Читать книгу La Danza De Las Sombras - Nicky Persico - Страница 5

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Un día

en que el mundo no me gustó

me inventé uno para mí.

Y es ahí donde yo vivo.

Cada día, al atardecer, el discurrir del tiempo se ralentiza.

Antes de que la oscuridad comience a descender como la nieve recubriendo todas las cosas, la luz se atenúa, esparciéndose suavemente sobre la ciudad y sus gatos que están sobre los tejados, sobre los chopos y sobre los tilos, en las playas, en los bosques, en los automóviles y en el campo, sobre los libros y los chavales en motocicleta y sobre el agua que por doquier refleja y multiplica los colores.

En las casas cada ventana va cambiando de color y anuncia la noche por venir.

Por último, el horizonte se incendia de naranja y azul para, a continuación, cambiar lentamente al azul marino.

Es el crepúsculo el momento de los pensamientos, de los recuerdos, de los suspiros profundos y de la respiración contenida. Si se pudiesen contar se descubriría que en ese momento existen en el mundo el mayor número de ojos dirigidos hacia el cielo.

En ese instante, todo aparece en su belleza más absoluta: incluso las anónimas y frías áreas llenas de fábricas amontonadas en los confines de las metrópolis, cuando el perfume de la brisa ligera invade las inmensas carreteras todas iguales, desiertas y ahora ya silenciosas.

Exactamente allí, en aquel día de mayo avanzado, en el mismo centro de un inmenso y vacío patio de carga y descarga, trae y lleva, derecho e inmóvil con el atardecer de fondo destacaba un caballero, envuelto en un abrigo bien puesto y abotonado, al lado de un viejo y cuidado automóvil acabado de aparcar exactamente en el centro de aquel gris lago de asfalto.

Inspiró profundamente, inmerso en el silencio sólo roto por algún trozo de periódico que intentaba, sin resultado, salir volando, y luego expiró lentamente.

Abrió la puerta y, flexionando las piernas, se echó hacia delante sobre el asiento. Cerró los ojos, con los puños sobre el asiento, venteando a pleno pulmón el aire perfumado.

Luego se levantó, miró a su alrededor, cogió con suavidad un frasquito de un recoveco entre los asientos de atrás, se lo metió en el bolsillo, y se apartó: cerró la puerta con cuidado y acarició la carrocería con suavidad.

Finalmente, le dio la espalda y se puso a caminar lentamente. Sin volver a mirar atrás llegó al límite del desolado aparcamiento. Después de desaparecer detrás de un desportillado muro gris, se puso a recorrer un enorme pasillo delimitado por chapas onduladas, ahora ya oxidadas.

Pasados unos minutos la oscuridad comenzó a esparcirse lentamente por doquier, como polvo de cenizas, ocultando cualquier imagen: aparecieron, de repente, anchos conos de luz de las farolas y en el cielo espectrales lámparas rojas mostraban torres invisibles.

Con la mirada baja, el hombre, que se llamaba Asdrubale, miraba sus pasos y escuchaba con claridad su sonido, en el silencio que lo rodeaba, oyendo con claridad el ritmo alternante del pie derecho y del izquierdo: no es notaba ningún ruido, en aquel día que ya se convertía en noche, excepto el eco débil, distante e informe, del estruendo de la metrópoli al fondo de aquel pequeño mundo.

También en su mente las preguntas ya habían enmudecido. Las respuestas, en cambio, no tenían ninguna importancia y se habían disuelto hasta desaparecer, inútiles.

Todo parecía nuevo, límpido, fresco y ligero. Como nunca antes.

Esta noche era la última vez. Había acariciado aquel viejo automóvil con amor y gratitud después de haber recorrido juntos durante años las mismas carreteras de circunvalación, durante el invierno, inhospitalarias y desoladas, amparado por la calefacción del habitáculo, mientras la radio calentaba el alma manteniéndolo en contacto con el mundo. Y en verano, a la caída de la tarde, había soñado con las ventanillas bien abiertas, y también los ojos, fantaseando sobre las luces que salpicaban el horizonte.

Aquel coche había sido su mundo, su refugio, su compañero tranquilizador y amable. Siempre había pedido tan poco y en cambio nunca había hecho preguntas. Estaba convencido de que tenía un alma: casi como avergonzándose, siempre lo había pensado, en secreto. E incluso había creído, un día, que era verdad. Una mañana se armó de valor y le habló mientras conducía, sintiéndose, de repente, para su sorpresa, aliviado de su pequeña angustia.

Y en última instancia, a los ojos de cualquiera, aquella última caricia dada con dulzura antes de irse y a punto de acabar el día, parecería un saludo: una tierna despedida.

Poco tiempo después, también con una pluma estilográfica, le había ocurrido.

La tenía con él desde hacía años: conservaba un recuerdo nítido del cumpleaños en la que se la habían regalado, ¡caramba! La baquelita tenía ya amplios y evidentes signos de uso, irrepetibles y preciosos señales del sacrificio. Se sorprendió una mañana mirándola y sintiéndose injusto, por todas las veces que la había considerado un sencillo objeto, y recordó la consternación que sintió el día en que la había perdido, cuando, con los ojos entreabiertos, se descubrió hablando consigo mismo: Oh pluma, mi pluma, quién sabe cuán sola te sientes y cuánto estarás sufriendo. Seguramente te preguntarás cómo he podido olvidarte. Perdón. Perdón. Te pido perdón.

Y así, tiempo después, objeto tras objeto, poco a poco comenzó a encariñarse con las cosas como si estuviesen vivas. A veces más que con las personas porque incluso se había convencido que tuviesen más corazón.

Llegó a un punto tal que incluso le ocurrió que el automóvil se averió y le salía decir que estaba enfermo, y se debió controlar porque más que a un mecánico habría querido llevarlo al hospital.

Cuando se dio cuenta, tuvo que comenzar a ocultarlo, a moderarse en exteriorizarlo. Nadie habría entendido su manera de actuar.

En cambio él a las cosas las apreciaba. ¿Cómo podía ser de otra manera?

El coche, por ejemplo: habían pasado tantas cosas juntos. En aquella vida siempre igual, a menudo injusta, fría, ingrata.

¿Cómo olvidar ciertos amaneceres incandescentes de recorridos todos iguales, venga a soñar, con todas sus fuerzas, miles de aventuras?

A cubierto de la lluvia torrencial, a cubierto del viento en las tormentas desencadenadas, al calor en el frío y al fresco en el calor sofocante: él siempre lo protegía, en un mundo inhóspito, cuando ciertas noches, como ahora, la ciudad, allá en el fondo, parecía una gran nave espacial con miles y miles de luces, que había aterrizado de un planeta desconocido.

Sí, amaba las cosas. Incluso podían decirle que se había vuelto loco, si así querían. Él lo sabía bien, por otra parte, como todos creían, insensatos, que las cosas no son mejores que la gente. Y en cambio no es así. Basta dar una ojeada alrededor, a lo que sucede: los humanos, esos sí hacen cosas espeluznantes.

Poco a poco había llegado la oscuridad y había llegado casi al final de aquella enorme avenida.

Se subió las solapas y miró a su alrededor: a su derecha, a lo lejos, la astronave urbana; a su izquierda, la profunda oscuridad: la periferia o el campo, o quién sabe que otra cosa desconocida.

La elección era fácil, en el fondo.

Porque esta vez ya era suficiente, estaba cansado. De todo. De pensar, de despertarse, de tener que levantarse. De hacer todos los días cosas sin sentido para poder mantenerse vivo y de esta forma hacer cosas sin sentido. Concéntricamente sin sentido.

Sólo quedaban los atardeceres, los amaneceres y las cosas. Para poder soñar y, por lo tanto, vivir realmente.

Se encaminó con decisión hacia un pequeño camino de tierra. Una luminosa luna aclaraba el campo alrededor.

No se sentía solo. No lo estaba. Había algo importante que le hacía compañía. Repasó con la mente sobre cómo la perla de agua, que conservaba celosamente en el bolsillo, había entrado en el habitáculo del coche y en su vida. Una mañana temprano, mientras el cielo estaba sereno.

Por la ventanilla apenas abierta, de repente, un aguacero misterioso. Ni siquiera una nube a lo lejos. Y acabó mojándole tanto la manga del abrigo que en la oficina debió escurrirla: inadvertidamente una gruesa gota entró en la botellita que habitualmente utilizaba para llevar el café. Recién lavada, estaba encima del escritorio, abierta y enjuagándose.

Después de poner el abrigo sobre el radiador cogió la botellita y observó el interior: en aquella esfera líquida e inmóvil consiguió observar su reflejo y fue cono, si de repente, se reconociese.

Pero qué extraño.

Volvió a poner el tapón y la guardó en un cajón. Más tarde volvió a mirar: y todavía se veía a si mismo a través del vidrio.

Se vio a sí mismo. Entiendo justo esto: se percibió a sí mismo, y nunca le había ocurrido realmente, mirándose como en realidad era y valorarse, en definitiva.

Al principio comenzó a sentir orgullo. Luego valor. No para actuar, sino para pensar libremente en todo. En todo lo que era, en lo que había sido y en lo que había alrededor.

Y de esta manera comenzó a cambiar.

Comenzó a llevarla siempre consigo y a veces se reflejaba en ella y pensaba.

Pensaba mucho, como esta tarde que se había convertido, poco a poco, en noche. Se paró y levantó la mirada. Todo oscuro alrededor y ni siquiera se veía ya el aura de la ciudad. Sólo el claro de luna y el perfume del campo.

Ahora estaba donde quería: sin una meta, sin un destino.

En el final.

Hacía tiempo que pensaba en esto. Y le producía consuelo.

Hacía cada cosa por última vez.

Pensar en esto embellecía todo: significaba sentirse vivo. Todas las cosas volvían a emocionarlo. Y tenía delante de él la noche, todavía.

Al fondo de la carretera de tierra una pequeña luz. Comenzó a caminar con energía. La seguía sin una razón ya que en el fondo no sabía a dónde ir. Sólo sabía que sería la última vez y esto podía ser suficiente.

La senda cada vez se estrechaba más mientras la recorría hasta que se introdujo, oscura, en un bosque.

No tenía una idea de dónde había acabado, ni la quería tener. Las zarzas cada vez eran más espesas. Abriéndose camino con los brazos continuó avanzando a tientas: ahora volvió a ver claramente el puntito luminoso que lo guiaba.

Apartado el último ramaje se encontró de repente desembocando en una vieja acera.

Estaba cubierto por hojas y rocío se limpió, deslizando las manos sobre el abrigo.

Un escalofrío le recorrió todo el pecho.

Al tacto no había sentido el consuelo habitual, la botella con la gota de agua. ¿había desaparecido?

Intentó concentrarse, mantener el control, respirar. Volvió a pasar la mano, esta vez con los ojos cerrados, pero nada. ¡Nada!

Un primer signo de dolor partió desde el estómago que sentía angostado como si hubiera sido agarrado por el puño de un gigante que le ceñía la cintura, y llegó a la espalda. Todo se volvía oscuro en su mente. ¿Cómo había podido? ¿Cómo?

Habría debido tener más cuidado con ella, ¡esa tarde que había decidido caminar por última vez! Justo esa tarde. Justo esa tarde.

Y, luego, de improviso, parpadeó, finalmente se acordó.

¡Sí! Como siempre, en el bolsillo. Pero esta vez la había puesto en el bolsillo interior, arriba, más segura para que estuviese protegida y cerrada.

Tocó de nuevo y finalmente la sintió bajo los huesos de los dedos.

Echó la cabeza hacia atrás, como reacción al aflojarse el puño en la barriga y le pidió perdón al agua.

Volvió a abrir los ojos: un banco desportillado reveló su existencia justo a unos pocos metros. Llegó hasta allí, y se dejó caer sobre él agradecido.

Sacó fuera la pequeña botella transparente y la estrechó contra el pecho.

Aquella agua, aquella gota que había entrado por casualidad en su vida, no sólo le había permitido mirarse a sí mismo: era la primera en haberle enviado una señal aquel día. Un día que era más monótono y más gris de lo acostumbrado: un día pesado y oscuro como sólo sabe serlo la oscuridad profunda del pensamiento.

Aquel día había escuchado dos palabras.

Dos palabras sólo, que habían dado un vuelco a su vida.

– ¿Estás triste?

Había mirado a su alrededor, lo recordaba como si hubiera sido hoy, incrédulo por la pregunta.

Había movido la cabeza. Quizás lo había soñado en el silencio de la sala vacía. Pero de nuevo oyó aquel sonido.

– Dime ¿Estás triste?

Era una voz. Una voz auténtica. Y venía de una dirección concreta.

Miró en la pequeña botella y se volvió a ver reflejado

– ¿Estás triste?

No había una explicación para aquella voz. No había ninguna posible, excepto una.

Inseguro y tembloroso, reaccionando, susurró.

– Sí.

Ocurrió así.

Así comenzó, aquel día, que el agua le habló realmente.

¡Oh, claro, ya se sabe que los locos están convencidos de que existen realmente las voces, esas voces que sólo ellos escuchan! Pero él no estaba loco de ninguna manera.

De todas formas, en el fondo, no tenía importancia. ¿Qué mal había en ello?

Y luego fueron tantas y tan hermosas las cosas que la gota comenzó a decir.

Mientras tanto se felicitó por haberla conservado con amor. Señal de sabiduría, seguramente.

Recordaba claramente sus palabras exactas:

–Los humanos son contradictorios, por no decir que a veces son extraños. Sin ánimo de ofender, quiero decir: es una constatación. Crean simples piedras preciosas, como esmeraldas, zafiros, rubís. Y no se dan cuenta que eso en el fondo es carbón: fósil, joven e inexperto. Mientras que yo soy agua y estoy aquí desde siempre. He sido yo quien ha originado la vida en el planeta, y sin mí no hay nada que pueda vivir durante mucho tiempo: si yo falto, todos los seres mueren. Incluso el árbol que después se convierte en carbón y con el pasar del tiempo incluso en diamante. Pero primero estaba vivo y por lo tanto estaba yo. O por lo menos he estado: sin mi esa misma planta que ahora es brillante piedra no habría nacido, ni vivido, ni sobrevivido, a decir verdad. Primero estaba yo. Antes de nada. Yo le he dado la esencia y luego, cuando ha acabado su ciclo vital, la he dejado. Y he continuado mi recorrido, mi vida eterna que lleva vida a cada existencia. Por todas partes. Soy lo más preciado que hay en el planeta. Todos me tienen delante de sus ojos, sin embargo nadie me nota. Y tú me has cogido, hombre sabio. Sabio y triste al mismo tiempo.

Oh, sí, se acordaba perfectamente. Tanto las palabras como la sensibilidad. Había notado su misma tristeza, entretanto la examinaba amorosamente. Mientras que los otros, los humanos, contestaban con desconfianza a su encerrarse en si mismo. En ocasiones incluso con dureza. Y de esta manera también su manera de comportarse se endurecía, por reacción, todavía más, y aún más dura era la reacción del mundo.

Hasta que debió comenzar a encerrarse en si mismo para defenderse, para sobrevivir.

Y acabó solo.

Esa perla transparente, en cambio, le había abierto un mundo en la cabeza: el mundo de las cosas que creía inanimadas. Las llaman así los hombres.

Estúpidos.

Estúpidos e ingratos.

Se entendían perfectamente él y el agua acerca de la humanidad. ¿Qué habían sacado de la vida? Desilusiones, rencores, traiciones, oportunismos: si se pusieran en fila se llegaría paso a paso hasta China.

¿Ellos no le querían? Perfecto, entonces él no los quería a ellos. Además, a veces, los relatos del agua eran realmente fantásticos. Como cuando una mañana nubosa se puso a contar de cuando había sido la parte líquida del ojo de un dinosaurio y de lo que veía del planeta: atardeceres incendiarios de color rubí intenso irrepetibles, silencios profundos jamás oídos, estruendos inmensos y relámpagos de luz cegadores.

Qué maravilla: para escucharla con la boca abierta.

También otra vez que había sido la sangre de una mujer guerrera enamorada: una mujer que se disfrazó para seguir al ejército en el bosque y poder de esta manera cuidar a escondidas y estar en secreto al lado de su hombre. Y de cómo ocurrió que una mañana soleada se sacrificó por él, que permaneció ignorante por siempre sobre esto. Después de días de marcha y de acampadas, al comenzar el día, un enfrentamiento con el enemigo. Ella, durante la batalla, haciendo caso omiso del estrépito, de las mazas que destrozaban cráneos y huesos, de los gritos angustiosos y de las espadas que laceraban la carne, se mantuvo siempre cercana a él, pero dos o tres pasos por detrás para no ser vista ni reconocida. Y de repente, felina y decidida, interpuso su cuerpo a una aguda lanza que vislumbró, justo a tiempo, mientras descendía desde el cielo silenciosa: para mantenerlo a salvo escogió ser ella la sacrificada.

Un grito ahogado en la garganta.

Él salvó de esta forma la vida mientras que ella, tirada por el suelo, sonreía al cielo y a la muerte susurrando su nombre. La gota se vio expulsada en el chorro que le surgió del pecho a través del tajo que había provocado la punta afilada, destrozándole horriblemente el esternón. Desde la piedra pulida sobre la que terminó su carrera el agua pudo observar sus ojos, abiertos y serenos, mientras expiraba: quedaron impresos en el firmamento con el iris mirando fijamente hacia el infinito.

Nunca había sido parte de una vida cuyo latido hubiera sido tan fuerte, añadió:

–Tenía un corazón poderoso, disponía de una fuerza interior que hasta ahora desconocía y que nunca he vuelto a encontrar en ningún ser viviente del que haya sido savia.

Oh, sí, había visto mucho esa preciosa sustancia. Y cómo describía perfectamente sus sensaciones, los matices. Cromatismos del alma, sin duda. Y estaba persuadido de que aquella agua debía tener una: grande y hermosa. Por eso le había sobresaltado el pensamiento el haberla perdido para siempre. Como traicionar a alguien a quien quieres realmente, es como si te traicionases a ti mismo: se rompe un equilibrio universal de confianza que es imposible recuperar.

Alentado miró a su alrededor.

Había acabado, quién sabe cómo, en una vieja estación. Para empezar, lo comprendió por el olor, de hierro, de madera y piedras. Aquel olor lo conocía muy bien. Se dio cuenta porqué lo había reconocido y se sorprendió: ya no existían estaciones. Pero lo había conocido de niño.

Cerró los ojos e inspiró: ¡justo, era justo eso!

Las cosas. Las cosas.

Saben cómo hacerse recordar, las cosas. De mil y mil maneras, también con los olores. Durante toda una vida.

Y las esencias suscitaron otros recuerdos. Fragmentos de cuando era niño y quedaba embobado en la estación: los ruidos, el silbido lejano, el chirriar de los frenos, el humo. Y cuando volvía a casa, antes de dormir, soñaba con eso.

Soñaba con subir, un día, en uno de esos vagones fascinantes y misteriosos. Soñaba que era el jefe de estación con el banderín y el silbato, el tren que resoplaba y él que saludaba a las personas y la parte de él que se quedaba allí.

Volvió a abrir los ojos, se levantó del banco y recorrió el empedrado.

Una vieja farola con la luz débil se mecía, suspendida y chirriante. Era esa la luz que había seguido.

Llegó a una pequeña construcción desportillada, una especie de claridad provenía de su interior. Cruzó el umbral.

¿Pero qué estación era?

Es verdad, hacía tanto tiempo que no cogía el tren a no ser el de la metrópoli rebosante y llena de gente. En cambio, pensó, el mundo debe de estar lleno, por ahí, de estaciones como esta.

Un atrio, también poco iluminado, lo acogió: enfrente de él un pequeño mostrador y un vidrio con un agujero en medio. En honor a la verdad, bastante sucio y rallado por los años hasta casi convertirse en opaco.

Nadie alrededor y un gran silencio.

En la otra parte un hombre sentado, con un uniforme de color gris tranviario, para ser precisos, completado con la gorra también gris y lisa. Pareció que no lo había visto entrar, de hecho, dado que ni siquiera levantó la vista. Escribía algo concentrado con un viejo lápiz, de cuando en cuando le chupaba la punta. Un gesto obsoleto, pensó para sí mismo. Pero quedó fascinado. Esto es dar valor a las cosas, a los gestos, al propio lápiz y al papel, y también a las palabras que, de este modo, serían escritas en aquel ordenado folio.

Se aclaró la garganta para atraer su atención pero el hombre, indiferente, prosiguió anotando algo indescifrable en las líneas paralelas.

Entonces golpeó educadamente con los nudillos en el vidrio y dijo:

–Buenas noches.

El señor en uniforme se quedó quieto pero levantó la mirada, a su vez, y respondió:

–Buenas noches

Y no dijo nada más. ¡Qué extraño! Parecía que esperase que él, un posible viajero, añadiese todavía algo.

Esas no eran maneras ya que era, evidentemente, el despacho de billetes. Y sin embargo, inexplicablemente, su comportamiento no tenía nada de intencionadamente descortés.

Debido al silencio prolongado se vio obligado a seguir por propia iniciativa.

–Perdone. Querría comprar un tique.

En cuanto dijo esto el señor de detrás del vidrio se quedó inmóvil. Dejó el lápiz, levantó con lentitud la cabeza y lo miró fijamente de manera intensa. Echó atrás la espalda apoyándose en el respaldo y cruzó las manos en el regazo con una mirada que podía parecer casi de perplejidad.

–Un tique, dice. ¿Para qué hora de qué día, y para dónde, si puedo saber?

¡Mira tú! Ahora, hasta me da la reprimenda.

Ni siquiera un saludo, si tan siquiera eso por respuesta, ni tampoco, qué sé yo, un deseo de ser útil en algo, ¡para colmo pareció que quisiese subrayar la ausencia de no haber sido explicito en su petición!

Vale.

–No lo sé, a fuer de ser sincero. Me vendría fantástico el primer tren que pasa y que tenga por destino el lugar más alejado que alcance. Sólo de ida. Gracias.

Descendió de nuevo un silencio irreal.

El vendedor de billetes lo miró de nuevo y pareció todavía más absorto. Luego se movió hacia un cajón y extrajo de él un talonario. Extrajo de él un tique de cartón azul oscuro, lo puso en una maquina de prensar y tiró de una palanca. En manera ruidosa el tique fue impreso y lo giró despacio mientras lo miraba. Sopló encima y se lo dio a través de una rendija en la parte baja del biombo maltrecho, bajo el cual el potencial pasajero, mientras tanto, había deslizado un billete.

El hombre con la gorra lo cogió metiéndolo rápidamente en la caja y unió las manos. Dijo solamente

–Parte dentro de unos minutos

Luego se quedó mirándolo fijamente, mudo.

Asdrubale supuso que el precio debía ser exacto y que no sobraba nada.

Después de coger el resguardo se lo metió en el bolsillo del abrigo y se despidió:

–Buenas noches.

–Buenas noches tenga usted –respondió el hombre de la taquilla sin añadir nada más.

Mientras estaba todavía de espaldas hacia la salida para llegar al andén, oyó algo pronunciado en voz alta:

–Y buen viaje.

Bueno, finalmente, un poco de amabilidad en aquel lugar olvidado.

Esta vez no respondió. Salió al exterior.

¡Qué raro! sólo entonces se dio cuenta que había un único andén. Por lo que él sabía, incluso en las pequeñas estaciones, debería haber por lo menos dos, o más. Mira tú qué descubrimiento más interesante cuando iba a ser su última vuelta. Quizás aquel lugar era sólo un pequeño punto de tránsito, de intercambio, o quién sabe qué otra cosa. Sin embargo, era realmente algo muy raro, pensó: sólo dos raíles y bosque alrededor.

Quién sabe.

Pudo de esta manera volver a pensar en el agua y en sus fantasmagóricos relatos.

Como el de aquella mañana que le habló sobre las migraciones, por ejemplo: la gota volvía a la tierra y, más pronto o más tarde, abandonaba el elemento del que había formado parte evaporándose.

Cautivada, dijo, miraba la tierra hacerse pequeña mientras subía hacia el cielo. Entre las nubes encontraba otras gotas y en ocasiones las conocía porque se había cruzado con ellas en el pasado. Se intercambiaban saludos y relatos de todo tipo. Y juntas se convertían en nubes espectaculares, llegado a un cierto punto, poco a poco, comenzaban a viajar. ¡Qué panoramas, qué largas travesías! En cirros, en nubarrones, en cúmulos. Formando dibujos, haciendo evoluciones. Sobrevolando océanos, montañas, campos y ríos y praderas inmensas. Hasta que, a una orden del viento, llegaba el momento de volver a bajar.

¡Qué emoción, el salto hacia la tierra, en caída libre, volando!

–Es siempre como si fuese la primera vez, ese momento.

Exactamente, de este modo, se lo había confesado.

Luego, sobre la Tierra, terminaba su carrera: a veces en una planta, a veces en una charca, a veces en un ser vivo. Y el ciclo de la vida comenzaba otra vez. Como había ocurrido desde el comienzo de los tiempos.

Estaba absorto y de repente lo distrajo una luz al fondo del andén y un resoplido cíclico y constante que cada vez parecía más cercano: estaba llegando el tren.

¡Qué situación tan curiosa!, pensó: no sabía dónde iría y no le importaba. Y justo por esto se sentía feliz: cogía por última vez el tren y no sabía ni siquiera a dónde le llevaría, dónde terminaría, dónde iría. Sólo sabía que no volvería atrás jamás.

De repente notó que a su lado estaba el vendedor de billetes.

Ahora tenía con él un banderín y un silbato. Por lo que parecía en esa estación él hacía todo. Debe ser un modo para ahorrar en gastos, evidentemente. He aquí la razón por la que no había estado demasiado amable. Quizás no era ese su trabajo original, ahora se explicaba todo.

Al conocer un poco más las cosas se entiende mejor las razones de lo que sucede alrededor.

Ahora, aquel empleado distraído había tomado un aire austero, compuesto, erguido, subrayando, con esta manera de actuar, su papel. Del mismo modo que un soldado experimentado, se llevó el silbato a la boca con un gesto medido y silbó fuerte: tres veces, con la misma intensidad y duración. La maestría del gesto parecía el fruto de años de experiencia.

El tren comenzó a frenar y alcanzó con lentitud la acera parando a la altura de la entrada el centro justo de la cadena de vagones. Eran sólo tres: la locomotora, un vagón para pasajeros y en la cola un último vagón sin ventanas, destinado seguramente a las mercancías. No se sorprendió: con un solo andén, por otra parte, no se podía esperar un bólido plateado último modelo.

Las puertas se pararon justo enfrente de él y se abrieron deslizándose mientras resoplaban.

Puso el primer pie sobre el estribo y entró.

Se quedó estupefacto de nuevo porque las sorpresas no habían acabado. Todo lo demás, de alguna manera, lo había justificado, comprendido, pero esto realmente era inusual: los asientos eran de madera. Y de nuevo fue embestido por aquel olor típico y antiguo que sólo había sentido de niño.

¡Esta sí que era buena! Nunca hubiera creído que todavía existiesen vagones de este tipo circulando.

No había mamparas. Los asientos eran incómodos, espartanos, bajos y gastados por el tiempo. Pero casi todos estaban ocupados por enseres de distintos tipos: paquetes, cajas grandes, sacos. Sólo en una parte, aparentemente, había quedado disponible un puesto para sentarse: en la zona al fondo hacia la locomotora, donde dos filas de asientos una frente la otra, atravesadas por el pasillo, estaban ocupadas por personas. Llegó hasta ellas con aire circunspecto y un poco asombrado, y vio que sólo había un asiento vacío.

Una señora robusta y regordeta lo miró:

–Buenas noches, señor. ¿Quiere que aparte algún paquete y así se podrá sentar solo? Le pido perdón si nos hemos aprovechado del espacio, pero en este tren habitualmente no hay nadie.

Y dicho esto intentó levantarse como queriendo demostrar que hablaba en serio.

–No, no, señora –respondió educado inmediatamente –no se moleste, se lo ruego. Me colocaré allí abajo en ese puesto libre, con su permiso.

A la amabilidad, había aprendido, se responde siempre de manera amable, faltaría más.

Ella, ingenua y entusiasta, sonrió volviéndose a sentar.

Todos lo miraban: eran siete. O mejor dicho seis, para ser exactos, porque, para su sorpresa, se dio cuenta de que el séptimo, también bien sentado y educado, había un gran perro con el pelo de color dorado. También él lo estaba mirando como los otros: aparte de la postura había en él algo de humano.

Sintiendo los ojos centrados en él esbozó una sonrisa e inclinó un poco la cabeza, a modo de saludo.

Todos respondieron de la misma manera, incluso el perro: ¡Caramba, menudo efecto! Realmente, la velada más extraña de su vida, pensó: sin duda.

Después de doblar el abrigo se movió para colocarlo sobre la rejilla de arriba y se sentó al lado de la ventanilla. De reojo observó a todos los pasajeros, comenzando por la señora regordeta, justo enfrente. Mientras los miraba no notó nada de particular: uno era un anciano absorto en un viejo periódico. Luego un jovenzuelo con un aire de engreído pero educado, al mismo tiempo, bien vestido. Un chavalito, más o menos un adolescente, delgado. Una mujer joven, de unos treinta, con aire cansado y triste, y, finalmente, una viejecita que parecía ausente, como en otro lugar, o quizás era sólo una impresión.

Ninguno hizo caso a su discreta observación, pensó, hasta que cruzó los ojos con el perro. Lo estaba mirando fijamente y era cierto que había notado su manera de escrutarles: su mirada parecía casi de disgusto.

¡Por todos los demonios! Se estaba dejando impresionar. Toda aquella emoción, incluso aquel cansancio, la caminata, el tren inesperado, y todo lo demás. Seguramente era así, ¡caramba! Y eso era sólo un perro. Con una mirada un poco humana, sí, pero siempre un cuadrúpedo privo de palabra.

Miró hacia fuera y vio la luz alejarse poco a poco: ahora se estaban moviendo. No había trazas del vendedor de billetes jefe de estación sobre el arcén: se había oído, un poco antes, el austero y preciso triple silbido. Perfecto: habrá vuelto otra vez a su puesto.

Se quedó tranquilo mirando a su alrededor.

Continuaba, no obstante, sintiendo encima la mirada del perro. No tuvo el valor de comprobarlo y continuó repitiéndose que quizás sólo era una impresión.

Y aquí estaba ahora. Dirigiéndose encantado a ninguna parte, la última noche de la última vez que hacía algo: ¡Qué emoción! La única posible, ahora ya, pero más que suficiente. Siempre mejor que al revés o incluso que el vacío que aturdía su mente. En aquellas jornadas ahora ya pasadas, aquellas veladas apagadas, aquellas noches vacuas y silenciosas, aquellas mañanas apresuradas, desequilibradas de tristeza a la luz de la mañana que chirriaba con su sordo no sentir nada. Nada.

Nada en que soñar, nada que desear, nada que esperar y nada que imaginar.

Nada era una palabra difícil de entender. ¿Cómo se hace para describir aquello que no sólo no existe sino que no está?

Una palabra capaz de desbloquear los pensamientos en un círculo vicioso, si lo pensamos bien.

Y sin embargo lo sentía dentro de él, la nada.

¿Cómo puedo sentir algo que no está?, se preguntaba.

Sin embargo existe y absorbe todo alrededor de él: luz, color, música y vida.

Una vorágine infinita e informe que lo devora todo, que aniquila, que destruye.

Pero ahora no había ningún problema, afortunadamente.

Soltó un suspiro de alivio, desde que había comenzado a pensar que sería la última vez que hacía algo todo había desaparecido durante un rato. Todo esto había comenzado casi como un juego.

Pero luego, casi al instante, se había convertido en una manera de escapar: había acabado por guiar sus pasos y, en fin, hasta llegar en esta noche extraña a este extraño tren.

Estaba tan absorto mirando afuera la oscuridad discurrir desde la ventana que, cuando oyó una voz, le sobresaltó un poco.

–Billetes, por favor.

¡Hay que fastidiarse!, pensó levantando la mirada. El vendedor de billetes jefe de estación, con su uniforme un poco andrajoso y con la gorra, también ahora hacía de revisor.

¿Pero qué compañía es esta que hace hacer de todo a la misma persona? Tuvo un momento de solidaridad e incluso de indignación. Admiró a aquel hombre que, a fin de cuentas, sin inmutarse, desenvolvía de la mejor manera cada uno de sus trabajos. ¡Qué tiempos, qué degradación!, pensó: hago bien en querer sólo ya a las cosas, sólo ellas merecen consideración.

Todos, diligentes, extrajeron en cuanto le oyeron el billete y se lo tendieron al hombre de uniforme que se aseguraba, de manera diligente, en practicar un agujero encima con el habitual punzón.

Se quedó de piedra cuando notó que ¡incluso el perro tenía un billete en la boca!

Le faltó poco, a decir verdad, para quedar sin respiración al ver aquello. Movió la cabeza e intentó no pensar: ¿cómo podía ser posible? Quizás era un perro adiestrado, sí, había oído hablar de ellos. Pero a pesar de esto ciertas cosas no conseguía explicarlas. Decidió que era mejor no hacer caso y observó la mano del hombre agujerear su billete, de forma decidida pero cortés.

Al mismo tiempo advirtió un olor penetrante. Pan recién hecho. Inconfundible. Y salami cortado recientemente.

El señor anciano a su izquierda, con el periódico puesto sobre las piernas a modo de pequeño mantel, había desenvuelto dos paquetes de papel crepé marrón, sacando dos hogazas de pan. En un cartucho de papel encerado, bien extendidas, aparecían numerosas lonchas del sabrosísimo embutido.

Se dio cuenta, y quedó por ello agradablemente sorprendido, de que se le hacía la boca agua. Hacía mucho tiempo que no la sentía tan intensamente. Ahora ya se alimentaba de manera perezosa sin demasiadas pretensiones. Casi olvidándose, a veces.

Sin embargo el apetito es algo importante, se descubrió pensando. Todas las cosas agradables de la vida son aquellas que después de haberlas hecho te producen un gran apetito: caminar en el bosque, el aire de ciertos lugares, el olor del mar. O también el amor.

Sí, el amor. Él lo había conocido. O al menos eso pensaba. Ella era muy hermosa pero no por lo que parecía. Era hermosa por él. Dulce, amable. La había querido. Y ella había respondido a sus coqueteos, a sus miradas, a sus crecientes gestos de amabilidad, hasta el día del beso. Mágico, aunque sin pretensiones. Y había sido hermoso perderse en aquel mar de labios y de emociones. Como venir al mundo en ese momento.

¡Oh, sí, había sido hermoso!

Pero después, después. Después todo había acabado mal, como todas las cosas de las personas.

Despreciado, ofendido, insultado, vilipendiado: ¿qué había quedado de aquel sentimiento puro? De aquel volar, de aquella magia capaz de poder transportarte al otro extremo del mundo en un momento, poco a poco, no había quedado nada. O quizás nunca había existido realmente, estaba convencido. Quizás sólo él lo había soñado, la había creado con la mente. Y había acabado, también eso, en nada. De nuevo en la nada, que ya se había apoderado de todo.

Y nada más. Con el amor había acabado. Para siempre. Siguió mirando lo que el anciano tenía sobre las piernas, y este dijo:

–Buen hombre, ¿le apetecería un poco? No sienta vergüenza, se lo ruego.

Se quedó cortado por el hecho de que los demás se hubiesen dado cuenta.

No pasaron ni unos segundos que cada uno de los pasajeros, libremente, extrajeron zurrones, sacos y paquetes de tela con cosas maravillosas: focacce1 , quesos, hasta verduras fritas, salsas aromáticas y todo tipo de exquisiteces. No faltaron dos fiascos2 de vino y los vasos.

Todos le ofrecieron algo (esta vez quedó excluido el perro que, en cambio, masticaba con parsimonia un hueso aparecido de no sé sabe dónde) y estaban contentos al hacerlo, y eran generosos. Realmente querían que aceptase, como si supiesen exactamente lo que sentía su estómago conectado ahora a su mente.

Dudó un solo segundo y luego asintió. Y tuvo lleno su regazo en un decir Jesús.

Todos comenzaron a comer, con calma y lentitud.

Él sonrió agradecido, como pudo, con la boca llena, aunque sin ser maleducado.

¡Qué extraño! Pero ¡qué extraño! Ahora se sentía muy extraño. No sabía cómo decirlo, pero por un momento le pasó por la mente una palabra. Un término que lo dejaba incrédulo: feliz.

¿Pero por qué?, se preguntó.

Quizás, se respondió, porque esta vez las personas me han sorprendido. ¡Y ni siquiera saben quién soy!

Son gente sencilla, ya se ve. Sincera, limpia, magnánima y amable.

Y comió con gusto, por una vez. Por última vez.

A continuación, el adolescente, entre una alcachofa frita y un trozo de queso curado, comenzó a decir:

–Bueno, esta noche, ¿quién comienza?

Se quedaron todos en silencio. Incluso el vendedor de billetes jefe de estación revisor, que habiéndose quitado la chaqueta se había sentado en un apoyabrazos, tomando parte en el banquete. Ahora ya había de todo de comer, dulces y rosoli incluido, y se compartía.

Tenían todos los pasajeros, entre ellos, un aire familiar. Como si se conociesen desde siempre. Como si fuese un rito habitual.

Guardándolo de reojo el joven engreído le dio un codazo al jovencito y guiñó el ojo indicando a Asdrubale. Como respuesta, con naturalidad y sin dudarlo, el muchachito comenzó a decir:

–Ah, sí. Vale. Verá, señor, nosotros a menudo cogemos este tren. Y para pasar el tiempo, sabe, contamos algunas historias agradables. ¿Le gustaría?

El hombre se quedó al principio desconcertado pero luego hizo una señal de asentimiento, faltaría más. y realmente sentía bastante curiosidad. Sólo le faltaba esto a la velada.

–Bien. Entonces, ¿quién tiene algo que contar? ¿Quiere comenzar usted, señora Agnese?

La señora con el rostro regordete sonrió. Parecía un poco avergonzada pero con una alegría mal disimulada.

–Bueno, no sabría…. Sí, es verdad, ahora que lo pienso, tengo una pero es bastante confidencial para contarla. Porque, para ser exactos, se trata de un secreto. Pero un secreto único. Un secreto especial.

Dieciséis ojos, incluidos los del revisor, se abrieron como platos ante aquellas palabras.

– ¡Hable, Agnese! Se lo ruego, cuéntelo –dijo el anciano del pan y del salami.

–Vale, de acuerdo. Si insistís. Tened en cuenta que lo que estáis a punto de escuchar es una historia auténtica. Es un secreto que ha pasado de generación en generación desde hace milenios y ahora lo conoceréis. Pero no puede ser revelado a nadie. Ni siquiera queriendo. Podréis contarla a alguno pero este alguien, sabedlo, no podrá revelarla jamás. Y es por esto que todavía es un secreto. Y es por esto que será para siempre un secreto.

Sonrió enigmática al llegar a este punto.

Mientras tanto, se había hecho el silencio, e incluso los cuerpos se movieron hacia delante sintiendo auténtica curiosidad.

Agnese suspiró y se aclaró la voz. Con las manos gordezuelas volvió a coger el hatillo y posó el vaso. A continuación habló de esta manera:

–Esta, señores y señoras, es la historia de Pembaca. Pero para poderla contar bien pido que esta vez pueda quedarme de pie.

Todos asintieron y ella se levantó. Y de esta manera comenzó a hablar, con énfasis, esmero, la voz impostada y maneras teatrales.

La piedra pulida era resbaladiza y lisa. Y antigua. Se sentía por el olor. Olor de pasos, de historias. De mar, pan y amor. De tiempos pasado. De muerte y de pasión, sucedidas en el interior de las personas que, sobre aquellas piedras, habían estado.

Estaba oscuro y no había ninguna luz iluminando aquella noche sombría y sin estrellas. En el callejón, antiguo y ruinoso, una imprevista ráfaga de viento y un pequeño escalofrío.

Pembaca encogió los hombros y levantó las solapas de la chaqueta en aquella intensa y profunda noche de junio.

Miró a su alrededor circunspecto: nadie.

No sabía exactamente dónde se encontraba y había atravesado hacía poco un arco de piedra, siguiendo el instinto, y el ruido de la resaca, levemente, a lo lejos.

Volvió a caminar, después de escuchar tres retoques de campana que señalaban, desde hacía siglos, la hora.

Tres retoques.

Y luego otra vez la oscuridad y el silencio de pasos. Los suyos. Y nada más. ¿Qué clase de puesto encantado es este? ¿Qué historias han ocurrido aquí?

Con los ojos cerrados imaginó la multitud de historias que se sucedieron en el tiempo: familias, amores, maquinaciones, intrigas, fortunas, decadencias, miserias rescatadas, y pescadores que habían cruzado aquellas piedras.

Vividas por quien había pasado antes que él. Antes de aquella noche oscura.

En todas aquellas noche de luna, de estrellas, de calma o de tempestad. Y en todos aquellos días, soleados y calurosos de primera tarde o helados en invierno por el viento cortante.

Está hecha así la historia. La historia de cada parte del mundo y de cada uno de nosotros.

Cuando levantó la mirada Pembaca descubrió con esfuerzo, a duras penas, un gran reloj sobre la fachada blanca enfrente de él. Había llegado a una amplia plaza blanca.

Más allá de la plaza se veía un callejón estrecho.

El ruido ligero de la resaca sobre los escollos, a lo lejos, lo guió.

Estaba tranquilo y prosiguió con lentitud, después de un suspiro, sintiendo otra vez en la nariz y en los pulmones el olor de la historia, intenso y apabullante para sus sentidos.

La Danza De Las Sombras

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