pasado un rato, el vecino exclamó que allí no había nada, y le preguntó: «Nasrudin, ¿has perdido aquí las llaves?». «No, pero es aquí donde hay luz», dijo Nasrudin.