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Desocuparse

Mi hermano menor consiguió trabajo en la Ciudad de México y se ha mudado, como era de esperarse, conmigo. Solo somos él y yo, en un departamento con dos habitaciones, comedor, cocina y baño. Ha sido difícil: antes de que llegara, había empezado a acostumbrarme a vivir sola. En algún momento compartí este lugar con mi expareja, y cuando se fue hice lo posible por estar fuera de casa la mayor parte del tiempo. Incluso, en un gesto de dramatismo innecesario, desconecté el refrigerador. Ya me estaba reconciliando con este espacio cuando, de un día para otro, mi hermano llegó desde Tlaxcala, nuestra ciudad natal, a dormir en el que era mi estudio, ocupar mis utensilios domésticos, llenar la mitad de mi clóset con su ropa.

Conforme se lleva tiempo viviendo sola se aprenden ciertos trucos: cómo evitar las plagas, quitar el cochambre de la estufa y el sarro del baño, la mejor hora para tender la ropa y otras formas de mantener la casa en un precario equilibrio de orden y limpieza. Mi sensación al principio era que mi hermano no conocía esas reglas y yo no quería explicarlas: sentía que eso implicaba hacerme cargo de él.

Cada tanto me descubro haciéndome cargo de la gente, sobre todo de mis parejas. Un cuidado que raya en la asfixia y que deja tan harta a la otra persona como a mí. Con el tiempo, me di cuenta de que este hábito se relaciona con la necesidad de sentirme apreciada por otros. A la par, desprecio mis propios asuntos: siempre parece más importante resolver la vida de otra persona.

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A lo largo del año pasado acudí a tres especialistas en adivinación: astrología, tarot y clarividencia. En cada consulta intenté poner toda la atención posible, segura de que a través de las palabras del otro surgiría una señal. De lo que me dijeron, logré reunir un discurso medianamente coherente, adaptado a un sistema de creencias personal.

Estos días me resuenan ciertos aspectos de mi personalidad relacionados con mi signo zodiacal: Libra. Aéreos, y por lo tanto volubles, los libra solemos ser más inestables de lo que parece. Se dice que las personas reencarnan en este signo para aprender a mantener un equilibrio que no consiguieron en su vida anterior. No sé si sea eso, una inmadurez prolongada o simple falta de inteligencia emocional: con frecuencia, suelo irme a los extremos. Por ejemplo, atiendo demasiado a las personas o no les pongo atención en absoluto. Por eso, al principio, negué todo tipo de ayuda a mi hermano. Me enojaba su presencia aquí.

Coincidió que justo estaba en una etapa de transición, es decir: sin trabajo. Todo el día en casa, intentando disciplinar la pereza, la desidia, la lujuria; comprenderlas para entender cómo todo esto podría conducirme a escribir. Pero siempre hay algo que hacer antes de lo más importante.

A veces me pregunto si vivir no es una serie de procastinaciones. Y qué ocurre con aquellas personas que hacen todo a tiempo, pendientes del reloj y del calendario. En la lógica del capital, el éxito de unos se sostiene sobre el no-éxito del resto. Así, mi hermano debe levantarse todos los días a las seis de la mañana para ir a la oficina, mientras yo me despierto a eso de las nueve y apenas a las once estoy desayunando. A lo largo del día se agolpa una multitud de pendientes absurdos, desde enviar un texto, hasta una entrevista de trabajo, pasando por preparar la comida, ir al gimnasio o buscar algún curso de inglés por internet.

Todas estas actividades rodean al acto de escribir: son las desviaciones de una tarea que siento a ratos impostergable, a ratos un fastidio: por momentos imposible. No obstante, llega. Y es estar aquí, sentada en el escritorio que ahora comparte espacio con el comedor y la sala, en un intento de darle sentido a mi tiempo, a mi ocio. Quizá sea eso lo que importa, más allá de lo que dicen las palabras que tecleamos: refugiarse en un mundo propio, evadir la exigencia permanente de ser productiva.

Buscar dentro de las neurosis cotidianas, de la serie de actos insignificantes que se traducen como inactividad. ¿Qué puede haber en este vacío, en esta nada? ¿Empieza ahí la literatura? Escribir como una forma de alejarse de la pesadez. Para quebrar de golpe la necia igualdad de los días. Para reconectarse.

Pienso que los primeros relatos de la humanidad fueron producto del ocio: algo habría que inventar mientras se calentaba el cuerpo, después de una cacería, alrededor del fuego. En medio de aquella tranquilidad que brinda el calor y la compañía, podrían contarse los accidentes de la jornada: la habilidad de quien sembró las semillas o capturó a la presa, el peligro inminente de lo desconocido, las expectativas del futuro descifrado en los astros. En cambio, los primeros poemas debieron ser rituales: transformar el acto de comunicación en algo sagrado para compartir con el grupo esa sensación religiosa que brinda la noche.

En La diosa blanca, Robert Graves explora los orígenes ceremoniales de la poesía y su íntima relación con la espiritualidad de cada época. Habla también de cómo los fundamentos filosóficos que sostienen el paradigma occidental en realidad dan la espalda al mito poético, relacionado a la naturaleza y lo femenino. Para Virginia Woolf, la obra de arte literaria debe ser hermafrodita. Afirma esto en Una habitación propia, al tiempo que reconoce ciertos rasgos estilísticos como «femeninos»: el amor a la naturaleza, el misticismo, un punto de vista enfocado en las relaciones sentimentales, y otros como «masculinos»: el raciocinio, la fascinación por el progreso, la búsqueda de la perfección del individuo.

Ambos clasifican la escritura a partir de los estereotipos de género de su época. Ahora, se supone, eso está superado. Cada quien puede escribir de lo que le plazca, temática o formalmente, sin que pesen sobre esa persona los prejuicios de género, raza, clase. Pero, ¿acaso estas mismas formas de habitar el mundo, no influyen en nuestra escritura, y a veces incluso la determinan?

Yo escribo narrativa, sobre todo cuento. En mis textos no quisiera buscar una literatura «femenina» porque ni siquiera entiendo a cabalidad qué podría hacer partiendo de esa idea. No obstante, lo que sí quiero es ubicarme, reconocerme e intentar que de ahí surja mi escritura. Soy una mujer que escribe, parte de una sociedad que a marchas forzadas descubre (ya no digamos suprime) su idiosincrasia patriarcal. Sé bien que este desánimo para escribir, que viene unido a la sensación de que mi voz será desatendida, tiene que ver con el silenciamiento sistemático que otras escritoras vivieron antes que yo. Hace tres siglos, era casi imposible que una mujer firmara un libro con su nombre. En México, hace cincuenta años, Asunción izquierdo usaba un seudónimo para publicar y así no disgustar a su marido. Suena lejano, pero si lo comparamos con el curso de la historia, podemos darnos cuenta de que la emancipación de la mujer y su reconocimiento como creadora es muy reciente, más en nuestro país.

No hay mayor freno para la escritura que la indiferencia de los lectores.

Hace poco encontré en la Feria del Libro de Guadalajara Cómo acabar con la escritura de las mujeres, de Joanna Russ. La edición es española. Me lo mostró una amiga mientras veíamos libros juntas. Quedaban solo dos ejemplares. Dudé en comprarlo: era carísimo en pesos mexicanos. Mi amiga, que escribe poesía, estaba en la misma disyuntiva. Era nuestro último día en la feria y habíamos excedido ya nuestro presupuesto. Ella tomó uno de los ejemplares y lo abrió en el índice. Lo miramos juntas. Era bastante explicativo. Respondiendo a la pregunta del título, algunos nombres de los capítulos son: «Prohibiciones», «Mala fe», «Negación de la autoría», «Falsa categorización», «Aislamiento», «Anomalía», «Falta de modelos a seguir». Estos mecanismos, por siglos, de forma abierta o velada, han anulado las voces femeninas en la literatura. Tener conciencia de ellos, notar su persistencia en nuestros días, es esencial para adentrarse a una lectura contextualizada de la literatura escrita por mujeres. Ver por escrito lo que mi amiga y yo habíamos intuido en años de lectura y escritura, nos convenció. Compramos el libro juntas, animadas por compartir aquella certeza.

Pienso en el canon: lo que me enseñaron en la escuela, lo que leí en mi juventud, lo que recomiendan leer a quien comienza a escribir: libros, en su mayoría, escritos por hombres blancos y occidentales. Pienso en Nellie Campobello, Yolanda Oreamuno y Elena Garro. Las tres vivieron en México y escribieron obras con una sensibilidad única, brillantes entre la opaca y uniforme escena literaria de su época. Apenas ahora empiezan a ser leídas y estudiadas. Y aun así se les excluye; por ejemplo, cuando algún crítico las llama «raras», como si hubieran aparecido por generación espontánea y desaparecido de pronto. Jessa Crispin, en su introducción al libro de Joanna Russ, dice que llamar a algo «raro» es en realidad un «rechazo disfrazado de halago». Una escritora «rara» no tiene antecedentes ni sucesoras, su participación en la historia literaria se considera «extraordinaria» y, por lo tanto, no se integra a la historia del país o tradición literaria.

Por eso, para escribir debo ubicarme en una línea de escritoras que me preceden y que me seguirán. Ahí están todas las mujeres que han escrito, que escriben, que escribirán. Algunas que la tradición ha aceptado casi a la fuerza: Emily Dickinson; aquellas injustamente olvidadas: Josefina Vicens; quienes hacen de su escritura denuncia y política: Koleka Putuma. Y, ¿por qué no?, mis amigas. Añade Jessa Crispin: «Si la historia oficial se niega a contarte de dónde vienes, siempre puedes crear tú esos caminos».

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Ante la incertidumbre, creamos rituales propios. De ahí que algunos se obsesionen por recuperar, a través de la escritura, lo que se sabe perdido. Una práctica necesaria: «Es apropiado y positivo tener un rito como este de escribir todos los días como primera actividad. Tiene algo del espíritu religioso que tan necesario es para la vida y que, por distintos motivos, he ido perdiendo cada vez más con los años». Mario Levrero, en su Discurso vacío, presiente la necesidad de hacerse con una espiritualidad propia para cubrir los vacíos que se han ido formando a lo largo del tiempo.

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Digo que el departamento es mío, pero en realidad es propiedad de mis abuelos, es decir, de la familia. Así que no me puedo quejar. Antes de mí lo ocupó una tía. Cuando llegué a la ciudad, ella hizo lo posible para que no me instalara aquí. Aunque para ese entonces solo usaba este sitio como su bodega: tenía tiempo que había comprado su propio departamento. Ahora la entiendo. El egoísmo, al parecer, viene por instinto. Es la sensación de que alguien nos está robando algo. Quizá no lo utilizamos, pero nos damos cuenta de que lo consideramos exclusivo cuando alguien más quiere ocuparlo.

Creo que con mi hermano el contraste entre nuestras situaciones es lo que más me irrita. Él es la representación de la productividad; yo me siento como un símbolo del ocio. En la desocupación, los días pasan como parpadeos. La casa se vuelve todo. Ocupamos espacios con lo que somos: la cocina con los afectos, la sala con las lecturas, la azotea con la ropa húmeda y la música a todo volumen. La habitación, por su parte, conforma el punto más hermético de la intimidad. Un cobertor sobre la cama es el último bastión ante la constante amenaza que es el mundo exterior. Pero bajo las sábanas, habita también nuestra conciencia. ¿Quién quisiera estar todo el tiempo dentro de sí misma?

La guarida puede tornarse encierro. Tras días aquí, noto mejor las manchas en el piso, el desorden de los libros, la necesidad imperante de cortinas nuevas, el polvo que no deja de acumularse. Mi madre dice que hay más polvo en la Ciudad de México que en Tlaxcala. Puede que tenga razón. «Todo tiende a la entropía»: esa frase que me obsesionaba en la facultad se ve representada en mi cuarto, en la sala donde escribo, incluso en mi computadora, repleta de archivos guardados en cualquier espacio del disco duro, sobre todo en el Escritorio. El impulso por ordenar llega a ratos y se va con la misma velocidad.

«Mis papeles están en desorden, mis cajones por arreglar. (…) Esto no tendría mayor importancia, creo, si yo tuviera orden interior. Pero las personas que se preocupan demasiado con el orden externo lo hacen porque internamente están en desorden y necesitan de un contrapunto que les dé seguridad», dice Clarice Lispector en Revelación de un mundo. ¿Dónde está el punto de apoyo, ese lugar seguro desde donde puede partir la escritura? ¿Existen condiciones ideales para escribir? ¿Rutinas idóneas?

Cuando trabaja en una novela, Haruki Murakami sale a correr a las cuatro de la mañana. Regresa a escribir. En la tarde, hace ejercicio de nuevo. No obstante, la mayor parte de los escritores estamos lejos de alcanzar ese ideal. Nick Greene, un colaborador de la revista Vice, publicó un artículo con el nombre «Copié la rutina de escritores famosos y la odié». Ni madrugar, ni tomar café, ni encerrarse en el baño mejoró su productividad al escribir.

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Después de que llegó mi hermano, tuve que trasladar mi escritorio a un lado de la entrada del departamento, a un metro de la mesa y el sillón que conforman, respectivamente, nuestro comedor y sala. Es un mueble pequeño, armable, hecho para un ordenador antiguo: tiene una base amplia para el CPU y una tabla corrediza para colocar el teclado. Cuando lo utilizo, acomodo mi laptop sobre una caja de plástico para tenerla a la altura de la mirada. Conecto un teclado y un mouse por USB, para escribir con mayor comodidad. También uso lentes antirreflejantes. Hace tiempo, tuve una iMac con una pantalla de 27 pulgadas, que compré con el dinero de un premio. Casi inmediatamente después de obtenerla sentí que era demasiado; incluso me obsesioné con la idea de que tanta luz podría lastimarme los ojos. Solía diseñar en ella, pero no escribir. Quizá estoy acostumbrada a la tosca interfaz de Windows que me acompaña desde los siete años. Parece que solo puedo escribir en espacios a los que estoy habituada: aunque he armado aquel aceptable centro de trabajo, escribo esto desde la cama, mientras el gris deslucido del exterior parece reflejar mi estado de ánimo. Tengo una leve molestia en el costado izquierdo: mañana iré a hacerme análisis para averiguar si tengo algo en la vesícula.

Para curarme de las enfermedades que no tengo, escribo. Lo hago también para creer que las actividades tan dispares que he realizado —atender una tienda de abarrotes, dar visitas guiadas en museos, pasar años en fiestas con artistas plásticos, estudiar Comunicación y después Literatura, ser community manager para empresas trasnacionales, viajar como mochilera— pueden tener una secuencia lógica en mi mente. Después de todo, es la narración personal, la historia que nos contamos a nosotros mismos, la que da un frágil sentido a todo.

Me responde Clarice: «Para escribir, el aprendizaje es la propia vida viviendo en nosotros y alrededor de nosotros». Quisiera poder interpretar en esa clave lo que me ocurre, y que la escritura volviera a ser una garantía de tranquilidad, un medio de comunicación conmigo. Como cuando era adolescente y escribía un diario y las palabras le otorgaban sentido a cualquier confusión o pesar. Quisiera extraer lo que hago de la lógica de la productividad y dejarlo existir, sin pretensión alguna.

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Hace mucho, cuando mi hermano y yo éramos chicos, digamos doce y siete años, le leía antes de dormir Las mil y una noches, uno o dos cuentos cada vez, a veces más. Sin importar que a lo largo del día hubiéramos discutido, o que alguno de los dos estuviese atareado o triste, cumplimos ese ritual cada noche, hasta terminar el libro.

Fue un asidero. En aquel tiempo la casa estaba en remodelación después del caótico divorcio de mis padres. Poco a poco, iban desapareciendo muebles, cajas con fotos, casettes y ropa. En ese libro nos encontrábamos cada noche. Las palabras eran tierra firme. Las historias, ilusiones tan vívidas que por un momento nos permitían olvidar lo demás.

Estos días, él vuelve exhausto del trabajo. Hablamos poco: parece molesto todo el tiempo. Si acaso conversamos es sobre alguna reparación de la casa, o para hacer cuentas de los gastos en común. Después, él se prepara unas quesadillas para cenar y se encierra en su habitación con los audífonos puestos, a escuchar batallas de rap o hablar por teléfono. Desde la sala lo oigo platicar con los amigos que dejó en Tlaxcala. Supongo que está triste. No me consta. No me atrevo a preguntarle. Quisiera saber en qué momento dejamos de utilizar ese puente para comunicarnos. Me refiero a las palabras.

Mientras escribo esto, él está dormido. Tengo el sueño desordenado, así que me acuesto unas horas antes de que él se despierte. Incluso en la Ciudad de México, la madrugada es un silencio denso. A través de la puerta de su habitación se filtran murmullos. Mi hermano habla dormido. No distingo lo que dice pero me hace recordar otros tiempos, cuando nos relacionábamos sin problemas, incluso con ternura.

Un lugar seguro

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