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LA SENDA DEL DERECHO

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Cuando estudiamos derecho no estamos estudiando un misterio, sino una profesión bien conocida. Estamos estudiando lo que requerimos para comparecer ante los jueces, o para aconsejar a las personas de manera que se mantengan lejos de los tribunales. La razón por la cual es una profesión, el porqué de que las personas paguen abogados para que discutan por ellos o los asesoren, es que en sociedades como la nuestra el imperio del uso de la fuerza pública se les confía a los jueces en ciertos casos, y todo el poder del Estado se pondrá en movimiento, si es necesario, para hacer efectivas sus decisiones y mandatos. Las personas quieren saber en qué circunstancias y hasta qué punto correrán el riesgo de enfrentarse a algo que es mucho más fuerte que ellas, y por lo tanto se convierte en un negocio saber cuándo se debe temer este peligro. El objeto de nuestro estudio, entonces, es la predicción, el pronóstico de la incidencia de la fuerza pública por medio de los tribunales.

En este país y en Inglaterra los medios para el estudio son un cuerpo de informes, de tratados y de disposiciones que se remontan a seiscientos años atrás y que se incrementan anualmente por centenas. En estas hojas sibilinas se reunen las dispersas profecías del pasado sobre los casos que están por resolverse. Éstas son las que con propiedad se han llamado oráculos del derecho. Sin duda, el sentido más importante y prácticamente íntegro de cada nuevo esfuerzo del pensamiento legal es hacer más precisas estas profecías, y generalizarlas dentro de un sistema exhaustivamente conectado. El proceso es uno solo, desde el planteamiento de un caso por parte del abogado, que suprime todos los elementos dramáticos con los cuales se encuentra revestida la historia de su cliente y retiene únicamente los hechos de importancia jurídica, hasta los análisis finales y las abstracciones universales de la jurisprudencia teórica. La razón por la cual un abogado no menciona que su cliente utilizó un sombrero blanco cuando celebró un contrato, en tanto que la señora Quickly se aseguraría de extenderse en ello con todos los detalles y circunstancias, es que aquél anticipa que la fuerza pública actuará de la misma manera sin importar qué tenía su cliente sobre la cabeza. Con el propósito de hacer las profecías más fáciles de recordar y de entender, las enseñanzas de las decisiones del pasado se expresan en proposiciones generales y se recopilan en libros de texto, y por la misma razón las leyes se aprueban de forma general. Los derechos y deberes fundamentales en que se ocupa la jurispru­dencia no son, de nuevo, nada más que profecías. Uno de los muchos efectos malignos de la confusión entre ideas legales y morales, acerca de las cuales diré algo en un momento, es que la teoría es propensa a colocar la carreta antes que el caballo, y a considerar al derecho o al deber como algo existente aparte e independientemente de las consecuencias de su transgresión, a la que se le imponen ciertas sanciones con posterioridad. Pero, como intentaré mostrar, un deber jurídico, así llamado, no es nada más que una predicción de que si una persona hace u omite ciertas cosas, se le hará sufrir de una o de otra manera por una sentencia de un tribunal de justicia; y ello con base en un derecho legal.

El número de nuestras predicciones, cuando se las generaliza y reduce a un sistema, no es tan amplio como para ser inmanejable. Se presentan como un cuerpo finito de enunciados dogmáticos que pueden dominarse dentro de un tiempo razonable. Es un gran error dejarse atemorizar por el creciente número de sentencias. Los informes de una jurisdicción determinada en el curso de una generación toman prácticamente todo el cuerpo del derecho, y lo replantean desde el punto de vista actual. Podríamos reconstruir el corpus del derecho utilizando dichos informes, si todo lo que había antes de ellos se quemara. El uso de los informes más antiguos es principalmente histórico, un uso sobre el cual debo decir algo antes de concluir.

Deseo, si puedo, establecer algunos principios básicos para el estudio de este cuerpo de enunciados dogmáticos o de predicciones sistematizadas al que llamamos derecho, para que las personas que quieran usarlo como instrumento de trabajo puedan formular profecías en su momento, y siguiendo este estudio, me gustaría apuntar un ideal que nuestro derecho aún no ha alcanzado.

Lo primero para entender esta materia de manera práctica es comprender sus límites, por lo que considero deseable señalar de una vez y disipar la confusión que existe entre moral y de­recho, la cual en ocasiones llega al nivel de una teoría consciente, y con frecuencia, de hecho constantemente, ocasiona problemas sin alcanzar el punto de concientización. Ustedes pueden ver claramente que una persona mala tiene tanta razón como una buena para desear evitar enfrentarse a la fuerza pública, y por lo tanto pueden ver la importancia práctica de distinguir entre moral y derecho. A una persona a quien no le importa en absoluto una regla ética en la que creen y practican sus semejantes muy probablemente le interesará un buen acuerdo para evitar pagar dinero, y querrá mantenerse lejos de la cárcel, si puede.

Doy por hecho que ninguno de ustedes malinterpretará lo que tengo que decir como cinismo. El derecho es el testigo y el depositario externo de nuestra vida moral. Su historia es la historia del desarrollo moral de nuestra especie. Su práctica, pese a las burlas populares, tiende a hacer buenos ciudadanos y buenas personas. Cuando enfatizo la diferencia entre derecho y moral, lo hago con referencia a un fin único, el de aprender y entender el derecho. Con ese propósito tienen que llegar a conocer a fondo sus notas específicas, y por eso les pido que por un momento se imaginen indiferentes a otras cosas mejores.

No digo que no haya un punto de vista más amplio desde el cual la distinción entre derecho y moral se convierte en algo secundario o sin importancia, como todas las distinciones matemáticas desaparecen en la presencia del infinito. Pero sí digo que la distinción es de primordial importancia para el objeto que aquí consideramos: un correcto estudio y conocimiento del derecho como una materia con sus límites bien entendidos, un cuerpo de dogmas que se encuentran dentro de líneas definidas. Acabo de demostrar la razón práctica para decirlo. Si quieren conocer el derecho y nada más, tienen que mirarlo desde la perspectiva de una persona mala, a la que sólo le importan las consecuencias materiales que tal conocimiento le permite predecir, y no como una persona buena que encuentra la razón de su conducta, ya sea dentro del derecho o fuera de éste, en las sanciones más vagas de la conciencia. La importancia teórica de la distinción no es menor, si se razona sobre el tema correctamente. El derecho está lleno de fraseología traída de la moral, y por la mera fuerza del lenguaje nos invita continuamente a pasar de un terreno al otro sin darnos cuenta, como seguramente haremos a menos de que constantemente tengamos en mente la barrera entre ambas materias. El derecho habla de derechos, obligaciones, malicia, intención, negligencia y demás, y nada es más fácil o, podría decirlo, más común en el razonamiento legal, que tomar estas palabras en su sentido moral en algún punto del argumento, y de esa manera caer en falacia. Por ejemplo, cuando hablamos de los derechos de un individuo en un sentido moral, queremos señalar los límites de la interferencia con la libertad individual que consideramos prescritos por la conciencia, o por nuestros ideales, cualesquiera que sean. Sin embargo, es cierto que se han aplicado muchas leyes en el pasado, y es probable que se apliquen algunas en la actualidad, que las opiniones más esclarecidas de su época condenaban, o que en cualquier caso rebasan el límite de interferencia que muchas conciencias establecerían. Manifiestamente, por lo tanto, nada sino confusión del pensamiento puede resultar de asumir que los derechos del ser humano en un sentido moral son de igual manera derechos en el sentido de la Constitución y del derecho. No hay duda de que se pueden presentar casos simples y extre­mos de leyes imaginables que el legislador no se atrevería a promulgar, incluso en la ausencia de prohibiciones constitucionales explícitas, porque la comunidad se rebelaría y lucharía; y esto le da cierta verosimilitud a la idea de que el derecho, si no es una parte de la moral, está limitado por ésta. Pero este límite del poder no coincide con ningún sistema de la moral. En la mayoría de los casos cabe holgadamente en las directrices de cualquiera de estos sistemas, y en algunos casos puede extenderse más allá de ellos, por razones derivadas de los hábitos de un pueblo particular en una época particular. Alguna vez escuché al difunto profesor Agassiz decir que la población alemana se rebelaría si le incrementaran dos centavos al precio de un tarro de cerveza. Una ley en ese caso en particular sería hueca palabrería, no porque estuviera mal, sino porque no podría hacerse cumplir. Nadie negaría que pueden aplicarse y de hecho se aplican leyes incorrectas, pero no todos estaríamos de acuerdo en cuáles son incorrectas.

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