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Capítulo Uno

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A la una casi en punto entré al vestíbulo del edificio en el que trabajaba y giré hacia las escaleras mecánicas, llevaba en una mano un libro de bolsillo de Penguin y una bolsita blanca de una droguería de la cadena CVS con la factura grapada en la parte superior. Las escaleras ascendían hacia la entreplanta, donde se encontraba mi oficina. Eran de esas de estructura flotante: un par de signos de integral que se elevaban precipitadamente entre los dos pisos a los que daban servicio sin puntales ni pilares con los que soportar ninguna carga intermedia. En los días soleados como este, una escalera provisional más pronunciada de luz diurna, creada por las intersecciones de las formidables cantidades de mármol y cristal del vestíbulo, confluía con las verdaderas escaleras justo por encima del ecuador de estas, expandiéndose en forma de resplandor acicular, y añadiendo prolongados y refulgentes realces a cada uno de los pasamanos de goma negra que oscilaban ligeramente a la vez que dichos pasamanos se deslizaban en sus rieles, como los radianes de lustre negro que surcan el ondulante borde externo de un LP1.

Al aproximarme a las escaleras de subida, transferí involuntariamente mi libro de bolsillo y la bolsa de CVS a la mano izquierda, para poder asirme al pasamanos con la derecha, con arreglo a la costumbre. La bolsa hizo un ruidito de papel que crepita, y al mirarla descubrí que por un segundo fui incapaz de recordar lo que había dentro, se me enganchó el recuerdo a la factura grapada. Pero por supuesto, pensé, aquel era uno de los principales motivos por los cuales las bolsitas eran necesarias: mantenían la privacidad de tus compras, a la vez que daban al mundo muestras de que uno llevaba una vida ajetreada, rica, repleta de recados apremiantes. Previamente durante aquella hora del almuerzo, me había pasado por un Papa Gino’s, una cadena en la que rara vez comía, para comprar un cartón pequeño de leche con el que acompañar una galleta que inopinadamente me había comprado en una franquicia en quiebra, atraído por la idea de pasar unos minutos en la plaza frente a mi edificio comiéndome un postre ya impropio de mi edad y leyendo mi libro de bolsillo. Pagué por el cartón de leche y entonces la chica (en la identificación con su nombre ponía «Donna») vaciló, percatándose de que en la transacción faltaba un componente.

–¿Quiere una pajita? –dijo.

Vacilé a mi vez, ¿la quería? Mi interés por las pajitas para beber cualquier cosa aparte de batidos había decaído varios años atrás, alcanzando probablemente su máximo el año en que el mayor proveedor de pajitas cambió las de papel por las pajitas de plástico, y nos adentramos en la engorrosa era de la pajita flotante2; aunque aún me gustaban las pajitas de plástico acodadas, cuyos cuellos plisados se resistían a doblarse de un modo muy similar al ligerísimo agarrotamiento que padecen las articulaciones de los dedos cuando uno los mantiene durante un ratito en la misma posición3.

Así que cuando Donna me preguntó si con mi cartón pequeño de leche quería una pajita, le sonreí y dije, «No, gracias. Pero igual una bolsita sí que querría». Ella dijo, «Oh, disculpe», y se apresuró a echar mano de una bajo el mostrador, conmovedoramente aturdida, pensando que ya había metido la pata. Era bastante nueva; se notaba por el modo en que abrió la bolsa: tres prolongaciones de una anémona como dedos en el interior, de la manera más lenta. Le di las gracias y me fui, y luego empecé a plantearme: ¿por qué había pedido una bolsa para meter tan solo un cartón pequeño de leche? No se debió únicamente a una necesidad abstracta de posesión, a un deseo de proteger de las miradas ajenas la naturaleza de mi compra –aunque este sea a menudo un poderoso motivo que no ha de ridiculizarse–. Los tenderos de los pequeños colmados familiares, que entendían de estas cosas, te metían de forma instintiva cualquier producto que compraras –un paquete de conchas de pasta, un cartón de leche, palomitas Jiffy Pop para hacer a la sartén, una barra de pan– en una bolsa: los alimentos destinados a ser consumidos en casa, consideraban, no han de ser vistos más que dentro de ella. Pero incluso después de marcar en la caja productos como cigarrillos o un bombón helado, destinados obviamente al consumo ambulante, a menudo te incitaban, «¿Bolsita?». «¿Una bolsa?». «¿Le pongo bolsa?». El embolsado servía evidentemente para señalar el momento exacto en el cual la titularidad del bombón helado pasaba al comprador. Cuando iba al instituto solía incomodar a los dueños de dichos colmados, conforme echaban mecánicamente mano de una bolsa para mi cartón de leche, levantando una palma y diciendo con oficiosidad, «No me hace falta bolsa, gracias». Me marchaba llevando serenamente el cartón en una mano, como si se tratara de un gran libro de consulta al que tenía que recurrir con tanta frecuencia que me hastiaba.

¿Por qué había desairado yo de manera intencionada aquella convención suya, si desde muy pequeño me encantaban las bolsas y había aprendido a volver a doblar las bolsas grandes y gruesas del súper tensando bien los pliegues y dando después toquecitos por todo el centro de la doblez de cada lateral hasta que la bolsa comenzaba a encorvarse, como si estuviese herida, hasta que volvía a aplanarse? En aquel momento podría haber defendido quizás mi desaire aduciendo algo sobre desperdicios innecesarios, vertederos, etc. Pero el auténtico motivo era que por entonces me había convertido en un consumidor regular de revistas que mostraban fotos a color de mujeres en cueros, que en su mayor parte compraba no en los pequeños colmados familiares sino en los más recientes y más anónimos supermercados de barrio, repartiendo mis compras entre los distintos de la zona. En dichas tiendas, a veces el tipo de la caja retorcía con crueldad y fingida inocencia la convención del «¿Bolsita?», preguntando «¿Necesita bolsa?» –forzándome o bien a reconocer dicha necesidad con un gesto de la cabeza, o bien a hacerme el duro y a decir que no y a enrollar la revista de desnudos sin embolsar y a sujetarla al trasportín de mi bicicleta de tal manera que se viera solamente el anuncio de cigarrillos de regalo de la contraportada: «Carlton, el más bajo en alquitrán»4.

Por lo tanto, el hecho de que durante aquel periodo a menudo dijera que no a una bolsa para un cartón de leche en los pequeños colmados familiares era un modo de demostrarle a cualquiera que pudiese haber estado siguiendo mis movimientos que al menos en aquel instante, al salir de la tienda, no tenía nada que ocultar; que de vez en cuando hacía las típicas compras domésticas libres de vicios. Y ahora le estaba pidiendo a Donna una bolsita para mi cartón pequeño de leche con la intención de, al fin, aclarar el desconcierto que hubiese causado en dichos colmados familiares, de entregarme alegremente a la convención, de legársela incluso a alguien que en el Papa Gino’s aún no la hubiese aprendido del todo.

Pero existía un motivo más simple, menos antropológico por el cual le había pedido específicamente una bolsa a Donna, un motivo que, en aquel primer momento de análisis posterior en la acera, no había aislado del todo, pero que ahora, de camino a las escaleras mecánicas hacia la entreplanta y mirando la bolsa de CVS que acababa de pasarme de una mano a la otra, sí que percibía. Por lo visto siempre me gustaba tener una mano libre cuando caminaba, incluso si tenía que cargar con varias cosas: me gustaba poder darle una afectuosa palmada a la parte superior de un buzón verde para uso exclusivo del cartero, o hacer rebotar ligeramente mi puño contra la peana de acero de los semáforos, en ambos casos porque el placer de tocar aquellas superficies frías y polvorientas con el elástico músculo del lateral de la palma de mi mano resultaba intrínsecamente agradable, y porque me gustaba que otras personas me vieran como a un tipo con corbata si bien lo bastante desenfadado e informal como para andar haciendo eso que hacen los niños cuando arrastran un palo contra los barrotes negros de una verja de hierro fundido. En especial, me gustaba hacer una cosa: me gustaba pasar caminando tan pegado a un parquímetro que pareciera que iba a estampar la mano contra él, y en el último momento levantar el brazo lo justo para que me pasara por debajo de la axila. Todas aquellas acciones dependían de tener una mano libre; y en Papa Gino’s ya estaba sujetando el libro de bolsillo de Penguin, la bolsa de CVS y la bolsa con la galleta. Una posibilidad podría haber sido sujetar la forma de bloque del cartón pequeño de leche contra el libro de bolsillo, y los extremos superiores de la fina bolsa de la galleta y de la bolsa de CVS contra un lado del libro de bolsillo con el fin de dejar una mano libre, pero mis dedos tendrían que haber mantenido durante varias manzanas aquel incómodo agarre, entregados a levantar muros celulares, hasta que llegara a mi edificio. Una bolsa para la leche permitía una solución más grácil: podía hacer un rollo con los extremos superiores de la bolsa de la galleta, de la bolsa de CVS y de la bolsa de la leche como si fuesen una única bolsa y sujetarlas con mis acaracolados dedos, igual que si estuviese sacando a un niño de paseo. (Una pajita que sobresaliera de la bolsa con la leche habría obstaculizado dicho rollo, ¡menos mal que la había rechazado!). Luego podía introducir el libro de bolsillo en el espacio entre el rollo de la bolsa de papel y la palma de mi mano. Y esto es lo que había hecho, en efecto. Al principio la bolsa del Papa Gino’s estaba rígida, pero enseguida mis pasos suavizaron un tanto el papel, aunque nunca la llevo hasta ese estado de absoluto silencio y afranelada suavidad que alcanza una bolsa cuando cargas con ella todo el día, con su manejable rulo tan finamente arrugado y adaptado a tus dedos que al llegar a casa incluso dudas si desenrollarlo.

No fue sino entonces, cerca de la base de las escaleras, mientras me fijaba en cómo mi mano izquierda se hacía tanto con el libro de bolsillo como con la bolsa de CVS, cuando consolidé la minúscula comprensión que casi había tenido quince minutos antes. Entonces no había sido etiquetada como conocimiento a retener para una posterior recuperación, y me habría olvidado completamente de ello de no haber sido por la visión de la bolsa de CVS, lo suficientemente similar a la bolsa del cartón de leche como para desencadenar leves vibraciones de comparación. Bajo el microscopio, incluso observaciones insignificantes como esta terminan casi siempre por revelarse como más incrementales de lo que más tarde uno se ve tentado a presentarlas. Habría resultado menos aparatoso, para el relato que estoy haciendo aquí de una hora del almuerzo específica de hace varios años, haber fingido que el pensamiento de la bolsa se me había ocurrido por completo y «de un tirón» al pie de las escaleras mecánicas de subida, pero lo cierto era que no se trataba sino de la última de una secuencia muy larga de experiencias parcialmente olvidadas, inarticulables, que alcanzaba finalmente un punto al que por vez primera le prestaba atención.

En la bolsa de CVS había un par de cordones nuevos.

1 Me encanta la constancia del resplandor en los bordes de los objetos en movimiento. Incluso las hélices o los ventiladores de mesa centellearán ininterrumpidamente en determinados lugares en la grisura de su rotación; la curva de cada aspa recoge por un instante la luz en su circuito y la transfiere luego a sus sucesoras.

2 Me quedé mirando con incredulidad la primera vez que una pajita emergió de mi lata de refresco y se quedó flotando por encima de la mesa, detenida apenas por las rebabas del lado interno del abridor metálico. Tenía en una mano una porción de pizza, plegada y sujeta con tres dedos para que no se venciera y que la grasa del queso se derramara en el plato de papel, y en la otra mano un libro de bolsillo sujeto de manera similar –¿qué se suponía que tenía que hacer?–. La gracia de las pajitas, había pensado, estaba en que no tenías que soltar la porción de pizza para sorber una dosis de Coca-Cola mientras leías un libro. Enseguida descubrí, como quizás otros muchos, que existía un modo de beber sin manos con aquellas nuevas pajitas flotantes: tenías que encorvarte hacia la mesa y agarrar con los labios la pajita casi horizontal, y reconducirla al interior de la lata todas y cada una de las veces que querías un sorbo, a la vez que forzabas la vista para que siguiera enfocando a la frase de la página que estuvieses leyendo. ¿Cómo habían podido cometer los ingenieros de pajitas un error tan elemental, diseñando una pajita que pesaba menos que el agua azucarada en la cual se pretendía que se sostuviera? ¡De locos! Pero más tarde, cuando reflexioné algo más sobre el asunto, decidí que, pese a que los ingenieros de pajitas merecían probablemente que se los culpara por no haber previsto la flotabilidad de la pajita, el problema era más complejo de lo que al principio había imaginado. Ya puestos a reconstruir aquel momento de la historia, circa 1970 o así, lo que sucedía era que la densidad del material empleado en lugar del papel era en efecto mayor que la de la Coca-Cola –sus ecuaciones eran absolutamente correctas–, las primeras series de fabricación tenían buena pinta, y si bien la ratio del peso agua/plástico estaba un tanto ajustada, siguieron adelante. Lo que habían olvidado tener en cuenta, tal vez, fue que las burbujas del carbonatado se adhieren a asperezas invisibles de la superficie de la pajita, y hasta es probable que sean generadas por turbulencias en la punta de la pajita conforme la sumerges en la bebida; revestida pues de burbujas, la pajita, que en su día era solo marginalmente más pesada, reasciende hasta que el área de su superficie que permanece sumergida no dispone de burbujas para seguir elevándola. Pese a que la anterior pajita de papel, con su veta en espiral, fuese mucho más rugosa que el plástico, y más susceptible de atraer las burbujas, era porosa: se empapaba con un poco de Coca-Cola a modo de contrapeso y se quedaba quieta. Vale –un descuido–; ¿por qué no se corrigió? ¿Una receta diferente para el plástico, una pajita más gruesa? Sin lugar a dudas, los grandes clientes, las empresas de comida rápida, no habrían tolerado pajitas varadas en sus restaurantes más que seis meses a lo sumo. Tendrían que haber dedicado departamentos enteros a arrancarle concesiones a Sweetheart y a Marcal. Pero casi al mismo tiempo los locales de comida rápida estaban adaptándose a su propia novedad: en todos los refrescos que servían, para llevar o para tomar en el local, estaban colocando tapas antisalpicaduras, las cuales reducían los vertidos, y las tapas antisalpicaduras traían en el centro una crucecita que en la era de las pajitas de papel había sido fuente de cierta infelicidad, porque la cruz estaba a menudo tan prieta que la pajita de papel se chafaba cuando intentabas introducirla por ella. Los hombres de las pajitas en las empresas de comida rápida tuvieron que escoger: o bien a) hacemos las ranuras de las cruces más fáciles de perforar para que las pajitas de papel no se chafen, o bien b) abandonamos por completo el papel y hacemos las ranuras todavía más prietas, para que 1) cualquier tendencia a flotar resulte del todo anulada, y 2) la juntura entre la pajita y las ranuras en cruz quede tan prieta que casi nada del refresco se salga y manche las tapicerías de los coches y la ropa, y genere frustración. Y b) fue para ellos la solución ideal, dejando de lado el atractivo precio que les estaban ofreciendo los fabricantes de pajitas mientras en sus plantas sustituían los aparatos para papel espiralado por máquinas de extrusión de alta velocidad –así que la adoptaron, sin pensar que su decisión tuviera importantes consecuencias para todos los restaurantes y (en especial) los locales de pizzas que servían latas de refrescos–. De buenas a primeras el distribuidor de artículos de papel les estaba ofreciendo a los pequeños restaurantes pajitas flotantes de plástico y solamente pajitas flotantes de plástico, y diciéndoles que era así como estaban funcionando todas las grandes cadenas; y las pequeñas bocaterías no realizaron exámenes independientes usando latas de refresco en lugar de vasos con tapas antisalpicaduras con ranuras en cruz. De este modo, la calidad de vida, sin ser culpa de nadie, disminuyó como un octavo, justo hasta el pasado año, creo, cuando cierto día me di cuenta de que una pajita de plástico, fabricada con algún polímero más sutil, a rayas de un solo color, ¡se mantenía anclada al fondo de mi lata!

3 Cuando era pequeño dediqué una buena cantidad de tiempo a pensar en el efecto articulación-dedo; daba por hecho que cuando hacías crujir con suavidad aquellas barreras transitorias estabas allanando «muros celulares» auténticos que la articulación había construido para delimitar la que, dada tu inmovilidad, creía que iba a ser la geografía definitiva e invariable de aquella región microscópica.

4 Durante varios años resultó inconcebible comprar una de aquellas publicaciones cuando había una chica tras el mostrador; pero cierta vez, intrépidamente, lo intenté –la miré directamente al rímel y le pedí una Penthouse aunque prefería Oui o Club, menos pretenciosas, diciéndolo no obstante tan bajito que ella oía «Powerhouse» y señalaba alegremente la chocolatina, hasta que le repetí el nombre–. Rompiendo todo contacto visual, colocó el documento en el mostrador que nos separaba –era allá cuando aún aparecían pezones en las portadas– y la marcó en la caja junto con el pequeño envase de Woolite que iba a comprar para distraer la atención: estaba ruborizada y agitada y quizás ligeramente excitada, y deslizó la revista al interior de una bolsa sin preguntarme si la «necesitaba» o no. Aquella tarde extendí aquel breve bochorno suyo en forma de útil escena en la cual yo me convertía en un cliente habitual que una vez a la semana le compraba una revista para hombres, siempre la mañana de los martes, hasta que el propio campanillazo de mi entrada al 7-Eleven estuvo cargado para ambos de una temblorosa turbación y cuando llegaba a casa empezaba a hallar notitas escritas a mano colocadas en las páginas más desplegables de la revista que decían, «¡Hola! –la Cajera–», y «Anoche posé más o menos así delante del espejo de mi habitación –la Cajera–», y «A veces miro estas fotos y pienso en ti mirándolas –la Cajera–». Las rotaciones son siempre un problema en esas tiendas, y la siguiente vez que entré ella lo había dejado.

La entreplanta

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