Читать книгу El polígrafo sexual - Noelia Medina - Страница 5
Capítulo 1
ОглавлениеLara no había tenido una buena noche. Hacía bastante tiempo que no recordaba dormir más de dos horas seguidas, pero aquella en concreto había estado desvelada desde las tres de la madrugada sin una razón aparente. Ni la intensa lluvia que golpeaba el cristal de su ventana había conseguido relajarla. Así que encontrarse con Daniel nada más salir del vestuario de la comisaría solo acrecentó el mal humor que ya traía de casa.
Pasó por su lado fingiendo no haberlo visto y él actuó del mismo modo mientras se internaban en la sala de descanso para hacerse con el primer café de la mañana.
Lo cierto era que no tenía ningún motivo para sentir ese hastío hacia su compañero, pero su mera presencia le hacía notar aquel tipo de emoción, mezcla entre aversión e indiferencia, donde el resultado siempre era el mismo: necesidad de alejarse.
Era un policía que había conseguido sacarse la oposición hacía muchos años. Un idealista ignorante que pensaba que siendo agente de la ley ayudaría a los más débiles. Aunque desde que entró en el cuerpo, se había dado cuenta de que realmente estaban al servicio de los intereses políticos, sin importar, en realidad, las injusticias y desigualdades sociales. Un adicto al gimnasio —espacio donde a diario descargaba toda su frustración—, era a la vez objeto de las miradas de sus compañeros que lo veían como un vigoréxico sin sentimientos.
Tampoco es que intentara disimularlo. Llegaba, entrenaba, se cambiaba y al puesto que le encomendaran. Normalmente, su compañero de ruta era el que llegaba nuevo —ningún agente con más de un año de experiencia en la comisaría aceptaba pasar tanto tiempo con él y, menos, encerrados en un mismo espacio—. Y, para su suerte, pocas veces le había tocado con la agente Lara Martínez. Mejor, no la soportaba. Tan agradable, tan servicial para todos, tan entusiasta y tan guerrera. Tan, tan, tan que le asqueaba. Siempre discutiendo con el que dejara escapar cualquier broma sobre la porra que llevaba en el cinturón o la duda permanente de si estaba capacitada como policía por ser mujer. Daniel sabía de sobra que lo estaba, mucho más que la mayoría de sus compañeros. Podía comprobarlo cada mañana, o al final de alguna jornada, en el gimnasio en el que pocos se tomaban la molestia de entrenar, pero donde siempre podías encontrarla.
Aquella mañana, no obstante, el destino, o el cabrón de su superior, decidió que todo se daría la vuelta y que ambos compartirían tiempo y espacio.
—Martínez y Garrido, a mi despacho —les ordenó López nada más entrar a la pequeña sala en la que cada uno se bebía su café sin mirarse.
Aquella frase sonó como un estruendo en la cabeza de Daniel, cosa que propició que, sin pensar y en un tono de voz más alto de lo que hubiera querido, dijera:
—Vamos, no me jodas.
—¿Ha dicho algo, Garrido?
—Nada, nada. Lo que usted mande —respondió el policía mientras lo maldecía de manera explícita para sus adentros.
«Maldito hijo de puta. Qué coño querrá este ahora…».
Lara, por su parte, lo obsequió con una mirada de desprecio en el momento antes de volver el cuello hacia su jefe y asentir con la cabeza. Después, dirigió sus ojos a Marco, su compañero en la mayoría de ocasiones, y le pidió ánimos con la mirada. Este le sonrió con afabilidad entrando por la puerta y alzó el dedo pulgar en su dirección; no era plato de buen gusto ser llamado por el jefe y todos lo sabían.
«Espero que no se alargue mucho la reunión, estoy casi convencida de que el cuerpo que apareció flotando en el canal tiene que ver con alguna mafia de inmigrantes ilegales», pensó.
La semana anterior recibieron el aviso de que un cuerpo había aparecido flotando en la desembocadura del canal y la había atascado. Al parecer, un grupo de chicos vieron algo extraño emerger del agua, kilómetros antes del hallazgo, y llamaron a la Policía Local. No les hicieron ni caso. Al día siguiente, un agricultor dio con el premio gordo al percatarse de que la acequia que abastecía sus campos para el riego no expulsaba el agua que debía. Al acercarse a comprobar lo que sucedía, el pobre hombre sufrió un ataque de ansiedad y tuvo que ser atendido de urgencias. Como pudo, llegó a la casa y su esposa llamó al 112. No fue hasta que estuvo recuperado que informó al equipo médico sobre lo que había provocado ese soponcio, y estos, seguidamente, a la Policía.
Sin dejar de pensar en ello, Lara se levantó, cruzó junto a Daniel el pequeño tramo de pasillo que los separaba de la puerta de su superior y se internó en aquel despacho que era tan frío como él. No había ninguna imagen familiar ni signos de que un ser humano con sentimientos habitara en el lugar. Se componía únicamente de un antiguo ordenador, una mesa y la foto del Rey enmarcada en la pared, justo detrás de su silla.
Lara miró de reojo a Daniel y pensó que algún día podría ascender y ocupar el lugar de López sin que se notaran los cambios. Sus raciocinios desaparecieron cuando su superior les indicó con la mano que tomaran asiento. Dirigió una mirada desaprobatoria a un aparato cuadrado y casi plano que había sobre el desocupado escritorio y del que no se había percatado porque casi lo cubría la pantalla del ordenador.
—Esto que veis aquí es un polígrafo. —López lo cogió con ambas manos y lo mostró—. Un cacharro infernal que se usa para…
—Sabemos lo que es un polígrafo —lo interrumpió Daniel—, al menos yo llego hasta ahí. No sé si la agente Martínez…
—Tú eres gilipollas —espetó Lara dejando la profesionalidad a un lado y sin importarle la presencia de un superior.
Superior que ya estaba acostumbrado a aquellos piques infantiles dentro de la comisaría. Muy poco antes solo era un compañero más y vivía de tú a tú aquellas situaciones que ahora solía pasar por alto, hasta cierto punto.
Garrido, satisfecho con la reacción que quería despertar en ella, se echó hacia atrás en su silla, alzó una ceja y la miró con intención de provocarla.
—Vaya, rubia, estás últimamente que no hay quien te tosa. ¿Qué pasa? ¿No te follan bien?
—¡Ya está bien, los dos! —López golpeó la mesa y Lara se mordió el labio, roja de la furia por no haber tenido la oportunidad de responderle. Eso sí, se la guardaba para cuando salieran de allí. Ahora, de nuevo, su profesionalidad estaba por delante.
—Usted dirá, Súper —dijo Daniel, volviendo al objeto de la reunión y utilizando el apelativo que le asignaron sus compañeros el día que ascendió.
—La cosa es que este cacharro, que ya habéis dejado claro que conocéis, está a punto de formar parte de nuestra comisaría.
—No entiendo qué…
—Déjeme terminar, Martínez, por favor. —López había vuelto al trato formal.
—Por favor, Martínez, no interrumpa al jefe —añadió Daniel con retintín y con el único objetivo de intentar ridiculizar a su compañera.
Poco le faltó a Lara para esputar la más que acumulada rabia que Daniel le había provocado en esos pocos minutos de reunión, cuando López continuó con su exposición:
—Están pensando en legalizarlo. Una gilipollez, lo sé —aclaró ante la cara estupefacta de los agentes—, pero en algunos sitios, y con el consentimiento de ambas partes, ya es válido, por lo que se ha pedido la verificación del cacharro para ampliar su uso. Cumplo órdenes y las órdenes son claras: probarlo en todas las comisarías de la ciudad y entregar los informes completos. Así que esto es muy sencillo. Entraréis en una sala desprovista de mobiliario que os distraiga, más allá de una mesa y dos sillas, y primero uno, y luego el otro, tendréis que usarlo como indican las instrucciones. Al final de la sesión, me entregaréis los informes y yo los derivaré a quien corresponda.
—¿Los dos? ¿Juntos? —preguntó exaltada Lara. Tuvo que sujetarse a la silla para no despegar el culo.
—Uno cuestiona y otro es cuestionado, así que sí, juntos —ironizó López.
—Le he dicho que no da para más —añadió Garrido.
Ella los ignoró. Estaba tan nerviosa y enfadada que solo podía pensar en guardarse la espalda.
—Puedo hacerlo con cualquier otro compañero, con el que sea.
—¿Qué pasa, rubita, te pongo nerviosa? —la provocó Daniel.
—Más quisieras, payaso.
—Meeec. El polígrafo dice que mientes.
—¡Basta! Hoy no hay rondas, chivatos, ni cualquier otra cosa que pensaran hacer. Además, parece que va a llover, así os ahorráis mojaros.
—Sabe que estoy con el caso del inmigrante. Ya casi lo tengo —protestó ella.
—Lo sé, Martínez. Pero el cadáver no va a moverse de donde está. —Ese comentario le molestó, y mucho, a Lara. Estaba un poco cansada de que en el cuerpo se menospreciara a según qué colectivos—. Zumbando. —El hombre se puso de pie y esta vez su orden no dejó lugar a dudas. Ambos, resignados, lo siguieron.
La sala, como bien había anunciado López, no disponía de nada más que lo básico. Lo básico para un despacho de principios de siglo. Del pasado, claro.
Las dos sillas prometidas y una mesa principal donde se aposentaba una maquina plana exactamente igual a la que ya habían visto, un ordenador portátil, al que se conectaban muchos cables con accesorios diferentes, y algunos folios.
Ambos miraron al posible nuevo y fiel compañero: el polígrafo.
—Joder con la salita. Mira que llevo años en esta comisaría y nunca había entrado aquí.
—Qué más darán ahora tus conocimientos geográficos del edificio —respondió escueta la mujer como inicio de venganza por los ataques recibidos delante del Súper.
—Bueno, ¿qué?, ¿cómo lo hacemos?
No lo vio venir. En cuanto la puerta se cerró a sus espaldas, el cuerpo de Daniel estaba contra la pared y tenía a Lara a escasos centímetros del rostro. El antebrazo derecho apretaba su cuello y la mano izquierda le sujetaba los huevos con firmeza, tanta que Daniel no hizo el intento de moverse.
—Es la última vez que me insultas o me menosprecias, ¿te enteras? La próxima me juego el despido, pero por todo lo alto, porque donde estemos te cruzo la cara esa que tienes. —Presionó más con la mano izquierda y Garrido apretó los labios, sin permitir que su estúpida hombría cayera al suelo—. Ahora, pídeme perdón. —Daniel no pronunció una palabra y Lara apretó con mucha mucha fuerza—. Que me pidas perdón. —Después, aflojó el antebrazo para que pudiera hablar.
—Per…perdón.
Soltó el gran cuerpo con toda la repulsión que fue capaz y se dirigió a la mesa para comprobar cómo funcionaba el polígrafo.
—Ahora vamos a trabajar como dos personas adultas y, cuanto antes comencemos, antes terminaremos. ¿Quién empieza?
—Tiene ovarios la gatita —lo escuchó decir detrás de ella. Cuando miró por encima de su hombro, Garrido se recolocaba el cuello del uniforme y los pantalones. Reprimió una sonrisa.
—Mira por donde, eso me ha gustado. Porque soy una mujer y, por ende, tengo ovarios.
—Probablemente más cosas te gustarían, pero has preferido quedarte con una imagen que no me corresponde.
—¿La de gilipollas engreído, quieres decir? —respondió, entonces sí, con un intento de sonrisa.
—Mejor empecemos ya. Como bien has dicho, cuanto antes lo hagamos, antes acabaremos. Pero, reconoce una cosa… Te ha puesto tener mis huevos en tu mano, ¿verdad? —preguntó Daniel sin mirarla a la cara, porque se había girado para ojear el artilugio.
—Ya te gustaría. Además, qué coño… No pienso contestarte.
—De momento. ¿Te sientas tú o yo?
Lara lo meditó un segundo.
«Los malos tragos, mejor pasarlos con rapidez», pensó.
—Lo haré yo. —Se hizo con uno de los folios que había sobre la mesa y se sentó, dispuesta a seguir las instrucciones de uso.
Cuando Daniel se ofreció a ayudarla, ella negó en silencio y comenzó a colocarse los cables, no sin dificultad.
Intentó calmarse, sabía que el estúpido cacharro registraría su actividad fisiológica a través del sistema nervioso. Pero no le fue fácil controlar los nervios cuando descubrió a su compañero frente a ella, también distraído con las instrucciones mientras toqueteaba el programa del ordenador.
—Bien. Estas barras registrarán tu estado según mis cuestiones, pero aquí dice que eso lo analizarán los profesionales. —Puso cara de hastío—. Para nosotros saber si funciona correctamente solo debemos guiarnos por el botoncito este del aparato, que se pondrá de color verde si la respuesta es correcta o rojo si mientes. Para tontos, vaya. Según esto, comenzaremos con preguntas rutinarias para comprobar la efectividad. Por ejemplo, ¿llevas las bragas puestas?
Lara lo ignoró, no porque no tuviera qué responderle, sino porque se había embobado con las manos masculinas que todavía le daban vueltas al papel. No le gustaba mirar a Daniel de aquella forma, lo odiaba, de hecho, pero eran grandes y apetitosas… Y no era la primera vez que lo hacía. Sacudió la cabeza con fuerza para espantar esos pensamientos, soltó alguna grosería de las suyas con las que conseguía disimular y continuó escrutándolo.
«Qué hostias me está pasando. Ha sido sentarme en la maldita silla, semiatada por los cables y notar esta tontería».
—Perdona, compañera, pero te has puesto mal los sensores del torso —advirtió Daniel volviendo al asunto encomendado por su superior—. Uno va encima del pecho y el otro debajo.
—Sí, claro…, como un sujetador de cuero, ¿no?
Él no respondió, se limitó a mostrarle la documentación donde claramente podía apreciarse en una imagen que dichos cables debían colocarse como le había indicado.
Para enseñárselo mejor, se acercó a ella. Mucho.
Lara pudo apreciar cómo el olor de su colonia, fresca y varonil, se inmiscuía en sus fosas nasales. Por primera vez desde que lo conocía, no le había olido a «azufre».
¿Seguía siendo un diablo?, sí. ¿Lo odiaba?, posiblemente. Pero esa habitación, esa silla y las palabras que le había relatado hacia poco sobre su persona, se le habían quedado grabadas a fuego: «Has preferido quedarte con una imagen que no me corresponde».
«¿Y si lo que pasa es que me gusta y como una niña reacciono de esta manera? No, imposible. Es un capullo cerebral».
Sin pensarlo, dijo la frase que seguramente podía cambiarlo todo:
—Ya que eres tan listo y un experto en polígrafos, ponlos tú.
—¿Estás seg...?
—Ni se te ocurra sobrepasarte o te giro la cara, listillo.
—Lista eres tú, que con la excusa quieres que te roce las tetas.
—Más quisieras. Venga, colócalo todo como en el libro de instrucciones y empecemos.
Para poner los dos sensores que se había colocado mal, Daniel se posicionó detrás, metió la mano por debajo de la camiseta, rozó su piel cálida con sutileza, y subió uno de ellos hasta la parte inferior de los pechos, llegando a notar la copa del sujetador. «Una noventa, mínimo», pensó, y se explayó para dejarlo perfecto y para deleitarse con el tacto, pudiendo disfrutar imaginando cómo sería tenerlos delante de él, sin ropa que entorpeciera tal visión.
Ella fingió no haberse despertado con su roce, pero no era cierto; había notado la pausa de las manos masculinas sobre su piel y su corazón se había acelerado paulatinamente. Una vez asegurados ambos sensores, Garrido le dio la vuelta a la silla y se colocó frente a ella. En silencio, se agachó para quedar a su altura y comprobó que estuvieran bien sujetas las pequeñas cintas con velcro que debían rodear dos de sus dedos. El hombre, al elevar la mirada, chocó con los ojos verdes de ella, que lo observaban sin pudor. Ambos, como chiquillos incómodos, apartaron las miradas.
—Bien —dijo mientras se levantaba. Se apoyó sobre el filo de la mesa y cogió otro de los folios—. Aquí vienen sugerencias determinadas: preguntar por el nombre y apellido, la edad, el color de pelo… ¿Lista?
—Sí —respondió Lara con calma y un leve asentimiento.
—¿Tu nombre y apellido son Lara Martínez?
—Sí.
La lucecita del aparato se encendió de color verde y el gráfico de la pantalla del ordenador comenzó a moverse.
—¿Tienes dieciocho años?
Ella alzó las cejas.
—No.
La luz verde volvió a encenderse y ambos miraron el aparato con más interés del inicial.
—¿Tienes veintisiete años?
—Sí.
De nuevo, la luz verde. Aunque Lara no la apreció; en ese instante estaba preguntándose por qué Daniel Garrido sabía su edad.
—Me aburro. Cambiaremos la dinámica. ¿Llevas las bragas puestas?