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Donde crece el maní


Basada en una leyenda de Bolivia

Los antiguos mosetenes contaban que hubo una mañana en que la tranquilidad de la comunidad se vio alterada por un grito.

—¡Los ratones están entre los maníes! Se los comen. ¡Corran, corran porque están a punto de terminar con todo! Vamos a volver a tener hambre.

Hambre. Hambre. La palabra corrió de boca en boca y alarmó a cada miembro de la comunidad.

Ayo’, el jefe, fue el primero en acercarse al almacén dispuesto a defender el alimento de cada familia.

El tema de los maníes había empezado tiempo atrás y tiene una historia relacionada con este jefe. Según dicen los antiguos mosetenes, las cosas empezaron una mañana en que al ir a tomar la primera comida del día, Ayo’ descubrió que no tenían nada para comer. Entonces decidió ir de caza.

Así que tomó el arco y la flecha y se dispuso a salir. Pero antes de hacerlo, miró a su mujer que dormía cerca de sus dos hijos. Sonrió al pensar en el nombre con que la llamaban en su comunidad. Birish, le decían. Birish, que quería decir “loro” en lengua de la comunidad. Ayo’ pensó divertido que eso le pasaba por hablar tanto, acarició las cabezas de sus hijos y después, se fue.

Primero, recorrió el monte. Quería cazar. Pero, por mucho que anduvo, no encontró ni chanchos, ni tejones, ni ardillas, que eran sus favoritos. Entonces, se dirigió a las zonas fértiles, tal vez encontrara arroz, yuca o maíz. Se sorprendió al ver la tierra árida como nunca. Tampoco encontró sandías, ni plátanos, ni fruto alguno. Por eso, corrió hasta el río. Se dijo con esperanza que, en esa oportunidad, podrían conformarse con algún pez. Podía ser algún pacú o un par de surubíes.

Sin embargo, las aguas del río, que siempre corrían plateadas por las escamas del pacú o manchadas de blanco y negro por la piel del surubí, ahora se movían vacías, tristes. No consiguió pescar ni siquiera un pez chico. Nada había en el río. Nada.

Salió de la costa con el corazón en un puño. Empezó a caminar con lentitud. Le pesaban las piernas, dio un paso, después otro. Ayo’ llegó a su casa sin dejar de preguntarse qué iba a decir a sus hijos y a su mujer. ¿Que se había convertido en un torpe? ¿Que no sabía conseguir alimentos? Sintió pena por el hambre que les apretaría el estómago.

Al llegar a su casa, encontró el interior desocupado y a oscuras. Comprendió que igual que él, su familia también había tenido ganas de comer y, seguro habían ido a recorrer el monte con la idea de conseguir algún alimento. El jefe se sentó afuera, cerca de la puerta, a esperarlos con un nudo en la garganta. No tardó en sentir que algo extraño pasaba.

Una música lenta parecía acunar las ramas de los árboles y el camino resplandecía de luz verdosa. Sorprendido vio que por aquel sendero se acercaba una joven muy linda. Tenía el pelo negro, largo hasta los talones y se peinaba con delicadeza.

—No te conozco, ¿qué te trajo hasta aquí? –preguntó el hombre–. Lo siento, pero no tengo nada que ofrecerte.

—No te preocupes por mí, jefe. No necesito nada. Me llamo Dyabaj y vine hasta aquí para ayudarlos. No quiero que ningún mosetén vuelva a tener hambre. Por eso, me arreglo el pelo. Les traje comida. ¿Ves? –contestó la chica mientras se peinaba y, al hacerlo, unas vainas oscuras se desprendían de su pelo.

Los ojos de Ayo’ se dilataron al verla. No podía entender lo que pasaba. La joven no dejaba de arreglarse el pelo ni de acumular vainas que, una tras otra terminaron por formar una montaña.

—Pronto será de noche, tengo que irme. Voy a decirte cómo cuidar el fruto que acabo de traerles: Tienen que tostar los granos de estos frutos, que se llaman dyabaj, como yo. También deben cuidarlos de los ratones porque si estos bichos los tocaran, se terminaría el encantamiento y volverían a tener hambre –dijo la chica antes de desaparecer de su vista.

Entonces, el jefe encendió una especie de horno de piedra que tenían y asó una buena cantidad para todos. No se sorprendió al ver que la enorme cantidad de frutos aumentaba en lugar de reducirse.

Después, Birish y sus hijos no tardaron en volver. Llegaron con las manos vacías; todos pálidos y hambrientos.

El hombre los recibió sonriente y con una enorme fuente llena de frutos asados deliciosos.

Cuando comieron hasta dejar de tener hambre, Ayo’ les contó del extraño encuentro con la jovencita que los había visitado y del regalo que les había hecho.

Poco después, la familia del jefe y el resto de los mosetenes depositaron los frutos en una construcción que levantaron especialmente para guardarlos.

Pero, con el tiempo, olvidaron el compromiso de cuidarlos y, en un descuido, los temidos enemigos, entraron y devoraron más de la mitad del alimento.

Fue cuando alguien gritó.

—¡Los ratones están entre los maníes! Se los comen. ¡Corran, corran, porque están a punto de terminar con todo! Vamos a volver a tener hambre.

Entonces, la montaña de comida se redujo y se redujo hasta que apenas quedó un puñado de granos.

Todo fue un mar de lamentaciones en ese momento.

—Perdonen que me entrometa –dijo Birish al otro día cansada de oír lamentaciones–, pero en lugar de quejarnos, ¿por qué no los plantamos antes de que se terminen para siempre?

Como todos estuvieron de acuerdo, durante tres días, plantaron las semillas con cáscara y todo. Fue un gran éxito. Pronto aparecieron plantas nuevas de maníes. Y así fue como, gracias a esas plantas de flores amarillas, los mosetenes nunca más volvieron a tener hambre.

Mosetén: Etnia boliviana que ocupaba La Paz, Cochabamba y Beni, en la región conocida como “Alto Beni”.

Ayo’: En mosetén, “jefe”.

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