Читать книгу Gabriel García Márquez. El Caribe y los espejismos de la modernidad - Orlando Araújo Fontalvo - Страница 9

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Las principales dificultades de

Cien años de soledad fueron de

tono y de lenguaje. Los hechos,

tanto los más triviales como los

más arbitrarios, estaban a mi

disposición desde los primeros

años de mi vida, pues eran

material cotidiano en la región

donde nací y en la casa donde

me criaron mis abuelos.

Gabriel García Márquez

Para Pierre Bourdieu, las acciones humanas no son respuestas instantáneas a un estímulo, sino, por el contrario, el fruto de toda la génesis histórica de sus aspiraciones y preferencias. El habitus es precisamente eso: un saber socialmente adquirido, “un conjunto de relaciones históricas depositadas en los cuerpos individuales bajo la forma de esquemas mentales y corporales de percepción, apreciación y acción” (1995: 23). El habitus puede verse, entonces, como un vasto sistema de disposiciones, virtualidades, potencialidades, enfrentado y afectado de manera constante por un cúmulo de variadas experiencias. Así, el sistema de disposiciones que llevó a Gabriel García Márquez a su toma de posición en Cien años de Soledad tiene su origen, sin duda, en las específicas relaciones históricas que supuso la infancia del escritor. Es en este período donde, inicialmente, deben buscarse las raíces del libro. El propio autor ha dicho que realmente lo que buscaba al escribir la obra era “darle una salida literaria, integral, a todas las experiencias que de algún modo me hubieran afectado durante la infancia” (Mendoza, 1982: 75).

Nacer en el Caribe y ser criado por los abuelos son dos de los hechos que más determinan la configuración del habitus del novelista. Sin embargo, otros factores como el encuentro en Zipaquirá con la diversidad cultural de Colombia, el reconocimiento en Europa de su condición de latinoamericano y la actividad cinematográfica constituyen importantes elementos que se analizarán en detalle.

1.1. El influjo de los abuelos

Es incontestable la relevancia que tiene el entorno social para la configuración de la concepción del mundo de un escritor. El hecho de haber nacido en Aracataca, un pueblito de la costa Caribe colombiana en el corazón mismo de la zona bananera del Magdalena, no constituye en modo alguno uno más de los detalles biográficos del autor. Por el contrario, es el punto de partida obligado de todo análisis de la obra garciamarquiana, toda vez que allí se encuentran los gérmenes primigenios de su escritura. La idiosincrasia de la gente Caribe, su carácter, su temperamento, su particular visión del mundo, han llevado al escritor a reconocer que a partir de ningún otro espacio ideológico hubiera podido escribir su obra. La gente del Caribe es alegre, descomplicada, dicharachera y ha desarrollado además lo que quizá son sus dos virtudes principales: el sentido del humor y el discurso anecdótico. Juntas, estas cualidades funcionan como un eficaz instrumento para interpretar y comunicar la realidad.

García Márquez nace el domingo 6 de marzo de 1927, un año antes de la matanza de los huelguistas en la estación de Ciénaga, cuando ya la United Fruit Company había abandonado el pueblo y El Dorado bananero era cosa del pasado. “A falta de algo mejor, Aracataca vivía de mitos, de fantasmas, de soledad y de nostalgia” (Vargas Llosa, 1971: 20). Es bien sabido que el novelista fue criado por sus abuelos maternos, Nicolás Márquez Mejía y Tranquilina Iguarán Cotes, primos hermanos entre sí. El abuelo fue testigo de excepción del auge del banano. Era un viejo veterano de por lo menos dos guerras civiles, entre éstas, la de Los Mil Días (1899-1903), salvaje guerra civil que causó millares de víctimas y deshizo las finanzas colombianas.

El período de socialización con los abuelos es de extrema importancia para comprender la génesis y la naturaleza del habitus de Gabriel García Márquez. El coronel Nicolás Márquez le aporta a su nieto la formación ideológica del patriciado. Todas las contradicciones y ambigüedades de este grupo social son las que resurgen en la toma de posición de Cien años de soledad. Contradicciones que deben ser entendidas como naturales dada la naturaleza polisémica y pluriacentuada de los objetos culturales.

Algunos biógrafos del novelista han afirmado que la relación de comunicación y entendimiento entre el abuelo y el nieto se fundaba en la complicidad, pues los dos eran los únicos hombres en una casa llena de mujeres. Lo importante fue que don Nicolás Márquez, llevándolo siempre de la mano, mostrándole y contándole cosas, le enseñó a leer e interpretar la realidad y provocó su despertar ideológico.

El coronel Nicolás Ricardo Márquez fue la persona que más ha ponderado los sentimientos de García Márquez. De él ha dicho que fue la única persona con la cual tuvo comunicación en la niñez, que es la persona con quien mejor se ha entendido jamás, que es la figura más importante de su vida, que desde que murió no le ha sucedido nada interesante y que hasta las alegrías de su vida de adulto son alegrías incompletas por el simple hecho de que su abuelo no lo sepa. (Saldívar, 1997: 102).

La guerra de Los Mil Días se inició con una rebelión liberal en contra del corrupto régimen conservador de Manuel Sanclemente, y constituyó una histórica matanza que dejó al país literalmente arrasado. A través de los recuerdos del abuelo, que peleó siempre en el bando liberal, a las órdenes del caudillo Rafael Uribe Uribe, García Márquez “revivió los episodios más explosivos, los heroísmos y padecimientos de esta guerra” (Vargas LLosa: 27). En Cien años de soledad, el escritor busca el origen de la modernidad precisamente en las guerras civiles colombianas de finales del siglo XIX. Allí, uno de sus personajes, el doctor Alirio Noguera, resume el clima de intolerancia entre los dos partidos que se disputaban el poder político: “lo único eficaz es la violencia” (García Márquez, 1997:196). Es muy significativo, en todo caso, que este falso médico sea extranjero, así como los conservadores e incluso el ejército, mientras que los hijos de los fundadores de Macondo son todos liberales. Es como si el texto sugiriera que América Latina ha heredado una violencia, un estado de anarquía, que, como casi todas sus cosas, le llegó desde afuera. Es claro que el liberalismo también llegó de afuera, por eso, como se mostrará más adelante, aunque los macondinos abrazan el ideario liberal, en realidad no lo comprenden.

El entramado interdiscursivo de Cien años de soledad (esto resulta de suma importancia) reproduce la formación ideológica del viejo patriciado. José Luis Romero sostiene que esta élite dirigente ocupó el lugar de las burguesías criollas después de la Independencia y se prolongó aproximadamente hasta 1880. Luego, cuando García Márquez era conducido por su abuelo, a finales de la tercera década del siglo XX, la presión económica desencadenada por la revolución industrial desde hacía mucho tiempo había transformado la estructura social de América latina. La vigencia del patriciado en tanto clase social dominante era cosa del pasado. Resulta previsible que el viejo coronel no tuviera más remedio que hablarle a su nieto con la nostalgia de los tiempos idos. Desde luego, se hace imprescindible profundizar en la orientación ideológica de la clase social que evocaba el coronel en sus relatos.

Las burguesías criollas, que se habían conformado en los últimos decenios del siglo XVIII, y que estaban atadas a viejos esquemas iluministas, luego de consolidada la Independencia, cedieron su lugar de privilegio al patriciado. Es curioso, pues las burguesías criollas fueron precisamente las promotoras de la Independencia. Sin embargo, su proyecto quedó invalidado por un tiempo ante una nueva sociedad que se transformaba con rapidez. En ese panorama caótico, en ese afán de encontrar una opción, surgió el patriciado. Fue un grupo heterogéneo “que se formó en las luchas por la organización de las nuevas nacionalidades, y que constituyó la clase dirigente de las ciudades” (Romero, 1999: 201).

En realidad, el origen del patriciado fue la fusión de las burguesías criollas con los emergentes grupos de poder que aparecieron en la nueva sociedad. La tarea que le correspondió en suerte consistió en dirigir el encausamiento de los nuevos estados luego de que la Independencia desatara los lazos que sujetaban a la sociedad criolla. Como se ve, el patriciado “no era un grupo preexistente, ni fue desde el principio homogéneo” (202). Su nota predominante fueron los intereses encontrados y las ideologías en pugna. Algunos de los subgrupos que lo conformaron mostraron alguna lucidez, pero casi todos “obraron espontáneamente, movidos por sus intereses inmediatos, económicos o políticos, sin preocuparse por la coherencia de sus actos, ni por la legitimidad, ni por sus implicaciones ideológicas” (202). A estos grupos les preocupó más la acción que las ideas.

El patriciado surge, entonces, en un período de gran inestabilidad social e ideológica. Como fruto de los grupos que lo integraban, terminó por ser “entre urbano y rural, entre iluminista y romántico, entre progresista y conservador” (202). Su inequívoca naturaleza criolla le imprimió además una imprecisa filosofía de la vida, pues la vaga ideología del criollismo tenía más fuerza emocional que doctrinaria. Así las cosas, esta nueva clase social dirigente salió de un enrevesado entrecruzamiento de ideologías. Al calor del cambio, el patriciado esbozo la imagen de la nueva sociedad, pero al hacerlo, entrecruzó también distintas concepciones. A la interpretación de la sociedad que el liberalismo había heredado de la Ilustración, le opuso la interpretación romántica. Sin embargo, “resabios de la concepción hidalga latían en la concepción liberal, que suplantó el distingo entre las clases fundado en el origen, por otro basado en la propiedad y la ilustración” (p. 243).

De este modo, en la mentalidad del nuevo patriciado operaron simultáneamente tres ideologías. El sujeto cultural patricio fue, entonces, medio urbano y medio rural, un poco señorial y un poco burgués. Esta clase social, de caracteres inéditos, reflejó, una a una, todas las contradicciones de la sociedad naciente.

Precisamente, estas contradicciones son las que resurgen en Cien años de soledad. Una toma de posición moderna que, no obstante, incorpora en su proyecto elementos provenientes de la premodernidad. La idea de solidaridad, tomada como se verá de la ética del vallenato, resulta claramente incompatible con el individualismo de la sociedad moderna. ¿Pero acaso había coherencia ideológica en la conciencia colectiva del patriciado? ¿Acaso en América Latina el proceso de acceso a la modernidad no ha estado plagado de contrasentidos y postergaciones? Además, como afirma Edmond Cros, la literatura no da ningún mensaje monosémico, es inconveniente, cuando no perjudicial, tratar de resumir un texto de ficción a un mensaje ideológico. El estructuralismo genético de Lucien Goldmann sostuvo por mucho tiempo que la principal cualidad del concepto de visión del mundo era la coherencia, la univocidad. El valor estético de una obra era, por consiguiente, proporcional a su grado de coherencia. La sociocrítica moderna considera que es más sensato, en cambio, “tratar de delinear, de definir, de localizar los espacios discursivos de contradicciones en el texto. O sea, si nos interesa en cierto nivel la coherencia del texto, nos interesa todavía más los espacios de contradicciones” (Cros, 1999: 17). Lo anterior permite dar cuenta de la compleja polisemia de un texto literario. Así pues, en lo sucesivo se tratará de definir cómo estas contradicciones textuales relativas a la modernidad, no hacen sino reproducir las contradicciones de la formación social e ideológica del patriciado, así como la peculiaridad idiosincrásica de la modernidad colombiana.

Por otra parte, la otra figura determinante de esta época es doña Tranquilina Iguarán, la abuela de rostro inmutable, de cuyos labios el futuro escritor “escuchó las leyendas, las fábulas y las prestigiosas mentiras con que la fantasía popular evocaba el antiguo esplendor de la región […] A cada pregunta del nieto, la señora respondía con largas historias en las que siempre asomaban los espíritus” (Vargas LLosa: 24). Para García Márquez, el mundo de los abuelos era sustancialmente diferente. El del coronel le transmitía seguridad, mientras que el de la abuela, desorientación e incluso terror. Sin embargo, nunca pudo dejar de sentir una fascinación especial y una atracción poderosa por aquel mundo sobrenatural, entretejido de mitos y supersticiones que sería fundamental para la definición del proyecto estético de Cien años de soledad: Incorporar la maravilla al plano cotidiano[1].

Tuve que vivir veinte años, y escribir cuatro libros de aprendizaje para descubrir que la solución estaba en los orígenes mismos del problema: había que contar el cuento, simplemente, como lo contaban los abuelos. Es decir, en un tono impertérrito, con una seriedad a toda prueba que no se alteraba aunque se les estuviera cayendo el mundo encima, y sin poner en duda en ningún momento lo que estaban contando, así fuera lo más frívolo o lo más truculento, como si hubieran sabido aquellos viejos que en literatura no hay nada más convincente que la propia convicción (Cobo Borda, 1995: 96-97).

No sobra anotar que, según Irlemar Chiampi (1983), lo que mejor expresa la estética del realismo maravilloso es el efecto discursivo del encantamiento en el lector. En este particular tipo de discurso, el sujeto responsable de lo que se dice no pretende el extrañamiento del lector. Por el contrario, su propósito no es otro que persuadirlo de que la maravilla está en la realidad misma. De este modo, en Cien años de soledad la impavidez del narrador actualiza el tono convincente que la abuela Tranquilina le imprimía a sus relatos. De este elemento del habitus garcíamarquiano proviene, sin duda, la serenidad con que el narrador presenta los hechos más insólitos. Bastará con sólo citar el incidente de la estera voladora: “Una tarde se entusiasmaron los muchachos con la estera voladora que pasó veloz al nivel de la ventana del laboratorio llevando al gitano conductor y a varios niños de la aldea que hacían alegres saludos con la mano” (García Márquez, 117). Nótese la naturalidad del narrador. Pero aún más impavidez demuestra la respuesta de José Arcadio Buendía, quien ni siquiera la miró: “Déjenlos que sueñen. Nosotros volaremos mejor que ellos con recursos más científicos que ese miserable sobrecamas” (117). Se subraya en este punto, entonces, la aceptación de lo maravilloso sin más explicaciones, así como la pertinente utilización de un elemento tan cotidiano, tan perfectamente natural como un sobrecamas, que coloca la situación en el ámbito inequívoco de la naturalidad.

La cara de palo de la abuela Tranquilina, su particular modo de percibir y comunicar la realidad es imprescindible para iniciar el acercamiento teórico al proyecto estético de la novela de García Márquez. Por supuesto, esta primera fórmula generadora, incorporar lo maravilloso en el plano cotidiano, será objeto de un análisis riguroso que permita sacar a la luz conclusiones más precisas respecto del concepto cultural de lo maravilloso y de la complejidad de los elementos que intervienen en el proyecto estético de Cien años de soledad

1.2. El sujeto cultural vallenato en Cien años de soledad

Y tres razas nos fundimos / para ser expresión de la provincia,

y anduve a lomo de burro /recorriendo pueblos, llevando noticias.

Yo soy el acordeón / que me hice trovador

narrando en un paseo / los aconteceres de la región,

cantando en un merengue / cualquier anécdota que allí ocurría,

y expresando en una puya una picardía

o diciendo en un son una nostalgia / o algún sentir del corazón.

Legendario Taguancha

El novelista cubano Alejo Carpentier, en una de sus conferencias (1981), sostuvo que el denominador común del Caribe, pese a su extraordinaria diversidad, estaba constituido por el elemento creativo, creador y profundamente vital de su música. La música del Caribe, la cumbia, el merengue, la guaracha, el porro, no es folclor de archivo, sino por el contrario, folclor vivo que cambia, se enriquece y se diversifica cada día. En el Caribe la música es mucho más evidente que el calor o que el mestizaje.

En el caso específico de García Márquez, la música que ejerció una influencia determinante en la configuración de su habitus estético fue el vallenato. Es claro que se alude al vallenato primigenio, cantado a la manera del mester de juglaría, surgido de las entrañas de la vaquería y cuya cuna va desde Riohacha hasta la zona bananera. En modo alguno se refiere a la música comercial, prefabricada y monotemática que ha infestado las emisoras colombianas en los años recientes.

Sin lugar a dudas, creo que mis influencias, sobre todo, en Colombia, son extraliterarias. Creo que más que cualquier otro libro, lo que me abrió los ojos fue la música, los cantos vallenatos […] Me llamaba la atención, sobre todo, la forma como ellos contaban, como relataban un hecho, una historia […] Con mucha naturalidad […] Esos vallenatos narraban como mi abuela (Cobo Borda: 114).

El acordeón europeo, la caja africana y la guacharaca indígena, los principales instrumentos con que se interpreta el vallenato, son una fehaciente muestra de integración étnica y cultural. En sus orígenes esta música era compuesta, cantada y ejecutada por un mismo individuo. Además de lo anterior, existe otro elemento que explica la poderosa atracción que en García Márquez ejerció el vallenato:

No hay una sola letra en los vallenatos que no corresponda a un episodio cierto de la vida real, a una experiencia del autor. Un juglar del río Cesar no canta porque sí, ni cuando le viene en gana, sino cuando siente el apremio de hacerlo después de haber sido estimulado por un hecho real. Exactamente como el verdadero poeta. Exactamente como los mejores juglares de la estirpe medieval (Gilard, 1995: 149).

La pasión por esta música se vio fortalecida, gracias a su amistad con el compositor vallenato Rafael Escalona, con quien recorrió los pueblos del Magdalena, el Cesar y La Guajira, y de quien llegó a decir que “es distinto, porque es quizá el único que no conoce la ejecución de instrumento alguno. El único que no se convierte en intérprete de su propia música. Simplemente, canta como le va dictando el recuerdo y permite que a sus espaldas venga la ancha garganta del pueblo, recogiendo y eternizando sus palabras” (159).

Pues bien, cuando se afirma que la música vallenata es uno de los elementos más importantes en la configuración del habitus estético de García Márquez, se tiene en mente la particular axiología que se evidencia en el proyecto estético del vallenato costumbrista. El producto musical elaborado a partir de la cotidianidad de las gentes humildes del Valle de Upar, del Magdalena y de La Guajira es, de manera principal, un eficiente sistema de interpretación del mundo. A través de estos cantos se actualizan, en un amplio trasfondo cultural, los diferentes sistemas éticos de toda una región. El vallenato, en últimas, más que un simple relato cantado, es una evaluación del mundo de carácter simbólico, cuyo objetivo primordial es la producción de una ética particular.

Edmond Cros ha sostenido que la cultura es el ámbito donde la ideología se expresa con mayor eficacia. El vasto conjunto de manifestaciones concretas de la cultura, tales como las prácticas sociales y discursivas, se encarga de “enraizar una colectividad en la conciencia de su propia identidad” (Cros, 1997: 9). Al tiempo, dichas prácticas configuran una conciencia que garantiza la continuidad de lo que el investigador francés ha llamado un sujeto cultural. Esto es, una instancia ideológica que integra a todos los miembros de una colectividad y los remite a sus correspondientes posiciones de clase. Los cantos vallenatos son precisamente eso: prácticas discursivas, manifestaciones concretas de la ideología de las que emerge un sujeto cultural. Su función objetiva es mantener y reproducir una organizada red de sentimientos, valores y expectativas que comparten los miembros del grupo social pueblerino y campesino del valle situado entre la Sierra Nevada, la cordillera de los Andes, el río Magdalena y el sur de la península de La Guajira. Para comprender mejor el proceso de identificación que implica lo anterior, se han revisado algunos de los rasgos más importantes de este ambiente cultural[2].

En estos pueblos existe un sólido sentimiento de solidaridad, pues todos se conocen y las relaciones sociales se dan “cara a cara”. La religiosidad de la gente con frecuencia se ve salpicada de animismo y superstición. Los apellidos funcionan como una fuente de prestigio. Los comportamientos y papeles sociales se heredan de una generación a otra (las famosas dinastías). Hay una decidida tendencia al “pique”, esto es, al enfrentamiento entre sujetos de reconocida habilidad: comilones, hacheros, acordeonistas, etc. Finalmente, y esto resulta importante, hay un afán por la recuperación memorial del pasado, y a su exposición como modelo del presente. La gente mayor emplea siempre las fórmulas cuando yo, este pueblo antes, me acuerdo, esto no siempre fue así, las cosas han cambiado mucho.

La música que se produce en ese ámbito expresa, en primera instancia, un marcado carácter sexista. En el caso de los hombres, por ejemplo, el consejo cultural es vitalista, por no decir dionisíaco: la vida es para gozarla en la parranda y con mujeres. Claros ejemplos de lo anterior los hallamos en el paseo La Caja Negra, de Rafael Valencia: El hombre que trabaja y bebe / déjenlo gozar la vida / porque eso es lo que se lleva / si tarde o temprano muere / después de la caja negra, compadre / creo que más nada se lleve […] Todo el que tenga sus bienes/ que se los goce bastante/ creo que lo más importante/ es que goce con mujeres/ que tarde o temprano muere/ y sus bienes/ no sabe qué se los hacen. Sucede lo propio en el Amor amor: Este es el amor amor / el amor que me divierte / cuando estoy en la parranda / no me acuerdo de la muerte.

El paseo No me guardes luto, del juglar Armando Zabaleta, fallecido en 2010, constituye una de las mejores muestras de la clara orientación vitalista del vallenato: Negra, si me muero no me guardes luto / que el muerto no oye, ni ve ni entiende / ahora que estoy vivo es que debes quererme / así recibo tus caricias con gusto / si yo me muero no te voy a oir llorando / ni te voy a ver con traje negro / ni te voy a oír cuando me estés rezando / ni te veo llevarme flores al cementerio. Alejandro Durán dice lo mismo en La mujer y la primavera: Debemos gozar la juventud / porque el tiempo que se va no vuelve / porque entonces tenemos salud / y esto les advierto a las mujeres.

La puya Mi testamento, de Julio de la Ossa, puede servir para resumir el prestigio social del mujeriego: Ya yo hice mi testamento/ por si acaso me muriere/ dejé trescientas mujeres/ llenas de agradecimiento/ hijos, tengo medio ciento/ legítimos y naturales. Pero si entre los hombres los cantos vallenatos prestigian y reproducen los valores del parrandero y del mujeriego, demandan de las mujeres, en cambio, fidelidad y abnegación. El merengue de Rafael Escalona, La Maye, permite ilustrar cómo se reproduce el contra-valor femenino de los celos: Lo que no quiero es verte celosa / lo que no quiero es verte llorar / porque esa pena te va a matar / y entonces tengo que buscar otra. Del mismo modo que en el paseo Carmen Díaz, de Emiliano Zuleta, en el que la conciencia colectiva le recuerda a la mujer que debe tolerar la infidelidad del marido: Me le dice a Carmen Díaz / que sufra y tenga paciencia / ¿o es que ella no sabía / que Emiliano es sinvergüenza? O en el merengue Con la misma fuerza, del propio Zuleta Baquero: La señora Carmen Díaz/ me vive mortificando/ no sabiendo que Emiliano/ se rebusca todavía/ y Emiliano entre más días / vive más entusiasmado/ siempre estoy enamorado/ consigo mujeres buenas/ no estoy solo en Villanueva/ siempre vivo acompañado.

Así mismo, la mujer debe entregarse sólo por amor, pues el amor interesado tiene una sanción negativa. El Amor comprado, de Armando Zabaleta, permite ejemplificar esta situación: Porque es muy triste que una mujer / se entregue a un hombre por interés / porque ese hombre no la puede querer / pero ni ella puede quererlo a él […] El amor comprado nunca es sincero / ese que se consigue sin moneda / ese sí es puro y verdadero.

Un elemento axiológico de la música vallenata que no se debe pasar por alto lo constituye el hecho de que el campo es mejor que la ciudad. Adolfo Pacheco recoge este sentir y lo expresa con acierto en El viejo Miguel: Yo me desespero y me da dolor porque la ciudad / tiene su destino y tiene su mal para el provinciano […] A mi pueblo no lo llego a cambiar por ningún imperio / yo sigo mejor llevando siempre vida sencilla.

El paradigma axiológico que orienta el comportamiento de estos pueblos y que se hace evidente en su música se sintetiza de la siguiente manera: 1. Para los hombres, la vida debe ser parranda, goce y mujeres. 2. Para las mujeres, el hogar, la familia y la fidelidad conyugal. 3. Es mejor el campo que la ciudad. 4. La memoria del pasado rige la interpretación del presente. 5. La solidaridad domina las relaciones sociales. Ahora bien, la ética del vallenato, que supone esencialmente una concepción conservadora, pragmática, patriarcal y machista del mundo, constituye un elemento claramente premoderno que se integra en el proyecto estético de Cien años de soledad con elementos provenientes de la modernidad. Este espacio de contradicción será entendido como el resultado de la reproducción textual de las contradicciones ideológicas de la formación social del patriciado. En una palabra, la contradicción será asumida como una característica inherente y enriquecedora de los objetos culturales y no como una deficiencia estética.

Lo verdaderamente importante en la relación del vallenato y la obra de García Márquez, no es que mencione a Escalona o a Francisco, El Hombre, elementos temáticos que de momento no se consideran relevantes. En cambio, se subraya, eso sí, la deuda que el proyecto estético de Cien años tiene con el sujeto cultural que se pone en escena en la enunciación de los cantos vallenatos. Es bueno recordar que ese sujeto cultural al que se ha estado aludiendo, es un sujeto transindividual que se vierte en las conciencias individuales por medio de prácticas discursivas específicas, esto es, microsemióticas específicas. Lo interesante es que cada microsemiótica “transcribe en signos el conjunto de las aspiraciones, de las frustraciones y de los problemas vitales de los grupos implicados” (Cros, 1999: 15). En conclusión, cuando García Márquez se sienta en México a escribir Cien años de soledad no selecciona los signos que va a utilizar de un español abstracto e ideal, sino que selecciona sus signos en el conjunto de las expresiones semióticas reproducidas por el sujeto cultural vallenato al que él perteneció en el pasado. De este modo, en la novela de 1967 se redistribuyen las formaciones sociales, ideológicas y discursivas en las que estuvo inmerso el escritor. La música de los juglares supuso para García Márquez un producto estético elaborado a partir de un sistema de valores compartidos. En el campo de la música, el novelista halló las respuestas que no había encontrado en los libros. Cuando cayó en la cuenta de que en los cantos vallenatos la memoria del pasado dominaba la interpretación del presente, pudo percibir sin problemas la nostalgia de su abuelo, el coronel Nicolás Márquez, añorando los tiempos en que no había llegado a Aracataca la hojarasca de los emergentes. Cuando escuchó los versos vitalistas de unos campesinos parranderos que reclamaban de sus mujeres conformidad y paciencia, mientras ellos «se tiraban a la perdición», pudo ver a su abuelo empecinado en empujar a la historia, y a su abuela Tranquilina sosteniendo la casa para que no se les viniera encima. La religiosidad animista de la música vallenata también le hizo entender el mundo alucinante de su abuela, y el desparpajo de su oralidad a flor de piel. Aquella música provinciana había hecho visibles los matices que la inmediatez no dejaba ver. Los juglares campesinos, sin saberlo, habían hecho coherentes las contradicciones de su misma conciencia colectiva.

Todo lo anterior se materializa en la puesta en forma de Cien años de soledad: la antinomia de los personajes masculinos y femeninos, donde la axiología imprime en los primeros el arrebato de las parrandas, la guerra y los inventos. Úrsula lo dice mejor: “Así son todos…locos de nacimiento” (293). Los esquemas femeninos de pensamiento están dominados, en cambio, por la mesura. Para García Márquez, “las mujeres sostienen el mundo en vilo, para que no se desbarate mientras los hombres tratan de empujar la historia» (Cobo Borda: 79). La música vallenata aporta también la imagen cultural que las mujeres deben observar. La dimensión sexual de éstas se ve reprimida a causa de su condición de “señoras de la casa”. Mujeres como Úrsula o Fernanda se convierten, a pesar de los hijos, en seres asexuados. Las excepciones que confirman esta premisa son, por supuesto, las putas y las concubinas, es decir, Pilar Ternera y Petra Cotes.

El apellido Buendía identifica a su portador como miembro efectivo de la dinastía más influyente y representativa de Macondo. Funciona, a todas luces, como una fuente de prestigio social, tal y como en el vallenato. En la tienda de Catarino, alguien le grita a Arcadio: “No mereces el apellido que llevas”(212), Úrsula también le increpa: “Eres la vergüenza de nuestro apellido” (216). En cambio, el apellido de Aureliano José hace que los soldados, acostumbrados a obedecer, desoigan la orden de disparar: “Es un Buendía, explicó uno de ellos” (260).

Del mismo modo, la certidumbre de que el campo es mejor que la ciudad es evidente en la evolución socio-histórica de Macondo. Un microcosmos que de ser un pueblo idílico, donde sus 300 habitantes se conocían entre sí, “nadie era mayor de treinta años y donde nadie había muerto” (90), deviene en un remolino de vicios y males cuando se transforma en ciudad. Así como en el vallenato, esta parte de la novela refleja un ambiente rural en el que la solidaridad domina las relaciones sociales. El patriarca “decidía el trazado de las calles y la posición de las nuevas casas, de manera que nadie disfrutara de privilegios que no tuvieran todas”(126). Lo que ayuda a comprender el origen de la idea garcíamarquiana según la cual la soledad es lo contrario de la solidaridad.

Nadie ha tocado el punto que a mí más me interesaba al escribir el libro, que es la idea de que la soledad es lo contrario de la solidaridad y que yo creo que es la esencia del libro. Eso explica la frustración de los Buendía, uno por uno; la frustración de su medio, frustración de Macondo. Y yo creo que aquí hay un concepto político: la soledad considerada como la negación de la solidaridad es un concepto político. Y es un concepto político importante. Y nadie lo ha visto o, por lo menos, nadie lo ha dicho.

La frustración de los Buendía proviene de su soledad, o sea, de su falta de solidaridad, la frustración de Macondo viene de ahí y la frustración de todo, de todo, de todo (González, 1979: 55).

La frustración de sus criaturas provendría, entonces, de la deliberada negación de uno de los principales valores del paradigma axiológico de la música de los juglares. El razonamiento es el siguiente: si los vallenatos dicen que la adhesión a la causa de todos es fuente de prestigio, de amigos y de felicidad, pues entonces la ausencia de este valor sólo puede significar lo contrario: soledad y frustración. El individuo racional de la edad moderna es el centro del mundo, el origen de la ciencia, la moral, la nueva historia y el progreso, pero es un ser que erróneamente piensa que sólo depende de sí mismo, por eso su individualismo y su soledad. De este modo, la idea de que nadie disfrute de privilegios que no posean todos, no solamente es una postura comunista, sino que supone también un enorme componente de utopía.

Gabriel García Márquez. El Caribe y los espejismos de la modernidad

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