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I

EL LIBRO DE LA NATURALEZA

Desde tiempos inmemoriales se ha considerado al hombre como un resumen del universo. Ha sido representado en los templos antiguos como la llave capaz de abrir las puertas del Palacio del Gran Rey, porque todo lo que existe en el universo como materia y energía se encuentra, en un grado menor, en el hombre. Por esta razón llamamos al universo “macrocosmos” – gran mundo, y al hombre “microcosmos” – pequeño mundo; y Dios es el nombre del Espíritu sublime que ha creado el gran mundo y el pequeño mundo, el que los ha vivificado y mantiene su existencia.

Para vivir y desarrollarse, este microcosmos que es el hombre debe permanecer en contacto y en unión permanente con el macrocosmos, la naturaleza; debe intercambiar incesantemente con ella, y a estos intercambios les llamamos vida. La vida no es otra cosa que los intercambios ininterrumpidos entre el hombre y la naturaleza. Si éstos son obstaculizados, sobreviene la muerte. Todo lo que comemos, bebemos y respiramos, es la vida de Dios mismo. No hay nada en el cosmos que no sea vivificado y animado por el Espíritu divino. Todo vive, todo respira, todo palpita y comulga con esta gran corriente que brota de Dios e inunda el universo, desde las estrellas hasta la más diminuta partícula. San Pablo decía: “Vivimos y nos movemos en Dios, tenemos nuestra existencia en El...”

El intercambio es la clave de la vida. La salud o la enfermedad, la belleza o la fealdad, la riqueza o la pobreza, la inteligencia o la estupidez, etc., dependen de la forma en que el hombre realice estos intercambios. Todo es alimento, respiración, intercambios sin fin. Cuando comemos, realizamos intercambios en el mundo físico; cuando experimentamos sentimientos, los realizamos en el mundo astral; y cuando pensamos, los realizamos en el mundo mental. Como consecuencia de la manera de alimentarse, de respirar, etc., muchas personas obstruyen los canales de su organismo; el intercambio normal entre la naturaleza y ellos mismos no puede realizarse correctamente, y en consecuencia caen enfermos. Lo mismo sucede respecto al intelecto y al corazón. Si el intelecto y el corazón no reciben pensamientos luminosos y sentimientos cálidos de forma correcta, y si no rechazan los pensamientos y sentimientos negativos como se rechaza la ceniza y los desperdicios, las personas perecen.

Para ser feliz y vivir plenamente, el género humano debe aprender a realizar correctamente los intercambios y, sobre todo, a abrir su corazón a la naturaleza, a sentir que está ligado a ella, que forma parte de ella. Aquél que abre su corazón a esta corriente divina que atraviesa el universo, realiza el intercambio perfecto, despertándose un nuevo intelecto en él, gracias al cual empieza a captar las cuestiones filosóficas más sutiles. Si le preguntamos: “¿Sabe usted que tal filósofo ha escrito lo que usted dice?”, No, lo desconoce, pero no es necesario que lo sepa. Lo que verdaderamente conoce es el intercambio, porque lo vive y lo siente. Está muy bien decir que tal pensador ha escrito esto o aquello, pero está mucho mejor aportar pruebas extraídas de la propia experiencia. En lugar de leer libros, es preferible unirse con la única fuente verdaderamente inagotable e inmortal: la naturaleza. De ahora en adelante, debemos aprender a extraer citas del gran libro de la naturaleza, en el que todo está inscrito, pues los hombres perecerán, y debido a sus imperfecciones, todos ellos se habrán equivocado de alguna manera, mientras que la naturaleza permanecerá eternamente viva y verídica.

Un gran Maestro, un gran Iniciado es un ser que conoce la estructura del hombre y de la naturaleza, así como los intercambios que debe realizar con ella mediante sus pensamientos, sus sentimientos y sus actos. Por esta causa, los orientales afirman que se aprende más permaneciendo cinco minutos junto a un verdadero Maestro, que veinte años en la mejor universidad del mundo. Al lado de un Maestro se aprende la ciencia de la vida, porque todo gran Maestro lleva con él la verdadera vida.

La gran diferencia entre los estudios que se hacen en la Universidad y los de una Escuela iniciática, es que en la Universidad se aprende todo lo que es externo a la vida, y después de varios años de estudios no se ha producido cambio alguno, manteniéndose las mismas debilidades y las mismas imperfecciones. Naturalmente, quizá nos hayamos convertido en sabios distinguidos, célebres; quizá hayamos aprendido a manipular instrumentos, a hacer citas, a servirnos de la lengua, e incluso a ganar mucho dinero, pero las posibilidades de deformar la mentalidad de los demás también han aumentado. Por el contrario, aquél que estudia la ciencia iniciática experimenta, después de cierto tiempo, una profunda transformación en sí mismo: su discernimiento, su fuerza moral han aumentado, siendo una bendición para los demás.

Estudiar en la Universidad es como analizar un fruto en el laboratorio con la ayuda de procedimientos físicos y químicos; es aprender qué elementos componen la piel, la pulpa, las pepitas, el jugo, pero sin llegar a saborear jamás el fruto, sin llegar a descubrirlo con la ayuda de los instrumentos naturales que Dios ha puesto a nuestra disposición, sin llegar a experimentar los efectos. La Ciencia iniciática quizás no os enseñe nada sobre la composición física del fruto, pero os enseñará cómo comerlo, y vosotros, poco después, os daréis cuenta de que todos vuestros engranajes internos se han puesto en actividad, se han vivificado, equilibrado. Entonces podréis lanzaros a estudiar el gran libro de la naturaleza; descubriréis en él los aspectos físicos, químicos, astronómicos, mucho mejor explicados que en las obras de los universitarios, y veréis cómo están ligados entre sí.

Es útil profundizar en ciertas disciplinas, pues cada una de ellas nos revela un aspecto del universo y de la vida, pero debido a la manera que se estudia actualmente, sólo se profundiza en el lado muerto de las cosas. Un día nos daremos cuenta que hay que vivificar las ciencias, es decir, reencontrarlas en todas las esferas de la existencia. Entonces, por ejemplo, las fórmulas matemáticas. las formas y las propiedades geométricas hablarán otro lenguaje, y descubriremos que nuestros pensamientos, nuestros sentimientos y nuestros actos están regidos por las mismas leyes. Esto es lo que yo considero la verdadera ciencia. De momento conocemos demasiada astronomía, demasiada anatomía, demasiadas matemáticas..., sin unir estas ciencias entre sí, y sobre todo sin unirlas con el hombre, con su vida.

Os daré un ejemplo. Creéis conocer las cuatro operaciones: suma, resta, multiplicación, y división. Pero en realidad no las conocéis en tanto no sepáis que la suma en nosotros es el corazón. Sí, el corazón sólo sabe sumar, siempre añade y, a menudo, lo mezcla todo. El que resta es el intelecto. En cuanto a la multiplicación, es la actividad del alma, y la división la del espíritu. Considerad al hombre a lo largo de toda su existencia. Cuando es muy pequeño lo toca todo, lo coge y se lo lleva a su boca. La infancia es la edad del corazón, de la primera operación, la suma. Cuando el niño se convierte en un adolescente y su intelecto empieza a manifestarse, rechaza todo lo que es inútil, perjudicial o desagradable: está restando. Más tarde, se lanza a la multiplicación, y entonces su vida se llena de mujeres, niños, casas, agencias, adquisiciones de todo tipo... Finalmente, envejece y piensa que pronto se va a ir al otro mundo; entonces hace su testamento, distribuyendo sus bienes entre unos y otros: divide.

Empezamos acumulando, a continuación despreciamos muchas cosas. Lo que es bueno debemos plantarlo para multiplicarlo. Aquél que no sabe plantar los pensamientos y sentimientos, no conoce la verdadera multiplicación. Mientras que aquél que sabe plantar, pronto ve como florece la cosecha, y a continuación puede dividir, distribuir los frutos recolectados. En la vida nos enfrentamos continuamente con las cuatro operaciones. Algo se debate en nuestro corazón que no conseguimos sustraer; o bien nuestro intelecto rechaza un verdadero amigo con el pretexto de que no es sabio ni tiene una posición elevada. A veces multiplicamos lo que es malo y desperdiciamos lo que es bueno. Así pues, debemos comenzar por estudiar las cuatro operaciones dentro de la misma vida. Después podremos abordar las potencias, las raíces cuadradas, los logaritmos... Pero actualmente tenemos que conformarnos con estudiar las cuatro primeras operaciones, pues hasta ahora no hemos aprendido a sumar y a restar correctamente. A veces adicionamos con pillos rematados y otras veces sustraemos de nuestra cabeza un buen pensamiento, un ideal elevado, porque el primero que llega nos dice que con tales ideas, ciertamente, nos moriremos de hambre.

Todo lo que vemos a nuestro alrededor, todo lo que necesitamos para vivir, todo lo que hacemos tiene un sentido muy profundo. Incluso nuestros gestos cotidianos contienen grandes secretos, pero hay que saber descifrarlos. El Maestro Peter Deunov decía: “La naturaleza entretiene a los hombres vulgares, enseña a los discípulos, y sólo desvela sus secretos a los sabios...” En la naturaleza todo tiene una forma, un contenido y un sentido. La forma es para la gente vulgar, el contenido para los discípulos y el sentido profundo para los sabios, para los Iniciados.

La naturaleza es el gran libro que hay que aprender a leer. Es la gran reserva cósmica con la que tenemos que estar en comunicación. ¿Cómo establecer esta conexión? Es muy simple: se trata del secreto del amor. Si amamos la naturaleza, no para nuestro placer o distracción, sino porque ella es el gran Libro escrito por Dios, brota en nuestro interior un manantial que limpia todas nuestras impurezas, liberando los canales que están obstruidos y provocando un cambio, gracias al cual alcanzaremos la comprensión, el conocimiento. Cuando viene el amor, los seres y las cosas se abren como flores. Por eso, si amamos la naturaleza, ella hablará en nosotros, porque también nosotros formamos parte de ella. Jakob Boehme, un gran místico alemán, era zapatero... Sin duda había merecido este privilegio en una encarnación anterior, pero un día fue iluminado súbitamente por una luz tan potente que le pareció insoportable: todos los objetos a su alrededor se habían vuelto luminosos. Enloquecido, abandonó su casa y huyó al campo, pero en plena naturaleza fue todavía peor porque las piedras, los árboles, las flores, la hierba, todo era luz y ¡él hablaba a través de esta luz!... Muchos clarividentes y místicos han pasado por la misma experiencia y saben que en la naturaleza todo está vivo y lleno de luz. A medida que cambian nuestras ideas sobre la naturaleza, modificamos nuestro destino. Si pensamos que la naturaleza está muerta, disminuye la vida en nosotros; si pensamos que está viva, todo lo que contiene, piedras, plantas, animales, estrellas..., vivifica nuestro ser y aumenta la fuerza de nuestro espíritu.

Los secretos del libro de la naturaleza

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