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Romper la monogamia como apuesta política
Brigitte Vasallo
Brigitte Vasallo. Escritora. Dinamizadora de los talleres #OccupyLove, por una revolución de los afectos.
Romper la monogamia como apuesta política1
Brigitte Vasallo
El amor y el desamor, la traición, el flechazo, la conquista: las maravillas del amor exclusivo y su demonio, la infidelidad real o imaginada, sexual o emocional, física o cibernética son los temas preferidos de todos nuestros delirios, por muy distintas que sean las épocas, los ámbitos y las formas. Amar, sufrir y mentir, el famoso «mentir, follar, morir» de Céline, parecen parte indivisible de la misma realidad. El amor eterno es el paraíso y su gran enemigo es la infidelidad, así que los cuernos claman la búsqueda de culpables. ¿Quién ha sido?
La culpa puede recaer en la persona infiel, convertida de inmediato en una zorra/un cabrón y que merece castigo (la muerte o la muerte en vida que es la soledad y el rechazo); también en la persona cornuda que no ha sabido darle a su pareja «lo que necesita» y merece ser abandonada; o, mejor aún, en la tercera persona «que se ha metido por medio», opción especialmente cómoda porque permite cargarse la pieza que menos duele y seguir adelante con la pareja sin apenas plantearse nada. Es decir, la culpa del dolor la tiene todo el mundo menos la monogamia misma: las miradas nunca apuntan hacia el sistema que queda así al margen del debate y de toda duda.
La monogamia es el único pacto social, junto con el patriotismo (la otra gran forma de monogamia) que es intocable, incuestionable. Hemos dejado de creer en Dios, en el capital, en el patriarcado y en los telediarios. Nos hemos cargado la virginidad obligatoria, el matrimonio obligatorio y la heterosexualidad obligatoria. Nos hemos llenado la boca de libertades, indignaciones y asambleas, hemos formulado proyectos de mundos nuevos, de relaciones sociales, vecinales, culturales nuevas, pero al llegar a casa acabamos refugiadas en el esquema conocido de siempre: una cosa es ser liberal y otra cosa muy distinta es ser cornuda. Gritar contra el sistema está muy bien, pero poner tus sistemas emocionales, tus relaciones al frente mismo de la revolución… eso es un auténtico coñazo.
Pero el amor, esa palabra…
¿Por qué es tan difícil cuestionar la monogamia? Ya no decimos el matrimonio, superado por todo el mundo salvo peperos, gais y hipsters (qué curiosas coincidencias transculturales), pero la pareja cerrada, mirándose eternamente a los ojos y desinteresada del mundo entero, la unidad de felicidad incuestionable que es el dúo, tiene una fortaleza teórica envidiable. Teórica, porque en la práctica, cualquier pareja monógama con una mínima duración se tiene que enfrentar a los grandes dilemas del modelo y que pueden ser, por ejemplo, que te enamores del vecino, que te enrolles con una amiga una noche de juerga o que te descubras tendencias eróticas hacia el sexo contrario (contrario al de tu pareja, se entiende).
Posiblemente el gran escollo para el debate sea esa aceptación de la monogamia como sistema natural que la vincula necesariamente al amor como si fuesen sinónimos. Criticar la monogamia es cuestionar el amor, ponerlo en duda. ¡El amor!
Pero ¿qué narices es el amor? Amor son, por ejemplo, el Horacio y la Maga de Cortázar recorriendo París, amándose y desamándose a través de Rayuela: el dolor de barriga, la risa floja, la mirada perdida, la alegría constante, el embobamiento. El amor caído del cielo, el rayo que te parte. El amor que lo puede todo, que te cala hasta los huesos, que no entiende de clases sociales, ni de normas preestablecidas, ni de fronteras. Que no tiene lógica ni falta que le hace. El amor que te eleva varios palmos sobre el suelo, que te hace mejor, más alegre, más fuerte, más generosa. Más feliz.
Eso existe, claro, lo hemos sentido. Lo hemos vivido. Es real.
Lo que tal vez no sea tan real, ni tan espontáneo, ni tan benéfico es todo el ropaje con el que cubrimos inmediatamente ese amor que sentimos y que creemos que forma parte del amor mismo. La perdurabilidad y la exclusividad son dos de sus adjetivos: Beatriz, Julieta, (Romeo, Tadzio), para serlo, deben ser amores únicos y eternos. Condiciones sin duda sublimes en este mundo vulgar y efímero.
El gran amor, (también llamado amor romántico), l’amour, es una imagen liberadora pero sospechosamente repetitiva, extrañamente común. Cúspide de la evolución emocional del ser humano, el enamoramiento y su materialización, el Everlasting Love, nos parece lo más, especialmente comparado con las uniones de conveniencia de siglos anteriores o de latitudes distintas y con los matrimonios tradicionales, unidos por la hipoteca, los churumbeles y la costumbre, desapasionados y malhumorados. El amor romántico (el amor-de-verdad®) ofrece un marco emocional totalmente distinto y aparentemente liberador: más allá de convencionalismos y consideraciones, como fuerza irracional que todo lo puede.
Poner en cuestión l’amour, tratar de pensar modelos que desmonten la monogamia obligatoria y que la conviertan en una opción personal entre otras muchas posibles, no es cuestionar el amor. Bien al contrario, es tratar de entender el Amor, en mayúscula, más allá de sus construcciones, del amor en minúscula. Es seguir apostando por él, más allá de los finales felices y las comidas de perdices.
Hate That I Love You
La mayor amenaza para la monogamia obligatoria y todas sus imágenes es la vida misma. Una estúpida vida que se niega a morir a pesar del amor, que insiste en cruzarnos con personas fascinantes, sensuales, divertidas y amargamente tentadoras. Una vida que, a pesar de todos los cuentos y todas las canciones, no cancela los deseos por causa del amor. ¿Cómo sellar de una vez la puerta de ese magnífico y elástico cuarto de los hermanos Marx que son nuestro corazón y nuestra cabeza? Si queremos ser honestas y consecuentes con nuestros pactos monógamos parece que solo hay una vía: la renuncia, la represión, el autocontrol, la fidelidad entendida como exclusividad.
El epicentro emocional de la fidelidad viene dado con el concepto mismo: en el sistema de pensamiento monógamo apenas podemos estar enamoradas simultáneamente de dos personas, porque no sabemos ni cómo construir semejante imagen. Sí amamos simultáneamente a mucha gente, pero solo nos atrevemos a darle a una la connotación romántica. El epicentro sexual de la cuestión también se asume sin mucha duda en un principio pero contiene retos importantes.
Tener relaciones sexuales durante toda la vida (el amor eterno) con una misma única persona no siempre es tan satisfactorio como dicen las películas. Para empezar, porque las personas evolucionamos sexualmente a través de los años, y por mucho que ames a tu pareja, no siempre evolucionas en la misma dirección. Para seguir, porque una sola persona difícilmente puede cubrir todas las fantasías sexuales a riesgo de convertirse (y convertirla) en una esclava sexual. Y, para acabar, porque hay algo que una pareja de largo recorrido, por pura definición, no puede ofrecer: la novedad. Y la novedad, en términos sexuales, puede ser muy atractiva. Hay, pues, una cuestión práctica de necesidades, deseos y fantasías en la gestión de la fidelidad.
Hay también una cuestión moralista que aparece por los bajos fondos: si nuestro amour nos pidiese dejar de hablar con los demás de por vida nos parecería aberrante y saltarían todas las alarmas del maltrato. Pero al tiempo que pensamos el amor como un sentimiento exclusivo, pensamos el sexo más como un vicio que como una parte esencial del ser, necesaria y constituyente de la vida. Por eso cuesta tanto reivindicar y defender la diversificación sexual, especialmente para las mujeres e incluso ante nosotras mismas.
En una sociedad pobre en lenguaje y lecturas, las mujeres sexuales contamos con el privilegio de la sinonimia: zorras, putas, guarras o, para los listos de la clase, ninfómanas, el término buenista que convierte nuestra sexualidad en una patología (de satiriasis, su equivalente masculino, nadie ha oído hablar). Sigue siendo más fácil y más serio decir «tengo sed» que afirmar «quiero follar». Pero son gritos igualmente vitales e igualmente necesarios.
Por si fuera poco, también hay una cuestión política implícita en esa fidelidad sexual y emocional entendida como componente obligatorio del dúo feliz: la propiedad de los cuerpos y de los placeres que nos adentra en las marismas del capitalismo emocional.
El capitalismo emocional
«Eres mío», «yo soy tuya», «te lo he dado todo», «te debo la vida», «me robaste el corazón», «voy a conquistarla». «Me las pagarás».
El triángulo amoroso que forman la monogamia, la fidelidad y el amor romántico usa términos del capital para definirse. Y las palabras, lo sabemos, no son inocentes. Si nuestro impulso romántico busca la media naranja, una vez que logramos ser naranjas completas la otra persona nos pertenece. O, al menos, pertenece a ese cítrico redondamente perfecto que formamos como dúo. Así, como propiedad, si nuestra «mitad» tiene relaciones sexuales o afectivas con otras personas nos está quitando algo que nos pertenece, está disminuyendo nuestra parte de ser. Compartir el amor es, sin duda, el infierno. Pero, en realidad, el amor no se comparte. No es como alquilarle una habitación en tu casa a alguien, o como dejarle la ropa a tus hermanos, o como viajar en un mismo coche para pagar a medias la gasolina. El Amor, con mayúsculas, no es un bien escaso sino un órgano que crece cuando lo ejercitas, un ser vivo que responde al alimento. El amor debería ser energía renovable, ese estado ideal que no resta, sino que suma. Que no te mengua, sino que eleva tu potencia y te hace grande.
Maite Larrauri lo explica así en su libro El deseo según Deleuze:
Vamos a tomar prestada una idea de Nietzsche y definiremos a las personas vitalistas como aquellas que aman la vida no porque están acostumbradas a vivir, sino porque están acostumbradas a amar. Estar acostumbrada a vivir significa que la vida es algo conocido, que sus presencias, sus gestos, sus sucesiones se repiten y ya no sorprenden. Amar la vida porque estamos acostumbradas a vivir es amar lo que ya hemos vivido. En cambio, amar la vida porque estamos acostumbradas a amar no nos remite a una vida repetitiva. Lo que se repite es el impulso por el cual nos unimos a las ideas, a las cosas y a las personas; no podemos vivir sin amar, sin desear, sin dejarnos llevar por el movimiento mismo de la vida. Amar la vida es aquí amar el cambio, la corriente, el movimiento perpetuo. La persona vitalista no ha domesticado la vida con sus costumbres, porque sabe que la vida es mucho más fuerte que una misma.
Entendido de esta manera, el amor no crea cítricos… sino campos de patatas.
El campo de patatas deleuziano o la metáfora de los amores en red
¡En pie! Escuchemos a Deleuze y Guattari:
Contrariamente a los sistemas centrados (incluso policentrados), de comunicación jerárquica y de uniones preestablecidas, el rizoma es un sistema acentrado, no jerárquico y no significante, sin General, sin memoria organizadora o autómata central, definido únicamente por la circulación de estados.
Podríamos entender las relaciones amorosas, afectivas y/o sexuales, partiendo de esta idea: el amor ni empieza ni acaba obligatoriamente en el dúo sino que puede tener otras formas; crear, en lugar de estructuras cerradas, «polículas», «núcleos afectivos», como propone la (h)artivista Marian Pessah, que se puedan relacionar entre ellos, que se alimenten, que compartan espacios físico y/o emocionales. Crear rizomas, campos de patatas interconectadas entre sí, con lugares de unión y zonas de tránsito, con núcleos acentrados y solidarios.
El amor, en esta imagen, no es la patata: una patata por sí sola no es más que un pobre tubérculo. El amor, nuestra vida amorosa, afectiva, sexual es todo el campo, todas las relaciones que establecemos los unos con las otras, y las relaciones de todos ellos con todos los demás. Un sistema de alimentaciones multidireccionales y constantes, de cuidados compartidos, una red en construcción perpetua.
Deleuze y Guattari oponen el ejemplo del árbol (estructura jerárquica) frente al rizoma, el campo de patatas, horizontal. En la gestión de los amores, podríamos oponer el bloque de pisitos del capitalismo emocional a las acampadas horizontales de los amores en red. Igual que tomamos las plazas deberíamos tomar las relaciones y empezar a construir desde ellas un mundo nuevo.
¿Precioso, verdad?
Pues, ahora, las malas noticias, porque nuestro paraíso particular tiene dos peligros mortales: los celos y el escaqueo. Y de ambos lo más fácil de gestionar, lo creáis o no, son los celos.
Los celos
A menudo se dibuja a las personas que proponemos relaciones no-monógamas como personas que no somos celosas. Tenemos el privilegio de la indiferencia y por lo tanto podemos llevar a cabo relaciones de este tipo. No es así: en cualquiera de las propuestas que pueden englobar las relaciones no-monógamas, los celos y su gestión son un tema central. Tal vez la diferencia es que los discursos no-monógamos no contemplan los celos como determinantes en las relaciones y no se entienden como causa sino consecuencia, no como enfermedad sino como síntoma de carencias o necesidades no atendidas, y que pueden colmarse y calmarse.
Las experiencias compartidas parecen coincidir en que la mejor manera de desactivar los celos es la comunicación y la empatía. Poder explicar a las personas con las que te relacionas cómo te sientes respecto a tu entorno afectivo y sexual sin miedo a juicios ni reproches, poder compartir dudas, angustias y temores y poder recibir respuestas que te calmen los demonios hasta que los demonios desaparezcan por sí mismos. Tantos siglos de educación monógama no se solucionan simplemente decidiendo no ser monógama. Hay miles de teclas que se mueven con esa decisión y sentirte acompañada por las personas que te quieren y que también siguen sus propios procesos es de una ayuda inestimable. Las primeras veces que rompes el vínculo entre amor y monogamia parece abrirse todo un abismo ante ti, pero solo hay que dar el paso: con tranquilidad, con honestidad, con calma. Y descubrir que en el infierno de los celos, al fin, no hay más que cuatro demonzuelos mal puestos y absolutamente superables.
El escaqueo emocional
Los celos son gestionables y vencibles. Hay libros para aconsejarse, fórmulas demostradas y grupos de apoyo para superarlos y vivir sin ellos. Sin embargo, contra el escaqueo hay poco remedio. Las relaciones no-monógamas son también el refugio y la excusa perfecta para el individualismo emocional, para esconder bajo una pose moderna la incapacidad para el compromiso con la vida misma: amar a mucha gente para en el fondo no tener que amar a nadie.
Del mismo modo que la posesión de los cuerpos y deseos ajenos forma parte del capitalismo emocional, la desvinculación de los mismos también lo es, pues comparte con ella la cosificación, el usar y tirar: las personas y los cuerpos como puro objeto de consumo, como entes sustituibles.
En el campo de patatas del amor, en el rizoma, ningún elemento es sustituible y ninguno es prescindible: las relaciones y las personas cambian, se transforman, influyen las unas en las otras y en ocasiones desaparecen y aparecen otras nuevas. Pero no aparecen en su lugar, no suplantan.
El cambio de paradigma que propone la ruptura de la monogamia obligatoria no es la banalización definitiva de los amores, sino todo lo contrario: el compromiso final, el que late en el fondo de los compromisos políticos, ideológicos y sociales, pero que es bastante más jodido, bastante menos vistoso y bastante más arriesgado.
Comprometerse es, en el fondo, dejarse comprometer, dejarse poner en un compromiso. Eso quiere decir romper barreras de inmunidad, renunciar a la libertad clientelista de entrar y salir con indiferencia del mundo como si fuese un supermercado o una página web. Quiere decir dejarse afectar, dejarse tocar, dejarse interpelar, saberse requerido, verse concernido… entrar en espacios de vida en los que no podemos aspirar a controlarlo todo, implicarnos en situaciones que nos exceden y que nos exigen inventar nuevas respuestas que tal vez no tendremos y que seguro que no nos dejarán igual. Todo compromiso es una transformación forzosa y de resultados no garantizados.
En esta cita de la filósofa Marina Garcés está la clave del cambio de paradigma: «No vale la pena desmontarlo todo para volver a montar lo mismo con otro nombre». Las nuevas formas de amarnos, de follarnos, de mezclarnos, de relacionarnos no se pueden construir desde la miseria emocional sino desde la alegría y desde el coraje, poniendo la propia vida en juego, escribiéndola en las pancartas, enseñándola a nuestras hijas e hijos, defendiéndola a cara descubierta, convencidas de que cada vez que le abrimos la puerta a nuestro amor para que vaya a encontrar otro amante estamos construyendo un mundo nuevo. Desde la intimidad menos vistosa de nuestra vida privada, sí, pero con las bases mucho más perdurables, mucho más transformadoras, de la vida propia como revolución cotidiana.
Relaciones amorosas y comunidades de apoyo mutuo: algunas revisiones en torno al amor, la familia y el parentesco
Mari Luz Esteban
Mari Luz Esteban. Licenciada en Medicina y doctora en Antropología. Trabajó como médica de planificación familiar y desde 1994 imparte clases de Antropología Social, primero en la Universidad de León, después en la Universidad Pública de Navarra, y desde 1998 es profesora de la UPV/EHU, donde coordina también el doctorado en Estudios feministas y de género. Ha participado en distintas iniciativas y asociaciones feministas. Entre sus publicaciones destacan: Antropología del cuerpo: género, itinerarios corporales, identidad y cambio (Bellaterra, 2004); y Crítica del pensamiento amoroso (Bellaterra, 2012).
Relaciones amorosas y comunidades de apoyo mutuo: algunas revisiones en torno al amor, la familia y el parentesco2
Mari Luz Esteban
En el año 2004 comencé una investigación sobre los discursos y experiencias amorosas de mujeres feministas de distintas edades y condiciones sociales, en el marco de un proyecto interdisciplinar sobre el amor y las relaciones de género, llevado a cabo con Rosa M. Medina Doménech, historiadora de la ciencia, y Ana Távora Rivero, psiquiatra y psicoterapeuta, ambas de la Universidad de Granada3. La publicación principal de mi parte de la investigación fue un libro titulado Crítica del pensamiento amoroso (2010), donde presenté de forma extensa los testimonios de 12 de las personas entrevistadas, además de ofrecer un análisis crítico de la ideología romántica que caracteriza nuestra sociedad. A partir de 2010 he continuado con el estudio del amor pero esta vez dentro de un proyecto más general, también en equipo, que ha tenido como objetivo principal el de abordar el análisis de las continuidades, conflictos y rupturas respecto a la igualdad en la población vasca joven4.
En este artículo argumento que analizar la experiencia de personas que se mantienen de una u otra forma en la periferia del modelo amoroso hegemónico en nuestra sociedad, como es el caso de las feministas y la gente joven, y hacerlo además desde una perspectiva crítica (es decir, desde la desromantización del análisis), posibilita no solo la deconstrucción de la jerarquía cultural que pone el amor de pareja en la cúspide de nuestra cultura y en el centro de nuestra organización social, sino también la revisión y la reflexión en torno a algunos conceptos claves, como son la familia y el parentesco5; lo que a su vez nos puede llevar a poder identificar lagunas y carencias teóricas y empíricas. En segundo lugar, y en relación estrecha con lo anterior, planteo que existe un vacío en las ciencias sociales en lo que se refiere a la identificación y el análisis de grupos y comunidades estables de apoyo mutuo que existen en nuestra sociedad, que no son identificados como familias, pero que son fundamentales para lo que hoy día se está denominando el sostenimiento de la vida6 o, por utilizar un término clásico, la reproducción social. Un vacío que contribuiría a mantener, por tanto, una ideología naturalizadora y generizada en torno al parentesco, la familia y el amor, y a perpetuar, en consecuencia, esquemas que propician desigualdades sociales.
Las redes de iguales a las que me refiero en este texto no están centradas, o no obligatoriamente, en la procreación, las relaciones sexuales, la cohabitación o el intercambio afectivo, sino que su característica principal sería la voluntad de compartir y «hacer conjuntamente»; es decir, se constituyen en torno a la solidaridad y la reciprocidad voluntariamente asumidas. Que los elementos apuntados (procreación, sexualidad, cohabitación, afectividad) no definan de entrada dichos grupos, o no de un modo absoluto o exclusivo, no quiere decir que no funcionen de forma organizada y ritualizada. Una organización y ritualización no siempre visible o, incluso, invisibilizada.
Pero antes de entrar a describir este fenómeno, veo necesario hacer un breve repaso de algunos estudios sociológicos y antropológicos en torno a la familia y el parentesco; posteriormente, mostraré la importancia de las articulaciones entre las relaciones sexo-afectivas y las de amistad en los dos colectivos estudiados (relaciones que son además, muchas veces, difíciles de diferenciar), y sus consecuencias tanto a la hora de diseñar la convivencia y el apoyo mutuo como de negociar e incluso resistir las desigualdades sociales y de género; finalmente, daré algunas características de los grupos o comunidades de apoyo mutuo, para reivindicar la necesidad de modelos de análisis que sean horizontales, relacionales y críticos con la ideología romántica y heteronormativa.
Las transformaciones en las estructuras y dinámicas familiares
En este apartado voy a hacer un breve repaso de los estudios y datos estadísticos respecto a las estructuras familiares y sus transformaciones, fijándome solamente en la sociedad vasca, aunque considero que la mayor parte de las reflexiones incluidas aquí son generalizables a otras zonas del Estado español y de Europa.
El Instituto Vasco de Estadística-EUSTAT nos ofrece la siguiente definición de familia:
Un grupo de personas, vinculadas generalmente por lazos de parentesco, ya sean de sangre o políticos, e independientemente de su grado, que hace vida en común, ocupando normalmente la totalidad de una vivienda. Se incluyen en la familia las personas del servicio doméstico que pernoctan en la vivienda y los huéspedes en régimen familiar. En la definición se incluyen, asimismo, las personas que viven solas, como familias unipersonales7.
Una definición amplia, en cuanto que incluye a todas las personas que conviven, sean parientes o no, pero al mismo tiempo restrictiva, ya que define la cohabitación como variable fundamental y se fija en las estructuras familiares formalmente definidas dejando fuera todas las demás posibilidades.
Si miramos las principales transformaciones ocurridas en el ámbito de la familia en la Comunidad Autónoma de Euskadi, en el periodo que va desde 1986 hasta 20068, da la impresión de que se han producido cambios sustanciales, ya que, mientras que la población ha descendido ligeramente, el número de familias ha aumentado en un 32%, y el tamaño medio de las familias ha pasado en 20 años de 3,6 a 2,6 miembros. Además, si en 1986 las tres cuartas partes de la población vivía en una familia tradicional (matrimonio o pareja con hijos), esto se reduce en 2006 a un poco más de la mitad. Se ha dado un incremento de las personas que viven solas (solteras, divorciadas y separadas), descendiendo además su edad, así como de las parejas sin hijos, por los procesos de disminución de la fecundidad y aumento de la esperanza de vida. Asimismo, ha crecido el número de parejas de hecho y se ha producido una evolución dispar de las familias monoparentales, plurinucleares y compuestas. Marta Luxan, Matxalen Legarreta y Unai Martin (2013) resumen así estas transformaciones: «La reducción del tamaño medio familiar, la reducción de la importancia de la familia nuclear con hijos e hijas y el aumento de las familias unipersonales, así como de las familias nucleares sin descendencia» (2013:5). Sin embargo, matizan el alcance y la significación de las mismas y sus posibles causas, y dudan de que se esté dando una crisis de la familia, como otros señalan.
La pluralidad de formas familiares existentes, general a toda Europa aunque con ligeras variantes, suele ir unida en algunos estudios a la idea de la supuesta democratización de las familias y las parejas, defendida ya hace tiempo por autoras/es como Ulrich Beck y Elisabeth Beck-Gernsheim (1998) o Inés Alberdi (1999). Desde este tipo de planteamientos se subraya que la familia habría pasado a ser una asociación electiva de individuos, con proyectos propios, y se llega a afirmar que la forma actual de familia no favorece la autoridad masculina, la heterosexualidad, la división del trabajo o una organización concreta del parentesco y los hogares (Stacey, 1992). Una idea que critican o, al menos, matizan otras muchas autoras. Hay que subrayar que lo que habitualmente entendemos por familias no son siempre grupos de iguales. Las feministas, en general, como señalan las integrantes de la Plataforma por un Sistema Público Vasco de Atención a la Dependencia (Castro y otras, 2008), llaman la atención sobre la necesidad de:
(1) Denunciar lo ilusorio de tomar la familia como una unidad aislable del Estado, el mercado o la comunidad (Thorne, 1992; Alberdi, 1999). (2) Subrayar que las familias son redes de cooperación y solidaridad pero también de dominación y control: las experiencias de las mujeres dentro de las familias son múltiples y variadas, positivas y negativas (Thorne, 1992). (3) Ser conscientes de que la idealización del amor y los sentimientos familiares producida en los últimos siglos lleva a las mujeres a ser las responsables de los sentimientos, lo que justifica su subordinación.
A este respecto, Luxan, Legarreta y Martín (2013) subrayan la paradoja planteada en estos momentos en nuestro contexto, donde existe un discurso igualitarista en torno a los roles familiares, que contrastaría con los datos estadísticos, que siguen mostrando claras desigualdades en el reparto del trabajo doméstico y de cuidados entre mujeres y hombres y, por tanto, también en la organización y disfrute del tiempo libre (2013:19).
La reconfiguración del estudio del parentesco
Si pasamos ahora a hacer un breve resumen de la reconfiguración de la antropología del parentesco, ocurrida a partir de las revisiones y críticas comenzadas a finales de los años 60 del siglo pasado, vemos que se ha dado y se sigue dando en dicha disciplina un nivel de debate e innovación teórico-conceptual muy significativo y encomiable. Joan Bestard (2009) resume lo sucedido subrayando la crítica radical de la visión genealogista y naturalista que caracterizó el modelo clásico del parentesco, donde las relaciones primordiales eran las consanguíneas y las afines (fruto del matrimonio o uniones análogas). En el modelo constructivista derivado del anterior, se entiende ya que la biología no define más que una parte de nuestras relaciones y que tanto la filiación como la afinidad son construidas por la acción humana. Desde esta base, toda relación de parentesco se derivaría tanto del compartir elementos muy distintos (substancias corporales, tierra, casa, comida, memoria, intereses…) como del actuar conjuntamente, de modo que las distintas posiciones pueden llegar incluso a intercambiarse (ibídem: 86). Es decir, el parentesco no estaría ya constituido por el nacimiento, la sangre o la genética, sino por la dependencia recíproca y el compartir.
Pero, una segunda conclusión de la investigación antropológica actual es que el hecho de que la mayor parte del trabajo teórico y empírico, al menos en el contexto del Estado español, se esté centrando sobre todo en el estudio de los cambios producidos alrededor de la reproducción asistida o en la organización de la procreación, no facilita que estas revisiones conceptuales se apliquen de modo extensivo a otras realidades, y que experiencias como la de los grupos o comunidades de apoyo mutuo que estoy analizando, que son perfectamente acordes con las nuevas teorizaciones, o son invisibilizadas o no tienen apenas ninguna relevancia dentro de los estudios antropológicos.
Centralidad de la pareja pero relevancia de la amistad
De acuerdo con mi investigación, las mujeres feministas están afectadas, igual que el resto de la población, por una ideología romántica que idealiza al extremo la interacción amorosa, dándole mucha importancia al amor (y sobre todo, al amor de pareja) en sus discursos, independientemente de su experiencia concreta. Algunas han llegado incluso a formular explícitamente que una persona/mujer sin amor tiene «carencias», que no es una persona completa. Aunque, al mismo tiempo, todas ellas hayan subrayado la necesidad de que las relaciones de pareja sean igualitarias, para lo que han apuntado tres condiciones básicas: la negociación de las decisiones que afectan a ambos miembros de la pareja (o de las personas en relación), el equilibrio entre lo que se da y lo que se recibe dentro de la relación, y que cada persona tenga un proyecto propio (espacios, tiempos, actividades propias) al margen de lo compartido.
También en el caso de las/os jóvenes entrevistadas/os la ideología de pareja es imperante en sus expectativas y en su modo de ver el mundo, independientemente también de su experiencia concreta. De este modo, el imaginario en torno al curso vital se construye alrededor de dicha ideología, y el itinerario lógico sería el que conduce más tarde o más temprano a emparejarse y posteriormente a convivir con esa persona y tener hijas/os con ella. Un curso vital, por tanto, que tiende a estar naturalizado y romantizado.
Pero, un resultado muy significativo de ambas investigaciones es que el amor, al tiempo que es un ámbito fundamental de regulación y control social y de generación de desigualdad, es también un espacio privilegiado de conocimiento, agencia y resistencia, más acusado esto en las mujeres, que aprenden a mirar y valorar la vida a través de las gafas del amor. Por lo tanto, en los relatos amorosos no se habla exclusivamente de relaciones o vínculos íntimos entre personas sino que, explícita o implícitamente, se reflejan (y discuten) símbolos, ideas y prácticas que tienen que ver con la organización social de la convivencia, las articulaciones entre lo privado y lo público, la economía y la división sexual del trabajo, o las desigualdades y negociaciones respecto al poder, por citar algunas. Y en circunstancias concretas, que habrá que analizar en profundidad, estos relatos pueden constituir, y de hecho constituyen, discursos y prácticas subversivos, de resistencia (Abu-Lughod, 1990).
En esta línea, cuando se les ha preguntado a las feministas, jóvenes y mayores, por la organización y el soporte afectivo y estructural de su vida cotidiana, han quedado de manifiesto dos aspectos: (1) la diversidad de formas de convivencia en las que están implicadas; diversidad que se corresponde, como hemos señalado previamente, con la de la población general, pero que presenta algunas variaciones ya que, por ejemplo, se da una menor proporción de feministas que viven en pareja y una mayor proporción de formas familiares compuestas9; y (2) la importancia crucial que para la casi totalidad de informantes tiene su red de amigas y conocidas, con las que mantienen relaciones estables, al margen de cuál sea su forma concreta de convivencia (con otras personas, en pareja, solas…). Esta importancia de la red de amigas y conocidas es algo que, además, se va afianzando con la edad.
Sin embargo, nos encontramos aquí con una paradoja, puesto que, en bastantes de las entrevistas, se trate de mujeres emparejadas o no, se ha hecho evidente una separación entre el discurso y la experiencia concreta: en la narración que hacen de sí mismas (más sabiendo que se trataba de una investigación sobre el amor), la pareja ocupa un lugar significativo de un modo explícito o implícito; pero en la descripción de su vida cotidiana y de sus redes sociales de referencia son claves (también) otras personas. Por otra parte, cuando se refieren a la organización de su vida cotidiana, emergen igualmente como significativas otras actividades relacionadas con lo laboral, el activismo o el tiempo libre (deporte, cine, paseos, conversaciones…). Se daría así un desajuste entre, por un lado, un relato claramente centrado en la trascendencia del amor (sobre todo el de pareja), que se convierte en una especie de meta-relato, un relato que se alimenta a sí mismo a partir de metáforas, valores y símbolos culturales en torno a cómo se entiende la persona, las relaciones o la vida; y por otro, la práctica cotidiana concreta, tejida con elementos múltiples que quedarían relegados a un lugar secundario en el relato. Lo que no sería más que una separación tajante entre el nivel ideal y el real de la experiencia. Sin embargo, esta paradoja no suele tenerse en cuenta en muchas de las investigaciones o ensayos que se escriben en torno al amor, sobre todo en los referidos a las mujeres, donde además de no contrastar uno y otro nivel, la conclusión habitual es que para las mujeres el amor es clave y que ellas se encuentran absolutamente centradas en sus devaneos amorosos, que son (auto)etiquetados como «éxitos o fracasos», como se repite hasta el aburrimiento en los productos culturales de ficción (cine, literatura, música…), sobre todo en los más comerciales. Una práctica que tiende a reificar la naturalización y la trascendencia del amor en las mujeres, y a invisibilizar la experiencia amorosa de los hombres.
En conclusión, si bien es verdad que a nivel discursivo la línea que separa el amor de amistad del amor de pareja sigue siendo nítida, incluso para aquellas personas que tienen una mentalidad igualitarista, la amistad es para la gran mayoría de nuestras/os entrevistadas/os un espacio de sostén afectivo pero también de referencia cognitiva, material y moral, y un instrumento clave a la hora de hacer planes, tomar decisiones y diseñar la propia vida. Más aún, en lo que tiene que ver con las relaciones amorosas y las relaciones de género, la amistad es para muchas personas (mujeres, sobre todo) crucial en la administración de sus relaciones amorosas, pudiéndose contrarrestar así en ocasiones los efectos del romanticismo. Algo que no ha aparecido en ninguna de las entrevistas realizadas a chicos. Por tanto, no podríamos entender los debates y negociaciones que nuestras entrevistadas llevan a cabo en su trayectoria en relación a las diferencias y desigualdades entre mujeres y hombres, si no tenemos en cuenta esa dimensión.
Comunidades de apoyo mutuo: hacia un modelo de análisis integral, horizontal, relacional y no-romántico de la familia y el parentesco
En consonancia con lo comentado en el anterior apartado, en este me gustaría profundizar en lo que estoy denominando las «redes o comunidades de apoyo mutuo», para referirme a esas agrupaciones estables de personas, de tamaño variable (desde un grupo pequeño hasta decenas de personas), caracterizadas por el hacer conjunto y el compartir elementos muy distintos: protección mutua, apoyo económico, material, psicológico y moral, actividades de mantenimiento de la vida cotidiana, cuidados relativos a la salud o a la crianza, o actividades de entretenimiento, sociales y políticas... Es decir, serían agregados de personas basados en la reciprocidad y la solidaridad que funcionan de modo permanente, si bien suelen intensificar sus vínculos en momentos concretos, como puede ser la aparición de una enfermedad, cambios en la situación laboral o personal o el nacimiento de una criatura.
Las redes o comunidades en las que me estoy fijando están compuestas mayoritariamente por mujeres con ideología feminista (que tienen relaciones sexuales –heterosexuales, lesbianas…–, o no, y que viven solas, en pareja o con otras personas) aunque pueden formar parte de ellas también hombres, por ejemplo, parejas de algunas mujeres u hombres homosexuales; pero los hombres suelen mantenerse en la periferia del grupo y participan de forma más puntual. Estamos hablando de vínculos que son materiales, políticos y simbólicos, que se van consolidando al hilo de la participación conjunta en actividades sociales de distinto tipo (de ocio, culturales, políticas…), pero también en torno a la celebración y ritualización de diferentes acontecimientos, como es el caso de las fiestas de cumpleaños (sobre todo, las relativas a los cambios de década: 40, 50, 60… que se han puesto muy de moda), éxitos laborales o personales, etc. Una mujer, además, puede pertenecer simultáneamente a más de un grupo, al tiempo que mantiene relaciones con otras personas fuera de la red (parientes, amigas/os, parejas…). Es decir, se pueden dar y, de hecho, se dan entrecruzamientos.
A estas alturas del artículo, alguien podría preguntarse hasta qué punto el fenómeno que estoy describiendo difiere de las cuadrillas o relaciones de amistad estudiadas, por ejemplo, en antropología. Y efectivamente, creo que podemos encontrar similitudes. Vincenzo Padiglione define la amistad como:
Un modelo de relación voluntaria, afectiva y estable, supra y extra parental, entre individuos que se consideran distintos pero iguales entre sí, que aceptan sin fines ulteriores el placer que deriva del estar juntos, de interactuar frecuentemente y de comunicarse con un alto nivel de confianza. En la base de todo esto se encuentran las experiencias vividas conjuntamente y el deseo de intercambiar emociones y pensamientos, de actuar en momentos de reciprocidad simétrica, que no provienen de relaciones de dominio-sumisión, y que suponen una alternativa a la instauración de relaciones burocrático-jerárquicas (1978; en Ambrosini, 2006:68).