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LO QUE ES Y LO QUE NO ES

Los animales se dividen en: a) pertenecientes al Emperador, b) embalsamados, c) amaestrados, d) lechones, e) sirenas, f) perros sueltos, g) fabulosos, h) incluidos en esta clasificación, i) que se agitan como locos, j) innumerables, h) dibujados con un pincel finísimo de pelo de camello, l) etc. m) que acaban de romper el jarrón, n) que de lejos parecen moscas.

J.L. Borges, Otras inquisiciones

El hecho y lo dicho

Prisioneros en una caverna y amarrados por el cuello, les es imposible girar la cabeza y mirar hacia el exterior; las sombras de lo que ocurre afuera se proyectan sobre el fondo de la cueva; aquellos desgraciados las confunden con la realidad y así, aún en su encierro, ellos creen saber del mundo. Con el mito de la caverna nuestros antepasados nos dejan, entre otras, esta advertencia: todo conocimiento verdadero comienza poniendo en crisis una creencia, o sea, cuestionando las imágenes con que espontáneamente pensamos al mundo. Para librar a la homosexualidad de las cadenas que la amarran al imaginario social instituido como real, habrá que comenzar, entonces, analizando los nombres de esas imágenes, o sea, las palabras.

Por ingenua que fuera nuestra observación del lenguaje, lo que primero notamos es su carácter de universo paralelo y diferenciado respecto de los mundos a los cuales alude. La relación que las palabras mantienen con la realidad no consiste tanto en reflejarla, narrarla o describirla, como en proponer un esquema interpretativo de la misma, ordenar sus datos, en si mismos carentes de sentido, volviéndolos significativos. La función del lenguaje, por lo tanto, no es sólo hablar de la realidad sino crear una realidad, ilusoria, hecha de palabras, pero tan consistente y decisiva como la realidad misma. Y este esfuerzo por distinguir entre lenguaje y realidad no sería necesario si no fuera que una de las finalidades de ese universo verbal autónomo es, precisamente, el confundirse con los hechos del mundo. La «ilusión de realidad» es, en última instancia, la función básica del lenguaje.

Aquel carácter de «realidad paralela» no es exclusivo de los discursos concretos ni tampoco de las ideologías, o sea, de los sistemas de ideas estables redactados socialmente, sino que ya se manifiesta en el propio lenguaje en tanto sistema de signos, en el idioma. La sintaxis y el léxico no son neutros, pues constituyen una peculiar manera de organizar los significados y las relaciones que éstos mantienen entre sí; permitiendo unos e inhibiendo otros. Y los criterios con que el lenguaje realiza esta tarea no son extraídos de la «realidad exterior» sino de los principios que rigen la estructuración de la cultura, de cada cultura. Roland Barthes, en su artículo «Responsabilidades de la gramática» [1] nos alerta sobre este carácter condicionado y condicionante, ya no de la ideología sino de la propia lengua:

que la gramática clásica haya adquirido, en su área social limitada, cierto grado de perfección, no debe ocultar los sacrificios enormes que el uso exclusivo de tal instrumento cuesta a la expresión de una totalidad humana, y tal vez incluso a la formación de ideas nuevas.

Hay ideas que sólo pueden pensarse y expresarse en un determinado idioma. Por lo tanto, hay pueblos enteros que jamás pensaron ni podrán decir ciertas cosas; sólo podrán pensar y decir otras, quizá con exclusividad. Pensemos en las dificultades, a veces insorteables, con que tropieza la traducción, incluso entre idiomas pertenecientes a una misma familia, y veremos evidenciada esta característica estructural del lenguaje. ¿Cómo se expresa en castellano «saudade»? ¿acaso «nostalgia»? Sí; pero no. No es que el castellano-pensante no pueda experimentar aquel bello sentimiento de los portugueses, sino que no ha llegado a distinguirlo. Le ha bastado con la nostalgia. Y los sentimientos humanos son más que los nombres de que disponemos para nombrarlos. Sólo hablamos de aquello que queremos o nos conviene hablar y, sólo para ello, inventamos las palabras.

Y lo que vale para un idioma, vale para todos los dialectos y jergas que de él derivan. Las variaciones dentro de una lengua permiten liberarse de unas ataduras pero al precio de renunciar a ciertas posibilidades. Ninguna jerga, por mucho que transgreda a la lengua madre, se libera de las limitaciones inherentes a todo lenguaje, herederas, como son, de las matrices estructuradoras del todo social como cultura.

A esta determinación cultural del idioma se suman, en un plano más concreto, las condicionantes de las ideologías y sistemas de valores particulares de los distintos sectores sociales y de las distintas épocas. Para decirlo con una metáfora: la lengua construye y delimita la arquitectura de un mundo de ideas, y las ideologías y sistemas de valores éticos, estéticos, etc. completan ese espacio verbal determinando sus relieves, acabados, cromatismos y disposición de los elementos. Retomemos a Barthes, en el mismo artículo:

La Gramática de Port-Royal justifica las reglas, ya no por el uso, sino por el acuerdo lógico entre la regla y las exigencias del entendimiento. Todos los comentadores de esa época, inclusive los modernos, hacen mucho caso de las reformas del siglo XVII a favor de una lengua tan clara que pueda ser comprendida por todo el mundo; pero ese todo el mundo nunca fue más que una porción ínfima de la nación; es más, precisamente en nombre de una exigencia de universalidad, se excluyeron del lenguaje las palabras y la sintaxis inteligibles para el pueblo, las del trabajo y la acción (…). De ese lenguaje están forzosamente excluidas una infinidad de acciones y la acción misma, que en él solamente subsiste como modo profundo y visceral de sentir; de ahí, entre otras, la primacía de los tiempos, la desaparición de los modos y, en general, todas las reformas técnicas que pueden ayudar a eliminar del lenguaje de los directores, como se dice ahora, esa subjetividad tan especial del hombre popular, esa subjetividad que siempre se determina a través de una acción y no a través de una reflexión.

En síntesis, la Gramática tiene algo de cárcel. Y ha sido concebida desde la ideología.

Hay personas que cuando hablan del cáncer bajan la voz o eluden el término diciendo, por ejemplo, «algo malo» o «una cosa fea». Hay quienes prefieren decir «la cantante de color» a decir «la cantante negra». Así queda condicionada la actitud del hablante ante cada tema. Eufemismos, omisiones, sustituciones, relaciones causales, privilegios de unas ideas sobre otras, etc. vienen ya incluidos en las matrices ideológicas - que son sociales - condicionando las opciones verbales del individuo.

Pero estaríamos empobreciendo nuestra comprensión del tema si construyéramos con lo anterior una representación estática del lenguaje. Así como los modelos de relación social y los sistemas de valores van modificándose con los cambios históricos, el lenguaje va adaptándose espontáneamente para absorber esos cambios. No tanto para salvar la distancia entre lenguaje y realidad como para preservar la solidaridad entre lenguaje y cultura.

El sexo hablado

En el marco de las apreciaciones anteriores podemos ahora acercarnos a la relación entre el lenguaje y una dimensión concreta de la realidad humana: la sexualidad. La relación entre sexualidad y lenguaje es un caso ejemplar de la referida autonomía entre realidad práctica y realidad verbal. La prueba más tajante de ello es la ausencia de un léxico completo, preciso y plenamente legitimado para hablar de las prácticas sexuales con transparencia y univocidad. Para hablar del sexo en un plano coloquial se ha de apelar siempre a términos «fuera de contexto»: los cultismos («practicar el coito»); los eufemismos («hacer el amor»); los vulgarismos («follar», «coger», «chingar»). Ninguna fórmula es plenamente satisfactoria: o demasiado técnica, o demasiado cursi, o demasiado burda.

Siempre hay que utilizar términos entre comillas. Como los que se traen de otro contexto. Como los que son utilizados por otras personas.

En su «Introducción al psicoanálisis», [2] Freud inicia su reflexión sobre «La vida sexual humana» con la siguiente afirmación: A primera vista parece que todo el mundo se halla de acuerdo sobre el sentido de «lo sexual» asimilándolo a lo indecente; esto es, a aquello de lo que no debe hablarse entre personas correctas. Brillante manera de entrar en el tema: situándolo en el lugar preciso de su problematicidad, que no es el de las pulsiones individuales sino en el de los valores éticos, o sea, en el lugar de la ideología. Tal como lo hace Marx con la economía, Freud ingresa al análisis de la sexualidad haciendo referencia a una creencia, a un prejuicio. El psicoanálisis, entre sus mayores aportaciones, contiene su implícito cuestionamiento de las representaciones ideológicas; tarea que deja inmediatamente atrás para internarse en los abismos de la «psicología profunda». Hay que subrayar aquí el núcleo de esa problemática, condensada en una simple frase coloquial: «aquello de lo que no debe hablarse entre personas correctas»: lo sexual está reprimido esencialmente en la palabra.

Desde aquel texto de Freud ha pasado casi un siglo y, a pesar de la notable distensión experimentada por la ética sexual – especialmente a partir de los años 60 –, el sexo sigue enlodado por el prejuicio (es cosa de degenerados, viciosos o libertinos); y, en los casos de mayor permisividad, se instala en el paradigma de las «picardías»: no es cosa de gente seria, pues esta gente del sexo ni siquiera habla.

El universo real de la sexualidad ocupa la zona de lo innombrable; posee un reflejo distorsionado en el cristal del lenguaje. Las palabras se contagian de la sanción que recae sobre las acciones. Al sexo le pasa lo que al cáncer. De él hay que hablar en voz baja, a hurtadillas. No debe sorprender que la palabra «sexualidad» se incorpore muy tardíamente en el diccionario de la Real Academia. Y no se trata de una «desviación ideológica» o una «represión intencional». La Real Academia Española no sólo obedece órdenes de la Santa Sede. Con las leyes del idioma calcadas sobre la matriz cultural - más profundas y milenarias - tiene suficiente para ejercer su labor.

Así, cuando ella dice que «limpia, pule y da esplendor» a la lengua no incurre en un acto de soberbia sino más bien de ingenuidad. Ese tono coloquial sólo indica la artesana humildad con que define una misión mucho más trascendental, consistente en soldar, reparar las resquebrajaduras que la historia va creando en los lazos que aferran la lengua real a una matriz cultural. Esta situación que corrientemente se atribuye a una mera cuestión de moralismo, hipocresía o pudor tiene raíces mucho más profundas. En toda verbalización de lo sexual se manifiesta el modelo de relación entre sexualidad y cultura propio de cada sociedad. Y en nuestra sociedad el sexo es un tabú estructural, sólo reintegrado culturalmente mediante la legitimación del conflicto.

Preguntarse por la sexualidad es preguntarse, antes que nada, por el origen de aquella sanción social. Detrás de toda traumatología sexual es imposible disimular la dinámica de aquella «indecencia» socialmente imperante y operante en la constitución de la subjetividad.

La primera pregunta por la sexualidad no habita, por lo tanto, lo puramente psicológico: la sexualidad es esencialmente un asunto del imaginario social. Ya desde la primera infancia, entre todas las palabras que construyen en el individuo su ser social, se aloja en lo inconsciente la palabra «indecencia». Ingresamos a la vida por el sendero del pecado original y no hay bautismo que lo lave: el estigma nos acompañará toda la vida. La sexualidad humana es una experiencia trágica. Como la vida misma.

Por encima de los hablantes existe un discurso tácito acerca de la sexualidad, impreso en las matrices del lenguaje, o sea, del pensamiento.

Cualquiera sea la ideología sexual del hablante, el lenguaje mismo (el idioma) ya estará hablando por su boca. Al hablar decimos cosas que no pensábamos decir y mutilamos pensamientos latentes que quisieran manifestarse; dejamos hablar a un imaginario colectivo, originario y vigente, impreso en la propia lengua.

Pero el lenguaje dispone de los mecanismos de rebelión contra si mismo: la poesía y la teoría; espacios en que se autocritica poniendo en cuestión sus propios límites. Como toda otra dimensión de la condición humana, el lenguaje posee este carácter de conflicto abierto, irresuelto, entre sometimiento y liberación. El lenguaje es uno de los campos en que se libra la batalla sin fin entre la vida y la cultura.

Una de esas batallas, la librada por el pensamiento teórico, tiene en el psicoanálisis su arquetipo y, volviendo a Freud, podemos atestiguar ese esfuerzo por librarse de la prisión de los preconceptos al intentar definir lo sexual con objetividad:

Resulta muy difícil delimitar con exactitud el contenido del concepto de «lo sexual». Lo más acertado sería decir que entraña todo aquello relacionado con las diferencias que separan los sexos; mas esta definición resultará tan imprecisa como excesivamente comprensiva. Tomando como punto central el acto sexual en sí mismo, podría calificarse de sexual todo lo referente a la intención de procurarse un goce por medio del cuerpo y, en particular, de los órganos genitales del sexo opuesto, o sea, todo aquello que tienda a conseguir la unión de los genitales y la realización del acto sexual. Sin embargo, esta definición tiene también el defecto de aproximarnos a aquellos que identifican lo sexual con lo indecente y hacernos convenir con ellos en que el parto no tiene nada de sexual. En cambio considerando la procreación como el nódulo de la sexualidad se corre el peligro de excluir del concepto definido una gran cantidad de actos, tales como la masturbación o el mismo beso, que, presentando un indudable carácter sexual, no tienen la procreación como fin. Estas dificultades con que tropezamos para establecer el concepto de lo sexual surgen en todo intento de definición y, por lo tanto, no deben sorprendernos con exceso. Lo que sí sospechamos es que en el desarrollo de la noción de «lo sexual» se ha producido algo cuya consecuencia podemos calificar, utilizando un excelente neologismo de H. Silberer, de «error por encubrimiento» (Überdeckungsfehler). [2]

La palabra clave aquí es «encubrimiento»: la razón, incluso la científica, ha sido víctima del prejuicio, cuya función es ocultar las verdades como quien oculta, con idéntico rubor, las partes pudendas. En estos párrafos en que Freud se esfuerza por definir lo sexual, ya están indicados los obstáculos ideológicos principales: el tabú del placer sexual (la «indecencia» del puro goce) y la insuficiencia del argumento de la procreación.

De todos modos, a pesar de las limitaciones de la inteligencia y de las trampas que a ésta le tiende la ideología, la batalla verbal obtiene sus conquistas. De no ser ello cierto, de ser el lenguaje un universo cerrado, condicionante férreo de todo significado, tendríamos que concluir aquí nuestro discurso. Por el contrario, si nos hemos animado a este esfuerzo, es por el convencimiento de la importancia y, en el caso de la homosexualidad, de la urgencia de una reflexión - teórica, poética o ambas a la vez - que detecte las fronteras entre la necesaria obediencia y la irrenunciable transgresión de los lazos entre el lenguaje y el deseo.

Siendo en la palabra

La identidad no es un hecho independiente del discurso. No sólo forma parte del universo de lo real sino también del universo del lenguaje: es muy difícil reconocerle «ser» a algo que el discurso no pueda denominar. La identidad - lo que es y lo que no es - está férreamente condicionada por la cultura y circunscrita por el lenguaje. Es, por lo tanto, relativa, artificial, no natural. ¿Qué es una montaña? ¿Dónde comienza? ¿Cuándo ha de tener nombre propio? No todas las montañas de una cordillera tienen un nombre; es decir hay montañas que son más montañas que otras y merecen, por lo tanto, un apelativo que las diferencie. Pero tal merecimiento no es intrínseco al accidente geográfico sino a los especiales intereses de la mirada que lo bautiza. O sea, a la cultura. Lo que para unos pueblos es una mera transición entre colores para otros puede ser el color puro por excelencia. Varias tribus a la vez contemplan el mismo arco iris, pero cada una ve una bandera distinta. La identidad de las cosas del mundo - lo que es y lo que no es - es una función de la cultura.

En el individuo, todo rasgo particular se suma al complejo cuadro de la identidad personal para cualificarla; pero ninguno, per se, alcanza para fundarla. La identidad personal surge de un complejo entrecruzamiento de universos de sentido – múltiples y heterogéneos – en los cuales el sujeto se autoreconoce y es reconocido. La identidad es una gestalt en la cual sus ingredientes se articulan siempre de un modo distinto en función del particular, ocasional e irrepetible vínculo comunicacional con el otro y consigo mismo. La identidad personal no es una foto sino el vitral de un calidoscopio que gira permanentemente: nunca se suman ni se pierden cristales pero nunca se repite la imagen anterior.

Dicha complejidad está presente y activa en los vínculos reales, que se entablan predominantemente en lo inconsciente – «de inconsciente a inconsciente» – pero no se refleja punto por punto en el espejo del imaginario social, que es producto de la acción represora (en el sentido psicológico) de la ideología. O, más radicalmente aún, de la gramática. (Recordemos aquellos «compromisos de la gramática» referidos por Barthes).

Cuando la identidad personal real – oscura, indiscernible – sale a la calle, se integra en el espacio social como un circulante más y es resignificada conforme a las matrices que rigen el imaginario colectivo. Lo individual real es pensado conforme los paradigmas o clases imaginarias. El sujeto se transforma en una determinada combinación de «tipos oficiales» donde unos priman sobre otros. En el imaginario social, lo que pasaba con las cosas pasa, entonces, con las personas. Las personas estamos clasificadas conforme una matriz cultural expresada en el lenguaje: lo que socialmente somos y no somos depende de los parámetros con que se nos piensa.

Este carácter «imaginado» de las identidades personales, socialmente construidas, nos lo aclara más tajantemente Cornelius Castoriadis cuando afirma:

El hopeful and dreadful monster que es el humano recién nacido, radicalmente inadaptado a la vida, debe ser humanizado, y esta humanización es su socialización, trabajo social mediado e instrumentado por el ambiente inmediato del infans. La sociedad son las instituciones y los significados imaginarios sociales que estas instituciones encarnan y hacen existir en la efectividad social. Son estos significados los que dan un sentido – sentido imaginario, en la acepción profunda del término, es decir, creación espontánea e inmotivada de la humanidad – a la vida, a la sociedad, a las opciones, a la muerte de los hombres, así como al mundo que crean y en el cual los hombres deben vivir y morir. La polaridad no es entre individuo y sociedad (…) sino entre psique y sociedad. la psique debe ser, bien o mal, domada, debe aceptar una «realidad» que para ella es, desde el principio y, en un cierto sentido, hasta el fin, heterogénea y extranjera. Esta «realidad» y su aceptación son el trabajo de la institución. Esto los griegos lo sabían; los modernos, en gran parte por el cristianismo, lo han ocultado. (…) La psique de los individuos humanos particulares no es ni puede ser nunca completamente socializada y conformada de acuerdo con lo que le exigen las instituciones [3].

Cuando en un pueblo juegan un partido de casados contra solteros, la diferencia de estado civil de los miembros de estos equipos no es arbitraria ni casual; ésta es una costumbre extendidísima en nuestra cultura y tiene que ver con un modelo de identidad centrado en la familia.

No hay partidos de rubios contra morenos. Pero si hay torneos de moros y cristianos. No hay bares de flacos y bares de gordos. Pero si hay bares normales y bares gays. Es decir, no cualquier rasgo aislado es suficiente para determinar y evidenciar socialmente una identidad; y el hecho de que un número significativo de individuos compartan un mismo rasgo no es suficiente ante la sociedad para convertir a dicho grupo de personas en un colectivo diferenciado. Sólo ciertos atributos, aquellos significativos para una determinada cultura, son elegidos para crear artificialmente en torno a ellos una supuesta identidad individual que, al ser compartida, configura un grupo socialmente diferenciado.

A pesar de que rasgos tales como la belleza física, la castidad o la criminalidad son tan diferenciadores como el tipo de objeto sexual preferido o el color de la piel, nadie habla del grupo de los hermosos, ni del colectivo casto, ni de la comunidad de los delincuentes. Cada uno de éstos tienen un rasgo en común, pero a dichos rasgos nuestra sociedad no les asigna la relevancia suficiente como para definir una identidad.

Las mujeres de pelo rizado no constituyen un género; nadie las considera un colectivo humano diferenciado, ni las denomina como grupo. El «pelo rizado» no pasa de ser un rasgo más que, al igual que el color de los ojos, resulta insuficiente, per se, para definir su identidad y, mucho menos, indicar la existencia de una comunidad. Pero las marcas de champú sí han agrupado a las mujeres de pelo rizado, pues necesitan atenderlas con un producto específico y constituirlas en un target diferenciado para atraer su interés. La mercadotecnia define grupos a partir de unos rasgos comercialmente funcionales a la oferta, los bautiza y los trata comunicacionalmente de un modo diferenciado; aunque dichos «grupos» no se reconozcan a si mismos como tales.

O sea: no todos los grupos reconocidos socialmente como colectivos diferenciados constituyen entidades socioculturales objetivas, grupos de pertenencia articulados por una identidad compartida, como sí lo son, por ejemplo, las comunidades nacionales o religiosas. Dicho con un ejemplo: nuestra sociedad reconoce igualmente como comunidades diferenciadas a los alemanes y a los negros. Pero los alemanes poseen una identidad colectiva de la cual «los negros» carecen. La primera es propia, constituida a lo largo de una experiencia histórica compartida; la segunda es asignada desde afuera por una necesidad ideológica de los blancos. En este segundo caso, se trata de una entidad de naturaleza imaginaria, una «realidad ideológica».

Estas realidades imaginarias se construyen en torno a un único atributo al que se le asigna, a priori, un valor mítico, trascendental, constitutivo de toda una personalidad individual y colectiva; tal como lo son el tipo de predilección sexual o el color de la piel. Los géneros así construidos no son hechos objetivos, sino formas culturalmente determinadas de recortar la realidad. El lenguaje acuña sólo las definiciones útiles a una determinada matriz cultural. Esas clasificaciones deciden qué es lo típico y qué es lo atípico. Y lo separan.

Y esta necesidad de diferenciar lo considerado atípico respecto de lo considerado típico es una compulsión cultural espontánea y tenaz, difícil de superar por simple voluntad del individuo. Veámoslo en un ejemplo. Si mi hermano, que es blanco, se casa con una persona de su misma raza, al hablar de mi cuñada ante un tercero yo diré: «Mi hermano se ha casado con Rosa, una chica encantadora». Pero, si mi cuñada fuese negra, diré inevitablemente: «Mi hermano se ha casado con Rosa, una chica negra encantadora». Mi afecto por Rosa, no importa cuán grande sea, está condenado de partida; arrastrará una pequeña tara toda la vida. Y no por decisión mía. Por mi boca es el lenguaje el que habla, o sea, la sociedad. El lenguaje es, así mirado, una cruz. (Tal como lo prueba la propia metáfora en que, espontáneamente, acabo de incurrir).

La identidad sexual

El caso de la «identidad sexual» no es una excepción a lo dicho. Entendida como «clase», o sea, como característica que permite filiar a la persona como miembro de un conjunto, la identidad sexual se reduce al par femenino-masculino. La única realidad objetiva que puede sustentar la idea de «identidad sexual» es la diferencia entre los sexos, o sea, aquélla que permite reconocer a los varones y las mujeres como distintos gracias a su diferencia sexual. La singularidad psicofísica de lo masculino y lo femenino es objetivamente verificable: las diferencias anatómicas y fisiológicas van acompañadas por ciertas diferencias psicológicas.

Aún así, éstas últimas no llevan implícita la estanqueidad: en el individuo, ambos componentes, con distinto grado de predominio, coexisten. A partir de la diferencia anatómica – única unívoca – las identidades sexuales, o sea, lo masculino y lo femenino se van combinando y desdibujando, confluyendo finalmente en características indiferenciadas, compartidas por ambos sexos. Toda identidad se construye en un contexto «contagioso» y la «identidad sexual» no es una excepción. Dicho con una metáfora: un individuo no es un órgano sexual pensante, sino una complejísima e irrepetible combinatoria de rasgos, entre los cuales, los caracteres masculinos y femeninos coexisten, manifestándose con distinto predominio. Y tal predominio varía no sólo según la persona sino también según el ámbito particular de su experiencia vital: en un sujeto determinado, su componente masculino puede predominar, por ejemplo, en su actividad deportiva y, en cambio, adoptar actitudes claramente femeninas en su vida íntima.

Toda presunta «identidad sexual» basada en otro rasgo que el propio sexo – por ejemplo, el tipo de objeto sexual – es inevitablemente una construcción imaginaria producto del sistema de valores profundos de la sociedad y expresada a través de las matrices del lenguaje. Poco o nada tendrá que ver con estructuras identitarias objetivas; o, si se quiere, carecerá de otra objetividad que la de la convención que la ha hecho existir y prevalecer en el pensamiento colectivo.

Pues cada manera de hacer el sexo no responde a una supuesta «sexualidad diferenciada» sino a una canalización particular de la misma pulsión sexual humana: puro erotismo, único e indivisible en especies. La manera de hacer el sexo no puede, per se, obrar como sustrato de una identidad. Dan simple prueba de ello la versatilidad de las prácticas, la intercambiabilidad del objeto e, incluso, la prescindibilidad de éste. Una manera de hacer el sexo sólo puede tener sentido como parámetro clasificatorio de las personas para una cultura que necesita estructuralmente discriminar entre modalidades sexuales canónicas y modalidades transgresoras del canon.

La reivindicación de identidades sexuales diferenciadas – más allá de la mera diferencia de los sexos - lleva implícita la creencia en la existencia de tipos de sexualidad cualitativamente distintos hasta el punto de determinar una identidad (primer a priori). Y entre todos los diferenciales posibles – igualmente arbitrarios – la ideología de la «identidad sexual» ha escogido como parámetro identitario la igualdad o diferencia sexual entre los copartícipes (segundo a priori), desechando otros tanto o más estructurales y tenaces. El tipo de partenaire sexual no es más definitorio del perfil sexual de la persona que el tipo de práctica predilecta o, más aún, el tipo de fantasía sexual recurrente.

Pero, en nuestra sociedad, masculinidad y femineidad están soldadas a la heterosexualidad. Un hombre que es hombre y una mujer que es mujer, sólo desean a alguien del sexo opuesto; así se lo instituye explícitamente y se lo implanta en los hechos. En algunas regiones de Latinoamérica, aún se practica la iniciación sexual de los jóvenes mediante una celebración familiar, socialmente trascendente, que incluye los servicios de una prostituta. El joven que se rehúsa a atravesar esa experiencia deshonra a su familia y, fundamentalmente, a su padre; y se expone a ser expulsado del hogar. No cuesta nada imaginar el significado social implícito en el renunciamiento a ese festín sexual y comprender, así, el horror del padre ante semejante humillación: sólo por rechazar a una hembra, su hijo es «poco hombre», lo cual es mucha tragedia.

Una concepción restrictiva

Nuestra concepción reduccionista y estanca de la sexualidad crea identidades cerradas y centradas en la igualdad o diferencia del sexo anatómico de los copartícipes y desprecia la riquísima gama de características de la personalidad erótica que inciden en el modo de disfrute sexual. Pues, para defender la primacía absoluta del sexo anatómico del partenaire en la definición de la identidad, es indispensable desdeñar una serie de componentes esenciales de la sexualidad humana.

Hay que desdeñar la inevitable ambigüedad sexual del individuo: no todo hombre es puramente masculino en su ejercicio sexual ni en sus vínculos interpersonales. Hay que desdeñar la singularidad de las predilecciones eróticas de cada persona individual: un homosexual sadomasoquista tiene mucho más en común con un sadomasoquista heterosexual que con otro homosexual. Y hay que desdeñar la compleja combinatoria de zonas erógenas, que varía no sólo según cada individuo sino según el tipo de relación que éste mantenga: el espacio corporal del placer erótico se extiende más allá de la genitalidad y desplaza su centro conforme el tipo y circunstancia de la relación. En síntesis: acerca de mi sexualidad, el sexo de mi partenaire tiene bastante poco que decir… si es que debiera decir algo y fuera necesario saberlo.

En el núcleo de nuestra concepción de la identidad sexual se localiza una auténtica fijación en el puro hecho de la igualdad o diferencia de los órganos sexuales, y la completa desatención de la experiencia sexual propiamente dicha, que incluye un amplio repertorio de zonas erógenas que no son filiables como masculinas o femeninas, y un universo imaginario prácticamente infinito. Desde el punto de vista de la sexualidad humana, el ano es un órgano sexual de primera categoría equiparable al pene o la vagina, ¿Cuál es el sexo del ano? ¿Y qué no podría decirse de la piel, toda la piel y todas las pieles? ¿Pueden los besos clasificarse en homos y héteros? ¿Y las caricias? Para aquellos abusos metafóricos a los que es tan proclive el psicologismo vulgar, el ano es un órgano femenino y el dedo – qué duda cabe -, masculino. A partir de esta codificación sexista de aquello que carece de sexo, la práctica sexual real da pie a todo delirio interpretativo.

Ironizando sobre la hegemonía masculina sobre el pensamiento filosófico, un amigo solía sostener que si un filósofo se acostaba con una filósofo incurría inevitablemente en un vínculo homosexual. Dejando de lado el cariz machista de la ironía, ésta no va del todo desencaminada; pues, sin proponérselo, alude a un hecho de la realidad: el compañero de lecho no siempre suele ser lo que parece, ni suele serlo durante toda la soireé.

Una mujer que flagela a su marido para excitarse y excitarlo ¿es por ello menos mujer y él, menos hombre? ¿Cuándo una mujer penetra a un hombre, qué «son» cada cual? Hay personas que no gustan sexualmente de los japoneses o los negros; y ello no tiene necesariamente que ver con el racismo; pues por razones similares otras no soportan a los flacos, a los altos, a los rubios… ¿Cómo se llaman aquéllos a quienes sólo les gustan las gordas, o las casadas, o las embarazadas? ¿En qué piensa el «bisexual» cuando piensa en su sexualidad o cuando se masturba? ¿El autoerotismo requiere necesariamente de un partenaire imaginario y de un determinado sexo? ¿En quien piensa cada uno de los participantes en una relación de tres? ¿Por qué se excita un hombre heterosexual con la escena erótica de dos mujeres? ¿Qué es lo que le excita a un homosexual de la escena erótica de un hombre y una mujer? ¿Qué «enfermedad» padece aquél que cuando lo muerden pierde la erección? ¿Por qué a un determinado homosexual un pene negro puede producirle tanto o más asco que una vagina y, su amigo, en cambio, perder por tal pene la cabeza? (De hecho se fabrican prótesis fálicas de varias «razas»).

Las «orientaciones sexuales» son prácticamente infinitas. Para construir una idea de identidad sexual anclándola exclusivamente en el sexo del partenaire es necesario despreciar toda práctica que no sea aquélla convencionalizada como la canónica o sea el coito heterosexual. Y expulsar al terreno de la enfermedad, la perversión o la anormalidad todo gesto ajeno a ese paupérrimo modelo. Tal idea de la identidad sexual deja fuera, por lo tanto, la sexualidad propiamente dicha, o sea, esas interminables variaciones sobre un tema que no existe.

El cuestionario del análisis de la homosexualidad y de la heterosexualidad padece de la misma fijación obsesiva en la genitalidad e, ideológicamente, está inscrito en aquella desviación que ha quedado definida como sexismo. La jerarquización del sexo del partenaire como un dato identificador, como sinécdoque de toda una estructura de la personalidad, es un prejuicio que define el sentido de la sexualidad en función exclusiva de su relación con el arquetipo: el vínculo reproductivo macho-hembra. Considerar al sexo anatómico de mi amante como hecho fundante de mi identidad es una creencia mítica: la homosexualidad y su par maniqueo, la heterosexualidad, son fantasmas, construcciones del imaginario colectivo.

Esa concepción de la identidad sexual parte de no reconocer ninguna diferencia entre sexo y sexualidad. Encubre la realidad de que sexos hay dos; pero sexualidad, una sola; está presente por igual en todos los humanos, cualquiera fuera su sexo y su práctica sexual predilecta y adopta formas de expresión prácticamente infinitas.

Pero ninguna imaginería social cristalizada como verdad es casual sino relativa, o sea, culturalmente condicionada: es variable pero no aleatoria. Y para detectar ese carácter relativo bastará salirse del propio contexto histórico y observar, por ejemplo, lo que ocurría en la antigua Roma. En su exploración de las prácticas eróticas entre hombres en la República y el Imperio, Natalia Ruiz de los Llanos comienza aclarando: desarrollar esta problemática presenta serias dificultades dadas ya por la terminología, pues hablar de homosexualidad y heterosexualidad, tanto en el mundo griego y en el romano, es anacrónico e impreciso. Digo anacrónico pues el término homosexualidad apareció recién en el año 1869 en boca del Dr. Húngaro Benkert; y, por su parte, heterosexualidad, en el año 1890 con Krafft-Ebing en su obra «Psicopatía sexual». La imprecisión está dada por el riesgo que se corre al tratar de juzgar con patrones axiológicos propios de nuestro presente histórico la sexualidad de una civilización hoy ya desaparecida. Así pues, los romanos no hablaban de homosexualidad o heterosexualidad sino de actividad y pasividad; oponían el fascinus (falo erecto) a todos los spintria (orificios masculinos y femeninos). (…) Dice Quignard «un homo (hombre) no es un vir (varón) sino cuando está en erección». Es símbolo de virilidad y potencia sexual, es decir, de poder sobre el Estado y la familia. Por lo tanto, sólo el vir, en tanto civis romanus, es el portador de las fasces, símbolo de su potentia e imperium, pues ha nacido para dominar el mundo subyugado que ha conquistado y le pertenece; como dominus, señor de la casa, es el portador del fascinus que ha sodomizado los orificios familiares: los de su mujer y los de sus esclavos, pues ambos conforman su patrimonio. [4] Es decir que todo paradigma erótico es fatalmente cultural: sus ejes de oposiciones están dictados por la respectiva matriz social.

El sexo entre hombres

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