Читать книгу Bastianos - Norma Diana González - Страница 4

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En la antigua ciudad de Bubastis, se veneraba a la diosa Bastet, señora de los felinos, en su estilizado cuello, un collar dorado con zafiros finamente tallados y en sus desafiantes orejas destellaban aretes de perfecta circunferencia con cuentas de lapislázuli. Sus ojos opacaban este entorno, el misterio de la noche se encontraba en ellos.

Las fiestas en su honor eran cada vez más fastuosas. La vulgaridad de la opulencia desenfrenada irritaba todos sus sentidos. Se sentía cautiva, de la adoración melosa y posesiva de sus seguidores. Cansada del vaho a vómitos fermentados, un atardecer se fue, justo cuando la luz de Venus anticipaba la noche.

Alrededor del siglo diecinueve retornó, se dio cuenta de que la habían olvidado, estaba sepultada por un sinfín de nuevos cultos y lentamente llegó a las ruinas de su gran metrópoli.

La Miseria la recibió enfundada en sus mejores galas, estaba sentada sobre los restos de un capitel, con su sonrisa desdentada. Todo el lugar le pertenecía, era la nueva señora y decidió hablarle del destino de sus pequeños.

A partir de la caída de la casa real Tolomeo, sus hijos fueron embarcados a diferentes destinos, muy apreciados por los barcos mercantes por mantener a raya a las alimañas. Pero el culto de la cruz los detestaba tanto como a las mujeres, a las cuales culpaban por la caída del paraíso.

Describió detalladamente las maneras en que sometieron, torturaron y asesinaron tanto a las mujeres como a los gatos. Extasiada, relató cómo la persecución y muerte de sus hijos permitió que proliferaran las ratas, sus mejores aliadas en la propagación de la peste negra.

El sol estaba agonizando cuando Bastet dejó Egipto, a través de los mantos de las décadas, caminó y navegó sin rumbo. Viviendo con el relato de La Miseria y un dolor inmenso que la sofocaba, el 31 de diciembre de 1999 llegó al puerto de Mar del Plata.

Su culto desapareció, sus artefactos estaban aletargados en las vitrinas de los museos, algunos en las manos de amantes de la belleza o en las bóvedas de especuladores financieros, toda llama de esperanza se había perdido.

En una cochera subterránea, entre emanaciones de sépticos, escuchó el clamor de bienvenida al nuevo milenio. Desolada y abatida, la majestuosa señora de los felinos se derrumbó sobre el frío piso de cemento cubierto de aceite apelmazado. Lloró y de sus lágrimas nacieron siete gatos.

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