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Eze y Cola Gris

La maestra se sentó frente al escritorio y esperó a que los chicos de Segundo “A” terminaran de acomodar sus cuadernos sobre las mesas.

—Buenos días –dijo–. Hoy, vamos a leer la leyenda de la yerba mate. ¡Ay, Eze!, ¿no me harías un favor? Dejé mi libreta sobre una mesa de la biblioteca. ¿La vas a buscar?

En cuanto entró en la biblioteca, Ezequiel vio la libreta. De tapas amarillas adornadas con ositos verdes.

Estaba por volver a clase, cuando notó un montón de pelos grises en el estante. De puro curioso, se acercó para ver de qué se trataba. Así que agarró los pelos y tiró.

—¡¡¡Auuuch!!! ¡Eso sí que me dolió! –Sin que Eze lo hubiera imaginado, de entre las páginas del libro, saltó un lobo.

—¿Por qué me tiraste de la cola?

El chico retrocedió sorprendido. No podía creer lo que veía. Frente a él, había un lobo. Parecía un perro, pero, no, era un lobo. Lo reconoció por su cabeza, tenía las orejas paradas y el hocico largo con mandíbulas más poderosas que las de un perro común. Además, era igualito a las fotos del libro de animales que le había comprado su papá y que a él, tanto le gustaba.

—¿Por qué me tiraste de la cola? –repitió el animal.

—No sabía que era una cola. ¡También! ¿A quién se le ocurre meterse en un libro?

—Es que no me metí, sino que salí de ahí –contestó el lobo señalando el estante.

—¿Saliste de Caperucita Roja?

—¡Claro que sí! No me gustan las mentiras. Yo nunca perseguí a ninguna niña por ningún bosque y, menos que menos, usé el camisón de ninguna abuela. Eso no es lo mío. Tampoco me gustan los cazadores. ¡Son un peligro!

Ezequiel notó que los ojos del lobo se entristecían. Pensaba en cómo consolarlo cuando escuchó que lo llamaban.

—Dice la seño que te apures –dijo Aldana, una de sus compañeras, del otro lado de la puerta.

Al oír la voz de la chica, el lobo pegó un salto para esconderse en un gran canasto de mimbre que había en una esquina de la biblioteca.

—No me dejes, necesito ayuda –pidió desde adentro.

—¡Shhh! –contestó Eze agarrando la libreta–. Está bien, te voy a ayudar, quedate quieto. En un rato, vuelvo.

Cuando sonó el timbre del primer recreo, Ezequiel pidió permiso para ir un rato a la biblioteca.

—Bueno –dijo la maestra–, me gusta que leas, pero que quede todo ordenado, ¿eh?

Caminó sin distraerse hasta la biblioteca. El animal estaba en el canasto, donde lo había dejado.

—Yo me llamo Ezequiel, ¿y vos? –preguntó.

—Cola Gris –contestó el lobo– y extraño a mi manada.

Y, en cuanto terminó de decirlo “Auuu”, “Aaauuu”, empezó a aullar. Menos mal que estamos en el recreo y mis compañeros gritan –pensó Ezequiel– porque si no, toda la escuela hubiera estado allí, con ellos. Para calmarlo, le acarició el lomo. Poco a poco, el lobo se tranquilizó, hasta que al rato, apoyó la cabeza en el hombro de su amigo como una muestra de cariño.

—¿Qué vamos a hacer? –suspiró Ezequiel–.Hoy es viernes, no puedo dejarte solo en la escuela hasta el lunes y, menos que menos, dejar que salgas a la calle...

¿Para qué lo habrá dicho? El lobo repitió sus “Aaauuu”, “Aaauuu”. Había algo de lo que el muchachito estaba seguro. Tenían un problema.

La hora siguiente fue larga. Muy larga. No podía pensar en lo que la maestra decía, imposible escribir ni hacer cuentas. A cada rato, fijaba la vista en la ventana. Quería salir. Para colmo, los aullidos del lobo parecían no tener fin.

—¡Pero!, ¿qué es ese ruido? –preguntó, al fin, la señorita.

—Creo que es el perro de la casa de al lado –contestó Federico que se las daba de sabelotodo.

Por suerte, el timbre del segundo recreo no tardó en escucharse y otra vez, Ezequiel pidió permiso.

—¡Qué chico más estudioso! –dijo la maestra– ¡Así me gusta! Vaya.

Esta vez, el lobo se había tirado sobre una alfombra y parecía dormir, pero al sentir el olor de su amigo, levantó la cabeza con atención.

—Tengo una idea –dijo Ezequiel–. Si saliste de un cuento, también podés volver...

—Mmm –contestó Cola Gris–. Preferiría volver al bosque... Acompáñame.

—Pero, ¿cómo salimos de aquí? Además, es-tamos en una ciudad, en cuanto te vean, vas de cabeza al zoológico...

Al escucharlo, el lobo pareció resignarse. Estaba bien, iba a tratar de entrar en un libro, en cualquiera, pero en Caperucita, no. Ya lo había decidido. En ese libro, no volvía a entrar.

—A ver, a ver –decía el chico mientras miraba títulos y más títulos–, aquí, tenemos uno, Pedro y el lobo...

Pedro y el lobo era un libro grande, sus páginas hacían un ruido especial al volverlas. Tenía olor a nuevo. Olía a tinta de colores. Con mucho cuidado, puso el ejemplar en el suelo para que su amigo saltara.

Antes de hacerlo, Cola Gris lo miró a los ojos y, como despedida, le dio un lengüetazo en el cuello.

—¡Hasta siempre, amigo! –dijo, lo miró con los ojos húmedos como a punto de llorar y se subió a una silla para saltar y caer en el medio de la página, justo donde aparecía la ilustración–. ¡Hasta siempre!

Pero, ¡plafff! Sus patas arañaron el papel, las letras se corrieron para la página siguiente y nada. Absolutamente nada más. Seguía allí, en la biblioteca de la escuela con un muchachito vestido de blanco y flequillo castaño. Con un muchachito de cara traviesa.

Entonces, otra vez, empezó con sus “Aaauuu”, “Aaauuu”. Eze tomó un pañuelo de cuello del perchero.

—¿Puedo? –preguntó y ante un gesto de Cola Gris, le envolvió el hocico con cuidado para callar los gritos.

—Bueno, bueno, no te pongas así. Busquemos uno nuevo. A ver, a ver... Aquí hay otro: Los tres cerditos.

El segundo libro no se veía tan bonito como el anterior, pero había dibujos de unos chanchitos que tenían un aire muy simpático.

—Te lo puse en el estante que da a la altura de tu frente para que trates de entrar con la cabeza. Es posible que me haya equivocado al poner el otro al alcance de tus patas. ¡Hasta siempre, amigo! –se despidió sin mirarlo porque al pensar que se iba, el corazón le golpeaba fuerte en el pecho.

No siempre un chico se trata cara a cara con un lobo y se hace amigo de él.

El lobo caminó hasta la pared de enfrente del estante. Corrió con toda la fuerza de sus patas y, ¡¡craaaac!!, del golpe, la trompa le quedó cuadrada.

—¡¡¡Aaauummm!!! –gritó, pero esta vez, más despacio porque el pañuelo no le permitía hacer tanto ruido.

Ezequiel se sobresaltó al escuchar el timbre. El segundo recreo había terminado.

En el salón, los esperaba la maestra de Música. Los chicos de Segundo “A” tocaban la flauta dulce. Menos mal, porque de no ser así, la escuela entera hubiera escuchado los gritos de Cola Gris.

Cuando salió al último recreo, sin pedir autorización a su seño, Ezequiel corrió a la biblioteca. El lobo se había tirado sobre la mesa y la cubría entera como un mantel.

—Y, ahora, ¿en qué estás pensando? –preguntó el chico sin saber qué hacer.


—Pienso en un amanecer en el bosque, en aquella luz redonda y dorada arriba, sobre los árboles. Pienso en el perfume de las flores silvestres mezclado con el olor de mi manada. Y, en el agua del torrente, siempre fresca, siempre alegre. Así era mi casa. En eso pienso, en mi casa y en los míos.

Eze acarició con cariño el lomo del lobo y después, se acercó a la biblioteca. Había visto El libro de los bosques. Distraído, lo abrió y comenzó a hojearlo. De pronto, una foto le llamó la atención. En un blanco de la espesura, echados sobre un colchón de hojas doradas, se veía una loba y con sus lobeznos, atrás un lobo de pelo marrón y dos o tres lobos más junto a un riacho de aguas transparente.

—¿Es así tu casa, Cola Gris?

Por toda respuesta, el lobo apoyó las patas delanteras sobre la imagen y, muy despacio, entró en el libro dejando a su paso, una huella de polvo plateado. Una huella más clara que un rayo de luna.

—Ahora sí, hasta siempre, amigo –dijo Eze-quiel, mientras, al cruzar, la cola del lobo dejaba una caricia en su mejilla. Una caricia tibia, tan tibia como la palabra gracias.

Lobo cola gris y otros cuentos

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