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Prólogo

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El festín de la memoria

por Conrado Zuluaga

No miraré su rostro es, como lo afirma el autor en su dedicatoria, un “ejercicio de la memoria”. Así lo asegura también –al fin y al cabo, quien habla no es quien escribe– el narrador en las primeras páginas: es una fiesta de la memoria en donde se confunde “el antes con el después”, porque el volumen que el lector tiene entre sus manos es una “subversión de lo vivido”. Sin más preliminares ni rodeos, esta novela se adentra de la mano del narrador –ante el féretro de su padre– en un dilatado retroceso temporal que se remonta hasta los años cuarenta y cincuenta del siglo XX. Y como tal, los recuerdos se acumulan y se sobreponen, se solapan, se fragmentan, hasta conformar un llamativo tejido de personajes y episodios. Con un maravilloso sentido del equilibrio, el texto va de un episodio a otro hasta alcanzar el centro de unas vivencias que constituyen piedras de toque de la trayectoria personal, familiar y social de una comunidad. Como la urraca que acumula objetos brillantes en su nido, el narrador de esta novela acumula recuerdos.

En cierta medida, la mirada retrospectiva sobre ese dilatado “antes” –dos generaciones anteriores a la suya– es el recuento de un proceso de aprendizaje, de formación, de crecimiento: la brevedad de la vida, la incertidumbre como respuesta, la soledad como condición, el fardo de la tristeza, la dificultad de perdonar, el misterio de la muerte, las circunstancias que transforman una voluntad en destino.

A su vez, la novela es la crónica ficcional de una de las urbanizaciones pioneras de Bogotá en la primera mitad del siglo XX, y de quienes vivieron entonces en ese barrio de la ciudad. Una prosa atemperada, rebosante de matices y sugerencias, exhibe una rara fuerza evocadora y le imprime a todo el relato una pátina de melancolía. Ángel Galeano describe con singular talento literario las virtudes y defectos, las alegrías y tribulaciones de los vecinos del barrio, los dramas que provoca el miedo, la timidez que ahoga el sentimiento, los oscuros laberintos del dogma, y logra, con la lucidez perversa que posee la nostalgia, generar en el lector una conmovedora empatía al reconocerse en el espejo de sus semejantes.

Más de un lector se preguntará en algún momento de la lectura cuánto hay de verdad y de ficción en este relato que entrevera la peripecia existencial de una familia y la anécdota real de la fundación de un barrio en la capital.

El escritor norteamericano Allan Gurganus (1947) en la nota de autor que antecede a su novela La última viuda de la Confederación lo cuenta todo (edición en español de Anagrama, 1992), anota:

Unas palabras al lector acerca de la exactitud histórica En los testimonios de ex esclavos recogidos en los años treinta por los miembros del Programa Federal de Ayuda a los Escritores, muchos recordaban haber visto a Lincoln en el Sur durante la guerra de Secesión. Fanny Burdock, de noventa y un años, natural de Valdosta (Georgia), explicó: “Estábamo cosechando en el campo, cuando mi hermano va y señala a la carretera, y entonce, vemo al señó Lincoln que llega tó polvoriento y a pie. Corrimo a la valla y llevamo el balde de roble y el cucharón. Cuando se acercó, ¡qué alto era, y que ojo tan triste tenía! No dijo palabra, sólo no miró serio a too, too llorábamo. Le dimo agua frequita, con el cucharón. Entonce saludó con la cabeza y se fue, y no quedamo mirando, hasta que se convirtió en nubecita de polvo y luego en ná. Depué, ni nuestro amo ni nadie lo creía, pero yo y toa mi gente lo sabíamo. Todavía tengo el cucharón pa probálo”.

En realidad, el viaje a pie de Lincoln por Georgia no tuvo lugar. En este libro sí. Escenas como ésa las contaban cientos de esclavos. Tales apariciones son, para mí, más ciertas que los hechos.

La historia es mi punto de partida. (p. 12)

Los autores, como se puede apreciar, también se enfrentan a la misma encrucijada. Con la lucidez demoledora que lo caracterizó siempre, García Márquez decía que tal vez su mayor problema con Cien años de soledad fue ese. Encontrar un tono poético y convincente, porque él se creía toda la historia de los Buendía, pero era necesario que el lector se la creyera. En la literatura es condición irrenunciable que el texto sea para el lector verosímil. Es, en últimas, la fidelidad al texto y al lector.

Quienes conocen la producción literaria de Ángel Galeano, encontrarán aquí un gran trabajo. La apropiación de un universo, de un lenguaje, de un estilo, se ha ido consolidando en cada una de sus anteriores publicaciones. Sin restar mérito a ninguna de ellas, cada aparición de un nuevo título suyo tiene el propósito de ir más adelante. No miraré su rostro es la culminación de ese propósito sostenido durante años.

Al final, la novela se cierra de forma abrupta, tal como se inició, con el mismo episodio que provocó este valeroso recuento de un tiempo y unas vidas. “El amor es eterno mientras dura”, lo dijo en un verso Vinicius de Moraes, lo repitió García Márquez en un cuento, lo cantaron Serrat y Sabina, hasta que el uso y el abuso lo convirtieron en un lugar común. Con la vida ocurre lo mismo. “Estaré siempre a tu lado”, declara alguien, pero se le olvida añadir “mientras dure”, es decir, mientras viva. Igual es “Cuenta conmigo siempre”. Lo extraordinario ocurre cuando alguien rompe con ese lugar común y lo convierte en realidad. Eso es lo que sucede con el narrador en esta novela. No es la culpa, ni el repudio, tampoco es el miedo o la afirmación “insensata” de que vivirá por siempre, son otras las razones para no mirar su rostro.

Por los mismos años en que se fundaba el barrio en Bogotá, al otro lado del mundo el poeta Ósip Mandelstam se preguntaba en su poema Tristia:

¿Quién puede saber al escuchar la palabra “adiós”

qué clase de separación lo aguarda? (p. 113)

No miraré su rostro

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