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1. Indiferencia
carnal

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Siempre se queda uno atónito al volverlo a ver. No en directo como en televisión, sino de pie ante uno y con su mejor aspecto. Porque el Más Grande Atleta del Mundo corre el peligro de ser nuestro hombre más guapo, razón por la cual no tiene más remedio que entrar en escena la hipérbole kitsch. Los suspiros de las mujeres son perceptibles. Los hombres bajan la mirada. Porque recuerdan de nuevo su poco valor. Aunque jamás abriera la boca con el fin de hacer temblar la jalea de la opinión pública, Alí seguiría inspirando amor y odio. Porque es el Príncipe del Cielo… Eso dice el silencio que se produce alrededor de su cuerpo cuando está iluminado.

Cuando está deprimido, en cambio, su pálida piel adquiere el color de un café con agua lechosa, sin crema. En el cenagoso aguachirle de su carne se observa el verde enfermizo de una mañana melancólica. En tal caso, no ofrece muy buen aspecto. Esta podría ser una descripción bastante ajustada del aspecto que ofrecía en su campo de entrenamiento de Deer Lake, Pennsylvania, una tarde de septiembre, siete semanas antes de su combate en Kinshasa contra George Foreman.

Su sparring estaba soso. Peor aún. Se pasaba el rato recibiendo golpes, golpes que normalmente hubiera evitado, ¡y aquello no era propio de Alí! Contemplarle entrenar era un arte que se adquiría a lo largo de los años. Otros campeones elegían a sparrings que pudieran imitar el estilo de su próximo contrincante y, en caso de poder permitirse este lujo, añadían a otro púgil que fuera afable: alguien a quien poder golpear a su antojo y con quien resultara divertido boxear. Alí lo hizo también, pero invirtió el orden. Para la segunda pelea con Sonny Liston, su preferido había sido Jimmy Ellis, un enrevesado artista que no tenía nada en común con Sonny. Como boxeadores, Ellis y Liston poseían estilos tan dispares que no se hubieran podido pasar una sopera el uno al otro sin derramar el contenido. Como es lógico, Alí dispuso también de otros sparrings con vistas a aquel combate. Se me viene a la memoria «Shotgun» Sheldon. Alí se apoyaba en las cuerdas mientras Sheldon le propinaba cien golpes en el vientre: de esta forma entrenaba Alí su estómago y sus costillas con el fin de que estuvieran en condiciones de encajar el martilleo de Liston. Eso lo hacía por deber, pero lo que más le gustaba a Alí era pelear con Ellis como si no le hiciera ninguna falta estudiar el estilo de Sonny, pudiendo derrochar su ingenio y brillo a raudales.

Los púgiles suelen dedicar en general cierta parte de su período de entrenamiento a consolidar la propia confianza en sus reflejos, de la misma manera que un esquiador corriente, tras una semana practicando el esquí en paralelo, puede empezar a abrigar la esperanza de que parecerá un experto. En los últimos años, sin embargo, Alí solía concentrarse no tanto en la consolidación de su velocidad cuanto en la capacidad de encajar golpes. Una parte de esta habilidad consistía en reducir la fuerza de cada golpe que recibía en la cabeza para después fraccionarla. Eso lo hacen todos los púgiles, es más, un boxeador joven no estaría en condiciones de durar mucho tiempo si su cuello no girara en el instante en que recibiera el golpe, pero parecía como si Alí pretendiera enseñarle a su sistema nervioso a transmitir la señal con mayor rapidez que el resto de mortales.

Tal vez todas las enfermedades estriben en una ausencia de comunicación entre la mente y el cuerpo. Ello es indudablemente cierto en el caso de una enfermedad tan rápida como es el knock out. La mente ya no puede transmitir ningún mensaje a las extremidades. El límite de esta teoría, expuesta por Cus D’Amato cuando era el entrenador de Floyd Patterson y José Torres, señala que un púgil con auténtico deseo de vencer no puede ser noqueado si ve venir el golpe, porque en tal caso no experimenta ninguna dramática ausencia de comunicación. El golpe puede causarle daño, pero no dejarlo fuera de combate. En cambio, una combinación de cinco golpes en la que cada uno de ellos da en el blanco precipita a cualquier contrincante en la inconsciencia. Por ligeros que sean los golpes, hay premio gordo. La súbita sobrecarga del centro de transmisión de mensajes de la víctima da lugar inevitablemente a aquel alud de confusión que se conoce con el nombre de groggy.

Ahora bien, parecía como si Alí quisiera llevar esta idea hasta un extremo en el que pudiera asimilar los golpes con mayor rapidez que otros boxeadores, transmitir la sacudida a través de un superior número de partes de su cuerpo o bien encauzarla por el mejor camino, de tal forma que estuviera en condiciones de recibir esta combinación de cinco golpes (¡o de seis o siete!) y de distribuir al mismo tiempo el impacto a cada brazo, cada órgano y cada pierna, logrando de este modo digerir el castigo y conservar la claridad mental. Contemplar a Alí encajando golpes era toda una experiencia. Se apoyaba en las cuerdas y enviaba suavemente la zarpa hacia el sparring como una gata que instara delicadamente a su cría a que se alejara. Después Alí disparaba el guante para que el golpe del contrario rebotara desde el guante a su cabeza y repetía el mismo movimiento desde otros ángulos, como si la segunda mitad del arte de encajar golpes consistiera en aprenderse las trayectorias mediante las cuales los golpes rebotan de los guantes y, sin embargo, te alcanzan; Alí estudiaba constantemente la forma de amortiguar tales golpes o de castigar el guante que los había descargado, elaborando sin cesar la íntima comprensión del cómo atrapar, amortiguar, modificar, burlar, curvar, elevar, desviar, deformar, ladear, inclinar y dar la vuelta a las bombas que llegaban hasta él y hacerlo con un mínimo de movimientos, de espaldas contra las cuerdas y con las manos lánguidamente en alto. Se entrenaba invariablemente siguiendo el guion en el que se le había encasillado como púgil proclive a la extenuación, demasiado cansado como para poder siquiera levantar los brazos en el doceavo asalto de una pelea de quince. Es posible que dicho entrenamiento lo salvara de ser noqueado por Frazier en la primera pelea que ambos sostuvieron, y, desde entonces, Alí lo había venido practicando en todos los combates sucesivos. «¡Deja de jugar!», le gritaban desde su rincón; los jueces puntuaban negativamente su tendencia a apoyarse demasiado en las cuerdas, y los periodistas deportivos señalaban que ya no parecía el Alí de siempre y, sin embargo, él entretanto se dedicaba a pulir su método.

No obstante, aquella tarde en Deer Lake parecía que estuviera aprendiendo muy poca cosa. Era alcanzado por golpes estúpidos que daban la impresión de pillarlo por sorpresa. No estaba lánguido, sino perezoso. Parecía aburrido. Ponía de manifiesto, al trabajar, todo el sombrío entusiasmo del marido que se obliga a sí mismo a hacerle el amor a su mujer en medio de la más densa indiferencia carnal.

El primer sparring, Larry Holmes, un joven negro de tez clara con una marca profesional de nueve combates ganados y ninguno perdido, boxeó agresivamente por espacio de tres asaltos, alcanzando a Alí con mucha mayor frecuencia que este a él, lo cual no hubiera sido nada insólito —había veces en que Alí no lanzaba ni un solo golpe en todo un asalto—, pero aquella tarde parecía que Alí no supiera cómo utilizar a Holmes. Alí presentaba la misma expresión de enojo que solía observarse en Ray Sugar Robinson hacia el final de su carrera cuando le alcanzaban en la nariz; una mueca de desprecio hacia el oficio, como si a uno pudieran estropearle la jeta si no se andaba con cuidado. La tarde era calurosa y el gimnasio resultaba asfixiante. Estaba lleno de turistas —más de cien— que habían pagado un dólar para poder entrar… y se respiraba una especie como de apatía de finales de verano. De vez en cuando, Alí castigaba a Holmes por su atrevimiento, pero Holmes no estaba dispuesto a que se le aleccionara sin presentar batalla. Repelía los ataques con todo el entusiasmo de un joven profesional que ve abrirse ante él el futuro más grande. Como es lógico, Alí hubiera podido darle una lección, pero peleaba sumido en un denso mal humor. Parte de la fuerza de Alí en el cuadrilátero estribaba en la fidelidad a su estado de ánimo. Aunque, hablando con la prensa, se le escapara de vez en cuando un tono de voz desabrido o histérico con la misma facilidad con que otros hombres encienden un cigarrillo, en el ring jamás se mostraba frenético, por lo menos desde su pelea con Liston en Miami en 1964, en la que había ganado el campeonato de los pesos pesados. No, de la misma forma que Marlon Brando parecía encarnar un papel como si fuera una extensión natural de su estado de ánimo, de esta misma forma boxeaba Alí. Cuando estaba malhumorado, aparecía como sumido en un letargo y boxeaba como mostrando su desagrado por la pesadez de aquel trabajo. A menudo se entrenaba toda una tarde con este espíritu. La diferencia estribaba en que hoy estaba recibiendo golpes inesperados…, lo cual constituía para Alí el fin del mundo. Molesto, castigaba a Holmes apresándole la cabeza con el brazo. A lo largo de los años, Alí se había convertido en uno de los mejores púgiles del cuadrilátero. Si se hubiesen introducido en el boxeo llaves de karate, Alí hubiera sido también el mejor. Su credo era el de que nada del boxeo tenía que serle ajeno. Ahora, sin embargo, semejante virtuosismo se reducía a luchar con Holmes cuerpo a cuerpo. Cuando se separaban, Holmes lanzaba un nuevo ataque. A los tres asaltos, Alí empezó a propinarle golpes y Holmes se los devolvió.

El siguiente sparring de Alí, Eddie «Bossman» Jones, un peso semipesado, era como una oscura versión recortada de George Foreman. No debía de medir más de un metro setenta y cinco de estatura y Alí lo utilizaba como un compañero de juegos. Sintiéndose con Jones (un boxeador parecido por su estilo a otros boxeadores que quedaban como paralizados y solían retroceder) absolutamente a sus anchas, Alí permanecía apoyado contra las cuerdas y encajaba los golpes de Bossman cuando le parecía bien y los bloqueaba cuando no. A juzgar por su comportamiento, Alí hubiera podido ser el inspector de una línea de montaje que aceptara y rechazara el producto. «Esta pieza pasa, esta no.» En la medida en que el boxeo es carnalidad, carne contra carne, Alí era un maestro a la hora de encajar y sabía extraer todo el jugo estético de los golpes que bloqueaba o esquivaba, más todo el libidinoso jugo de Bossman Jones aporreándole el estómago. Durante todo el asalto, Bossman se dedicó a machacar a Alí, y Alí siguió encerrado en sí mismo. En el segundo de sus dos asaltos, Alí se apartó de las cuerdas durante los dos últimos minutos y empezó, por primera vez en toda la tarde, a soltar golpes. Exhibió entonces todo su arsenal de golpes de maestro, golpes con el puño cerrado, golpes con el puño abierto, golpes con el puño girado a la derecha, golpes con el puño girado a la izquierda y después toda una serie de ataques de tanteo en forma de jabs, uppercuts y ganchos certeros en posición erguida, con gran rapidez en ambos puños. A cada golpe, el guante hacía algo distinto, como si el puño y la muñeca que albergaba en su interior también estuvieran hablando.

Bundini, el entrenador de Alí, empezó ahora a animarse y a gritar desde el rincón. «¡Dale, dale, dale!», gritaba alegremente. Pero Alí no lanzaba ningún golpe fuerte; más bien aporreaba a Bossman Jones como con un pimentero, ¡ting, ting, bing, bap, bing, ting, bap!, y la cabeza de Bossman oscilaba hacia adelante y hacia atrás como una «pera» de entrenamiento. «¡Dale, dale, no pares!» Había algo de obsceno en la contemplación del espectáculo, como si la cabeza de aquel hombre se encontrara en la rueda de un alfarero y estuviera siendo moldeada en forma de «pera» o punching-ball. Aunque no había sido golpeado con fuerza, Jones (un tanto a favor del teorema de D’Amato) se tambaleaba cuando finalizó el asalto. Había sido bueno para el patrón. El rostro de Jones daba a entender bien a las claras que miles de golpes habían rebotado en su persona; poseía aquel brillo celestial del rudo trabajador cuya inteligencia ha ido mermando golpe a golpe.

Los últimos tres asaltos se disputaron con Roy Williams, presentado al público como el campeón de los pesos pesados de Pennsylvania. Poseía la misma envergadura que Alí y era un amable negro de aspecto adormilado que boxeaba con tanto respeto hacia su patrón que parecía como si su mayor preocupación fuera el terror de estropear el carisma de Alí. Williams daba zarpazos al aire y Alí se dedicaba a luchar con él desde todos los ángulos. Parecía que ahora se concentrara más en luchar que en boxear, como si experimentara curiosidad por poner a prueba sus brazos contra la fuerza de Williams. Transcurrieron tres lentos asaltos con la cabeza del campeón de los pesos pesados de Pennsylvania apresada en el hueco del bíceps de Alí. Parecía la fase terminal de una pelea callejera en la que ya no queda más que respiración jadeante.

Alí llevaba boxeando ocho asaltos, cinco de los cuales habían sido muy fáciles, demasiado fáciles para que pusiera de manifiesto tanto cansancio… El tono verdoso de su piel era indicio de un hígado en no muy buenas condiciones. Los turistas, una multitud integrada principalmente por obreros blancos del sector textil enfundados en floreadas camisas deportivas y salpicada aquí y allá por alguna que otra barba o melena, se mostraban más bien apáticos. Era necesario estar familiarizado con los métodos de Alí para tener alguna remota idea de lo que podía significar aquel entrenamiento. Hacia la mitad del último asalto empezó a escucharse de nuevo la voz de Bundini. Muy conocido entre los lectores de las páginas deportivas (por ser el inventor del «Flota como una mariposa y aguijonea como una abeja»), poseía en días normales una personalidad mucho más intensa por centímetro cúbico que el propio Alí y ahora estaba gritando con una voz que todos los espectadores iban a recordar, porque no es que fuera únicamente ronca o imprecatoria, sino que sugería, además, una capacidad de atravesar cualquier barrera atmosférica. Bundini estaba evocando a los espíritus. «¡Azótalo como una serpiente! ¡Pínchale! ¡Pínchale duro!», bramaba echando la cabeza hacia atrás y alanceando ogros ectoplasmáticos con sus ojos en blanco. Alí no reaccionaba. Él y Roy Williams seguían abrazándose, luchando y aporreándose de vez en cuando. Sin arte. Simplemente los pesados conatos de unos luchadores excesivamente cansados, tan parecidos al lento arrastrarse de los trabajadores de una empresa de mudanzas excesivamente cansados: «Dale —gritaba Bundini—, dale fuerte.» Los segundos iban transcurriendo despacio. Bundini aspiraba a una buena paliza, aspiraba a ella por aquello de la moral, para que Alí se quedara con la conciencia tranquila aquella noche, para que se confirmara la buena costumbre, para que se acabara de una vez aquel maldito mal humor, si no por otra cosa. «¡Dale fuerte! ¡Pínchale! Anda, nene. ¡Remata el espectáculo, rematemos el espectáculo! Atízale. ¡Acaba con él! ¡Acaba con él! ¡Acaba con él!», siguió vociferando Bundini hasta los últimos segundos de aquel octavo y último asalto, mientras Alí y Williams llegaban muy despacio al término de su jornada. Nada extraordinario. Ninguna paliza. El gong. No había sido un entrenamiento demasiado afortunado. Alí estaba agriado y congestionado.

No se le vio tampoco muy contento que digamos una hora más tarde, cuando se dispuso a hacer frente a las entrevistas. Repantigado en un sillón de los vestuarios, se observaban en él trazas evidentes del esfuerzo realizado y daba la impresión de ser lerdo y, por una vez, hasta poco inteligente; más aún, ni siquiera estaba guapo. Tenía el rostro ligeramente hinchado y parecía como si la cabeza se le tuviera que ir espesando hasta acabar presentando en los años futuros el aspecto de un perro carlino. Pero lo más sorprendente era su falta de energía. Por lo general, a Alí le gustaba hablar después de un entrenamiento, como si el esfuerzo físico sirviera para aguijonear sus energías y estimularlo en su mayor pasión, que era la de hablar. Hoy, sin embargo, permanecía reclinado en el sillón y dejaba que los demás hablaran por él. Se hallaban presentes en la estancia varios negros que se acercaban uno a uno como cortesanos, murmurándole a Muhammad algo al oído, y después se retiraban. Un entrevistador de una cadena negra extendió el micrófono por si Alí deseaba contestar, pero en esta ocasión no lo hizo.

Parecía como si el entrenamiento lo hubiera agotado en exceso. Se respiraba en el aire una ausencia de estímulo tan pesada como la tristeza. Desde luego, no es nada insólito que los campos de entrenamiento de los púgiles resulten sombríos. Cuando se hallan sometidos a un intenso entrenamiento, los boxeadores viven en unas dimensiones de aburrimiento que otras personas apenas alcanzan a imaginar. En el caso de los boxeadores, así tiene que ser. El aburrimiento provoca impaciencia con la propia vida y violento deseo de mejorarla. El aburrimiento crea aversión hacia la posibilidad de perder. De ahí que el mobiliario presente invariablemente todos los matices del gris apagado y del marrón apagado; que los sparrings golpeados casi hasta la insensibilidad se muestren abatidos cuando no malhumorados, y que el silencio parezca destinado a preparar al púgil para la tortura de la noche de la pelea. Los campos de entrenamiento de Alí, sin embargo, solían rebosar de vitalidad, si no por parte de los demás sí por la suya. Era como si Alí insistiera en pasarlo bien mientras se entrenaba. Pero hoy no. Aquello se parecía al campo de entrenamiento de cualquier otro boxeador. Unos sentimientos no expresados de derrota impregnaban la estancia lúgubremente amueblada.

De la misma forma que un hombre que cumple una larga condena en prisión empieza a desesperarse en el momento en que se percata de que el esfuerzo por conservar la cordura va a acabar convirtiéndolo en menos hombre, un boxeador sigue más o menos el mismo razonamiento. El preso y el púgil tienen que ceder una parte de lo que en ellos es mejor (dado que lo que es mejor para cualquier ser humano está tan poco adaptado a la cárcel —o al entrenamiento— como un animal salvaje al parque zoológico). Más tarde o más temprano, el boxeador se da cuenta de que algo de su psique está pagando demasiado caro el entrenamiento. El aburrimiento no solo le embota la personalidad, sino que le asesina el alma. No es de extrañar, por tanto, que Alí se hubiera pasado la mitad de su carrera rebelándose contra el entrenamiento.

—¿Qué piensa usted de las apuestas? —le preguntó alguien, y la pregunta, lanzada sin previo aviso, dejó a Alí como desconcertado.

—No sé nada de apuestas —repuso; alguien le explicó que las apuestas estaban contra él a razón de 21/2 a 1—. ¿Y eso es mucho? —preguntó, casi sorprendido—. ¡Entonces es que piensan en serio que Foreman va a ganar! —Por primera vez en aquel día se le vio algo menos deprimido—. Con unas apuestas así podrían ganar mucho dinero, señores. —La idea del combate, sin embargo, pareció alegrarlo un poco, como el reo que piensa en la hora en que finalizará su condena (aunque pudiera haber un asesino aguardándole en la calle)—. ¿Les gustaría —preguntó algo más animado— escuchar mi último poema?

Nadie se atrevió a decirle que no. Alí le hizo un gesto a un lacayo, el cual trajo una cartera, de la que el púgil extrajo unas manoseadas páginas, manejando esta literatura con la misma concentración en los dedos con la que un pobre hombre cuenta un fajo de billetes. Después empezó a leer. Los negros lo escuchaban compadecidos, manteniendo los ojos apartados y pensando en otras cosas.

Tengo —recitó Alí— un golpe uno-dos magnífico. El uno pega mucho, pero el dos es terrorífico.

Todo el mundo se rió estúpidamente. La composición proseguía afirmando que Alí era afilado como una navaja y que tal vez Foreman sufriera algún corte.

Con solo mirarlo te pondrás malo, porque le verás el rostro todo cortado.

Al final, Alí apartó a un lado las páginas. Agitó la mano agradeciendo el forzado regocijo de los oyentes. El poema tenía una extensión de tres páginas.

—¿Cuánto tardó en escribirlo? —le preguntaron.

—Cinco horas —repuso Alí, que podía hablar a razón de trescientas nuevas palabras por minuto.

Dado que se respetaba al hombre, al hombre en su totalidad con inclusión de su talento literario (de la misma forma que uno hubiera estado dispuesto a respetar los chirridos que Balzac pudiera arrancarle a una flauta si ello fuese indicio del valor de Balzac… y aun así, menudo valor), la imagen de Alí era apreciada también lápiz en mano, componiendo, en la más profunda reverencia negra hacia la rima…, los misteriosos eslabones del universo del sonido: ¡no hay rima que no posea una razón oculta! ¿Contribuían las rimas de Alí a configurar la disposición del futuro o se limitaba Alí simplemente a sentarse, una vez finalizado un entrenamiento, ensartando lentamente versos de escasa inspiración?

Los poderes psíquicos de Alí jamás se mantenían largo rato apartados de cualquier situación crítica.

—Eso —dijo— es para divertirme. Me estoy dedicando también a la poesía seria.

Por primera vez en aquel día pareció mostrar interés por lo que estaba haciendo. Ahora empezó a recitar de memoria en tono grave:

Las palabras de la verdad son conmovedoras, la voz de la verdad es profunda, la ley de la verdad es sencilla. En tu alma cosecharás los frutos.

El poema se prolongaba a lo largo de un considerable número de versos y al final terminaba con el verso «El alma de la verdad es Dios», sentimiento indiscutible tanto para un judío como para un cristiano o un musulmán; en realidad, indiscutible para cualquiera menos para un maniqueo como nuestro entrevistador. Pero es que el entrevistador ya se estaba adentrando por otra vereda estética. No era posible que el poema fuera original. Tal vez fuera la traducción de algún pío fragmento sufí que sus preceptores musulmanes le hubieran leído, tras lo cual Alí se hubiera limitado a modificar algunas de las palabras. Perduraba, sin embargo, un determinado verso: «En tu alma cosecharás los frutos.» ¿Lo había escuchado uno realmente? ¿Era posible que lo hubiera escrito él? En todos los doce años de proféticas coplas pugilísticas por parte de Alí —el poema tan pésimo como exacta la predicción: «Archie Moore / el suelo duro / besará seguro / cuando termine el cuarto», y cosas por el estilo—, aquel verso debía ser el primer ejemplo, en el voluminoso catálogo de Alí, de una idea no resueltamente antipoética. Que Alí fuera capaz de componer algunas palabras de verdadera poesía sería análogo al caso de un intelectual capaz de soltar un buen golpe. Era necesario efectuar averiguaciones. Alí, sin embargo, no lograba recordar el verso fuera de su contexto. Tenía que recordar el poema entero. Pero le estaba fallando la memoria. Ahora podía comprenderse el efecto de los golpes que había recibido aquella tarde. Verso a verso, su voz buscaba las olvidadas palabras. Tardó cinco minutos en conseguirlo. En aquellos momentos, todo ello se convirtió en otro tipo de esfuerzo, como si el acto de recordar pudiera restablecer la conexión de los circuitos del cerebro que se habían estropeado aquel día. Con todo el alborozo de un niño de ocho años que hace gala de su buena memoria en clase, Alí lo consiguió al final. Su paciencia fue recompensada.

—La ley de la verdad es sencilla. / Lo que siembres cosecharás.

¡Lo que siembres cosecharás! La marca de Alí se había conservado intacta. Aún le faltaba por escribir su primer verso de poesía.

El ejercicio sirvió, sin embargo, para despertarlo. Empezó a hablar de Foreman con gran fruición.

—¿Piensan que va a derrotarme? —preguntó Alí a gritos, como si hubieran cometido una ofensa contra su sentido del universo—. Foreman —añadió, encolerizado— no es más que un tipo agresivo. ¡No sabe pegar! Jamás ha dejado fuera de combate a ningún hombre. Derribó a Frazier seis veces pero no pudo noquearlo. ¡Derribó cuatro veces a José Román, que es un don nadie, pero no pudo noquearlo! ¡Y a Norton lo derribó cuatro veces! Eso no es un pegador. Foreman se limita a empujar a la gente al suelo. ¡No puede causarme ningún quebradero de cabeza porque no tiene gancho de izquierda! Los ganchos de izquierda me preocupan. Sonny Bates me abatió con un gancho de izquierda, Norton me rompió la mandíbula, Frazier me derribó con un gancho de izquierda, pero Foreman… pega flojo y tarda un año en alcanzarte. —Ahora Alí se levantó y empezó a lanzar golpes al aire—. ¿Creen que eso me va a preocupar a ? —preguntó lanzando en dirección al entrevistador golpes con la izquierda y con la derecha, que por escasos cinco centímetros no le llegaban a la retina—. Esta va a ser la mayor derrota de toda la historia del boxeo. —Al final, Alí se había animado—. Le gano en alcance por cuatro centímetros. Y eso es mucho. Un centímetro y medio ya puede considerarse una ventaja. Pero cuatro centímetros es mucho. Mucho.

De sobra era sabido que un campo de entrenamiento se propone el objetivo de manufacturar un producto: el ego de un púgil. En el campo de Muhammad, sin embargo, no se encargaban de la manufactura ni el ausente representante ni los entrenadores ni los sparrings y ciertamente tampoco la sombría atmósfera que en él se respiraba. No, de todo el trabajo se encargaba el propio Alí. Él era el producto de su propia materia prima. Tal y como él planteaba el asunto, Foreman no tenía ninguna posibilidad. No obstante, perduraba el recuerdo del aniquilamiento de Ken Norton en dos asaltos por parte de Foreman. Aquella noche, hablando junto al ring poco después de finalizada la pelea, Alí lo había dicho con voz estridente. Al empezar a hablar con los entrevistadores de televisión, su primera observación —nada característica de Alí— fue: «Foreman puede pegar más fuerte que yo.» Si Alí se había disculpado consigo mismo por sus dos largos combates nulos con Norton, tales disculpas se habían borrado de su ego. Aquella noche en Caracas, directamente ante sus ojos, había visto a un asesino. Foreman se había mostrado en el cuadrilátero perverso como pocos. En el segundo asalto, mientras Norton empezaba a desplomarse por segunda vez, Foreman le alcanzó de lleno cinco veces con la misma rapidez instantánea con la que un león ataca a su presa. Tal vez Foreman no supiera pegar, pero sabía ejecutar. Aquel instante debió de remover las entrañas de Alí.

Como es lógico, un gran boxeador no puede experimentar la misma inquietud que otros hombres. No puede pararse a pensar en el daño que tal vez le inflija otro boxeador. Porque en tal caso su imaginación no lo haría más creativo, sino menos… Al fin y al cabo, tiene a su disposición toda la inquietud que desee. Allí en Deer Lake la orden era la de enterrar cualquier temor; en su lugar, Alí se dedicaba a aspirar una perniciosa confianza en sí mismo, monótona en extremo. Una vez más, su encanto se perdió en la declamación de su propio valor y de la ineptitud de su adversario. No obstante, la alquimia daba resultado. En cierto modo, la inquietud enterrada se transformaba en ego. Diariamente acudían los entrevistadores y diariamente era informado del 21/2 a 1 de las apuestas y sometía a sus informadores al mismo discurso, leía los mismos poemas, se levantaba y les lanzaba golpes a cinco centímetros de la cara. Si los reporteros traían consigo magnetófonos en los que grabar sus palabras, podían acabar disponiendo de la misma entrevista, palabra por palabra, aunque sus visitas hubieran estado separadas por una semana de distancia. Toda una horrenda pesadilla —el exterminio de Norton por parte de Foreman— se convertía, periodista por periodista, poema por poema, mismo análisis tras mismo análisis —«¡Tiene un golpe agresivo pero no sabe pegar!»—, en la restauración del ego de Alí. El canguelo del terror estaba siendo emparedado tras ladrillos psíquicos. ¡Qué muro de ego no habrá erigido Alí a lo largo de los años!

Antes de partir se efectúa un recorrido informal por el campo de entrenamiento. Deer Lake ya es famoso en los medios de comunicación por sus reproducciones de cabañas de esclavos en lo alto de la colina de Alí y por las grandes rocas en las que aparecen pintados los nombres de sus contrincantes. El nombre de Liston figura en la primera roca que se encuentra al enfilar la carretera de acceso. Cada regreso al campo tiene que recordarle a Alí estas rocas. Hubo un tiempo en que aquellos nombres eran púgiles que provocaban el pánico en medio del sueño y un escalofrío al despertar. Ahora no son más que nombres, y las cabañas constituyen un deleite para la vista, sobre todo la cabaña de Alí. Sus maderas presentan el oscuro tinte del viejo puente de ferrocarril del que proceden; su interior, para agradable sorpresa, se asemeja mucho al de una modesta cabaña de esclavos. El mobiliario es sencillo pero auténticamente antiguo. El agua se obtiene mediante una bomba de mano. La más lógica moradora de la cabaña de Alí sería una anciana con los modales propios de una reseca y honrada vida. Hasta la cama de cuatro pilares, con su colcha de labor de retazos, parece más adecuada para el tamaño de la anciana que para el de Alí. Fuera de la cabaña, sin embargo, el residuo filosófico de esta anciana queda obliterado por el estacionamiento cubierto. Es más espacioso que una cancha de baloncesto, y todos los edificios, grandes y pequeños, lindan con él. ¡Cuánta parte de Alí se respira aquí! El sutil gusto del Príncipe del Cielo, venido para conducir a su pueblo, entra en colisión con los estridentes rugidos del paraíso de los medios de comunicación de Muhammad, en el que el único firmamento es el asfalto y las estrellas despiden destellos en medio de las perturbaciones eléctricas.

El combate

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