Читать книгу La promesa de la curación en la medicina tradicional y alternativa - Omar Alberto Garzón Chiriví - Страница 11

Introducción Itinerarios etnográficos

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La obra que ustedes, estimados lectores, tienen en sus manos es el esfuerzo de varios años de trabajo. Por lo que me implicó como autor involucrarme con un tema tan sensible para la condición humana como es la salud y la enfermedad, veo necesario, a manera de introducción, dedicar una corta narrativa donde se ilustren los pormenores que motivaron la escritura de este libro. Quizás algunos compartan mis apreciaciones sobre ciertos tópicos, quizás otros difieran de ellas. Si ello es así, la narrativa habrá cumplido su cometido.

Desde 1994 me inquieté por los ‘curanderos’ de algunas comunidades indígenas en Colombia.1 Gracias a un curso de Antropología Lingüística, que tomé en el marco de mi formación de pregrado como Licenciado en Lingüística y Literatura de la Universidad Distrital en Bogotá, conocí a don Alejandro Gaitán (q. e. p. d.), un curandero tradicional sikuani, quien vivió en el resguardo indígena Wakoyo, ubicado en Puerto Gaitán en el departamento del Meta. Durante mi trabajo de campo en esta comunidad, recopilé cuatro cantos de curación de don Alejandro. Con ayuda de hablantes nativos de la lengua sikuani tradujimos los cantos al español. Este trabajo no solo me permitió conocer las particularidades míticas de estos cantos, sino que me acercó también de manera próxima al mundo de estos personajes hasta entonces inéditos para mí.

Las curaciones de don Alejandro estaban enmarcadas en los cánones de su tradición: el empleo de rezos y conjuros entonados en su lengua nativa para sacar la enfermedad, el uso de plantas con poder alucinatorio para comunicarse con los espíritus de la curación y el intercambio de dones como forma de retribución por su trabajo, elementos que le daban prestigio a su oficio dentro de su comunidad.

A partir de lo anterior, me dediqué a estudiar la estructura lingüística de estos cantos y su poética. El ejercicio inicial me revelaba que estos cantos eran el canal que permitía la comunicación entre el chamán indígena y un mundo paralelo poblado de espíritus que eran fundamentales para el éxito de la curación. El hallar el hilo de los cantos de curación me condujo a preguntarme por aquellos elementos de orden cultural que no solo hacían creíble, sino también eficaz el trabajo de estos personajes, dentro y fuera de sus comunidades.

Al respecto, la lectura del artículo del antropólogo francés Claude Lévi-Strauss “El hechicero y su magia” (1995), me sugería algunas ideas sobre las cuales poner a cabalgar mis observaciones de campo. Allí el autor afirmaba:

No hay razones, pues, para dudar de la eficiencia de ciertas prácticas mágicas. Pero al mismo tiempo se observa que la eficacia de la magia implica la creencia en la magia, y que ésta se presenta en tres aspectos complementarios: en primer lugar, la creencia del hechicero en la eficacia de sus técnicas; luego, la del enfermo que aquél cuida o de la víctima que persigue, en el poder del hechicero mismo; finalmente la confianza y las exigencias de la opinión colectiva, que forman a cada instante una especie de campo de gravitación en cuyo seno se definen y se sitúan las relaciones entre el brujo y aquellos que él hechiza (Lévi-Strauss, 1995, p. 196).

Sin duda estaba frente a uno de los conceptos centrales de la obra de Lévi-Strauss que me permitían una explicación razonada de lo que estaba registrando en mis diarios de campo: la eficacia simbólica. Sin embargo, lo siguiente detuvo aún más mi atención en la lectura de este texto:

Cuando el hechicero pretende extraer por succión, del cuerpo de su enfermo, un objeto patológico cuya presencia explicaría el estado mórbido, y presenta un guijarro que había disimulado en su boca, ¿cómo se justifica este procedimiento ante sus ojos? ¿Cómo logra disculparse un inocente acusado de brujería si la imputación es unánime, puesto que la situación mágica es un fenómeno de consenso? En fin, ¿cuál es la parte de credulidad y cuál la de crítica en la actitud del grupo, respecto de aquellos en los que reconoce poderes excepcionales, a los que otorga privilegios correspondientes, pero de los cuales exige asimismo satisfacciones adecuadas? (Lévi-Strauss, 1995, p. 196).

Las similitudes entre el texto de Lévi-Strauss y lo que había podido observar en una de las curaciones llevadas a cabo por don Alejandro en su comunidad eran evidentes. Don Alejandro no solo se apoyaba en sus cantos para conjurar la enfermedad, sino que, succionando la coronilla de su paciente, extraía una pequeña larva de color blanco que, luego de escupirla sobre su mano, me mostraba diciendo que era la enfermedad de su paciente cuyo origen estaba relacionado con un “maleficio (daño) que le habían hecho”. El paciente, por su parte, no solo aprobaba el método de su médico, sino que sentía alivio de su malestar. El contraste entre mis observaciones de campo y la lectura antropológica me hacía pensar en la autenticidad y la universalidad de este oficio.

No obstante, los límites a las explicaciones lingüísticas y antropológicas se rompieron cuando fui objeto de una de sus curaciones. Sin que mediara una consulta previa y mientras conversábamos sobre su oficio, don Alejandro me miró y de manera contundente me dijo: “Usted tiene la enfermedad de los blancos”. “¿Cuál es?”, le pregunté con inquietud. “La tristeza”, me respondió y procedió a curarme según su tradición.

Dos años después visité al taita Martín Agreda en el valle de Sibundoy, ubicado en el alto Putumayo (sur de Colombia). El taita Martín (q. e. p. d.) era un yajecero de la comunidad kamsá, ampliamente respetado y conocido por el éxito de sus curaciones con yajé (Banisteriopsis caapi). Dediqué mi estudio a un trabajo de etnografía del habla para describir el contexto social y cultural del uso de la ‘lengua del yajé’ o lengua ritual, como la denominé en su momento (Garzón, 2004).

De forma distinta a lo observado en la comunidad sikuani de Puerto Gaitán con don Alejandro, quien no contaba con muchos visitantes foráneos, el número de personas ajenas a la comunidad que participaba en las sesiones de toma de yajé con el taita Martín era notorio. Muchas personas venían de ciudades del interior del país e, incluso, algunas de países extranjeros. En los rituales, además del yajé, se empleaban otras plantas con propiedades curativas. Las imágenes de la religión católica y el uso de algunas oraciones donde se alternaba el código lingüístico entre la lengua kamsá y el español estructuraban los recitativos de curación que el taita empleaba. Allí, la autenticidad se desvanecía y los universales solo podían ser comprendidos en su contexto de realización. De la experiencia en Sibundoy, la transculturación emerge como un concepto que permite explicar la forma en que saberes propios y ajenos crean “una nueva realidad, compuesta y compleja, una realidad que no es una aglomeración mecánica de caracteres, ni siquiera un mosaico, sino un fenómeno nuevo, original e independiente” (Ortiz, 2002, p. 125), cuya función no solo es resistir a los embates del colonialismo, para mantener vigentes las particularidades culturales, sino también adecuarse a las nuevas realidades que le propone la sociedad occidental.

En Puerto Gaitán y en Sibundoy no solo reconocí formas distintas del oficio de los curanderos indios, como denomina el antropólogo Michael Taussig (2002) a los chamanes indígenas, también tuve que ser testigo de la crudeza y los efectos históricos del colonialismo y de la guerra contra estas comunidades. Su historia a partir de la Conquista española está ligada a la evangelización violenta por parte de la Iglesia católica, a los efectos devastadores de la guerra de los últimos 60 años en Colombia y al racismo.

Para el caso de los grupos indígenas cazadores-recolectores de los Llanos Orientales, se recuerda la impune práctica, iniciada en la segunda mitad del siglo XIX, de “cazar indios cuivas y guahibos” (Gómez, 1998). Esta manera de colonización, ejecutada por colonos y hacendados, conocida en la historia como las ‘guajibiadas’, tenía como fin apropiarse de las tierras de estos grupos y restringirles “el acceso a los recursos de sus territorios” (p. 352). Justamente, el grupo indígena sikuani (llamados guahibos) con el que tuve la oportunidad de compartir durante varios años en Puerto Gaitán (departamento del Meta, Colombia) era un reducto de una migración que había sido obligada a desplazarse a esta región.

Para el caso de los grupos indígenas inga y kamsá de la región del valle de Sibundoy, localizados en el departamento de Putumayo (Colombia), se ha documentado la acción de la misión capuchina, la cual “bajo el peso de […] prejuicios raciales y racistas, pero también bajo el pretexto del ‘salvajismo de los indios […] emprendió, desarrolló, y consolidó su poder sobre los grupos inga y kamsá del valle de Sibundoy con el propósito de usurpar sus tierras, de controlar y de usufructuar su mano de obra” (Gómez, 2005, p. 58).

De tal suerte que la descripción densa (Geertz, 2000) de los eventos que presenciaba y sobre los cuales comenzaba a elaborar mis primeros textos etnográficos me interrogaba acerca de mi responsabilidad de denunciar los vejámenes a los que se sometía a las comunidades. Como lo expresará en su momento James Clifford: “Los contactos culturales modernos no necesitan romantizarse borrando la violencia del imperio y las formas perpetuantes de la dominación neocolonial” (2001, p. 30). En consecuencia, estos factores históricos y sociológicos fueron importantes para estudiar las transformaciones y desplazamientos de estas prácticas curativas.

Por razones de mi trabajo en la Fundación Gaia Amazonas, institución dedicada al apoyo de la preservación del territorio y la cultura de comunidades indígenas de la Amazonía colombiana, conviví durante diez años con las comunidades indígenas del río Apaporis (departamento del Vaupés, Colombia). Allí apoyé a los profesores comunitarios indígenas en temas de política educativa indígena y gestión curricular (Garzón, 2006). Gracias a este trabajo entré en contacto con los “chamanes de la selva pluvial” (Reichel-Dolmatoff, 1997).

El espacio geográfico por donde me desplazaba hace parte del resguardo denominado Yaigojé Apaporis. Allí viven comunidades indígenas tucano oriental, especialmente grupos macuna y tanimuca. El término yaigojé (yai: tigre; gojé: hueco), o ‘hueco de tigre’, es una alusión al espacio habitado por este felino, pero también se emplea para referirse al poder de los chamanes de esta región, quienes son reconocidos por su capacidad para ‘ver’ la enfermedad y curarla. A este respecto, un curandero de una comunidad indígena en el departamento del Amazonas me explicó que entre los médicos tradicionales hay dos especialidades: aquellos que tienen el poder del tigre para ‘ver’ la enfermedad y sacarla; y aquellos que sin ‘ver’ la enfermedad la pueden curar con el pensamiento. Según este curandero, cuando un chamán o curandero se enferma, solo los que son capaces de ‘ver’ la enfermedad pueden curarlos. De tal forma, mi contacto con los chamanes de esa región y con sus virtudes para la curación me llevó al ámbito de lo mítico, de lo que en la literatura antropológica se conoce como el chamanismo.

Para las comunidades del río Apaporis, el lugar que ocupan sus chamanes sigue siendo de vital importancia para el sostenimiento social, cultural y político del ecosistema. Allí las formas de curar están asociadas a toda una cosmogonía basada en mitos y leyendas que hace parte de los recitativos de curación. En este sentido, toda curación debe realizar un recorrido completo por los mitos de origen del grupo y por los ‘lugares sagrados’, ubicados a lo largo y ancho del territorio. La enfermedad y la curación son interpretadas a la luz del territorio y de las afectaciones que este pueda tener en el cuerpo social e individual de quien enferma. Los rituales tienen la función de corregir las ‘infracciones culturales’ a que haya lugar y que explican el origen de la enfermedad. Esta manera de comprender los fenómenos de la enfermedad y la curación puede inscribirse en la corriente de pensamiento “ecosófico” (Guattari, 1998); es decir, de la relación entre el individuo, la comunidad y el medio ambiente.

En consecuencia y durante mi permanencia en esa región, constaté el papel preponderante que cumple la labor de los chamanes para realizar lo que ellos llaman “la curación del mundo”, la cual consiste en una negociación permanente con los dueños de la naturaleza y de los animales para lograr la preservación del grupo. La curación es un ethos cultural inherente a la inmensa mayoría de las prácticas cotidianas de estas comunidades de la selva. Se cura para un buen alumbramiento, para un buen viaje, para la cacería, para la siembra, para aprender “brujería propia y de los otros” y para que la comida no haga daño, entre muchas otras actividades que representan beneficio o riesgo para la salud individual y colectiva.

Es tal el efecto simbólico de la curación que cuando alguien se debe enfrentar a una travesía o a un trabajo que requiera algún tipo de destreza particular o que implique poner en peligro la vida, se dice en el habla cotidiana que esa persona “está curada pa’ eso”, lo que retira todo motivo de preocupación respecto a esa persona y a su empresa.

De tal forma, mis estadías en la selva amazónica colombiana me permitieron experimentar una manera de ser del chamanismo y de la curación, en contextos totalmente distintos a los vividos en Puerto Gaitán y el valle de Sibundoy. Nuevamente fui testigo de la forma como estas tradiciones se transforman, se adaptan y se reinventan para responder a los retos que les proponen los tiempos actuales. El interés cada vez más creciente por integrar estas comunidades a la sociedad colombiana, mediante la inversión en proyectos de equipamiento básico en salud y educación, y el impulso a la formación de líderes comunitarios que representen a las comunidades indígenas de la región ante el Estado han incidido en la configuración de nuevas realidades culturales. En ese sentido, los chamanes locales orientan su oficio para curar en el contexto de estas nuevas realidades.

Don Alejandro, el taita Martín, los chamanes de la selva pluvial y las condiciones sociales y culturales que tuve la oportunidad de vivir me permitieron secularizar (Fabián, 1983) mi mirada en relación con los curanderos de las comunidades indígenas que había tenido la suerte de conocer. En este punto había entendido, como lo señala Clifford (2001), que “los productos puros enloquecen” (p. 15); que toda identidad es coyuntural y transitoria; y que, por lo tanto, la tradición también puede ser inventada (Hobsbawm, 2002); y, finalmente, que el terror y el infortunio en la vida cotidiana son la regla y no la excepción, como muchas veces quisiéramos pensar (Taussig, 1995). Estas experiencias me permitieron explicar las ideas previas que poseía sobre estos personajes y sus prácticas de curación, deconstruirlas y avanzar en la elaboración de una narrativa que permitiera registrar la aparición de nuevos “órdenes tradicionales” (Clifford, 2001).

Las historias contadas sobre la selva y sus curanderos se van tornando añejas. Las imágenes coloridas y exóticas de lugares desconocidos ceden al paso del tiempo, se hacen borrosas y los recuerdos adquieren el color sepia de las fotografías antiguas. La necesidad de otras composiciones, de nuevas imágenes, se convirtió, para mi caso, en una tarea apremiante.

La importancia de la elaboración de narrativas que registren nuevos “órdenes tradicionales” está sugerida por James Clifford (2001), quien afirma: “Es más fácil registrar la pérdida de los órdenes tradicionales de diferencia que percibir la aparición de otros nuevos” (p. 31). Esta crítica resultaba sugerente para observar lo que venía ocurriendo con los curanderos indígenas, quienes se estaban desplazando hacia ciudades como Bogotá, Medellín y Cali, para ofrecer sus servicios.

Fue así que, gracias a mi relación con los taitas tomadores de yajé, decidí empezar a seguir sus rastros en las ciudades de Bogotá y Medellín. La presencia de algunos curanderos indígenas, en particular de las comunidades inga y kamsá, se puede rastrear en algunas ciudades colombianas, como Bogotá, Cali y Medellín, y en ciudades de países como Panamá y Venezuela desde la década de 1950 (Ramírez de Jara y Urrea, 1990; Moreno, 2012). Sin embargo, sus desplazamientos se hicieron más notorios desde mediados de la década de 1990, gracias al auge de los rituales de yajé que semanalmente se siguen ofreciendo en varias ciudades colombianas, así como en otras ciudades en Estados Unidos y Europa (Caicedo, 2015).

Si bien los ingas y los kamsás han sido los curanderos más populares en el paisaje bogotano y con quienes he tenido una mayor relación a nivel personal, no son los únicos que visitan la ciudad para ofrecer sus servicios como curanderos. Recientemente han aparecido, por las redes sociales, invitaciones para participar en ceremonias para ‘sorber yopo’ (Anadenanthera peregrina), dirigidas por curanderos de la etnia sikuani; así mismo, he sido informado de la presencia de curanderos de la Sierra Nevada de Santa Marta que celebran ritos con fines curativos donde se usa la hoja de coca como parte de las ceremonias y de la etnia uitoto que realizan ceremonias llamadas “círculos de la palabra”, donde emplean la coca procesada —conocida como ‘mambe’— y el ambil o tabaco cocinado para llevar a cabo curaciones.

Cada tradición curativa cuenta con sus respectivos grupos de apoyo. En su mayoría, estos están conformados por jóvenes de distintas clases sociales, motivados principalmente por discursos sobre la recuperación y protección de las tradiciones de los grupos indígenas de Colombia, por la búsqueda de alternativas espirituales y de curación, y por el deseo de experimentar con el yajé, el yopo y la hoja de coca para buscar algún tipo de conexión con entidades abstractas o ‘espíritus’.

En mi caso, las actividades laborales y de investigación a partir de las cuales me vinculé con estas comunidades y sus curanderos me permitieron crear una alianza de larga duración, situación que hemos logrado aprovechar en beneficio mutuo. En consecuencia, me fue dado el contribuir en la construcción, ampliación y afianzamiento de las redes de usuarios de los servicios de salud que prestan estos curanderos en Bogotá, lo cual ayudó, a su vez, a generar algunos réditos económicos para estos mismos curanderos. A lo largo de los años, también he tenido la oportunidad de servir de enlace y de asesor especializado entre las instituciones del Estado encargadas de atender los asuntos étnicos y las comunidades, con el fin de resolver problemas relacionados con la gestión de proyectos. Esto por solo mencionar algunas de las actividades con las cuales me siento comprometido con las comunidades indígenas del país. A cambio, me he beneficiado largamente de sus curaciones, sus remedios y su alegría.

Como resultado de mis observaciones y vivencias, he podido constatar que la ciudad es un escenario importante de reconocimiento y revitalización del oficio de los curanderos indígenas. No obstante, en este escenario, deben buscar un lugar para ofrecer sus servicios de curación, ocupado por ‘curanderos mestizos’ (formados generalmente por estos mismos curanderos indígenas) y de quienes se registra su presencia en ciudades y pueblos desde mediados del siglo XIX e inicios del XX (Márquez, 2012, 2014; Márquez y Estrada, 2018; Sowell, 2002). La oferta de servicios de curación de estos ‘curanderos mestizos’ está respaldada por el prestigio cultural de los curanderos indígenas, de quienes dicen han aprendido sus técnicas curativas basadas en el manejo de plantas y el dominio de la magia.

Pero no son solamente los curanderos mestizos quienes forman su competencia en términos de mercado: estos curanderos también deben encontrar un lugar entre quienes ofrecen servicios de atención y cuidado de la salud y la enfermedad, basados en ‘medicina tradicional indígena’ y ‘medicina alternativa’, como la homeopatía, las terapias bioenergéticas y la acupuntura china, por mencionar las más relevantes. No resulta extraño que, como parte de la publicidad de sus servicios, algunos de estos terapeutas y médicos de la medicina alternativa también digan haber tenido algún tipo de relación con médicos tradicionales de comunidades indígenas. Si bien esto resulta cierto en muchas ocasiones, lo interesante es que este tipo de experiencias sean usadas como un argumento para validar la actividad terapéutica y agregar algo de prestigio al oficio. Para estos médicos, los curanderos indígenas son reconocidos por el éxito de sus curaciones; de manera particular, por el conocimiento y manejo de plantas de distinta índole, cuya efectividad para el tratamiento de muchas enfermedades cuenta con casos exitosos.

En ese contexto urbano globalizado, los médicos tradicionales indígenas han adecuado su práctica a las demandas de distintos sectores de población urbana que no solo celebra su autenticidad, sino que confía, cada vez más, en la efectividad de sus tratamientos y en las alternativas espirituales que propone su oferta. De este modo, los curanderos de origen indígena que prestan sus servicios de curación en las ciudades hacen uso estratégico de su identidad como una manera de respaldar sus servicios y también como una forma de diferenciarse de otros terapeutas y de otras terapias alternativas. Sin embargo, hay que destacar que este uso estratégico de la identidad implica transformaciones de la cultura y de la práctica del curandero.

En este nuevo orden tradicional, aunque no desaparece la figura local del curandero indígena, sí hay un desplazamiento de la imagen del indio y un mestizaje de su saber. Este mestizaje, en principio, se caracteriza por conservar una base ideológica y cultural que tiene como cimientos la identidad étnica, el saber botánico y de curación, y, en ocasiones, algunos usos lingüísticos de sus lenguas vernáculas. Sobre esta base se adiciona una superestructura que agrega permanentemente elementos culturales nuevos, propios de la vida en la ciudad.

Llegado a este punto me percaté de que debía abandonar la figura del curandero indígena tal como la había aprehendido, tanto en mi contacto directo con ellos como por la literatura antropológica a la cual había tenido acceso. En un nuevo “trabajo de la imaginación” (Appadurai, 2001, p. 20), mi mirada se desplazó hacia la inscripción del curandero indígena en redes de relaciones con otros sistemas de curación y con otros médicos y terapeutas, quienes aluden también a sus propias tradiciones para ofrecer, en el contexto urbano, sus servicios para el cuidado de la salud y la atención de la enfermedad. Es en el desplazamiento de la mirada donde encuentro que la oferta de los curanderos indígenas en las ciudades hace parte de una red de terapeutas más amplia, donde son una más de muchas y variadas ofertas de servicios de un mercado terapéutico urbano.

La obtención de información para construir un archivo lo suficientemente sólido con el cual respaldar las afirmaciones hechas a lo largo de esta obra requirió la organización y empleo de paquetes técnicos (Galindo, 1998). Es evidente que la etnografía —como teoría y método— constituye el punto de anclaje metodológico desde el cual no solo se accede a la información, sino también a la reflexión permanente del investigador sobre los datos que va obteniendo. Junto a la etnografía, el empleo de entrevistas semiestructuradas, la organización de grupos de discusión, la escritura de historias de vida y la recuperación de información particular por internet hacen parte de estos paquetes técnicos.

El trabajo de campo que permitió la recolección de información para la escritura de este texto se adelantó con una perspectiva multifocal; es decir, una aproximación investigativa en la que los datos no fueron obtenidos solamente donde acontecía un hecho relevante o se localizaba una experiencia o una comunidad de interés particular para los objetivos de la investigación. En este sentido, las ideas de campo y de contexto resultan siendo sugeridas más por las personas o grupos con quienes se interactúa; efectivamente son sus dinámicas de movimiento y sus desplazamientos en espacios múltiples las que determinan la captura de información en un sentido determinado. Por esta razón, la interacción permanente y constante con quienes participaron de la investigación se constituyó en una máxima de todo el ejercicio metodológico.

En un principio, la afinidad de quien escribe este libro con su objeto de indagación permitió economizar recursos para identificar posibles fuentes de información. No obstante, esta misma cercanía o, para decirlo de una manera coloquial, este ‘jugar de local’ se fue convirtiendo en una barrera que implicaba la necesidad de una toma de distancia del objeto. Este ejercicio no resultó para nada sencillo, pues al escribir sobre aquello que es constitutivo en la subjetividad se corre el peligro de ser expulsado o censurado por la comunidad a la cual se pertenece.

Construir esta distancia es un ejercicio permanente de reflexividad, el cual implica la revisión continua de las preguntas planteadas al inicio de la investigación, la revisión e incorporación de nuevos problemas y, por último, la capacidad de tomar suficiente distancia de aquello sobre lo que se indaga, de tal forma que se logren sentar posiciones lo suficientemente críticas a partir de las cuales recomponer las percepciones del investigador sobre dicho objeto.

Por este camino, si bien se logra una recomposición perceptual del objeto de indagación, la subjetividad del investigador también resulta involucrada en el movimiento. De tal modo, al momento de redactar este informe final, quien escribe ha sido modificado en su percepción por cuenta de su propia acción. Evidentemente, esto solo tiene sentido si, usando los términos de Bataille (2002, p. 53), somos capaces de hacer desvanecer el objeto sobre nosotros mismos y abandonarnos a sus preguntas.

En consecuencia, la implementación de los paquetes técnicos no solo permitió obtener información relacionada con la pregunta inicial de investigación, sino también organizar y categorizar lo que se iba obteniendo en el terreno. De esta manera, y siguiendo la propuesta de Galindo (1998, p. 13), la información se fue organizando a partir de las dimensiones de lo social, cultural y ecológico. La elección de este camino permitió instaurar un archivo lo suficientemente amplio con el cual construir los datos de la investigación, y paralelamente mantener un ejercicio reflexivo constante sobre lo que iba ocurriendo en su devenir.

Ahora bien, los datos a los cuales se hace referencia se consiguieron en dos ámbitos distintos. Por una parte, aparecen quienes ofrecen servicios terapéuticos; y, por otra, los usuarios de este mercado. Para los primeros, si bien se contaba con algunas categorías tomadas de los estudios antropológicos, como chamán, curandero, yerbatero, partera o sobandero, estas no agotaban la caracterización de otros practicantes que fueron apareciendo. De allí surge la propuesta clasificatoria presentada en el segundo capítulo, con seis modalidades de ofertas de servicios terapéuticos. Los datos se recopilaron combinando las entrevistas semiestructuradas y la observación participante. Para ello la cercanía del investigador con algunos de estos terapeutas ahorró un buen trecho.

Para los segundos, es decir, para los usuarios encontrados en el trabajo de campo, esta cercanía supuso otras maneras de abordar las preguntas. La metodología empleada en estos casos consistió en la elaboración de historias de vida de los usuarios. A partir de una pregunta sencilla del tipo: “¿Por qué razón usted asiste a este tipo de terapia?”, fue posible abrir otras dimensiones de la cotidianidad de las personas que accedieron colaborar con la investigación.

No obstante, el recaudo de las primeras respuestas no satisfacía los objetivos de la investigación propuesta. El resultado de este primer ejercicio terminó siendo muy parecido a los cuestionarios que realizan los médicos en los centros de salud y hospitales. En ese momento, se presentaba un agotamiento rápido del instrumento de recolección de información. Por esta razón, aparecen las historias de vida y las narrativas como instrumentos de trabajo con los cuales acceder a la dimensión ecológica de los individuos, a la cual se hizo referencia anteriormente.

El elemento narrativo cumplió un papel tanto técnico como teórico. Técnico en la medida en que se definió, de modo consciente y dirigido por parte del investigador, como la herramienta para obtener información y la forma de hacerlo. Y teórico en tanto es una postura de análisis de las ciencias sociales y humanas, tal como se reseñó en cada apartado donde se presentó esta perspectiva. Dicho ejercicio demandó un tiempo importante para lograr un buen cúmulo de información, algo que no se agota en la entrevista, sino que implica una convivencia sostenida en el tiempo y que arroja, como resultado, no solo información —a secas—, sino la construcción de un tejido afectivo con quienes participan de la investigación.

Tal como lo indiqué a lo largo de este libro, quienes participaron de la investigación son amigos, los que en un momento particular de sus dolencias depositaron su confianza en mí. Es posible que si esta investigación hubiese tenido como escenario de trabajo un espacio institucionalizado, como un hospital o un centro médico, la observación estaría gobernada por los límites que este tipo de espacios imponen o por la dificultad de establecer lazos cercanos con los terapeutas y con los usuarios involucrados.

Estos amigos, hay que resaltarlo, me acercaron a una comprensión distinta de la enfermedad, al entendimiento y análisis del dolor y de las limitaciones humanas en su búsqueda por ‘tener salud’. En este punto, cualquier instrumento de recolección de información debió ser readecuado permanentemente, de tal manera que no se escapara el crujido de lo que algunos de ellos denominaban “un dolor sordo”, refiriéndose al dolor.

El encuentro cara a cara con la condición del dolor puso en cuestión mi humanidad como investigador (la actual, la histórica, la que está hecha de retazos, de credos y convicciones); de tal forma, me encontré de repente y sin esperarlo con la condición de fragilidad de aquellos con quienes interactuaba. Con el correr de los días en nuestros encuentros terminamos compartiendo mutuamente nuestras fragilidades y nuestras emociones frente a la salud y la enfermedad.

Gracias a estos encuentros, donde se comparten asuntos esenciales de la condición humana, me fue posible comprender la dimensión del compromiso humano propia del oficio de los médicos y terapeutas de la medicina tradicional y alternativa. Efectivamente, es a través de los usuarios como se comprende la importancia de estos terapeutas para quienes padecen la enfermedad, el dolor y el infortunio, y esperan alcanzar la felicidad que provee la buena salud.

Entendiendo los factores limitantes en la comprensión de algunas de estas condiciones, y de manera independiente a si en otro momento de la existencia de las personas se ha padecido algo similar, se optó por la presentación de los relatos en extenso, buscando que la voz de quienes aportaron su historia para la investigación con sus historias no terminara convertida en un anexo más del texto presentado.

A cambio, se intentó encaminar el ejercicio de escritura hacia la construcción de una unidad dialógica que compartiese tanto los análisis que le corresponden al investigador como las vivencias de quienes se denominan usuarios de medicinas tradicionales. En este sentido, es posible concluir que estas dos orillas completan el paisaje del trabajo de campo realizado.

La promesa de la curación en la medicina tradicional y alternativa

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