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Estudio introductorio

Ninguno de sus dominios se encontraba alejado para Carlos V. Y ninguno lo estuvo para sus sucesores –Felipe II, Felipe III, Felipe IV y Carlos II–desde que, a partir de 1561, Madrid se convirtió en el corazón palpitante de la Monarquía española, que se extendía desde la península ibérica a la península italiana, desde Flandes a los presidios costeros africanos, de las Américas a las Filipinas. Las distancias, largas y difíciles de recorrer, en poco tiempo, estaban ocupadas no solo por aquellos que, en nombre del rey, desempeñaban un cargo en los diversos dominios –virrey, gobernadores, hombres de la ley y así sucesivamente– sino también, por una serie de sólidos hilos constituidos por las relaciones personales que el propio soberano y sus cortesanos entablaban con los miembros de la aristocracia, del clero y del funcionariado local.1

Las relaciones clientelares entre los cortesanos que ocupaban una posición superior en la jerarquía política y los caballeros y las damas, políticamente inferiores, pero firmemente arraigados en los más diversos territorios, se basaban en ventajas mutuas. Aristócratas, clérigos y letrados de provincia, en virtud de las indicaciones de sus padrinos cortesanos, podían obtener cargos, títulos, pensiones, beneficios y prebendas, tanto de tipo laico como eclesiástico (dado que muchísimos beneficios eclesiásticos eran de nombramiento real), para sí y para los miembros de su familia. Dichas concesiones reforzaban su posición en el lugar. Además, en los casos más afortunados, algunos aspiraban también a cargos de prestigio, fuera de sus regiones de procedencia. Los patronos, gracias a sus socios provincianos, eran capaces de disponer, dentro de la lucha cortesana por el favor del soberano, de un arsenal muy amplio, formado por hombres, medios e información, que podía desplegarse en momentos de necesidad: en función de las peticiones del rey, los cortesanos con clientelas amplias podían proporcionarle candidatos para una determinada posición, o productos alimenticios que pudieran desplazarse de una región a otra o, aún más valiosa, información que orientara las opciones políticas generales.2

Las cartas eran el medio de estas relaciones y a la correspondencia tanto caballeros como secretarios dedicaban una parte relevante de su tiempo. En los últimos treinta años, dentro de una visión historiográfica que ha preferido un enfoque empirista al estudio de la política del Antiguo Régimen, lo epistolar, considerado durante mucho tiempo como una fuente poco relevante o superflua por los historiadores, ha sido revalorizado. Gracias a la minuciosa crónica que se puede extraer de su lectura, ha sido posible dibujar mapas del mundo cortesano, cuyos límites van mucho más allá de las paredes del palacio del rey. A partir de la corte regia, en efecto, se extendía sobre todos los dominios de los Habsburgo una red de naturaleza clientelar, capaz de permitir el movimiento de las informaciones de un lugar a otro y de asegurar al rey el apoyo y la fidelidad de sus súbditos. Era una red elástica, cuyos nudos principales estaban ocupados por los cortesanos más influyentes. Sin embargo, podía sufrir cambios debido a las contingencias políticas, porque cuando un patrono perdía el favor del rey resultaba poco útil para sus clientes, que buscaban nuevas alianzas en la corte, en un continuo y fluido juego, movido al mismo tiempo por «honor» y «utilidad».3 Los contactos epistolares permiten mirar con especial atención estas oscilaciones y comprender la construcción de las fortunas de los individuos, en la corte y en su tierra natal, contribuyendo no poco a explicar la robustez, sacudida por las revoluciones del siglo XVII, pero siempre sustancialmente inalterada, del sistema de los Habsburgo de Carlos V a Carlos II.4

En el caso de Cerdeña, la documentación epistolar permite arrojar luz inédita sobre los múltiples vínculos entre la aristocracia y el alto clero de la isla con la corte del soberano, aunque aún no se ha valorado debidamente: la historiografía del siglo pasado ha descuidado voluntariamente lo que no se ajusta al paradigma del denominado «Estado moderno».5 La publicación del intercambio epistolar de Antoine Perrenot de Granvelle con personajes de origen sardo o que residían en Cerdeña quiere ser, por una parte, un primer paso para reconsiderar el papel de la isla en el conjunto más amplio de los dominios de los Habsburgo, y, por otro lado, un avance en el conocimiento de Antoine Perrenot de Granvelle (1517-1586), obispo de Arras desde 1538 y cardenal desde 1561, personaje de enorme importancia en el siglo XVI, ejemplar desde el punto de vista del dominio de los medios necesarios del Antiguo Régimen para imponerse en la vida cortesana. Fue, primero, un consejero fiel y muy escuchado de Carlos V, aunque aún joven, y después, hombre de confianza, aunque con fortunas alternas, en calidad de embajador ante la Santa Sede, virrey de Nápoles y presidente del Consejo de Italia, de Felipe II.6

Antoine Perrenot de Granvelle nació en Besançon, en el Franco Condado, el 26 de agosto de 1517, en el seno de una familia de funcionarios, primogénito de Nicolás Perrenot de Granvelle y Nicole Bonvalot. El abuelo Pierre había iniciado el ascenso social, y se convirtió primero en un experto en la práctica notarial y, posteriormente, en notario general del conde de Borgoña para el distrito de Ornans. Gracias a esta actividad, pudo comprar terrenos y casarse con Étiennette Philibert, perteneciente a la pequeña nobleza del Franco Condado. La pareja tuvo seis hijos, el mayor de los cuales recibió el nombre de Nicolás. Su padre le aseguró los medios para un futuro brillante. Nicolás asistió a la Universidad de Dole, donde enseñaba en ese momento Mercurino Arborio de Gattinara. En Dole, Nicolás no solo adquirió una sólida formación jurídica, sino que también estableció importantes relaciones, lo que le permitió entrar al servicio de Antoine de Vergy, arzobispo de Besançon, al final de sus estudios. En 1504 Vergy lo nombró juez de la administración eclesiástica, lo que le supuso adquirir experiencia en el campo de las relaciones jurídicas entre el arzobispo y el capítulo metropolitano.

En 1506, a la muerte de Felipe el Hermoso, Carlos de Habsburgo se convirtió en duque de Borgoña. En 1508, Mercurino Arborio de Gattinara, por entonces al servicio del emperador Maximiliano de Habsburgo, abuelo de Carlos, se convirtió en presidente del Parlamento de Dole. Gattinara y Vergy, acérrimos enemigos, acordaron, sin embargo, nombrar a Nicolás Perrenot de Granvelle asesor del Parlamento. Este cargo, tan importante, permitió que el brillante jurisconsulto ampliara todavía más su experiencia jurídica y legal. Años más tarde, en 1518, Mercurino de Gattinara fue llamado a ocupar el lugar del gran canciller de Borgoña por Carlos V, quien quiso utilizar su consejo para conquistar la corona imperial. Así, cuando en 1519 Carlos pudo ostentar el título de emperador, reuniendo en sus manos un legado lleno de desafíos, consistente en la Corona de Castilla, las colonias americanas, la Corona de Aragón, las posesiones en Italia, los dominios flamencos, Mercurino Arborio da Gattinara, en busca de personal capaz de colaborar en la cancillería imperial, llamó a la corte a Nicolás Perrenot de Granvelle. En 1524 fue admitido en el consejo privado del emperador. En los años siguientes, durante el fatigoso conflicto con Francia, Nicolás Perrenot de Granvelle pudo demostrar sus múltiples cualidades en las cuestiones diplomáticas, y llegó a obtener, tras la muerte de Mercurino Arborio de Gattinara, el título oficioso de «canciller», signo de la importancia adquirida junto a Carlos V.7

El «canciller» dedicó una especial atención a su hijo primogénito, que demostró desde la infancia una gran inclinación por el estudio. Antoine, de hecho, después de haber aprendido a leer y escribir en Besançon, bajo la guía del canónigo Jean Sachet, comenzó a estudiar derecho con Jean de Saint-Mauris. Impresionado por sus cualidades, Nicolás eligió para su hijo la carrera eclesiástica: un futuro singular para un primogénito, pero lleno de grandes perspectivas, a la vista de la posición adquirida por el funcionario en la corte imperial. El joven, por lo tanto, frecuentó los ateneos de Lovaina y Padua: en el primero se aplicó al estudio de la filosofía y de la teología; mientras que en el segundo se dedicó al estudio del derecho, lo que facilita en aquellos años que forjara amistad con insignes profesores y personajes célebres.8 Su estancia en Italia contribuyó, además, al refinamiento de su educación cultural y artística y durante toda su vida apreciará los libros y obras de arte, de los que era un buen conocedor y un apasionado comprador. En 1538, tras terminar sus estudios, el joven Granvelle entró al servicio del emperador, como secretario particular de su padre. Inmediatamente, se vio envuelto en una intensa actividad diplomática, que se desarrolló desde el principio en un momento políticamente delicado para Carlos V, con la cuestión de los príncipes protestantes, en lucha contra el Imperio otomano y en guerra con Francia. En 1538 acompañó a su padre en la misión que conduciría a la paz de Niza; entre 1539 y 1540, durante una estancia en los Países Bajos, participó en las negociaciones, que continuarían en Worms, con los teólogos luteranos; en 1541, tomó parte en la dieta de Ratisbona y después acudió a Lucca y posteriormente, a Roma, con su padre, para tratar con el pontífice la convocatoria del concilio ecuménico. En 1543, en Trento, a la espera de la apertura del concilio, pronunció una famosa oración en la que proclamó su aversión a los soberanos franceses y conquistó una plaza en el Consejo de Estado; jugó un papel de no poca importancia para la estipulación de la paz de Crépy, firmada el 18 de septiembre de 1544, y a partir de este momento, mientras su padre dominaba la política imperial, apoyó constantemente al emperador en el manejo de los asuntos del momento. No por casualidad, el obispo Bertano de Fano, nuncio en la corte de Carlos V, declaraba: «Nicolás Perrenot ocupa el primer lugar en la corte imperial, Antonio Perrenot el segundo y Carlos V el tercero».9

Antoine Perrenot, aunque aún no tenía treinta años, estaba preparado para convertirse en un perfecto hombre de Estado. Conocía varios idiomas: hablaba fluidamente el francés, el español, el italiano y el latín, y comprendía el alemán, el neerlandés y el inglés. Además, continuó cultivando los contactos que había instaurado su padre y comenzó a establecer relaciones autónomas en todos los territorios de la Monarquía y fuera de sus fronteras, íntimamente convencido de que su fuerza política y diplomática residía en su red de amistades. Él ofrecía su amparo y su apoyo a cambio de informaciones, la moneda más valiosa en la corte, y de la posibilidad de disponer de hombres fieles a sus sugerencias en cada provincia de la Monarquía. Para muchos caballeros lejanos de la corte, la amistad con la familia Granvelle podría ser útil a la hora de presentar una petición al soberano, y por eso muchos confiaban en su protección. Ninguna información carecía de importancia, porque, al alto nivel político en el que operaban los Granvelle, cualquier dato podía marcar la diferencia. Y, aunque durante la mayor parte de los años cuarenta el esfuerzo de los Granvelle se centró en la cuestión protestante y en las relaciones entre Alemania y Roma, para los dos hombres de Estado las noticias que llegaban de otros lugares también conservaban una enorme importancia. Paralelamente, dispensar su favor en todas las provincias de la Monarquía significaba cultivar relaciones que podían, en un mañana impreciso, llegar a ser relevantes. Desde este punto de vista, la situación en Cerdeña era perfectamente asimilable a cualquier otro reino de la Corona: los súbditos buscaban protección cortesana, los cortesanos buscaban apoyos locales. La correspondencia entre Antoine Perrenot y la isla resulta patente desde finales de los años cuarenta. Jerónimo de Aragall, el destinatario más importante en la isla por número de cartas, escribió en abril de 1548 al obispo de Arras recordándole que no dejaba «siempre que se ofrece oportunidad, de darle haviso de las cosas deste Reino», por otro lado, pidiendo que «Su Majestad le provea de la tenencia de la Torre que en el Puerto de Oristany se labra que, al presente vaca, por muerte de don Hierónimo Cervellón».10 También a Antoine Perrenot se dirigieron, en noviembre de 1549, Ana Folch de Cardona, condesa de Villasor, y su cuñado Carlos de Alagón, obispo de Arborea, comunicando la muerte del conde don Blasco, y pidiendo que el título y «las mercedes que le havía hecho de quatrocientos e çinquenta ducados de renta sobre el reservado deste Reino y la saca de las mil hanegas de trigo, francas del drecho, de que no pudo gozar su padre»11 se asignaran al hijo, aún menor de edad.

Estas cartas ilustran el contenido de las peticiones dirigidas a los patronos cortesanos: lo que se pedía era que el soberano se pronunciase a favor de los solicitantes para nombramientos o concesiones y, a cambio, se proporcionaba información sobre lo que sucedía. Estos primeros intercambios epistolares podían seguir siendo puntuales o podían transformarse en una verdadera relación clientelar o llegar, incluso, a ser la base de una verdadera amistad, vivificada por las continuas cartas y algunas visitas. Esto sucederá con Granvelle. Después de la muerte de su padre, ocurrida en agosto de 1550, Antoine Perrenot transformó en relaciones duraderas contactos que anteriormente habían sido más ocasionales. La red de sus contactos epistolares se extendía desde Castilla a los reinos de la Corona de Aragón, de Flandes a Sicilia, de Nápoles a Milán, de Alemania a las Américas.12 Las informaciones constituían la gramática fundamental del ejercicio del consejo político. Por ello entre sus corresponsales se contaban personas de relieve, altos aristócratas o importantes personajes, así como personas más humildes, anónimos funcionarios, capaces, sin embargo, en virtud de su trabajo, de conocer detalles desconocidos para la mayoría. En algunos casos, estas personas llegaron a ser verdaderos amigos de confianza para Granvelle, como sucedió con Juan Antonio de Tassis13 o a Carlo d’Aragona, duque de Terranova.14 Casi siempre, los que conformaban la amplísima red de amistades del obispo de Arras actuaban como sus agentes para la compra de libros y obras de arte que enriquecían sus magníficas colecciones.15 Además, estas personas eran fieles recursos humanos que podían ser, provechosamente, puestos al servicio de la Monarquía en beneficio mutuo: quien era elegido para un cargo por sugerencia de Granvelle al soberano era recompensado con el honor recibido; el obispo de Arras podía contar con un informador aún más atento, tanto por gratitud como porque el encargo permitía obtener noticias aún más precisas y actualizadas. Bajo esta perspectiva, Cerdeña no era una isla lejana de la corte y poco poblada, sino que desde la mitad del siglo XV era una de las fronteras estratégicas del Mediterráneo, un mar cada día más peligroso por la agresiva presencia turco-otomana. Por lo tanto, Cerdeña era una isla sobre la cual era necesario tener todo tipo de información y en cuyo interior era preciso cultivar amistades fructíferas, para integrarlas en una red más amplia que pudiera garantizar la obtención de una visión de conjunto más completa, necesaria para el perfecto consejero del soberano, como Granvelle quería ser.

Desgraciadamente, a causa de las pérdidas sufridas por el patrimonio archivístico del cardenal, las cartas relativas a Cerdeña en nuestra posesión hoy documentan solo un periodo relativamente corto de su vida, ya que cubren los años cincuenta del siglo XVI. Sin embargo, se trata de un periodo de gran importancia para la isla, no solo a nivel internacional, ya que en aquella época se encontraba en primera línea de batalla contra las fuerzas musulmanas, sino también porque fue el momento en el que, con muchas dificultades y con un choque durísimo, se dibujaron en la isla equilibrios políticos inéditos, capaces de transferir la aristocracia sarda de la época de Carlos V a la de Felipe II. En los decenios siguientes, ya alcanzado el título cardenalicio, Granvelle fue embajador ante la Santa Sede, virrey de Nápoles y presidente del Consejo de Italia, aunque no hay testimonios capaces de iluminar las relaciones de esta época con Cerdeña. A la luz del lema que había elegido para sí mismo, «Durate», una invitación a la fidelidad de las relaciones amistosas, es posible suponer que estas no se interrumpieron, también porque para algunos caballeros sardos el cardenal podía seguir siendo una persona de referencia útil en la corte.16 Sin embargo, a la luz de la documentación hasta ahora descubierta, no es posible más que hacer suposiciones.

«GAUDEAT SARDINIA»: CARLOS V EN LA ISLA Y EN EL MEDITERRÁNEO

Eran casi las primeras luces del amanecer del 12 de junio de 1535 cuando la galera imperial hizo su entrada en el pequeño espejo de mar frente a la ciudad de Cagliari.17 Carlos V, listo para la conquista de Túnez, se había detenido en el puerto sardo para desde allí, junto con toda la flota, llegar a las costas africanas. Esperando había barcos de todas partes, fondeados delante del puerto y visibles desde las orillas de la ciudad, con millares de soldados:

Vingt-deux mille, tant Allemans, Italyens, que Espaignolz, oultre douze mille que Sadicte Majesté menoyt. Trouva là aussy six galères de Rodes avec la caracque, deux gallions du prince (?), deux caracques de Gennes, deux gallions de la Renterye, les galères de Monygo, corcepyns, gallères de Naples qui arrivarent depuis.18

Carlos V estaba orgulloso de ser el cabo del «mayor exercito que nunca se vido por la mar».19 La nave del emperador cruzó el centro de la valla que protegía el puerto y, entre las ocho y las nueve de la mañana, Carlos V descendió acompañado del infante de Portugal y de un nutrido cortejo de caballeros y recorrió el muelle decorado con cortinas amarillas y rojas, listo para jurar sobre los privilegios y las costumbres del Reino de Cerdeña, antes de comenzar la visita de la ciudad. Tras atravesar la Puerta del Muelle a la cabeza de un numeroso cortejo, en la pequeña plaza de Lapola lo esperaban el virrey Antonio Folch de Cardona, Jerónimo Aragall, gobernador del Cabo de Cagliari y Gallura, Francisco de Sena, gobernador del Cabo de Sassari y Logudoro, Domenico Pastorello, arzobispo de Cagliari, los más altos funcionarios regios, los cinco consejeros del Consejo Ciudadano de Cagliari, que le dieron la llave de la ciudad, la mejor aristocracia sarda, los más importantes prelados y los representantes de las ciudades regias presentes en el parlamento del Reino, Cagliari, Sassari, Oristano, Alghero, Iglesias y Castellaragonese.20 Era tan importante el momento, que el representante de la ciudad de Sassari recogió el acontecimiento en el Libro delle ordinanze, comenzando con un pomposo «Gaudeat Sardinia» para celebrar el regreso de un soberano a la isla después de muchísimo tiempo.21 Después de acoger el homenaje de los presentes, el emperador se adentró a caballo en medio de una multitud curiosa y festiva para llegar a la catedral y asistir a la misa, celebrada por el arzobispo Domenico Pastorello.22 Solo después de varias horas volvió a su galera. Había visitado la ciudad y quizás se había recogido en oración en la iglesia de San Francesco de Stampace.23 Al día siguiente el emperador se hizo acompañar hasta el famoso santuario fuera de las murallas de Santa María de Bonaria, donde se custodiaban dos milagrosas estatuas de la Virgen protectora de los navegantes.24 La misma noche Carlos V dio órdenes al virrey Antonio de Cardona sobre las provisiones de la flota imperial. El virrey, en colaboración con el arzobispo de Cagliari, debería controlar «que embien de Génova cierta quantidad de viscocho que se ha hecho en Génova para provision de nuestra armada». En el barco, lleno de bizcocho, él debería embarcar «todas las vaccas y bueyes vivos que pudieren entran en ellos y alguna agua y yerva que coman porque no se mueran, [...] todo el queso y viscocho blanco y botas de carne salada que quedan en Caller, [...] quinientos açadoneros». Para hacer frente a los gastos «demás de los dineros que hasta agora se han proveydo en este reyno por otras vías», el emperador había enviado cinco mil escudos de oro. El informe de los gastos debía enviarse al almirante Andrea Doria y a Juan Reina, obispo de Alghero, responsables de los registros financieros.25 El 14 de junio la poderosa flota inicia su navegación y, en pocos días, Túnez se ve obligada a rendirse ante las fuerzas cristianas al mando de Carlos V, magnificado como salvador de la cristiandad en toda Italia, llevando a cabo un maravilloso viaje triunfal.26 Pero este fue un triunfo efímero porque al año siguiente la plaza fuerte africana volvió a manos enemigas.

Seis años más tarde, en 1541, Carlos V regresó a Cerdeña. Una vez más, la isla era la base para una expedición militar. Pero la empresa, concebida por el almirante Andrea Doria para eliminar la constante amenaza corsaria, aunque meditada desde hace tiempo, se cumplió en un momento políticamente muy delicado, tras la dieta de Ratisbona, y se inició muy tarde, cuando ya terminaba la temporada propicia para la navegación. El puerto elegido para la reunión de los barcos españoles e italianos era Mallorca; y en efecto, Carlos V debería haber llegado a las Baleares partiendo del puerto de Génova. Sin embargo, él decidió reunirse con el pontífice en Lucca. Por lo tanto, la nave imperial, a la cabeza de un pequeño grupo de barcos, partió del puerto de La Spezia el 28 de septiembre. Comenzaban a soplar los primeros vientos otoñales, que presagiaban peligrosas tormentas, una repentina tempestad y el mar embravecido forzaron a la flota imperial a navegar hasta las orillas de Córcega, donde el emperador permaneció durante una semana.27 El 3 de octubre, Carlos V dirigió un mensaje a los consejeros del municipio de Alghero, anunciando, inesperadamente, su visita a la ciudad, donde esperaba encontrar «las vituallas que fueren menester para refresco y proveimiento de nuestra casa y corte».28 Así, Carlos V llegó, inesperadamente, a Alghero. La acogida no fue tan fastuosa como la preparada anteriormente por la ciudad de Cagliari: solo el gobernador del Cabo de Sassari y Logudoro y algunos nobles alguereses y sasareses recibieron al emperador, debido en parte a que la situación interior de la isla era políticamente complicada. A pesar de la falta de tiempo y de las restricciones financieras, que impidieron un montaje ceremonial imponente, se construyó un puente, «cubert [...] de draps fins de Barcelona, vermells, grochs y altres colors de molta valor» y de los campos vecinos fueron llevados a la ciudad «gallines, capons, pollastres, oques, anedes, colomins, ous, rahums, formatges, fruytes y altres refreschs».29 Los panaderos tuvieron que hornear «molt pa blanc» y los vinateros prepararon «vins blanchs y negres». Carlos V, tras desembarcar, recorrió la ciudad, parando a rezar en la catedral. Se organizó una caza «ab molt aparell de cavalls, cans, jagaradors, criats», entretenimiento muy apreciado por el emperador, que mató un jabalí. También en esta ocasión, Cerdeña no dejó de ser un lugar de abastecimiento para la flota imperial. Ya en julio de 1541, con la coordinación del enviado imperial Pedro de Arbicio, se procedió a almacenar quesos, vino, «bizcochos y carnes saladas», a pesar de «la grandíssima necessidad de los años passados» y del riesgo de una nueva carestía, como destacaba Jerónimo de Aragall en una carta al emperador.30 Con motivo de la estancia en Alghero de Carlos V los consejeros de la ciudad

per refreschs de la sua casa y cort feren present de moltes vaques, de molts montons, de moltes gallines y capons, de molts rasers de pa blanch fet a cocorroys, de moltes botes de vy y mell y de malvesia, de moltes dotzenes de antoxers yveles de será groga, de moltes fruites, ortallas y altres refreschs, de que Sa Mag.d ne resta molt contenta.31

Esta parada, antes de llegar a Mallorca desde donde la flota comienza su viaje hacia Argel,32 confirmaba la importancia que Cerdeña, situada en el centro del Tirreno, poseía dentro de la política mediterránea de Carlos V. La isla era un lugar clave desde el punto de vista estratégico en el Mediterráneo occidental y desde el punto de vista del abastecimiento.

Tanto en 1535 como en 1541 numerosos informes detallados contaban la expedición. En 1535, Antoine Perrenot de Granvelle, un joven que se habría de convertir en uno de los hombres más potentes de la corte de Carlos V y de Felipe II, por entonces era estudiante y seguía los acontecimientos gracias a uno de sus primos, que le enviaba desde Bruselas copia de las cartas escritas tras la conquista de La Goletta por el secretario Perrenin al arzobispo de Palermo, el flamenco Jean Carondelet, presidente del Consejo de los Países Bajos.33 En este caso en las misivas enviadas a partir de 1535, desde la galera capitana, en la cual residía para prestar consejo al emperador, su padre, Nicolas Perrenot de Granvelle escribía cartas a su hijo que se encontraba centrado a sus estudios. La empresa que había llevado a la conquista de Túnez influyó mucho en la imaginación del joven Antoine, ya que treinta años después, en 1566, hará que Guillaume de Pannemeker reproduzca este acontecimiento en uno de los doce tapices dedicados a la conquista de Túnez sobre cartones de Jan Vermeyen.34 De hecho, a Granvelle le gustaba buscar en este tapiz la tienda ocupada por su padre durante el asedio de la ciudad africana.35

En 1541, Antoine Perrenot de Granvelle, obispo de Arras desde 1538, estaba aprendiendo al lado de su padre el difícil arte del gobierno y de la diplomacia, en una misión en Italia.36 Allí, junto a Nicolas Perrenot de Granvelle, tiene noticia de la empresa y de la derrota de Argel. El Mediterráneo volvía a estar entre las preocupaciones de los Granvelle, en aquel momento concentrados en el conflicto con Francia y las disputas religiosas en Alemania. Para el resto de Europa, durante casi cien años, la amenaza otomana fue más que palpable y constituyó el principal problema internacional para los soberanos cristianos.

En mayo de 1453, el Sultán turco otomano Mohammed II el Conquistador (1432-1481, en el trono desde 1451), bajo cuyo dominio estaba la mayor parte del Medio Oriente y de los Balcanes, lanzó el ataque decisivo contra Bizancio, la antigua Constantinopla y el futuro Estambul, una ciudad ya codiciada por el profeta Mahoma (c. 570-632) y durante siglos el objetivo de la expansión islámica. Conquistada después de unas pocas semanas de asedio, Estambul estaba destinada en muy poco tiempo a convertirse en el corazón de un fuerte y vasto imperio islámico, capaz de amenazar al cristianismo de cerca y competir, a menudo victoriosamente, por el control del Mar Mediterráneo.37

La conquista de la ciudad puso fin a la expansión de los turcos otomanos en Oriente Medio, inmediatamente después, Estambul se convirtió en un nuevo punto de partida para irradiar el poder de los sultanes en el continente europeo. Después de tomar la ciudad, de hecho, Mohammed II continuó con el trabajo de expansión territorial y consolidación del imperio, extendiendo su dominio sobre Serbia, el Peloponeso y Albania, reduciendo el Kanato de Crimea a vasallaje y concluyendo la conquista de Anatolia con la subyugación de la región de Caramania. El objetivo del sultán era Europa; su sueño, alimentado por la cultura humanista que lo había nutrido, era Roma. La fugaz ocupación de Otranto, entre 1480 y 1481 provocó consternación en Italia, aterrorizada por una presencia hostil en el territorio de la península, pero hizo comprender perfectamente cuáles eran las intenciones del enemigo que aparecía, abrumadoramente, en las costas del Mediterráneo oriental.38

Los sucesores de Mahoma II, Bayazid II (sultán de 1481-1512) y, sobre todo, Selim I (1465-1520, sultán de 1512), consolidaron la herencia recibida y mejoraron las estructuras políticas y administrativas del Imperio. Selim posteriormente conquistó y anexionó Cilicia, Siria y Egipto, estableciendo de esta forma un firme control otomano sobre el Mediterráneo oriental. Los éxitos militares, debido en parte a la aplastante superioridad de la artillería y a las divisiones dentro de los campos enemigos, por la defensa de la creencia sunita, la mayoría en las regiones islámicas, hicieron que los sultanes otomanos fueran vistos como los míticos califas árabes de las grandes dinastías omeyas y abasíes del pasado. Parecían capaces de restaurar a las diferentes poblaciones islámicas la unidad y el esplendor perdidos durante siglos.

Por lo tanto, la herencia territorial y política que cayó en manos de Selim II, o Solimán (sultán de 1520-1566), conocido por los europeos con el sobrenombre de «Magnífico» y por los otomanos como Qanuni, el Legislador, fue enorme. Su imperio obtuvo así un gran alcance –que deseaba extender aún más– en detrimento de sus enemigos, la Casa de los Safavid en Asia central y la Casa de los Habsburgo en Europa. Sus objetivos eran ocupar territorios en el Cercano Oriente (los actuales Irán, Iraq, Yemen, Adén), avanzar en Europa del Este e incorporar el norte de África. Fue un desafío particularmente atrevido, porque luchar en frentes tan distantes, alcanzables solo con grandes dificultades logísticas, habría requerido de por sí el despliegue de varios ejércitos. Sin embargo, una antigua tradición otomana, dirigida a evitar las revueltas militares, quería que solo existiera un ejército, comandado por el propio sultán: esto significaba que las campañas de guerra tenían lugar durante un periodo limitado del año, en el verano desde abril a septiembre, y en un solo frente. Selim, por lo tanto, se encuentra en la necesidad de evitar enfrentarse a diferentes enemigos en frentes lejanos y los resultados que obtuvo se deberán no solo a negociaciones diplomáticas, sino también gracias a la fama de invencibilidad de los ejércitos otomanos, que asustó a los oponentes.39

En la frontera de los Balcanes, en el momento de la ascensión de Selim al trono, solo la frágil Hungría separó el Imperio otomano del Sacro Imperio Romano. Selim interpretó el matrimonio de Anna Jagellone (1503-1527), hermana del rey de Hungría, con el archiduque Fernando de Habsburgo (1503-1564), hermano y teniente de Carlos V en Austria, como un signo de la voluntad de los Habsburgo de expandir su dominio en Europa del Este. La primera ofensiva otomana, en 1520, condujo a la conquista de Belgrado, un punto clave del sistema de defensa húngaro y un útil punto de partida para una campaña posterior, en 1526, durante la cual, en la batalla de Mohàcs, al sur de la ciudad de Buda, el Ejército húngaro fue derrotado. El asentamiento en el trono húngaro de Giovanni Zapolay (1487-1540), quien se declaró vasallo del sultán, condujo, en 1527, a la reacción de Fernando de Habsburgo que invadió Hungría, dando lugar a un conflicto que duró dos años y terminó con el avance otomano hasta las puertas de Viena. La ciudad sitiada se salvó, por un lado, gracias a su sólido aparato defensivo, y por el otro, debido a la llegada del otoño y la tradición otomana de regresar a Estambul antes de la temporada de invierno. En 1530, Fernando asedió Buda causando la reacción otomana. En 1532, las tropas al mando de Solimán se extendieron en el sur de Austria devastando el territorio y obligando a Fernando a la paz en 1533. Zapolay fue reconocido como el legítimo gobernante de Hungría, un territorio amortiguador entre el Sacro Imperio Romano y el Imperio otomano, del cual era vasallo y desde el que comenzaron sistemáticamente las incursiones de los aqïngi, un cuerpo de caballeros musulmanes creados con el único propósito de atacar los territorios austríacos con incursiones continuas y desconcertantes.40

Cuando se firmó la paz con los Habsburgo, Solimán pudo concentrarse en el Cercano Oriente, donde continuaron las amenazas de los turcomanos y, sobre todo, de la dinastía Safavid, soberanos de Persia. El frente oriental le dio problemas al sultán durante mucho tiempo. Solo en 1555 se resolvieron los acuerdos diplomáticos entre las dos potencias musulmanas, lo que permitió, una vez más, que Selim mirara al Mediterráneo, cuyo control era mucho menos problemático.

En efecto, a partir de la segunda mitad del siglo XVI, importantes aliados del sultán eran las provincias cosarias surgidas en algunos de los territorios africanos, una vez bajo el dominio omayyade. A pesar del continuo esfuerzo expansivo en las costas africanas inaugurado por los Reyes Católicos, Isabel de Castilla (1451-1504) y Fernando de Aragón (1452-1516), después de la conquista del sultanato de Granada, las costas africanas estaban fuertemente custodiadas por fuerzas musulmanas.41 Paradójicamente, precisamente la política de rígida evangelización llevada a cabo por el cardenal, fiel consejero de la reina Isabel, Francisco Jiménez de Cisneros (1436-1517) en los territorios del antiguo sultanato de Granada, provocó una tenaz resistencia. Muchos musulmanes, en respuesta a la severidad de los soberanos en materia de culto, abandonaron los lugares de nacimiento para recalar en las costas africanas y dieron un nuevo impulso a la piratería en la cuenca centro-occidental del Mediterráneo. Se empezaron a formar así, en los enclaves costeros fortificados del norte de África, los escuadrones de corsarios, que se fueron engrosando y consolidando durante el siglo XVI, acogiendo entre sus filas a personajes muy diferentes: elementos locales, musulmanes que huían de Castilla; pero también piratas procedentes del Mediterráneo oriental, que fueron alcanzados a partir de los años veinte del siglo XVI por soldados y funcionarios enviados desde Estambul, judíos y cristianos que renegaban de la fe de los padres y abrazaban la fe islámica, no solo para escapar de los horrores del cautiverio después de la captura, sino también para tener ocasiones de ascenso social en una sociedad distinta de la de procedencia.42 No tenían en común ni tradiciones ni usos, ni la lengua. En el norte de África, más allá del árabe, se hablaba una lengua franca, compuesta por elementos procedentes de castellano, italiano, francés, provenzal, catalán, árabe, turco y griego, a los que se añadieron a lo largo del tiempo expresiones portuguesas.43 Lo que unía a este conjunto de personas era la actividad depredadora en las costas cristianas, el saqueo, que alimentaba y sostenía la economía empobrecida del norte de África, atrayendo al Magreb a mercaderes y negociantes procedentes de todo el mundo musulmán. Hombres, mujeres y niños, que eran capturados durante las incursiones y destinados a la esclavitud, eran la mercancía más solicitada. Una vez capturados, terminaban en los «baños» de cualquiera de los puertos de la Berbería, para luego ser puestos a la venta a un precio que dependía de las condiciones de salud, de la clase de origen y de la profesión del individuo. A veces, los infortunados podían estar en el centro de un intercambio, puesto que también los barcos cristianos se dedicaban, con pasión, a la piratería y saqueaban las costas del norte de África trayendo a Europa un rico botín de esclavos para su uso en galeras, construcción o servicios domésticos.44 Los prisioneros cristianos también podían ser objeto de negociaciones de rescate: religiosos trinitarios, mercenarios y franciscanos viajaban con frecuencia a los puertos norteafricanos para liberar, con el dinero recogido de su familia de origen o de otros benefactores, algún capturado.45

Frente a la amenaza corsaria, que desde principios de siglo se hizo cada vez más insistente, junto a los intentos de reforzar las defensas en las costas, los Reyes Católicos apostaron por la ofensiva. La muerte de Isabel de Castilla, en 1504, supuso un revés momentáneo por las iniciativas bélicas en el frente africano. Sin embargo, en el testamento, dictado por la soberana el 12 de octubre del mismo año, era muy relevante la advertencia dirigida a sus sucesores, la princesa Juana de Castilla (1479-1555) y el archiduque Felipe de Habsburgo (1478-1506), para «que no çesen en la conquista de Africa e de pugnar por la fe contra los ynfieles».46

En los años siguientes, la ocupación continuó,47 gracias también a la organización de una red de espionaje capaz de proporcionar información sobre todo el litoral que iba desde Gibraltar a Argel.48 El proyecto de la Corona era el de constituir en el litoral norteafricano una frontera de la cristiandad, poblada no solo por militares, sino también por civiles, que protegiera las costas europeas de los ataques corsarios. Por tanto, no una presencia episódica, sino un arraigo real, que no excluyese el diálogo con las poblaciones musulmanas locales, en un marco de acuerdos de alianza política y militar.49 La muerte de Fernando el Católico, el 23 de enero de 1516, provocó el aplazamiento del ambicioso proyecto de completar las conquistas africanas con la toma de Túnez, cabeza de puente para un impulso que debería haber hecho llegar a Alejandría las tropas católicas.

La sucesión al trono de Carlos de Habsburgo, decidido a mantener intacta la herencia territorial recibida de sus predecesores, solo modificó parcialmente la política con respecto a los territorios norteafricanos. Aunque la conquista militar y el tejido de alianzas con los potentados locales en tierra africana no reducía los ataques de los corsarios, estaba extendida en la corte la idea de que, para proteger las costas y la navegación mediterránea, era necesario emprender nuevas iniciativas bélicas en las costas del norte de África, en lugar de articular un sistema defensivo en las costas europeas.50

Los proyectos de conquista castellana, a partir de 1516, fueron obstaculizados también por la aparición en la escena mediterránea de Hayreddin Barbarroja (1478-1546).51 El pirata, musulmán de origen griego, nacido en Mitilene, pero trasladado como muchos otros al Mediterráneo occidental en busca de fortuna, desde los primeros años del siglo se había instalado en los puertos de Djerba y de La Goletta para ejercer su carrera al servicio del rey de Túnez y para trasladar a la orilla musulmana del Mediterráneo a todos los que salían de Castilla, tras la caída de Granada y la forzada evangelización. En 1519, una embajada de Hayreddin Barbarroja se acercó a Estambul para ofrecer la sumisión de los corsarios y musulmanes argelinos al sultán. Un homenaje que fue correspondido con el título de beyrlebeyi, gobernador general de la provincia argelina, y con el envío de 2.000 janízeros y 4.000 soldados. Para Solimán, sin embargo, en aquellos años, el Mediterráneo occidental no era más que un frente secundario, los compromisos sobre los Balcanes y Oriente Próximo le impedían actuar en un teatro de guerra que parecía de poca importancia. Sin embargo, gracias al título otomano que ostentaba, Barbarroja podía magnificar la legitimidad de sus actividades ante las poblaciones del norte de África y crear un cuerpo militar que le fuera fiel y libre de ataduras a otros jefes: fuerzas destinadas a crecer con la llegada de los musulmanes mudéjares, expulsados entre 1525 y 1526 de los territorios de la Corona de Aragón y que, rechazados por los correligionarios norteafricanos, solo gracias a Barbarroja fueron integrados en la sociedad argelina.52 Fuerte por la posición conquistada, con una amplia visión política y militar, conjugando ingeniosamente agresividad y habilidad diplomática, en pocos años, el pirata llegó a ejercer un poder considerable en la zona del Mediterráneo occidental. Su fama de comandante victorioso se acrecentó por los éxitos obtenidos con la reconquista de varias guarniciones castellanas en las costas del norte de África. Argel era una fortaleza, corazón de un pequeño imperio corsario, encrucijada de hombres y mercancías provenientes de todas partes.

En 1533 el sultán invitó a Barbarroja a Estambul y lo nombró qapudanpasha, almirante de la flota otomana, cuya reorganización le confió. De este modo el sultán incorporó en el Imperio, aunque con particulares franquicias, el territorio de Argel. Se inició así la fructífera cooperación entre la Sublime Puerta y los corsarios magrebíes. Ambas partes se beneficiaron en gran medida de la alianza: el sultán, para operar en el Mediterráneo occidental, necesitaba bases en el norte de África e informaciones, que solo los piratas podían proporcionar; además, Solimán podía utilizar la rara pericia náutica de los corsarios. Aún mayores eran las oportunidades que el Imperio otomano ofrecía a Barbarroja: soldados anatólicos, por una parte, y títulos, cargos y honores, por otra, además de la posibilidad de construir buques sólidos en los arsenales de Estambul con madera de Anatolia.53

Por su parte, Carlos V no permaneció inerme, puesto que disponía de un competente almirante como Andrea Doria que, en 1528, había puesto al servicio del emperador toda la flota genovesa.54 Precisamente por consejo de su almirante, interesado ante todo en la tranquilidad del mar Tirreno, Carlos V identificó en Túnez, y no en Argel, verdadero bastión de los piratas, el objetivo que finalmente se alcanzó con pocos días de combate. La represalia de Barbarroja, sin embargo, no tardó en llegar con una serie de saqueos, el más importante de los cuales fue, a finales del verano de 1535, el ataque violento al archipiélago de las Baleares, momento en el que la ciudad de Mahón, el puerto más importante de la isla de Menorca, fue saqueada e incendiada. Mucho más peligrosa que las iniciativas corsarias fue, en 1536, la formación de una inédita alianza militar entre Solimán y Francisco I (1494-1547), rey de Francia, la alianza impía del Rey Cristianísimo, dispuesto a pactar también con un enemigo de la cristiandad para aniquilar al emperador, contra el cual estaba a punto de reavivar el conflicto, iniciado en 1494 y continuado durante décadas, por el control de la península italiana.55

EL REINO DE CERDEÑA

Durante los momentos de enfrentamiento entre Carlos V y el mundo musulmán, Cerdeña, situada geográficamente en la línea de demarcación entre un mundo y el otro, era un reino perteneciente a la Corona de Aragón. Poco conocido, considerado bajo la percepción común europea como un lugar lejano y exótico, hasta el punto de ser definido en la época de la evangelización como «las Indias de por acá», Cerdeña había cultivado las primeras relaciones con el mundo hispano en la Edad Media. La isla, situada en el centro del mar Tirreno, era de hecho un punto de tránsito obligado para los barcos que desde Barcelona se dirigían hacia Oriente. En Cerdeña, en todo caso, los comerciantes catalanes medievales podían contar con un mercado de salida, aunque modesto, y encontraban mercancías útiles en los intercambios internacionales: el trigo, ante todo, a pesar de que los cereales sardos no eran, en comparación con otros, de altísima calidad, pero sobre todo cuero y coral. Estas fructíferas relaciones comerciales, que unían cada vez más a la isla con la península ibérica, fueron selladas en 1297 por la infeudación del reino a Jaime II de Aragón por el papa Bonifacio VIII. La unión de Cerdeña con la Corona de Aragón, sin embargo, no procedió de este acto formal, sino de una verdadera guerra que comenzó en 1323 para terminar en 1421, cien años después, con la victoria de la Corona sobre el Giudicato de Arborea y sus aliados, las ciudades italianas de Pisa y Génova.

La posesión de la isla era una pieza importante del mosaico que la Corona aragonesa estaba construyendo dentro del Mediterráneo. Cerdeña era, de hecho, un núcleo estratégico fundamental para el diseño de la «ruta de las islas» o «ruta de las especias», un camino privilegiado que conectaba, a través de las posesiones mallorquinas, Aragón y Cataluña con Sicilia, atada a la Corona tras la revuelta de las Vísperas sicilianas y la paz de Caltabel·lotta (1302), y a los ducados de Atenas y Neopatria, conquistados a principios del siglo XIV durante las Cruzadas.56 Una presa codiciada, pues, ya sea como escala o como mercado, sobre todo para la marinería comercial catalana decidida a desafiar a las grandes potencias marineras italianas, Pisa, Génova y Venecia, y a extenderse en las aguas mediterráneas.57 Por eso, a pesar del largo conflicto, las relaciones comerciales entre sardos y catalanes durante la tardía Edad Media se intensificaron, hasta alcanzar un notable nivel durante el reinado de Fernando el Católico.

Bajo Fernando el Católico se definió de manera duradera la arquitectura institucional, que tuvo una marcada impronta catalana. La ausencia del rey, como en los otros reinos de la Corona, fue suplida por el nombramiento de un virrey, un alter ego del soberano que ejercía con poderes judiciales, ejecutivos, legislativos y militares y a cuya autoridad todos los súbditos del reino estaban llamados a obedecer como al propio soberano. El representante del rey era responsable del orden social en tiempo de paz y capitán general del ejército en tiempo de guerra, a él competía el control de la administración de justicia y, con la ayuda del tesorero general y del maestro racional, la gestión del patrimonio real.58 El papel de virrey se configuraba así como una verdadera ficción jurídica transitoria. En la isla, como en muchos otros dominios de la Monarquía, la potestas ordinaria que se confería al virrey participaba de la potestas regia, y podía ser controlada por el rey, único poseedor de la potestas absoluta, en última instancia con el poder de revocar la representación, es decir, de destituir al ministro. Para desempeñar el cargo de virrey de Cerdeña se llamaba, generalmente, a un miembro de algún importante linaje aragonés, catalán o valenciano, que había tenido la oportunidad de probarse al servicio del monarca. En el caso sardo, los virreyes, gracias también a la larga duración de su mandato, estaban destinados a consolidar el vínculo entre los grupos sardocatalanes y la corte y a reforzar el consenso con respecto a un soberano, como Carlos V, cuyos intereses inmediatos podían estar más vinculados a los asuntos de otras partes de Europa.59 Originarios del reino eran, en cambio, los dos gobernadores territoriales, el uno responsable del norte de la isla, el llamado Cabo de Sassari y Logudoro, y el otro del sur, al mando del Cabo de Cagliari y Gallura. La administración de Cerdeña estaba a cargo de un fiscal real, responsable de la gestión ordinaria y extraordinaria del patrimonio real. A su lado operaban el maestro racional, que controlaba la contabilidad pública, y el receptor del reservado, el colector de las rentas del patrimonio real. A partir de 1487, junto con el virrey en el gobierno político, se encontraba el regente de la Real Cancillería, una emanación del vicecanciller del Consejo de Aragón. El regente servía de enlace entre el reino y la alta burocracia cortesana.

También desde el punto de vista económico, en el siglo XVI, Cerdeña era una isla perfectamente integrada, aunque con un papel secundario, en los dominios de la casa de Habsburgo. La fase de crecimiento que caracterizó a toda Europa en la primera mitad del siglo también afectó a la isla. Según un informe de los años setenta del siglo XVI, aunque se remonta a gran parte del siglo, Cerdeña tenía una superficie cultivada de tres cuartas partes de trigo y el resto de cebada, inferior a 100.000 starelli (el starello es de 4.000 m2),60 y una cabaña ganadera de aproximadamente un millón de cabezas, la mitad de las cuales eran ovinas.61 La isla, por lo tanto, si bien ya se había amortiguado considerablemente la efervescencia comercial que la había caracterizado en el siglo XV, cuando se había insertado ventajosamente en los circuitos catalanoaragoneses, era parte integrante del mercado mediterráneo, aunque con una presencia intermitente. En efecto, precisamente en los años cincuenta, un momento crítico de la producción de grano causó un neto retroceso del papel de Cerdeña en los tráficos comerciales.62 En cualquier caso, desde los principales puertos, que coincidían con las ciudades regias –sobre todo Cagliari, Sassari que tenía en Porto Torres su salida al mar, Alghero y Oristano–, navegaban barcos con las bodegas cargadas de cebada y de trigo, menos apreciado que el siciliano pero requerido en muchos mercados del continente en los momentos particularmente críticos. Junto a los cereales encontraban su lugar la sal, las pieles de cordero y cabrito, los quesos, el plomo procedente de las minas de Iglesias, el valioso coral bruto alguerés y los caballos, muy solicitados en la corte.63 Los destinos eran otros puertos del Mediterráneo, cristianos o no, desde donde se importaban a la isla tejidos refinados –ya que la lana sarda era bastante mala– y vino de alta calidad.64

La modestia del volumen de los tráficos comerciales sardos en el primer Cinquecento se debía en gran parte al sistema productivo, estrechamente vinculado al sistema feudal, caracterizado por una fuerte fiscalidad y por peculiares modalidades de gestión económica. El feudalismo había llegado tardíamente a Cerdeña, con las tropas catalanoaragonesas que siguieron al infante Alfonso, después de la infeudación del reino.65 Había sido promovido en el territorio sardo desde la primera campaña militar aragonesa,66 puesto que, por una parte, parecía el medio más indicado para el dominio sobre zonas difíciles de controlar, inestables desde el punto de vista de la fidelidad al nuevo soberano, y, por otra, como la mejor manera de gratificar a quienes habían dejado sus casas para seguir al infante en la empresa sarda y para ganar caballeros (o aventureros) isleños a la causa aragonesa. Generalmente el soberano concedía al feudatario un territorio de pequeña extensión, que contenía una o, como máximo, dos aldeas.67 De 1324 a 1353 fueron concedidos 145 feudos iuxta morem italicum, es decir, reservando al soberano el dominium eminens y la justicia superior. Un sistema inusual para los aragoneses, generalmente respetuosos de las autonomías y tradiciones de los territorios conquistados, pero que fue aconsejado al infante Alfonso por el aliado Castruccio Castracani y justificado por la frecuente insubordinación de los nobles en Cataluña, Sicilia y el reino de Nápoles.68 De este modo, los feudatarios eran fuertemente dependientes de la Corona. En primer término, este sistema feudal establecía la sucesión hereditaria, únicamente, en presencia de los hijos varones del concesionario, excluyendo a las mujeres y a las ramas colaterales, haciendo así más fácil el regreso de la tierra al soberano. Además, el feudo no podía ser vendido o cedido por el feudatario, sino a un aragonés o a un catalán de paratico o de militari genere, es decir, perteneciente a la nobleza de los conquistadores. Por otra parte, cada operación de tipo patrimonial inherente al feudo implicaba el pago del laudemio –un impuesto debido al soberano precisamente por el cambio de la titularidad– y de la fatica triginta dierum. Además, si un feudatario, por vía matrimonial o por compraventa, poseía otro feudo, no podía combinar las dos ventajas sino obteniendo consentimiento real y siempre a cambio del pago de impuestos especiales al soberano. En el feudo, el beneficiario disfrutaba de una immunitas limitada: en virtud del merum imperium, podía ejercer la jurisdicción civil, mientras que para la jurisdicción penal tenía autoridad solo en primera instancia. Además, no podía determinar por sí mismo el importe de los tributos que le debían los vasallos, ya que su importe –junto con el trabajo– estaba definido en detalle en la concesión, so pena de la intervención de los administradores reales, a los que, por otra parte, los subordinados siempre podían recurrir. El feudatario no podía ejercer el derecho de asilo contra personas perseguidas por la justicia regia. El temor, más que justificado, era que él creara bandas armadas con las cuales eludir la justicia del rey y controlar el territorio. Por último, a los feudatarios se les negaba la posibilidad de exportar los productos de la tierra: Cagliari, y más tarde Alghero, eran los únicos puertos de los cuales, bajo el control de funcionarios reales, las mercancías sardas podían zarpar para llegar a otra parte.

A estas prohibiciones, inherentes a la explotación del beneficio, se unía una nutrida serie de deberes hacia el soberano, sancionados por la commendatio, la relación de fidelidad personal y de vasallaje que la concesión del feudo implicaba para el beneficiario y sus sucesores, y que estaba sancionado por un juramento durante la ceremonia de investidura. La principal aportación que el feudatario debía a su rey era, naturalmente, de tipo militar. En el texto de la concesión se especificaba si debía presentarse con caballos armados, con armadura completa, para cuyo cumplimiento era necesario comprar caballos robustos fuera de Cerdeña, ya que los caballos autóctonos, delgados y nerviosos, no eran capaces de soportar el peso de las armaduras; o si tenía que entregar caballos armados a la ligera, en ese caso, pudiendo utilizar animales locales; o incluso, en el caso de los feudatarios de origen sardo, si tenía la obligación de ofrecer un tributo en metálico. Además, en caso de conflicto, debía proveer el abastecimiento y el mantenimiento de los castillos fortificados que se encontraban dentro de su feudo y, sobre todo, no salir de la isla durante más de cuatro meses, so pena de perder los frutos del feudo durante dos años.69 Las características de la concesión chocaban con los intereses de la gran nobleza aragonesa, catalana y valenciana, no seducida por feudos poco rentables, difíciles de explotar, en condiciones que impedían el cuidado de sus intereses en los lugares de procedencia. Por lo tanto, los protagonistas de la implantación del sistema feudal en Cerdeña fueron los miembros de la pequeña y mediana nobleza, los miembros de las ramas menores de las grandes familias, los comerciantes y los hombres de negocios quienes financiaron la conquista aragonesa. Sin embargo, las limitaciones al disfrute del beneficio, en el clima de guerra ininterrumpida que se respiraba en Cerdeña en el siglo XIV y que empobrecía fuertemente el territorio insular, fueron tales que causaron el fracaso de un sistema concebido para crear un grupo de feudatarios leales a la Corona para la administración del reino. La muerte sin herederos, la salida de Cerdeña de quien tenía intereses comerciales, económicos o familiares relevantes en otros lugares y la carga del vínculo feudal eran, de hecho, un poderoso disuasorio para el ejercicio del señorío feudal, pocos fueron los feudatarios supervivientes después de la falla sustancial del sistema.

A partir de 1420, mientras se reavivaba el conflicto en Cerdeña, sobre la base también de las peticiones presentadas en 1355 a Pedro el Ceremonioso durante la celebración del Parlamento,70 sin dejar de ser llamado ad mos Italiae, el sistema feudal sardo fue totalmente cambiado a favor de una mayor independencia de la Corona por parte de los beneficiarios. Se empezó a articular así un nuevo diseño del territorio, que continuó durante todo el siglo XVI para asentarse en los primeros del siglo siguiente. La nueva feudalidad tenía un rostro muy diferente del de la época de la primera guerra de conquista, excepto las pocas familias –los Carroz, los Santjust, los Zatrillas– que habían sobrevivido a la guerra, había mercaderes y funcionarios regios que habían hecho su fortuna en Cerdeña.

La isla fue dividida en dos grandes distritos, el Cabo de Sotto, que incluía el territorio de los antiguos giudicati de Cagliari, Gallura y Arborea, y el Cabo de Sopra, cuya ciudad principal era Sassari y que incluía los territorios del antiguo giudicato de Torres, el Logudoro. El primero, al final del proceso de feudalización, contaba 62 feudos; el segundo, 30.71

Las necesidades conjuntas de promover el desarrollo económico, de reconducir territorios a menudo trastornados por el conflicto al cauce de la fidelidad a la Corona y de gratificar a los que habían contribuido al éxito militar implicó, en las nuevas concesiones y en la redefinición de los viejos, sustanciales cambios con respecto al pasado y una considerable ampliación de los poderes regios delegados al barón.72 Se amplió la posibilidad de sucesión del feudo también a los descendientes de hijas; era, más tarde, observada la posibilidad de venta de manera menos rígida que antes, es decir, parcial y también a sardos, siempre que fieles a la Corona; se ampliaron los límites de la jurisdicción feudal, concediendo a casi todos los feudatarios el mero y mixto imperio y limitando a los vasallos la posibilidad de recurrir al soberano y a sus funcionarios. Para los nuevos feudos, además, no había necesidad de la investidura y no se contemplaba la necesidad de algún servicio al soberano, en forma de ayuda militar o de tributo, por parte del concesionario. La ceremonia más importante ya no fue la investidura, que perdió relieve, cuando no se canceló totalmente, a favor de la ceremonia de toma de posesión del feudo. Esto se tradujo, concretamente, en cambios sustanciales en la relación con los subordinados, con una situación de mayor dependencia que en el periodo anterior. Los señores, en efecto, podían ahora, arbitrariamente, introducir nuevos tributos y vejar, a través de sus oficiales, a los habitantes de las aldeas bajo su jurisdicción.

Durante el siglo XV, los señores feudales ejercían un control muy amplio sobre las tierras concedidas. Un poder que, a pesar de las divisiones internas debidas a razones triviales y contingentes, como los excesos del ganado en sus feudos o como los contactos y apoyos en la corte, útiles para obtener gracias y reconocimientos, intentaban explotar, también y sobre todo en el ámbito parlamentario y con cierto éxito, contra la plena afirmación de la soberanía regia. Con la subida al trono de Fernando el Católico, sin embargo, se inauguró un proceso de contención del poder de la aristocracia desde el punto de vista administrativo y judicial. Sin embargo, esto no afectó al prestigio de los señores, ya que se les aseguró la plena posibilidad de explotación de las comunidades de pueblo.73

El feudatario, en efecto, se beneficiaba de toda una serie de tributos, que el jurista de Sassari Francisco Vico, en el comentario a las Leyes y pragmáticas reales del Reyno di Sardegna, clasificaba en personalia, realia e mixta.74 Los primeros incluían el feu, un tributo personal de los vasallos en relación con los bienes poseídos, que la comunidad pagaba colectivamente en cuotas repartidas entre los hogares,75 así como el «derecho de gallina», probablemente una compensación en efectivo al feudal por la renuncia al ius primae nocti o al cunnatico, el derecho del señor a pasar con la novia del vasallo la noche de bodas.

Entre los tributos reales se encontraban toda una serie de impuestos y prestaciones debidas al señor y a su familia, tanto en relación con las actividades agrícolas como pastorales: el llaor de corte o terratico, la cesión al señor de una parte de la semilla (no del producto; lo que, durante los años malos, situaba a los vasallos en una posición problemática); la portadiga, el transporte de los productos de la tierra a los almacenes urbanos del señor; la roadia, o arrobadia, un trabajo gratuito en los campos del señor o, a cambio, el pago de una suma en efectivo; el deghino, o sbarbagio o erbatico, la cesión al feudatario de un jefe de ganado por cada diez poseídos. Además, según las costumbres locales, a estos tributos se podían añadir otros: el impuesto sobre el marcado del ganado, sobre el pastoreo en los campos después de la cosecha o de bellotas para los cerdos, la cesión de cierto número de quesos, la donación de un ovino y así sucesivamente. Además, el vasallo tenía la obligación de acompañar al caballero a cazar, y, con arreglo al derecho de viage de cort, de escoltarlo a él, a su familia y a sus funcionarios durante la visita al feudo, llevando camas y masías, y de alojar a todos gratuitamente.

Otros impuestos estaban relacionados con el ejercicio de la jurisdicción por el señor. El vasallo debía pagar un derecho de cancillería para el desarrollo de las causas y para el mantenimiento de las prisiones del señor y de los carceleros que trabajaban en ellas. También estaba obligado al pago de otros derechos, relacionados con la jurisdicción del feudatario: la incarica e la machizia. La incarica, ya prevista en la Carta de Logu, suponía la responsabilidad colectiva en caso de delito del que no se hubiera descubierto culpable y condenaba al pueblo a una multa; convertida en contribución en dinero era también la machizia, la facultad de sacrificar y vender ganado descubierto y capturado en territorio sembrado.

También el vasallo, en caso de venta de sus tierras, estaba obligado al pago del laudemio, el impuesto sobre transmisiones patrimoniales. Además, debía respetar la regalia y los derechos de banno, la obligación de utilizar, a sueldo, los hornos y molinos del señor y presentar un regalo con ocasión de determinadas fiestas, el derecho de guardia (un apoyo financiero para la defensa de las costas, presa de los ataques corsarios) y otros gravámenes o prestaciones distintos de un lugar a otro y a menudo de forma abusiva.76

La recaudación de impuestos no era sencilla, a pesar del esfuerzo de los feudatarios, que obtenían la mayor parte de sus ingresos de los feudos. En el territorio feudal, durante un largo periodo de tiempo que iba generalmente de noviembre a mayo, en representación del señor estaba presente un regidor o podatario, que se ocupaba de la administración de justicia y de la recaudación de rentas, tributos y alquileres. El cargo del podatario era una fuente de ingresos y poder y, por eso, era codiciada también por miembros de la media y pequeña aristocracia, del patriciado urbano y de los jueces, que administraban con gusto los feudos de los señores residentes fuera de la isla. Bajo el mando del regidor había un grupo de oficiales de menor rango e importancia, especializados en tareas jurídicas y administrativas: secretarios, encargados de las escribanias civiles y criminales, algozinos, carceleros, subastadores y contables, según la riqueza, la vocación productiva y las exigencias de cada feudo.77 En cualquier caso, la recaudación de impuestos se veía dificultada por las complejas condiciones estructurales de la economía sarda, por los años desafortunados, por las dificultades de movimiento dentro de la isla y la capacidad de resistencia de las distintas comunidades frente a los barones. Las comunidades, por otra parte, administraban las tierras, frenando todo tipo de innovación productiva dentro del territorio del pueblo.78

Incluso los mecanismos de mercado existentes a mediados del siglo XVI no impulsaban una mayor productividad. Como en cualquier parte de Europa, también en Cerdeña, gran productora de trigo y cebada, las prácticas destinadas a garantizar el abastecimiento de los súbditos que vivían en los centros urbanos, afectaban a todo el mercado de los cereales. En las escalas portuarias de Cagliari, Sassari (Porto Torres), Alghero y Oristano, caricatoi del reino, es decir, los puertos que poseían el monopolio de la exportación de mercancías, se encontraban los almacenes del encierro, donde el grano se almacenaba, en cantidades determinadas por la ley y distintas en cada una de las ciudades en función del número de habitantes y de la importancia. El objetivo del almacenamiento de trigo era proteger a la población urbana del hambre. Por otra parte, independientemente de la coyuntura, el precio del trigo era fijado por las autoridades, por lo que los campesinos no estaban obligados a producir más de lo necesario para el sustento, la siembra, el pago de impuestos y el abastecimiento de las ciudades.79

RELACIONES Y AMISTADES ENTRE LA CORTE Y EL REINO

La estructura del sistema agrario no se vio alterada por los cambios significativos en la propiedad que tuvieron lugar durante la primera mitad del siglo XVI, al día siguiente de la llegada al trono de Carlos V. A menudo era el control de cargos directivos ejercidos con gran liviandad, si no con inveterado descaro, lo que permitía un rápido enriquecimiento, capaz de proyectar al protagonista al imperio de los propietarios de tierras. Ejemplar fue el caso de Alonso Carrillo (¿?-1542), procurador real, receptor del reservado, es decir, de las rentas reales, y del donativo parlamentario del reino de Cerdeña hasta 1514. Fue destituido de su cargo por haber construido su patrimonio personal mediante la sustracción sistemática de las cajas de dirección de dinero, posteriormente invertido en la adquisición de las baronías de Costa del Valls y del Meilogu.80

La ausencia de los grandes feudatarios, como los condes de Quirra o los condes de Mandas, que preferían vivir entre la corte imperial y sus feudos en los reinos peninsulares, daba un papel importante a los podatari que administraban su patrimonio en Cerdeña. Se trataba de pequeños feudatarios o de simples administradores que se encontraban en situación de multiplicar sus ingresos y, con las cualidades adecuadas, crear un verdadero blasón.

El caso más afortunado del ascenso social de la época estuvo, seguramente, representado por Salvador Aymerich (1493-1563), perteneciente a una familia de comerciantes catalanes que llegó a Cerdeña en el siglo XIV, junto con el ejército aragonés. Probablemente, gracias a los ingresos comerciales, el linaje logró arraigarse en la isla con la compra, en 1486, del feudo de Mara Arbarei, el actual Villamar, territorio extremadamente fértil y estratégicamente importante, centro de carreteras clave entre el norte y el sur de Cerdeña. Pedro Aymerich, que compró el feudo, se distinguió también por el ejercicio de algunas funciones cívicas en la ciudad de Cagliari, donde, en 1494, patrocinó la construcción de una capilla cerca de la catedral.81 A principios del siglo XVI, la cabeza de la familia era Salvador, sobrino y heredero de Pedro, que, continuando con éxito las actividades comerciales en el sector del trigo, de la sal y de los caballos, se convirtió en curador de los bienes sardos de la familia Maza Carroz. De esta última obtuvo también las credenciales necesarias para emprender su ascenso a la corte imperial. Allí consiguió ganar las simpatías de algunos miembros del séquito del soberano, sensibles a las solicitudes de protección procedentes de las provincias, con el fin de ampliar su red de patronazgo. Aymerich también participó militarmente en las empresas de Carlos V y recogió bien los frutos de sus esfuerzos. En diciembre de 1521, el emperador le concedió el diploma de nobleza por los méritos adquiridos en batalla durante las campañas militares contra Francisco I. En 1524, enviado a la corte en calidad de primavoce, representante, del estamento militar, consiguió una fuerte reducción del donativo extraordinario solicitado a Cerdeña por el emperador con motivo de las bodas de las dos hermanas, María (1505-1558) y Catalina (1507-1578). Salvador Aymerich incrementó su riqueza y su capacidad de influencia en la isla y fuera de ella, con soltura, no retrocediendo incluso ante el fraude. En una demanda por la posesión de la villa de Gesturi, llegó a falsificar un documento a su favor. A pesar de ello, en 1535, tras la victoria de Túnez, Salvador fue nombrado gobernador de La Goleta, un encargo de pocos meses que, sin embargo, tuvo una gran importancia simbólica, ya que era una prueba de la confianza del emperador en las dotes de su súbdito sardo.82

De menor prestigio fue la carrera de un estrecho compañero, Azor Zapata, también perteneciente a la pequeña nobleza y activo en el comercio de granos. Zapata, a partir de la conquista de la carga de alcaide del castillo de Cagliari, desempeñó cargos públicos menores, algunos de ellos con irregularidades de varios tipos, siempre con el fin de obtener prestigio en el ámbito local y mayores posibilidades de control de la vida de las comunidades y del mercado agro-pastoral. Zapata, al igual que Aymerich, coronó sus aspiraciones de mejora social con la compra de los feudos de Barumini, Las Plassas y Villanovafranca, y con la concesión del título feudal, que tuvo lugar en Ratisbona entre abril y mayo de 1540.

También ávido de cargos era Jerónimo de Aragall, «primo hermano de la mujer de Açor Çapata y casado con prima hermana de don Salvador Aimerique»,83 perteneciente a una familia de origen catalán establecida en Cerdeña durante el siglo XIV y principal corresponsal de Granvelle en Cerdeña. Aragall se había casado con Isabel de Alagón, emparentado con una de las familias sardas más blasonadas, y era muy poderoso gracias al título de gobernador del Capo de Cagliari y Gallura, que, tradicionalmente, era confiado a los miembros de su familia desde principios del siglo XV y que implicaba el ejercicio del cargo de virrey interino en caso de ausencia del titular. Como sus amigos, Aragall, el señor de Domusnova, Villamassargia, Sigerro, Dualchi, Mamoiada, Fonni, Nurallao, Gioiosa Guardia, Decimomannu, Villaspeciosa, Tratalias, Palmas, Suergiu, Perdaxiu, Piscinas, Giba e Sigulis, quería ocupar cargos públicos de todo tipo, que solicitaba a Granvelle, y fortalecer sus clientelas asegurando encargos a personas necesitadas de protección.

Relacionados entre sí por parentesco e intereses (Zapata, por ejemplo, cuando murió Carrillo, fue nombrado tutor de sus nietos y fue socio de Aymerich en una compañía mercantil), estos personajes involucraban en una densa red a otros caballeros: desde los sassareses Manca y De Sena, titulares del título de gobernador del Capo de Logudoro, a los callaritanos Rainero Bellit, Vincenzo Fogondo e Gerardo De Doni.84 Además, el propio Aymerich era receptor del Tribunal de la Inquisición.85 Formaban así un consorcio que vinculaba a aristócratas, comerciantes y religiosos, que era capaz de controlar diversos sectores, desde la Administración al comercio, legal y de contrabando.

Los excluidos del sistema de poder articulado por los Aymerich encontraron una unidad y un punto de referencia en Antonio Folch de Cardona, barón de Sant Boi de Llobregat, virrey que llegó a la isla en 1534. Hijo de Juan Ramón Folch (1446-1513), duque de Cardona y conde de Prades, y de Aldonza Enríquez, hermana de Juana, reina de Aragón y madre de Fernando el Católico, casado a su vez con María de Requesens,86 Antonio Folch de Cardona llegó a Cerdeña respetando una tradición familiar que había llevado a su abuelo Juan Ramón Folch (1418-1486), conde de Cardona y conde de Prades, a ocupar el cargo de virrey en Sicilia de 1477 a 1479, y a su padre el cargo de virrey en Nápoles en 1505. A su llegada a Cerdeña, precisamente Aymerich había sido señalado por Carlos V como la persona indicada para conocer las condiciones de la isla y la mejor manera de operar.87 El virrey pretendía gobernar teniendo muy presentes las instrucciones que se le habían dado en el momento del nombramiento. Puntos destacados del programa de gobierno debían ser la «guarda y defensión del reyno», la «governación del mismo reyno», la «administración de la justicia» y, sobre todo, la «conservación y augmento de nuestras rentas y entradas y real patrimonio». Dotado de un carácter volitivo, el virrey no tardó en darse cuenta de que, precisamente, Salvador Aymerich era el nudo principal de una red de poder que perseguía sin escrúpulos sus propios intereses, en desprecio de los de la Corona y que le impedía el pleno ejercicio de sus funciones. Ante el primer embate, el virrey trató de reaccionar, diplomáticamente, ofreciendo en matrimonio su hija Ana Folch de Cardona a don Blasco de Alagón, conde de Villasor, y emparentando después con los Aragall. Pero el nuevo vínculo de parentesco no sirvió para relajar el clima, el conflicto entre el virrey y el grupo que dependía de Aymerich no tardó en estallar.

Antonio Folch de Cardona, de gran relevancia gracias a su ascendencia y a sus parientes, que incluían al mismo emperador, además de contar con importantes apoyos cortesanos, logró congregar a su alrededor a destacados miembros de la aristocracia isleña, incluyendo al primo Fadrique de Cardona, esposo de Ana de Castelví, don Felipe de Cervellón, valiente combatiente en Pavía, en Sassari y en Túnez,88 varios señores del Logudoro y del Meilogu, algunos funcionarios regios y consejeros cagliaritanos, que comenzaron a batallar con las consecuencias cada vez más significativas de los actos delictivos de la facción encabezada por Aymerich. Esta última en la corte contaba con cierta familiaridad con el poderoso funcionario Miquel Mai, en recuerdo de su estancia en Cerdeña, y con el apoyo del letrado de la Cancillería del Consejo de Aragón, Alessio Fontana, también presente en Túnez y agradecido a Aymerich por el préstamo que le había permitido adquirir su cargo de escribano de mandamiento.89 La amistad de Mai fue el salvoconducto para obtener gracias por parte de los Granvelle, en virtud de la larga amistad entre el funcionario y Nicolas Perrenot. Gracias a su apoyo, el emperador recibió cada vez más acusaciones contra el virrey. Carlos se vio obligado a ordenar a un renitente Consejo de Aragón a que examinara las quejas «assí en los generales agravios como particulares pues son grande sy concurren en los agravios y instancia los brazos eclesiastico y militar de aquel reyno».90 Para responder a las acusaciones, Cardona, junto con el abogado Joan Antonio Arquer, un funcionario en concurrencia con Salvador Aymerich para la administración de los feudos de la familia Maza Carroz, en 1539 dejó Cerdeña para ir a la corte. Ausente de la isla cuando Carlos V llegó a ella en vísperas de la desafortunada empresa de Argel, mientras sus enemigos corrían a Alghero para reverenciar al emperador, el virrey regresó en 1542, reconfortado por el hecho de que el Consejo de Aragón lo tuviera «despachat ab molta honra».91 Por consiguiente, estaba decidido a proseguir con su acción.

Sin embargo, precisamente durante su ausencia, Aymerich articuló una peligrosísima ofensiva contra Cardona, por una parte, basándose en la rivalidad tradicional entre los inquisidores y el virrey, y, por otra, sobre la contigüidad entre Salvador Aymerich, receptor del tribunal, y la familia Sanna, que en Cerdeña monopolizaba cargos. Andrea Sanna, obispo de Ales, en 1522 había tomado el lugar como inquisidor de su pariente Juan y trabajaba, preferentemente con su hermano Pedro, delegado apostólico y canónico de la diócesis de Ales, y con Juan Sanna, que desempeñaba la función de promotor fiscal del tribunal.92 En virtud de las capacidades de presión y de intimidación, el grupo familiar de los Sanna contaba con la connivencia del regente de la Real Cancillería Bernardo Simón, sobre el notario Antonio Miquel Oriol y sobre muchos otros aristócratas y funcionarios regios.

La primera señal del conflicto fue la detención, por el tribunal de la Inquisición, del alguacil real Troisco Casula, acusado de prácticas mágicas. Este, durante los interrogatorios, dirigidos a lograr implicar en las acusaciones a Arquer y Cardona, intentó acusar al primero de intento de comercio con el diablo. La sentencia de Casula no afectó al virrey y Arquer, sin embargo, no escapará de nuevas sospechas del Tribunal de la Inquisición. En febrero de 1541, cuando se suavizó la condena a prisión perpetua de Casula, el inquisidor Sanna denunció ante el Supremo Consejo de la Real Inquisición la implicación del abogado fiscal Joan Antonio Arquer y del funcionario Bernat Sirvent en prácticas de brujería. Al mismo tiempo, el procurador real acusó al virrey y a Arquer de malversación. Debido a que los cargos contra el virrey resultaban poco convincentes en la corte, el Tribunal de la Inquisición dirigió sus caminos hacia la virreina María de Requesens, que fue acusada, con gran concurrencia de testigos procedentes de los ambientes sociales más diversos, de haber realizado hechizos contra el emperador y el inquisidor general para favorecer el éxito político de su marido.

La contraofensiva de este último se articulaba, por una parte, contra los inquisidores locales, cuyas tramas fueron reveladas a los superiores en corte y, por otra parte, contra el ya anciano Alonso Carrillo, cuya contabilidad en la Procuración Real de Cerdeña seguía siendo una cuestión sin resolver. Sin embargo, las peticiones de Cardona de una investigación sobre las malversaciones de Carrillo no fueron escuchadas, debido sobre todo a sus vínculos en Cerdeña y en la corte. Una situación que hizo cada vez más difícil el gobierno de la isla por parte del virrey, continuamente obstaculizado por varias partes en su intento de imponer su voluntad, pero firmemente decidido a hacer respetar su autoridad.

Los episodios de fricción entre el virrey y su oposición, la mayoría de cuyos miembros estaban protegidos por el rango de integrantes de la familia de la Inquisición para escapar de la justicia virreinal se sucedían de manera cada vez más densa y con mayor agudeza. Por un lado, Cardona lamentaba los excesos del inquisidor y obispo de Ales Andrea Sanna,

por los desordenes que han hecho y hazen de cada dia los ministros y familiares del Sancto Oficio que [...] se atreben hazer extorciones y agravios molestando e impidiendo las haziendas que tienen en su poder [...] no dexan de hazer abuso y desorden en la execucion de familiares y ministros hiziendolos cada dia excediendo de mas del numero ordinario en dar dicha exencion a personas rejectas e imfames y malhechores y muchos confesos y nuevos convertidos de moros;93

por otro lado, Sanna denunció que

el visorey don Anthon de Cardona tiene concebida mala voluntad a mi y a los officiales desta Inquisicion [...] en la verdad no podemos vivir con el tantos son sus desturbios agravios y pesares scandalosos que cada dia nos haze no solo a los officiales y ministros desta Inquisicion mas aun a nuestros deudos en tanto que tiene del todo prostrado el Sancto Oficio y no ay familiar que hose allegar servicio de la Inquisicion ni ministro que sin temor haga su oficio,94

lo que iba in crescendo y sin exclusión. Para complicar aún más la situación, llegó también la invitación del soberano para celebrar el Parlamento, que fue convocado a principios de 1543.

El complejo conflicto encontró un primer intento de solución desde arriba con el establecimiento de una visita. La visita era una inspección extraordinaria a una sola institución o a todo el aparato administrativo y militar de un territorio determinado. Al llegar a su destino, el visitador comenzaba su inspección con la publicación de un edicto en el que se pedía a los súbditos que denunciaran los delitos e irregularidades de los funcionarios públicos, prometiendo el absoluto secreto. El visitador disfrutaba de los poderes más amplios: podía, a su gusto, acoger las denuncias, interrogar a cualquier persona, incluso con la ayuda de la tortura, suspender temporalmente a los funcionarios de su oficio y confiscar sus bienes, conceder clemencia y salvoconductos a personas que ya están bajo custodia. En la búsqueda de los abusos el visitador tenía un solo límite: su investigación no podía ni debía implicar al virrey, alter ego del rey. Una vez terminada la fase de instrucción, las acusaciones se notificaban a los interesados, pero no se les revelaba la identidad de los acusadores y testigos; después se recogían los testimonios y los escritos de defensa que los acusados podían presentar. Enviado todo el material al soberano, el visitador había terminado su tarea. Sería el rey el que tomaría las medidas necesarias. Una visita era, por lo tanto, un complejo procedimiento que duraba muchos años.95

La visita al reino de Cerdeña formaba parte de un plan más articulado de inspecciones, promovidas en los años cuarenta por el secretario Francisco de los Cobos en varios dominios. El objetivo de la investigación era, por una parte, ofrecer apoyo a los virreyes que operaban en un territorio extranjero, cuando no hostil, y, por otro lado, con el objetivo de reactivar la comunicación entre el soberano y los súbditos, en caso de que se fuera debilitando con el tiempo, ofreciéndoles otro medio en la persona del visitante junto al constituido por el virrey. La figura elegida para efectuar la visita en el reino de Cerdeña fue el obispo de Alghero, Pedro Vaguer.96

El primer objetivo del visitador, que arribará a Cagliari en febrero de 1542, fue el de desmontar las acusaciones contra la virreina y los colaboradores del virrey, surgidas del proceso contra Troisco Casula. Este último reveló que su testimonio y el de otros testigos contra los acusados de alto linaje habían sido obtenidos bajo extorsión y con la promesa de ricas prebendas para inquisidores y funcionarios. Por lo tanto, mientras el virrey celebraba el Parlamento en la isla, Vaguer tuvo conocimiento del complot de la facción aristocrática contraria a Cardona en colaboración con los inquisidores y envió la denuncia al cardenal Juan Pardo de Tavera, presidente del Consejo de la Inquisición,97 solicitando un juicio contra el inquisidor Andrea Sanna y el regente de la Real Cancillería y consultor del Tribunal de la Inquisición, Bernardo Simón.98

Aliviado de las acusaciones, el virrey Cardona encontró en el Parlamento un nuevo obstáculo para el ejercicio de sus funciones, ya que, a pesar de las simpatías de algunos de los participantes, la mayoría de los caballeros, de los canónigos y de los representantes de las ciudades regias estaban vinculados a Salvador Aymerich. Para salir del impasse y asegurar a la Corona el donativo esperado, de manera totalmente autónoma, el visitador decidió así: el 3 de septiembre de 1543, se dirigió a los diputados, invitándolos a no retrasar más la oferta del servicio para permitir la continuación de la visita, que habría llevado a castigar los excesos cometidos por los oficiales regios en perjuicio de los súbditos. La pronta conclusión del Parlamento, con la humillación pública del virrey, proyectó en el reino la figura del visitador, objeto de las atenciones de un nutrido grupo de caballeros, laicos y eclesiásticos, entre los cuales sobresalían Bernardo Simón y Andrea Sanna. Estos últimos, por otra parte, a pesar de haber sido denunciados al Consejo de la Inquisición como culpables de graves delitos, contaban con una sustancial impunidad, garantizada por los parientes de Simón con el secretario y archivero del Consejo, Jerónimo Zurita, su yerno, que era muy escrupuloso al archivar, sin ningún examen, los documentos de acusación contra su pariente y sus compañeros.99

Carlos V en Cerdeña

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