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Introducción

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Los bosques de manglar y las playas son ecosistemas costeros estratégicos debido a que generan múltiples beneficios al ser humano (Constanza et al., 1997; Millennium Ecosystem Assessment, 2005). Los manglares son reconocidos por su alta productividad (Field, 1996): proveen hábitat a especies de importancia ecológica, comercial y en peligro de extinción; reciclan nutrientes; son trampas de sedimento; contribuyen a regular la calidad del agua de ecosistemas adyacentes; modulan el clima local; producen fibras; controlan la erosión; constituyen barreras contra tormentas, marejadas y tsunamis y son sumideros de carbono (Donato et al., 2011; Harris, Chhabra y Biswas, 2013; Howard, Hoyt, Isensee, Pidgeon y Telszewski, 2014). Las playas, además de ser importantes colectores de sedimentos, son sustrato de múltiples especies y el eje de la industria turística en muchos lugares del mundo (Pantojas, 2006; De Travesedo y Sáenz-Ramírez, 2009; Santos-Martínez et al., 2009; Wainger, King, Mack, Price y Maslin, 2010). La degradación de manglares y playas debido a la deforestación y al cambio en el uso del suelo se ha constituido en un problema global y puede llegar a ser crítico en los territorios insulares del Caribe, muchos de los cuales basan su economía en la industria turística (Mimura et al., 2007; Samaniego, 2009).

La condición de insularidad y reducido tamaño tiende a disminuir la resiliencia de los territorios frente a la degradación de los ecosistemas y a las amenazas de los efectos del cambio climático (Mimura et al., 2007; Turvey, 2007). Inundación costera, erosión de playas, impactos en obras marítimas y blanqueamiento coralino por incremento en la temperatura del mar son considerados como las principales consecuencias del incremento de gases efecto de invernadero en las costas de América Latina y el Caribe (Samaniego, 2009).

El manejo de los ecosistemas centrado en servicios es generalmente regulado por sistemas de gobernabilidad cuyo éxito depende del conocimiento y adecuado manejo de los recursos (Daily et al., 2009; Fisher, Turner y Morling, 2009). San Andrés, una pequeña isla del Caribe colombiano, representa un ejemplo de lo que ocurre en muchas otras islas de la región; por tanto, podría servir de modelo para diseñar planes de manejo ambiental. Su economía depende fundamentalmente del turismo de sol y playa, el cual, junto con las actividades comerciales asociadas, representa cerca de 64 % del producto interno bruto (James, 2011). Gran parte de su infraestructura se encuentra en la zona costera: aeropuerto, carreteras, hoteles, locales comerciales y la mayor parte de los asentamientos urbanos.

Factores como el incremento del nivel del mar, la degradación de los ecosistemas de manglar y una presión demográfica cada vez más intensa crean una gran demanda de recursos, y promueven la transformación del uso del suelo, urbanizando terrenos para diversos propósitos. Todos estos factores conducen a pensar que el paisaje de la isla de San Andrés ha sufrido cambios que podrían ser evidenciables en la zona costera.

Con el objetivo de identificar potenciales indicadores a nivel ecosistémico de los efectos generados por el desarrollo turístico en la isla de San Andrés, se cuantificaron cambios en la extensión de las principales playas y bosques de manglar a lo largo de las últimas siete décadas. Teniendo en cuenta la alta dinámica costera y la vulnerabilidad de las pequeñas islas, se probó la hipótesis de disminución del área de estas dos unidades paisajísticas. Los resultados aquí presentados son de utilidad en el planteamiento de soluciones para detener o mitigar los factores que modifican negativamente ecosistemas estratégicos en San Andrés islas.

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