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Escritora

¿Quién soy? Cada vez que comienzo una traducción, a veces ya en la primera línea, me asalta, inmisericorde, esa pregunta agónica: ¿Quién soy? Una escritora, contesto. ¿Qué significa eso? Que he construido mi identidad a partir del lenguaje, que he elegido las palabras, no la música, ni los números, ni los pigmentos del pintor, ni el barro o el hierro del escultor, ni el cuerpo de la bailarina, para explorar quién soy. Que elegí que el Verbo se hiciera Carne, mi carne.

La lengua para mí no es un mero instrumento de comunicación, sino una herramienta de indagación, de aprehensión, de creación de la realidad. Es la cuna que mece mis angustias, es el espejo en el que me miro, es la sal en la herida, es la pared contra la que me estrello, es el placer que disfruto, es el odio que exorcizo. Las palabras son mis manos, mis ojos, mi olfato, mi piel… Soy escritora, me digo. Con palabras he tratado de dotar de sentido la existencia, tan carente de sentido. He buscado explicar lo incomprensible: por qué el dolor, por qué el amor, por qué el miedo. Por qué la muerte. Por qué la vida. Solo he enmudecido en épocas en las cuales decidí anestesiarme ante el sufrimiento. No me sentía capaz de soportar la verdad que revela la escritura.

Soy una escritora que traduce. Cuando traduzco, me desdoblo: soy la que traduce y soy quien observa a la traductora traducir. ¿De quién es la mirada sobre el texto? ¿De la traductora o de la escritora? Estoy, al mismo tiempo, inmersa en la traducción y fuera, porque sé que en un futuro no lejano volveré a ser escritora. A veces pienso que las dudas y las angustias que acompañan mi quehacer como traductora, y que cuestionan mi seguridad como escritora, son una venganza por esa transitoriedad. El precio a pagar.

Como escritora, trabajo con mi voz, la exploro, la afilo. Cuando traduzco, he de abandonar esa voz para encontrar otra que refleje la del autor traducido. El anonimato es uno de los requisitos del oficio. La clandestinidad, el olvido de sí, subrayan el placer verbal: todo tiene que ver con el lenguaje, todo se desarrolla dentro del lenguaje. La escritura, por el contrario, está teñida de identidad.

¿Quién escribe entonces este ensayo? ¿La escritora o la traductora? ¿Es la escritora quien narra la experiencia de quien renuncia a poseer una voz para así poseer todas? ¿O quien narra es la traductora, amoldándose a la voz de la escritora, como hace camaleónicamente con cada nuevo encargo? Al escribir este ensayo, ¿soy la voz de la traductora o su instrumento?

Solo en una ocasión he escuchado esa voz que es ajena y, al mismo tiempo, es mía. En 2014 John Banville fue galardonado con el premio Princesa de Asturias de las Letras. Me llamaron desde la Fundación para encargarme la traducción del discurso que el escritor pronunciaría en el teatro Campoamor de Oviedo. La tarde del acto, al entrar en el teatro, nos entregaron unos auriculares para escuchar en español los discursos de los premiados. Desde el pequeño palco donde me encontraba junto a las editoras de Banville, vi aproximarse al escritor al atril. Su figura menuda se recortaba sobre el fondo azul. Llevaba unas gafas redondas de concha y, en el escenario iluminado, resplandecía su corbata de un vivo granate a juego con el pañuelo. Comenzó a hablar y sus palabras en inglés se unieron a mi traducción, que sonaba a través de los auriculares. Con los ojos fijos en Banville, el público lo escuchaba con atención, como si el escritor le hablara en español al oído. Yo miraba al público, pendiente de su reacción a mis palabras, que eran de Banville. Sentí una extraña sensación de desdoblamiento, una leve esquizofrenia.

En el tránsito de escritora a traductora hay que atravesar un espacio brumoso. Me adentro en esa niebla como si me sumergiera en el Leteo, el río del olvido. El momento inicial de anular la propia voz para adquirir una nueva, lo que he llamado el despojamiento, me permite vislumbrar el probable final que me aguarda en el camino de la vida. Mi titubeo no es el de la niña que fui, sino el de la anciana que seré. La niña balbucea, y su balbuceo es exploración, aprendizaje, futuro. El balbuceo de la anciana es extravío y es angustia por la conciencia de la pérdida.

La transformación de escritora en traductora es un tránsito emocional. El tiempo de abandonar la máscara habitual y adaptar, y adoptar, el nuevo rostro parece breve y ligero como un soplo, pero encierra una tormenta. Por eso también espacio las traducciones. Temo el despojamiento inicial –la pérdida de mi voz, el trabajoso salir de mí–, pero al mismo tiempo tampoco deseo la rutina, la mecanización que implicaría traducir de una forma continuada. Debo de tener cierta inclinación al melodrama, porque prefiero las emociones, aunque sean poco placenteras.

La traducción me enfrenta con mis propias limitaciones como escritora. Me obliga a ampliar mi ámbito de trabajo para explorar zonas donde nunca me adentraría. En cierta manera, es un proceso de reinvención. Un autorretrato en un espejo convexo.

En ocasiones me han ofrecido una obra de la que estaba enamorada o de la que me enamoré durante el trabajo. El amor es bueno para la traducción: deseas que el lector se apasione por el texto con la misma intensidad que sientes tú. Cuando no se da ese amor hacia el texto, puede existir amor hacia el escritor. Y cuando no existe amor ni hacia el texto ni hacia su autor, aún sientes una inmensa responsabilidad hacia el escritor. Esa responsabilidad no necesita oxígeno, está siempre ahí, sólida y gravosa como un dolmen.

Al traducir, veo la sombra invisible que proyecta la obra visible: el tiempo que su creador dedicó a concebirla, a madurarla, a escribirla, a revisarla, a corregirla. Sé que la escritura de cada línea ha requerido bastante más tiempo que la rapidez a la que avanzan mis ojos lectores. Mientras leo, la pausa del punto y aparte solo dura lo que tarda mi ojo en pasar a la línea siguiente. En el estudio del escritor, esa pausa a veces se prolonga durante días: ¿Es necesario ese cambio de ritmo? ¿No sería más efectivo un punto y seguido? Incluso en momentos de distancia con el texto –y no hay nada que provoque más distancia que el aburrimiento–, no logro olvidar la dedicación de su autor, la existencia de la obra invisible, esforzada, siempre inconclusa, que acompaña cada libro publicado. Esa responsabilidad por empatía es una carga extra. El sentimiento afectivo se convierte en un acto lingüístico.

No juzgo la obra que he de traducir. Soy traductora, no crítica literaria. Concedo al texto la validez de su existencia. Acepto su valor, no lo valoro. Respeto el impulso creador del autor o la autora que escribieron esa obra. Confío en que el texto guarde una sorpresa, aunque la sorpresa sea el perturbador reconocimiento de mis propias limitaciones. Solo el respeto a la obra ajena evita que el oficio de traducir se convierta en un trabajo mecánico y se vacíe de sentido. Ese respeto es uno de los caracteres fundamentales que distinguen el trabajo de la traductora del de los traductores automáticos.

Digo: estoy haciendo una traducción. No digo: estoy escribiendo una traducción. Hacer. Escribir. Homo faber. Homo ludens. Crear es jugar. Yo no sería capaz de escribir si no me repitiera como un mantra que escribir es un juego. Traducir es otra cosa.

Una obra literaria es un juguete muy sofisticado. La traducción se parece a desmontar los mecanismos de ese juguete y descubrir, al volver a montarlo, que las piezas no encajan y que además –¡horror!– parecen sobrar varias. Te desesperas intentando ajustarlas hasta que, con cierta conciencia culpable, las apartas y descubres que el juguete funciona. ¡Funciona!

Escucho a un actor narrar la Odisea en griego antiguo. Del largo viaje que ha recorrido hasta llegar a nosotros sigue intacta su sonoridad, el eco hondísimo de esas palabras que no entendemos, pero que nos emocionan. ¿Cómo se traduce la fascinación? ¿Cómo se expresa lo que no es verbal, la sombra de las palabras, su eco?

Admiro los retos que plantea la traducción, el intenso trabajo con el lenguaje, el asombro constante por su extraordinaria plasticidad. Pero, al mismo tiempo, detesto el esfuerzo mecánico que conlleva. La sensación de galeote. Es preciso reescribir lo que ya está escrito. Hay que ir palabra por palabra, oración por oración, página por página, capítulo por capítulo hasta llegar al final. Se requiere una concentración extraordinaria para evitar que algo escape.

La amenaza de malinterprar, de equivocarse, es permanente. Al igual que son constantes las dudas sobre las elecciones lingüísticas: y si tal palabra es mejor que tal otra, y si tal frase recoge el sentido mejor que tal otra… Ese «y si», que está siempre ahí, es el germen de la esquizofrenia que amenaza a quien traduce.

«El lenguaje es fuente de malentendidos», dice el zorro en El Principito, de Antoine de Saint-Exupéry13.

«La naturaleza de la verdad es elusiva», dice la Esfinge de Tebas.

¿Qué conecta las palabras con las cosas? La palabra agua con el agua de un lago o el agua de un río o el agua de un torrente o el agua de un grifo. ¿Y a las palabras con las palabras? Al agua con water o con Wasser o con l’eau o con l’acqua. No la realidad, que es mudable, sino la ficción, que es al mismo tiempo recuerdo y proyección. La perplejidad que implica traducir la ficción que cimenta la ficción forma parte del oficio. Al igual que la soledad en que han de tomarse las decisiones, el sentimiento abrumador de orfandad.

Resulta desolador comprobar que nada de lo que aprendí con las traducciones anteriores, el oficio adquirido, sirve de ayuda. Tampoco lo que he aprendido como escritora parece servir de ayuda. Me sobresalta que mis seguridades se pongan a prueba, que la confianza desaparezca tan pronto la traducción proyecta su luz despiadada sobre mí.

To sap one’s confidence es una locución inglesa que define bien esa experiencia. Equivale a nuestra expresión «minar la confianza». Sap significa savia. To sap one’s confidence es equiparable a la acción del temido hongo Phytophthora cinnamomi, más conocido como la seca porque destruye las encinas y los alcornoques, cuyas copas amarillea y marchita. De ahí proviene la denominación la Seca que, como mencioné anteriormente, utilizaba José Donoso para referirse al bloqueo creativo.

Así, temo el inicio de cada traducción como si fuese un viaje a la aniquilación. Me exilio de mí misma y contemplo espantada cómo mi lengua materna se deshace entre mis manos. El Verbo que se hizo Carne, mi carne, apenas es una parte del magma que bulle en la zona más profunda de mi ser, de nuestro ser, fértil e informe.

¡Qué trabajo más bonito!, me dicen las personas a quienes comento que soy traductora. También dicen: ¡Qué trabajo tan interesante! Y, sobre todo, dicen: ¡Qué trabajo tan cómodo, puedes hacerlo en casa! Y, aunque no lo escucho, yo sobreentiendo con claridad en sus palabras: ¡Qué trabajo tan poco exigente! Y también: ¡Que trabajo tan femenino! Piensan que la traducción es un confortable trabajo doméstico, una ocupación para amas de casa con inquietudes intelectuales. Nada importante. Nada serio.

Se equivocan. Confunden la traducción con Google Translate, con Bing o con DeepL, esas aplicaciones informáticas que se proponen como avatares de Dios. Aunque algunas son sorprendentemente sofisticadas, traducen como quien realiza un cálculo de equivalencias o semejanzas. Su perfeccionamiento avanza a una velocidad vertiginosa, pero la traducción literaria es un trabajo complejo que requiere tanto de conocimientos, datos que utilizan los algoritmos, como de imaginación y audacia, cualidades únicamente humanas por el momento. Transmitir el sentido de un texto en otra lengua requiere, en ocasiones, dar un salto en el vacío. Traducir me descubrió el inmenso valor de la audacia, una cualidad que había entrenado durante años tomando decisiones lingüísticas enrevesadas como escritora. Con audacia se mantiene a raya a la Seca.

Sin embargo, a pesar de su complejidad, la traducción se desarrolla en la sombra, no goza de reconocimiento ni prestigio y ni siquiera está bien pagada.

¿Por qué traduzco entonces?

Soy escritora y tengo lo que John Keats atribuye a mi oficio: la «capacidad negativa» para encontrarme sumergida en incertidumbres, misterios y dudas sin sentirme irritada por no conocer las razones ni los hechos. Mi trabajo no es dar la espalda a la puerta tras la que se encuentra la oscuridad, sino abrirla. Nada altera la oscuridad que arrastran las palabras. Tampoco la luz que proyectan. Oscuridad y luz son el premio y el castigo de una traductora.

Más de una vez, mientras trabajaba sobre un texto, he sentido el fulgor repentino de la literatura, igual que un ciervo intuido en la espesura de un bosque. Traduzco alentada por la esperanza de vivir de nuevo el vértigo que provoca la belleza. La sintonía con lo invisible.

¿Son frecuentes esos destellos que justifican el arduo trabajo, el sacrificio, el tedioso proceso de excavación de las capas del lenguaje? No, raras veces he sentido el fulgor del ciervo intuido; es más frecuente la sensación de pasar la lengua contra la dureza rugosa de los dientes definitivos y encontrar un diente de leche. Esa ingenua epifanía.

Explicar con metáforas es útil para intentar definir la traducción: llevar las palabras de un lado a otro como un colosal rebaño. Un ejercicio de trashumancia, como escribe René Char en una carta a un poeta vietnamita que deseaba traducirlo: «Así sucede con los caminos trashumantes de la traducción, ese lento y paciente tránsito, abolidas todas las fronteras, de un país a otro, de una cultura a otra, de una lengua a otra»14.

Cuando el trabajo acaba, terminado ya el lento y paciente viaje de una lengua a otra, se inicia un nuevo tránsito: el de traductora a escritora. Tampoco es fácil. Es preciso sumergirse una vez más en el Leteo y atravesarlo, en dirección contraria, de una orilla a otra. Para pasar de ser Nadie a ser Alguien, he de eliminar la sensación de extrañeza con mi propia lengua y volver a zambullirme en ella, hacerme una con ella, fluir con ella. Desconfío como si hubiese tenido una terrible pelea con mi pareja en medio de la noche y hubiera salido, furiosa y descalza, a la calle. Y, al oírle llamarme desde la terraza, pidiendo que vuelva a casa, pensara: «Casa, ¿qué casa?». De ese viaje a la traducción siempre se regresa como quien despierta, confundido y receloso, tras una larga convalecencia.

Volver a escribir requiere dejar atrás a la traductora, a la extranjera, siempre temerosa y dubitativa. A la escritora la esperan otras dudas, otros terrores, otras angustias. Pertenecen a la misma familia de la incertidumbre que padece como traductora, pero no son emociones hermanas.

¿Quién escribe pues este ensayo? ¿La escritora o la traductora?

La escritora da ahora un paso al frente y abre la puerta al ego: es ella quien une el trabajo invisible de la traductora con el lenguaje a su reflexión personal. ¿Qué ha aprendido traduciendo? A escribir mejor. Su mirada se detiene en el impacto radical de la primera traducción; elige aquella ingenuidad, aquel asombro como espacio de especulación.

Estas páginas quieren ser también un espejo.

La impostora

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