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Prólogo
JORGE BAÑOS ORELLANA
ОглавлениеNo hay lecturas virginales, libres de supuestos, presunciones e inclinaciones. Los autores y las editoriales lo saben bien, por eso procuran llamar la atención de los lectores a quienes se dirigen enviando contraseñas dentro de los títulos, subtítulos y listas bibliográficas, y cargando los anzuelos en contratapas, solapas y prólogos. ¿Pero a quiénes se dirige Deconstruyendo al Joyce de Lacan? ¿A joyceanos, lacanianos o deconstructores? Creo que a los tres, y con un mismo propósito, el de incitarlos a leer a Lacan de otra manera, desde supuestos, presunciones e inclinaciones que, lamentablemente, hoy son todavía inhabituales. Es un tour de forcé, un proyecto que reclama madurez, y Cerruti pone su experiencia de lector, escritor, editor y psicoanalista en el intento de vencer las inercias que refrenarían ese cambio anhelado.
Supongo que los joyceanos serán los que se deslizarán con más familiaridad por las primeras páginas de este libro. No les sorprenderá encontrar allí a Cerruti a los diecisiete años de edad leyendo, en un bar del centro de Buenos Aires, el Ulises de Joyce y atascado en la página 40. Atascado hasta que el confortable murmullo del interior del bar es bruscamente interrumpido por el bochinche de una murga carnavalesca y de los gritos de la policía queriendo detenerla:
Fue ahí que me di cuenta: lo que leía en el Ulises estaba en la calle; no sé qué palabra fue, tal vez una frase, pero la encontré en el texto y luego tras la puerta del bar. Entonces supe que el Ulises había que leerlo dejando que la realidad que circundaba al lector lo penetrase.
Para los lectores de Joyce, ni falta les hace que este recuerdo venga anticipado por la etiqueta: «Entonces ocurre una epifanía personal que destraba algo. La anoto en la primera página del libro, dado que aún no tengo el hábito de llevar una libreta». Para el resto, en cambio, será una advertencia provechosa para anoticiarlos de la importancia heurística que tienen para los escritores, desde finales del siglo XIX, las metamorfosis poéticas o «momentos eucarísticos» que suelen suceder a partir de episodios menores de la vida ciudadana, como el de la murga. Prestar atención a su irrupción y anotarlos es un hábito y gesto corrientes, y si, hacia la edad de diecisiete años, Joyce también lo hacía, recopilando tales experiencias anodinas bajo el título de «siluetas» o «epifanías», fue por ser un escritor de su tiempo, no por una tara psicopatológica singularísima o trastornos de los fenómenos elementales del automatismo mental de Clérambault, como suele entenderse luego de leer a Lacan mencionando las epifanías joyceanas.
A los lectores de Joyce, además, no se les pasará por alto la posibilidad de que el recuerdo de Cerruti adolescente haya sufrido algún retoque para cobrar mayor significación. Consultarán seguramente la página 40 del Ulises en su edición más popular, la de Penguin Modern Classics, para encontrar una reveladora equivalencia. Allí aparece la tortuosa discusión, sobre el sentido de la historia, entre el joven profesor Stephen Dedalus y el director del colegio Mr. Deasy. El silencio de fondo de la elegante oficina de la dirección, donde conversan, se ve repentinamente interferido por un griterío procedente del patio de los alumnos. Stephen lo aprovecha para replicar que la historia de la humanidad no obedece a ningún designio providencial conservador, sino a irrupciones inopinadas: «Eso es Dios. Un grito en la calle», le dice a Mr. Deasy, señalando la ventana por donde entró el barullo.
No creo cometer una seria infidencia al señalar la clave de este guiño de Cerruti dirigido exclusivamente a la hermandad joyceana. Si, acaso, él retocó ligeramente su recuerdo, no lo hizo para engañar a lectores no advertidos, sino para mostrar, a los más curiosos, cómo se permite emplear otro artificio del saber hacer de Joyce, el de editar recuerdos, porque, subraya Cerruti: «el fin del artista y la verdad [biográfica] permanecen integrados a sus obras, o sea, cambian según la ficción lo requiere, y, a la vez, forman sus propuestas en acto».
Esta distancia, entre la mera verdad de las escribanías y el saber hacer del escritor, es uno de los temas recurrentes de Deconstruyendo y el más espinoso. Se trata del choque entre las búsquedas metódicas y documentables de la verdad, que reciben el visto bueno de Mr. Deasy, y los tanteos en las tinieblas hacia la incalculable irrupción de lo real, que consiente Stephen Dedalus. Es ilustrativo ver a Cerruti tomar partido por la segunda vía en su crítica a un pasaje de Las poéticas de Joyce de Umberto Eco. Se trata de un libro que refiere respetuosamente en varias ocasiones, pero del que toma distancia cuando nota que, haciendo gala de su formación de medievalista, Eco censura a Joyce por citar erróneamente a Santo Tomás de Aquino en Retrato del artista adolescente, revelando falta de contacto con sus fuentes latinas:
Tal vez desde aquí –objeta Cerruti– se puede apreciar que [Joyce] no profundizó en su lectura e investigación de los textos originales, porque lo que había hallado le servía más para sus propios fines que para sostener la coherencia del pensador de Aquino. La clave resulta ser lo que se aprehende, y no lo bello y lo verdadero. Lo que se aprehende, ¿será uno de los nombres del saber hacer?
Es una crítica pertinente y a la que no cuesta demasiado adherir. Pero lo que alborotará de este libro, tanto a tirios como a troyanos, es cuando, a continuación, se concede y pondera que, para aprehender lo incalculable de la clínica psicoanalítica, Lacan se haya permitido libertades paralelas a las de Joyce. Y que eso lo haya hecho no solamente, pero sí con particular inclemencia, en sus lecciones acerca de la vida y obra de Joyce de su seminario El sinthome...
Puede que algunas afirmaciones inexactas, que figuran en ese seminario, hayan sido involuntarias, debidas a simple falta de conocimiento en la materia. Jacques Aubert y David Hayman han testimoniado con qué insistencia Lacan los consultaba y de lo mucho que leía a estudios joyceanos mientras dictaba El sinthome. Sin embargo, en la mayoría de las ocasiones no hay explicación más verosímil que la de que Lacan realizó una tergiversación deliberada de los datos biográficos y las evidencias textuales. Debe tomarse en cuenta que, para la fecha en que dicta El sinthome, ya estaban publicadas las muy difundidas primeras ediciones de Allusions in Ulysees de Weldon Thornton, de Ulysses Annotated de Don Gifford y de la monumental biografía de Richard Ellmann, que ponen a la vista esos deslices. «Deslices», «errores» que Lacan toma como premisas de algunas de sus conclusiones clínicas. Me refiero, especialmente, a cuando otorga valor autobiográfico a la golpiza que recibe el personaje Stephen, a cuando atribuye a Joyce un comentario de A. Griffith acerca del logo de The Freeman’s Journal, y a cuando escamotea la solución tradicional del enigma del zorro. El lector encontrará comentadas esas operaciones en las páginas de Deconstruyendo.
Esas inconsistencias académicamente insostenibles, semejantes en todo a las que Eco censura en Retrato del artista adolescente, decepcionaron y hasta enojaron a muchos joyceanos. Lo que ellos festejan en Joyce, no lo ven con buenos ojos cuando lo hace Lacan. El mismo Philippe Sollers, asistente de número del seminario El sinthome, tramó venganza después de escuchar a Lacan asegurando, sin basamento alguno, que Joyce era impotente («Como él [Joyce] tenía el pito algo flojo, si puede decirse así, su arte suplió su firmeza fálica»). Pocas dudas caben de que fue ése el motivo de que, en el segundo capítulo de su novela Mujeres, Sollers haga protagonizar a Lacan, bajo el obvio pseudónimo de Fals, un escándalo sentimental donde es crudamente engañado y puesto en ridículo.
A Cerruti no le incomodan esas tergiversaciones de Lacan. Tampoco las minimiza o disimula. La cuestión de «¿qué llevaba a Lacan a actuar de esta manera?», aparece formulada en la mitad de este libro y será central en todo lo que le sigue. De allí saldrán las principales conclusiones y la argumentación que lo sostiene para celebrar El sinthome: «Porque no de otra manera se acerca a lo real. Porque Lacan, como Joyce, estaba dispuesto a abandonar su falsa paz».
Pero mientras consiente hasta el elogio el funcionamiento antiacadémico de esa fabulosa máquina de producción de ideas que fueron los seminarios de Lacan, siente indignación por la credulidad con que la mayor parte de sus discípulos lo escucharon o leyeron. Le avergüenza que, a medio siglo del seminario El sinthome, todavía prevalezca en el lacanismo la creencia de que Jacques Lacan reveló la verdad de la vida y obra de James Joyce, con los métodos que Mr. Deasy respaldaría. Deconstruyendo al Joyce de Lacan es, no solamente pero sí en primerísimo lugar, un intento laborioso de cambiar ese estado de la recepción. Ante la abundante bibliografía secundaria que generó El sinthome mantiene que:
Los dichos hacia Joyce están llenos de bajezas, de falta de tacto, de lecturas sesgadas. Eso nos puede llevar a la ruina. […] Desenmascarar el Joyce de Lacan, deconstruirlo, es un trabajo que los analistas se han evitado (no todos), dado que no parecen tolerar dos cosas: que Joyce no sea el que Lacan les presenta, y que Lacan tome a Joyce para hablar de sí mismo.
Como reflejos y reverberaciones de este alarmante diagnóstico, que yo comparto, el lector encontrará una decena de ocasiones en que Cerruti pierde la paciencia y se pone a sermonear –la entonación del sermón fue muy practicada por Joyce y Lacan–, incluyendo casi siempre la fórmula «Los/as analistas». Por ejemplo:
[La golpiza] que refiere Lacan está en Retrato del artista adolescente. Y, aunque es una ficción, no estaría mal que los/as analistas vayan a leerlo, para sacar sus propias conclusiones, y ver cómo está distorsionado, incluso mal citado, mezclando tiempos y espacios. […] ¿Qué lo llevará [a Lacan] a dejar asentadas varias referencias y pistas que los/as analistas, sin interrogar, sin espíritu crítico, toman al pie de la letra, transformando sus lecturas en una letra bíblica?
Se objetará que este prólogo es unilateral, que muy distinto hubiese sido de haber yo optado por la alternativa, mucho más probable, de suponer que Cerruti no leyó, a los diecisiete años, el Ulises de la edición de Penguin, sino la traducción del argentino Salas Subirat. En la página 40 de la edición Salas Subirat, no aparece el barullo que interrumpe la tranquila oficina de Mr. Deasy, sino la voz de Buck Mulligan acusando a Stephen de impiedad en los días de la agonía de su madre. Entrar por esa puerta hubiese, seguramente, privilegiado otras cuestiones de este libro. Como las del duelo, las maternidades y paternidades, los exilios amorosos, las carencias, las políticas del Otro, la no relación sexual y, last but not least, lo que Deconstruyendo al Joyce de Lacan cuenta del propio análisis de Cerruti. ¿No es casi un testimonio de pase? Admito la importancia de esas páginas y, naturalmente, pude haber enviado a Nicolás un Whatsapp para verificar cuál Ulises leyó de jovencito. Sin embargo, me pareció más cercano al espíritu de su libro, y a mi tarea de pregonar su novedad, abstenerme de preguntárselo.