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Los primeros años

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A los siete años, y por sugerencia de unos amigos de sus padres que lo consideraban un chico inteligente, Rolihahla fue el primer miembro de su familia en asistir a la escuela. Se trataba de una construcción con una única aula, a la que se llegaba atravesando una colina. El primer día de clase, la profesora puso a cada uno un nombre en inglés y les dijo que a partir de ese momento responderían a él en la escuela. Los blancos eran incapaces de pronunciar los nombre africanos y consideraban poco civilizado tener uno. A él lo bautizó Nelson, aunque nadie supo nunca la razón de esa elección.

Desde entonces, Nelson Mandela recibió una educación británica en la que las ideas, la cultura y las instituciones británicas eran consideradas superiores por sistema, y en la que no existía nada que pudiera llamarse cultura africana.

Cuando Mandela tenía apenas nueve años, su padre murió, y esa muerte cambiaría su vida de un modo que no llegaría a sospechar por aquel entonces. Jongintaba Dalindyebo, regente en funciones del pueblo thembu, quiso devolverle a su padre los favores recibidos cuando intervino por él y facilitó su ascenso al trono, de modo que tomó a Nelson en adopción y lo llevó a vivir consigo a Mqhekezweni, capital provisional de Thembulandia. Aquel era el Gran Lugar. Todo estaba maravillosamente cuidado y representaba una visión tal de riqueza y orden, que desbordaba la imaginación del joven Mandela.

Jongintaba sería su guardián y benefactor a lo largo de toda la siguiente década. Se había comprometido a tratarlo como a sus otros hijos y a que disfrutara de las mismas ventajas y oportunidades que ellos. Su madre no tuvo opción. No podía rechazar semejante oferta del regente y le satisfizo pensar que, aunque lo echaría de menos, su crianza sería mucho más ventajosa en manos del regente que en las suyas. Jongintaba era severo, pero su afecto no admitía dudas.

Las ideas que Mandela desarrolló posteriormente acerca del liderazgo se vieron profundamente influidas por el ejemplo del regente y su corte. En las reuniones tribales, que se realizaban con regularidad en el Gran Lugar, él observaba y aprendía. Esos encuentros no se programaban, sino que se celebraban cuando eran necesarios. Todos los thembus eran libres de asistir, y muchos de ellos lo hacían, viajando a caballo o a pie. El regente enviaba cartas a jefes y mandatarios tribales para anunciarles la celebración de una reunión; el día fijado, los huéspedes se reunían en el patio delantero de la casa del regente y este abría la sesión agradeciendo a todos su asistencia y explicando el porqué de la convocatoria. A partir de ese momento, no volvía a decir palabra hasta que la reunión tocaba a su fin. Todo aquel que deseaba intervenir podía hacerlo: era la democracia en su forma más pura. La gente hablaba sin interrupción y las reuniones duraban muchas horas. Únicamente al final de la asamblea, mientras se ponía el sol, hablaba el regente. El propósito de su intervención era resumir lo allí dicho y propiciar algún tipo de consenso entre las diversas opiniones.

Asombraba la vehemencia —y la sinceridad— con que censuraban al regente. Por muy grave que fuera la acusación, este se limitaba a escuchar sin defenderse, sin mostrar emoción alguna. Las reuniones continuaban hasta que se alcanzaba algún tipo de consenso. Acababan en unanimidad o no acababan. Sin embargo, esa unanimidad podía consistir en el acuerdo de estar en desacuerdo, o en la decisión de esperar un momento más propicio para lograr proponer una solución. La democracia significaba que todo hombre tenía derecho a ser oído y que las decisiones se tomaban conjuntamente, como pueblo.

Como líder, Mandela siempre seguiría ese ejemplo, intentado escuchar lo que todo el mundo tenía que decir antes de aventurar su propia opinión que, a menudo, no sería más que una postura de consenso respecto a lo ya dicho en la reunión. Y jamás dejó de recordar el axioma del regente: un líder es como un pastor que permanece detrás del rebaño y permite que los más ágiles vayan por delante, tras lo cual, los demás los siguen sin darse cuenta de que en todo momento están siendo dirigidos desde atrás.

Cuando el joven Mandela llegó a los dieciséis años, fue su hora de convertirse en un hombre. En el pueblo xhosa, la adultez se adquiere a través de la circuncisión. Así, tras una ceremonia colectiva en la que la ausencia de analgésicos era una muestra de valor y estoicismo, Mandela fue admitido en los consejos de la comunidad y su destino, ahora, sería convertirse en consejero de Sabata, hijo de Jongintaba y heredero al trono. Para eso requería una educación, por lo que fue enviado a Clarkebury, una escuela secundaria y un centro de formación de profesores que, por aquel entonces, era la institución de enseñanza para africanos más avanzada de Thembulandia. Habituarse a ese lugar no le fue fácil. Era el primer lugar occidental, no africano, en el que vivía, y sentía como si estuviera entrando a un mundo cuyas reglas no tenía claras. Aun así, consiguió hacerse con el control y obtuvo el certificado en dos años, en lugar de los tres de costumbre.

En 1937, con diecinueve años, pasó a Healdtown, la escuela wesleyana de Fort Beaufort, que en aquellos tiempos era la mayor escuela africana al sur del Ecuador, con más de un millar de estudiantes, tanto hombres como mujeres. Al igual que Clarkebury, pertenecía a la misión de la iglesia metodista e impartía una enseñanza cristiana y liberal basada en el modelo inglés. El inglés culto era allí el modelo, y los jóvenes aspiraban a ser ingleses negros, como a veces los llamaban despectivamente.

De allí pasó a la universidad de Fort Hare, en el municipio de Alice, el único centro académico residencial para negros de toda Sudáfrica. El regente estaba empeñado en que asistiera allí y para Mandela fue un auténtico orgullo que lo aceptaran. Fort Hare únicamente tenía 150 estudiantes y fue, al tiempo, hogar e incubadora de algunos de los mejores cerebros jamás surgidos en el continente. Allí, por primera vez, Mandela usaría cepillo y pasta de dientes, en lugar de ceniza para blanquearse los dientes y palillos para limpiarlos.

En Fort Hare, Mandela fue elegido para un comité estudiantil: fue la primera vez que un alumno de primer año pertenecía a dicho comité. Ese mismo compromiso con las causas de los estudiantes, aunado a su firmeza para enfrentarse a las directivas, lo llevó más adelante a liderar un boicot que no fue bien recibido por el director de la institución y que le valió su expulsión de esta. Si quería volver después de las vacaciones —según le comunicó el director—, tendría que reconsiderar su posición y someterse a las disposiciones de las directivas.

Mandela nunca volvió a Fort Hare. Pero esta vez fue el destino el que tomó la decisión por él. Al regresar a Mqhekezweni por vacaciones, el regente le notificó a él y a su hermano Justice que había concertado matrimonios para los dos, tal como imponía la costumbre. Mandela se casaría con la hija del sacerdote thembu local y el matrimonio habría de celebrarse de inmediato. Sin embargo, al haber acudido a la escuela y la universidad durante años, y al haber tenido allí una serie de líos amorosos, él era un romántico y no estaba dispuesto a que nadie, ni siquiera el regente, decidiera quién habría de ser su esposa. Irónicamente, la educación que el propio regente le había permitido obtener lo llevó a rechazar la costumbre tradicional. Justice estuvo de acuerdo y los dos decidieron que la única opción que les quedaba era escaparse y que el único lugar al que podían huir era Johannesburgo.

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