Читать книгу Manuela - Olga Idone - Страница 4

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Como todos sabemos, cada experiencia vivida deja en nosotros una marca que junto con otras que se arremolinan entre sí, nos hacen ser de una manera o de otra.

Esta es la historia de Manuela, de algunos de los personajes de su historia, de escenas familiares que la marcaron hondo, de cómo transformó su tristeza, de que experiencias se alejó y de cuales se apropió.

Actualmente, Manuela vive en una gran ciudad, su casa está ubicada sobre una avenida. La avenida comienza cerca del rio y trepa la barranca hasta nivelarse con las calles del centro. La primera ciudad fundada varios siglos atrás, fue destruida en su totalidad y los escombros se utilizaron para ganarle al rio y para nivelar la avenida más allá de la barranca. Aquellos escombros están como valiosos tesoros y sostienen lo nuevo que de esas profundidades surgieron.

La casa está en un piso alto y mira al río, tiene una gran ventana por donde entra la luz a raudales y se puede ver la totalidad del cielo, algo curioso, dado que hay poco cielo en esa zona de la ciudad rodeada de grandes edificios. Ese pequeño retaso de la gran ciudad, es el lugar donde vive Manuela.

Se recibió de arqueóloga a los 25 años hace ya varias decenas. Su figura mantiene un aire juvenil, ni muy alta ni muy baja, pelo oscuro largo recogido en una trenza que cae sobre su espalda a la altura de los omóplatos. Al caminar se le nota un leve balanceo, hacia la derecha primero y hacia la izquierda después. Ese leve balanceo hace que la trenza salte de un lado hacia otro agregándole una pizca de gracia a su presencia seria y abstraída. La piel es cetrina, los ojos oscuros con mirada interrogante y un tono suplicante en la voz.

Manuela es heredera de la cultura yagan del sur de Chile por su padre y de la europea por su madre.

Cuenta la historia, y Manuela se sobrecoge cada vez que la escucha, que los yaganes deambulaban prácticamente desnudos en un clima extremadamente hostil. Sus mujeres se arrojaban a las aguas heladas de la bahía de Tierra del Fuego para recoger las centollas que los alimentaban. ¿Qué de aquella mágica adaptación encontraremos en Manuela? También cuenta la historia acerca de las grandes migraciones europeas huyendo del hambre y las guerras. Aquellas historias, contadas o silenciadas, sabidas o ignoradas modelaron el carácter de Manuela como una matriz que desde el fondo de las entrañas genera vida.

Está rodeada de objetos arrancados a las entrañas de la Tierra, objetos que parecen descartables y que solo la mirada atenta y experimentada de alguien como Manuela ve en ellos indicios de una manera de vivir, sentir y pensar propias de un ayer que se refleja hoy.

La casa, desde que Miguel y los mellizos se fueron, primero Miguel y un tiempo después los hijos, está silenciosa, a veces le parece escuchar viejos sonidos como el ruido de la llave entrando en la cerradura, el “mamá” urgente de alguno de sus hijos, el crash de la puerta tijera del ascensor. En Costa de Marfil donde Miguel está por trabajo, la están esperando, la llaman y escriben apurándola y ella inmóvil y confundida no atina a nada, una vieja sensación habita en ella paralizándola

Manuela, apesadumbrada, hurga en su interior de la misma forma y con el mismo cuidado con que observa un vaso o una fuente rota. Cada recuerdo magullado y en cada reiteración, es cuidadosamente acomodado al lado de otro y así va recuperando memorias e inventando sentidos. Manuela había notado que, desde hacía un tiempo, sobre todo desde la partida de Miguel y los chicos, los recuerdos ocupaban sus pensamientos con más asiduidad que antes y trataba de espantarlos, presurosa,

— Quiero vivir el hoy, el pasado está ocupando todo mi presente y me siento sin vida, muerta, le había dicho a su hermano un tiempo atrás.

Luego se daría cuenta de que aquello que llamaba pasado todavía no lo era y que debía recordar para olvidar.

Cuando esa mañana despertó, el cielo estaba cubierto por una nube espesa que no dejaba pasar la luz y el telón grisáceo le molestó. Era marzo, un jacarandá había vuelto a florecer y sus flores liliáceas ponían un toque de color al techo gris. Sintió frio y volvió a cobijarse bajo la frazada. Raro, pensó y recordó que el clima nunca había sido su preocupación, ¿por qué ahora sí?, se sentía vulnerable, no quería que nadie traspasase el espacio que imaginariamente consideraba seguro y todo estímulo, como le pasaba con el clima, le resultaba peligroso.

Un verano frío y lluvioso no estropeaba sus vacaciones en la playa. Cuando el viento soplaba y levantaba manojos de arena caminaba a favor del viento y sentía la arena picándole la piel. Se sentía libre y soñaba con que el viento la levantara por encima de las olas.

Allá y entonces, su ánimo no era el de hoy y casi sin prestar atención observó la flor color naranja que estaba en una botella, dos ramas de helecho translúcidas se curvaban hacia el exterior y casi tocaban la mesa, esta flor tiene alas pensó, no debería estar prisionera en la botella, abrió la ventana jugando con la idea de que tal vez se atreviera a buscar la luz y el cielo.

Tropezó con su álbum de fotos, lo tomó y volvió a meterse en la cama.

El álbum era de cuero y llevaba repujado una imagen de las salinas de Epecuén. Se lo había traído su madre de una visita a Carhué donde había ido buscando cura para el reuma. Sobrevivió a varias mudanzas, como por arte de magia aparecía arriba de algún mueble, siempre a mano. Pese a su empecinada presencia le costó un tiempo encontrarle un lugar hasta que decidió guardarlo en el mueble que había conservado de su abuela, en un cajón junto a viejas cartas, postales, entrada de museos y otros recuerdos de viajes. Ahora sabía que estaba allí. Acarició la tapa de cuero, sus dedos recorrieron el repujado y sin mirar, sólo por el tacto supo del sol que iluminaba los granos de sal, la sal que irradiaba luz y cada grano parecían luciérnagas que brillaban de día como si fuera de noche. Lo abrió y encontró el patio colmado de sol, tal cual lo recordaba. La foto era en blanco y negro y muy pequeña, pero sus ojos la fueron ampliando y de pronto se encontró en el medio del patio, sintió el calor de aquel verano y el perfume a albahaca que salía de la cocina, veía la harina que se escapaba de la mesa donde descansaban los cavatelli que había amasado la abuela para el almuerzo del domingo

Cuando sus ojos se posaban en alguna de las fotos siempre se producía el mismo efecto, su imaginación la agrandaba y la imagen adquiría profundidad, en esta escena los racimos de uva flotaban en el aire y con sólo extender la mano un grano violáceo explotaría en la boca. Abrir el álbum era lo mismo que encontrarse con los recuerdos, cada foto era una escena hilvanada con momentos de su vida de diferentes tonos y sabores, alegrías, nostalgias y tristezas.

Observaba cada foto con detenimiento, como si quisiera volver a escuchar una voz, percibir el olor, saber que sentía el que estaba ahí fotografiado, en general con la sonrisa pedida por el fotógrafo, −digan chis, y ahí estaba la sonrisa dibujada amplia y espontánea o forzada pero obediente. ¿Y el fotógrafo, que tío o abuelo o cuál mama o papá fueron a buscar la máquina y colocó el rollo y sacó las fotos y luego lo llevó a revelar y las mostró con diligencia? Todos esperando ansiosos el sobre amarillo de Kodak.

Con los celulares, el acto de sacar una foto pasó de ser una ceremonia que fija los momentos importantes de la vida de una familia a un acto banal, se transformó en un múltiplo de cantidad, saqué tantas, 400, ¿tal vez 500?

Las fotos juegan con el tiempo, nos llevan al ayer, nos llevan al antes de hoy y ese juego cuestiona su fluir. Tal vez el fluir no es sólo hacia adelante sino un continuo hacia adelante y hacia atrás.

Casi siempre abre el álbum azarosamente, no busca, encuentra, deja al destino decidir qué pedazo de pasado se presenta hoy. Esta vez fue el recuerdo de una de las personas más queridas de su infancia y adolescencia y de quien, aún hoy le llega la calidez de su abrazo que la reconfortaba.

Manuela

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