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Nova Casa Editorial

www.novacasaeditorial.com

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© 2020, Oscary Arrollo

© 2020, de esta edición: Nova Casa Editorial

Editor

Joan Adell i Lavé

Coordinación

Silvia Vallespín

Noelia Navarro

Portada

Vasco Lopes

Maquetación

Daniela Alcalá

Corrección

Noelia Navarro

ISBN: 978-84-18013-20-1

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

(www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)

Oscary Arroyo

DESEOS

ENCONTRADOS




TABLA DE CONTENIDO



Prólogo

CAPÍTULO 1

CAPÍTULO 2

CAPÍTULO 3

CAPÍTULO 4

CAPÍTULO 5

CAPÍTULO 6

CAPÍTULO 7

CAPÍTULO 8

CAPÍTULO 9

CAPÍTULO 10

CAPÍTULO 11

CAPÍTULO 12

CAPÍTULO 13

CAPÍTULO 14

CAPÍTULO 15

CAPÍTULO 16

CAPÍTULO 17

CAPÍTULO 18

CAPÍTULO 19

CAPÍTULO 20

CAPÍTULO 21

CAPÍTULO 22

CAPÍTULO 23

CAPÍTULO 24

CAPÍTULO 25

CAPÍTULO 26

CAPÍTULO 27

CAPÍTULO 28

CAPÍTULO 29

CAPÍTULO 30

CAPÍTULO 31

CAPÍTULO 32

CAPÍTULO 33

CAPÍTULO 34

CAPÍTULO 35

CAPÍTULO 36

CAPÍTULO 37

CAPÍTULO 38

CAPÍTULO 39

CAPÍTULO 40

Epílogo

Epílogo extra

Agradecimientos

.

Dedicado a la única persona que

siempre he soñado con impresionar.

Para ti, papá.

.

Aunque en un principio no las quise, llegó un momento en el que deseé dar marcha atrás y actuar de un modo diferente. Ese también fue el instante en el que descubrí el verdadero valor de lo que había perdido y mataría por recuperar.

«Te presenté dos opciones, Nathan: ganar a corto plazo, y perder a largo o ganar a largo plazo y perder a corto. Tú elegiste la primera, ahora asume las consecuencias», me había recordado Rachel.

¿Cómo serían las cosas si mi elección hubiese sido la segunda?

Probablemente estaría amándolas y compartiendo cada día de mi vida con ellas.

Prólogo




Rachel

—¡Eres un cerdo asqueroso! —grité todavía sin cubrirme.

De no ser por mi gran, enorme enojo, tendría frío.

También si no fuera por eso, me acomplejaría al ver mi desnudez en el espejo. Había gastado mucho de mi dinero al comprar lencería bonita para cada una de nuestras citas, a la espera de que esa terminara siendo en la que perdiera mi virginidad. En realidad, este modelo específico, blanco, de encaje, con pequeñas perlas bordadas había sido escogido por una de las dependientas para la situación. «El blanco es perfecto para ti», había dicho la mujer; «es tan puro e inocente como tú». Recordarlo elevó mi ira. Lo patética que me sentía usándolo cuando hace tan solo unos minutos me decía a mí misma que me veía bastante bien.

Durante el nuevo huracán de ira miré a Thomas por debajo de mis pestañas.

Aún era tan apuesto como el chico que me había llevado a mi primera cita en el cine del pueblo en el que vivíamos, donde había rentado una sala solo para nosotros dos con el fin de que nadie pudiera molestarnos. El que me dio mi primer beso justo antes de que lo presentara ante mi familia como mi primer y único novio hasta ahora.

Mis primeras flores.

Mi primera caja de bombones.

Mi primera caminata por la playa con las manos entrelazadas.

Lo vi todo en mi cabeza como una sucesión de escenas que recién en este momento me daba cuenta de lo baratas y de mala calidad, falsas, que lucían. Tantas primeras veces que solían ser genuinas, arruinadas porque decidió meter su pene en otra. Mis ojos se llenaron de lágrimas. Solía adorar sus pecas, contarlas cuando usaba mis piernas de almohada, inclusive me gustaba la torcedura de su nariz por una caída desde la cima del lomo de un caballo que había tenido de niño. Ahora lo único que veía cuando lo observaba era un tatuaje del rostro de la zorra de Sierra Thompson sobre el suyo, junto con alertas de ETS. Nada del chico dulce con el que había pasado gran parte de mi adolescencia e inicios de mi adultez.

Él había quedado escondido debajo de alguna verruga maloliente con pus.

—¡Lo siento! ¡Quería estar preparado para ti! ¡No sabía una mierda de sexo, Rachel! —lamentó luciendo miserable, lo cual no dudé de que fuera cierto. Era comprensible tomando en cuenta que, junto conmigo, acababa de perder una fuente de ingresos de ocho cifras segura de por vida—. Solo quería saber cómo satisfacerte para cumplir con tus altas expectativas, que te recuerdo que son la razón por la que nunca hemos hecho una mierda. Mientras mis compañeros obtenían una mamada de sus novias por debajo de la mesa en McDonald’s, yo tenía que estallar de felicidad por poder sostener tus bolsas en el centro comercial. —Bajó aún más la voz—. Odiaba acompañarte a Victoria’s Secret. —Le dio un golpe con el puño al colchón—. ¡No puedes presionar tanto a un hombre sin esperar que se quiebre!

Dejé caer mi mandíbula hacia abajo con indignación.

¿Ahora la culpable era yo?

—¿Aprender, Thomas? ¡¿Aprender?! —chillé—. ¿Para eso era necesario engañarme? ¿No hay libros para eso? ¿El Kama-Sutra te suena de algo? —La expresión de su rostro me dijo que no sabía de lo que hablaba—. ¿Olvidaste los perfiles informativos sobre sexo en Instagram? ¿Google? ¡No eres pobre! ¡Podías pagar una consulta con el mejor sexólogo del planeta y verlo en el desierto si haberte guardado para tu novia de toda la vida, a la cual amabas y con la que pensabas planear un futuro, tener una familia, te ocasionaba vergüenza! —Froté mi frente, mis manos temblando, en búsqueda de la razón por la que estaba razonando con él—. No creo que la investigación haya sido una excusa para la infidelidad alguna vez; ¡yo habría aceptado ir con un sexólogo o a una visita guiada a un burdel si hubieras puesto en manifiesto tu miedo a no saber cómo actuar!

—Rachel... sabes que no soy el más inteligente bajo presión.

—¡No intentes justificarte!

—¡No lo hago! —gritó impidiendo mi partida robándose uno de mis zapatos.

—¡Acabas de decirme que estuviste con otra!

—¡Lo hice, nena, pero no es lo que...!

Grité.

Grité como nunca. Grité cansada de sus excusas, hasta que sentí protestar a mis propios oídos. Grité tan fuerte que probablemente la vajilla de su mamá, esa que había prometido darnos como regalo de bodas, estalló en pedazos. Yo no estaba loca. Sabía a la perfección lo que me había susurrado mientras se ponía un condón y lo que ello significaba. No conforme con atormentarlo con mis chillidos, una fuerza sobrenatural se apoderó de mí, y bajé uno de sus caros y feos cuadros de la pared. Se lo lancé y lo hice añicos a solo unos centímetros de sus pies, seguido de su estéreo de miles de libras y una colección entera de fotos familiares. Thomas saltaba como si estuviera en un videojuego mientras intentaba darle en la cabeza. Trataba de calmarme diciéndome que Sierra, mi rival desde que se había atrevido a empujarme por los toboganes del parque de la escuela por tener un lazo más lindo que el suyo cuando éramos niñas, no había significado nada. Solo detuvo toda la basura cuando tomé uno de sus preciados premios de segundo lugar de remo de la estantería. La pequeña bolsa de excremento nunca obtenía un primer lugar, por lo que solía consolarlo durante días, pero aun así sus trofeos de segundón eran su punto débil.

Una sonrisa siniestra se apoderó de mi rostro.

—Rachel, por favor, no lo lleves a los extremos...

—¿Crees que susurrarme al oído que has estado con otra a segundos de entregarte mi virginidad no merece que lo lleve a los extremos? —pregunté con voz dulce.

Sus hombros cayeron como si finalmente captara que no había vuelta atrás.

—Sé que cometí un error, pero lo nuestro es más fuerte que esto. Lo superaremos. Ambos estamos de acuerdo en que no debí decírtelo así. —Hizo una pausa para que su cerebro pudiera formular sus siguientes oraciones. Mientras más tiempo pasaba, más me preguntaba a mí misma cómo había estado tan ciega confundiéndolo con mi príncipe azul—. Lo lamento por eso, nena; me sentía muy mal. Me estaba consumiendo. No es mi culpa que cada vez que me veas sienta que lo haces a través de mí. —Terminó arrodillado frente a mí, abrazándose a mis piernas; con sus ojos todavía fijos en el trofeo—. Te prometo que si me perdonas, haré todo lo que esté en mis manos para hacerte la mujer más feliz del planeta. —Al no oír respuesta, siguió intentando ganarme con palabras que con seguridad había escuchado en alguna película. Sinceramente las posibilidades de que ocurriera eran más bajas que las de que un elefante pasara por el hueco de una aguja—. Haré lo que sea por ti y por lo nuestro, bebé.

Acaricié su cabello antes de jalarlo con fuerza y alejarlo.

—¿Castrarte, por ejemplo?

Tragó mientras asentía.

—Te juro que Sierra fue una aventura y que solo aprendí para ti

—me dijo con ojos llenos de lágrimas; no sabía si eran por miedo a lo que pudiera sucederle a su trofeo o al patrimonio de su familia—. Además, no pudimos terminar porque su prima llamó a la puerta. No estoy completamente usado, cariño.

Tomé aire.

—Está bien.

Las comisuras de sus labios temblaron.

—¿Me perdonas?

Asentí.

Por supuesto que debía perdonarlo.

Debía perdonarle haberse acostado con mi rival, con la persona que había hecho mi vida miserable desde niña, porque sus intenciones eran educativas. Lo próximo que haría sería enseñarme la certificación de Sierra como profesora. Casi me eché a reír. Él debía estar volviéndose loco. ¿Cómo pretendía que lo disculpara porque no llegó al orgasmo? ¿Con qué clase de hombre había pensado compartir mi vida? ¿Cómo siquiera podía hablarme? ¿Mirarme?

—Sí. Te perdono —sentencié dándole su trofeo; una pequeña ola de oxígeno que alimentaría sus esperanzas—. Te perdono porque sé que no vale la pena que, tras salir por esa puerta, sienta el más mínimo sentimiento hacia una escoria como tú. —Tomé mi zapato de su mano mientras permanecía en estado de shock por mis palabras. Nunca nadie le había hablado con tanto desprecio. Era el niño rico más adorado de Cornualles—. También porque tus padres no merecen sufrir las consecuencias de tus acciones. Ambos sabemos lo que haría mi padre si se enterara de lo que le hiciste a su princesa. —Mis labios se curvaron mientras ambos pensábamos en lo mismo: el precio de meterse con Lucius van Allen—. En lo que a los demás concierne, terminamos porque te irás a vivir de forma definitiva a Londres por la universidad, lo cual harás, ya que no tengo en mente cruzarme con tu horrible rostro de nuevo. —Mi sonrisa se ensanchó. Él no podía decir que no—. No te puedo prometer que en el futuro no enfurezca al recordar cómo me humillaste y decida vengarme, así que si fuera tú, me esforzaría en complacerme y no hacerme enojar.

Thomas, resignado, retrocedió.

Los Williams poseían una compañía de transporte, y la mayor parte de sus contratos provenían de las villas y los cultivos de vino de mi familia. Los amigos y socios de mi padre estarían dispuestos a cerrarles las puertas solo para complacerlo. Si Lucius se enteraba de que Thomas había denigrado a su hija, al apellido Van Allen en sí, sería capaz de arruinar a los Williams. Empezaría despojándolos de sus influencias en Cornualles y terminaría llevándolos a la quiebra, pero yo no era capaz de dañar la vida de sus padres y hermanos por él.

No estaba mal hacerle pensar lo contrario, por otro lado.

Terminé de vestirme en medio de un silencio sepulcral que agradecí. Me dispuse a retirarme y cogí mi bolso, el cual hice pasar por la estantería, arrojando todos los trofeos al suelo. Antes de cruzar el umbral le di una última mirada por encima de mi hombro. Estaba sentado en el borde de la cama con el rostro oculto entre las palmas, seguro preocupado por las consecuencias que su infidelidad podría traer, ni siquiera consciente del cristal roto a sus pies.

«Que se pudra», pensé.

Importándome muy poco las miradas curiosas y los cuchicheos de los empleados, traspasé los jardines hasta el Lamborghini negro de Loren. Los neumáticos del auto de mi hermano chirriaron contra el asfalto cuando arranqué. Aproveché el viaje en carretera para subir el volumen del reproductor y acelerar a fondo. La velocidad y Love The Way You Lie, de Eminem y Rihanna, sirvieron para relajarme. A medida que la letra avanzaba una parte de mí me consolaba diciendo que había sido lo mejor, mientras que la otra no paraba de sangrar por la herida. En realidad, no me afectaba perderlo, más allá de lo que me importaba perder un arete en la playa. Me criaron para desechar lo que no servía e ignorar lo que carecía de importancia, así que el duelo, la parte en la que todas las chicas sufrían y lloraban, era pan comido para mí.

El problema estaba en que también me habían criado para ganar.

Mi ego estaba herido a niveles indescriptibles, lo cual era un asunto completamente diferente que tener el corazón roto. Había visto antes a personas que sufrían situaciones parecidas y conocía la forma en la que su mundo se agrietaba; cuando estaba llegando a casa, acepté que eso no me sucedía. Extrañaría a Thomas, no lo iba a negar, pero no sentía ganas de retorcerme por su pérdida; sí porque lo había hecho con ella, mi rival, y por la humillación, así que sería algo de lo que me recuperaría pronto. También debía admitir ante mí misma el motivo por el que había empezado a salir con él en primer lugar, por muy mal que me dejara ello. Él había sido lo que todas querían y representaba una buena alternativa a mi futuro, así que lo tomé. Algún día tendría hijos, necesitaría un donante, un padre; de ahí que nunca estuviera demasiado emocionada con respecto al sexo. Para mí era un medio para un fin, por lo que no me sentí presionada hasta que lo atrapé viendo a alguien más en la piscina del club de uno de nuestros amigos. Tampoco podía negarme las experiencias de otras chicas.

Quería pasar a través de ellas luciendo el mejor anillo, teniendo la mejor luna de miel que contar.

El mejor vestido de novia.

La aprobación de mi familia.

Thomas simplemente estaba ahí, cumplía los requisitos, así que ¿por qué no? Al estar con otra, no rompió mi corazón, solo hirió mi ego. Yo todavía sentía que tenía un suelo sólido bajo mis pies, pero este no hacía más que temblar y temblar por la ira.

Alguien sería víctima del terremoto Van Allen pronto.

a

Pasados quince minutos de camino rural, vi el portón que indicaba el comienzo de Dionish. Este se abrió cuando el vigilante reconoció la matrícula del auto de Loren y vio a través de las cámaras que era yo quién lo conducía. Conduje por más de dos kilómetros sobre la pista de piedras, la cual estaba rodeada de arbustos de uvas, hasta que mi hogar apareció a la vista. Estacioné en el garaje y entré; mis movimientos en automático hasta que mi pie pisó por accidente uno de los cientos de globos inflados en el suelo y estalló. Con ello la atención de todos los empleados de mamá se fijó en mí. Mis mejillas se sonrojaron al pensar que podían darse cuenta de lo que acababa de pasar conmigo solo con echarme un vistazo. Por fortuna volvieron a su trabajo a los segundos de haberse detenido. Una de las grandes fiestas de mi familia estaba siendo preparada para esta noche. Servilletas, copas y arreglos florales se alineaban en filas mientras esperaban ser ubicados en sus respectivas mesas en el salón de eventos de mi casa. Había sido bendecida con la oportunidad de crecer entre lujo y belleza, los más dulces aromas, las texturas más suaves y la belleza, pero siempre me había parecido raro que dos tercios de la casa estuvieran hechos para satisfacer a los invitados en vez de aprovechar ese espacio para saciar los deseos de las personas que vivían allí. Recuerdo todas las veces que mamá se había negado a hacer un salón de baile para Marie refugiándose en la excusa de que no había espacio o cuando, de niños, papá había castigado a Loren por usar el salón para manejar su bicicleta.

Después de volver a ser invisible subí las escaleras y me dirigí directo a mi habitación, en la que lo primero que hice fue arrojarme en el sofá del ventanal y envolverme en mi manta favorita. Hacía frío. Thomas no había podido elegir un día con mejor clima para engañarme. Saqué una bolsa de gomitas dulces de la mesa de noche y empecé a comerlas mientras borraba todo rastro de Thomas en mi celular. Para cuando los invitados comenzaron a llegar y se hizo la hora de arreglarme, ya no había recuerdos de él en su memoria.

Tampoco en la mía.

Estaba segura de que Sierra se había acostado con él porque yo lo tenía y porque era el número uno de Cornualles después de mi hermano, así que me vengaría de ambos encontrando al número uno de un sitio más importante que este diminuto mundo de niños ricos y patrimonios familiares.


Nathan

—No debería beber más —comenté—. No me pases más whisky, por favor.

Se suponía que venía para ponernos de acuerdo con el diseño de las nuevas etiquetas que decorarían sus botellas de vino para la próxima edición especial que lanzarían en unos meses; en cambio, estábamos en una recepción con los hombres del mundillo del licor y sus familias adineradas. Siempre estaba bien con estas fiestas si me brindaban la oportunidad de ampliar mis negocios, pero este no era el caso. La gran mayoría trabajaba para Lucius van Allen, el padre de Loren y mi socio.

—Entonces no lo hagas. —Se encogió de hombros desabrochándose el nudo de la corbata con arrogancia—. No sé si no te has dado cuenta, pero no estoy apuntándote con una pistola cada vez que aceptas una copa. No me eches la culpa de tus acciones, hijo. Aprende a asumir tus responsabilidades.

Puse los ojos en blanco.

—Tenemos la misma edad. No me llames así.

—Pues no lo parece. —Le dio un sorbo a su trago—. Mojigato.

Inconscientemente cerré mi puño libre para estamparlo contra su rostro, lo que no hice por el rugir de mi estómago y el hecho de que si lo hacía perdería a uno de mis mejores contratos. Loren sonrió intuyendo mi intolerancia a los condimentos.

Putos canapés.

—Voy al baño. ¿Dónde está?

La combinación de alcohol y otros hacía mella en mi sistema. Las náuseas estaban empezando. Joder con los Van Allen y su extravagancia hasta en la comida, ¿no podían conformarse con ofrecer una bandeja de sándwiches de jamón? Hasta aceptaría que usaran fiambre de cerdos voladores.

—¿Puedes indicarle dónde está el baño? —le pidió con una ternura no habitual en él a una bonita morena que pasó frente a nosotros, la cual detuvo tomándola del brazo.

Ella hizo un mohín.

—No, lo lamento. —Se desprendió del agarre de Loren—. Una de nuestras invitadas rompió bolsa. Tengo que ir a cerciorarme de que está todo bien. Mamá está ocupada intentado encontrar a Rachel. Ha estado buscándola por horas para presentarle al hijo de un diplomático, jugando a la casamentera ahora que terminó con Thomas.

Loren hizo una mueca.

—Te acompañaré.

La morena me echó un vistazo de reojo.

—¿Qué hay de él?

El hijo de mi socio se encogió de hombros.

—Estamos trabajando en hacerlo más responsable de sus acciones. —Me ofreció una sonrisa burlona—. Podrá manejarse solo por unos minutos, ¿o no, hijo?

Asentí, a lo que ambos se marcharon. En mi estado de embriaguez no pude hacer más que dejar con cuidado la copa en el borde de la baranda del balcón, acción que tomó casi dos horas, e ingresar a la casa ignorando el sonido del cristal que se rompía y el grito que le siguió, que venía desde abajo.

—¿Dónde está el baño? —interrogué a la primera persona que se me cruzó.

La mujer rubia me observó como si fuera un mono de feria, lo cual no me importó, y susurró algo en el oído de su amiga. Las dos me señalaron un par de puertas blancas al final del pasillo. Al llegar descubrí que ambos servicios estaban ocupados y maldije.

—¿Te puedo ayudar en algo? —preguntó una dulce voz a mis espaldas.

Cuando me di la vuelta, sentí un golpe en mis pelotas.

El cabello negro se rizaba a la altura de su cintura y contrastaba con la palidez de su piel. Impresionaba cómo su figura curvilínea encajaba a la perfección en la pieza de satén azul que era su vestido, color que a su vez resaltaba el gris de sus ojos, que me recordaban las tormentas, eran de la misma tonalidad que adquirían las nubes. El rostro de aquella mujer también era una obra de arte; labios rojos y carnosos, pestañas largas que impactaban con sus mejillas, hoyuelo en la barbilla, nariz respingona y cejas perfectamente arqueadas.

No podía creer que tanta hermosura estuviera frente a mí.

—Necesito ir a un baño —mentí.

Lo único que necesitaba era descubrir si la textura de su mejilla era tan suave y cálida como se veía y repetir la operación con cada centímetro de su cuerpo.

La lindura señaló las puertas tras de mí.

—Ahí están.

—Ocupados.

Pensó tanto antes de volver a dirigirme la palabra que creí que no lo haría de nuevo. En ese intervalo no perdí el tiempo, evalué e imaginé el tamaño de sus pechos. No me quejaría si llegaban a llenar mis manos. Sin embargo, al recordar aspectos de mi vida, me reprendí. Las tetas que me importaban eran las de Amanda, ninguna más.

No tardé en olvidarlo de nuevo.

—Ven conmigo —ordenó dándose la vuelta para brindarme la visión de su trasero.

Su vestido tenía corte en la espalda, pero su piel estaba cubierta por una melena oscura. La seguí, embobado, a lo largo de un interminable pasillo.

—¿Qué es esto?

—El cuarto de huéspedes. —Cerró la puerta de la habitación y pasó el pestillo, encerrándonos con una expresión maliciosa—. Aquí hay un baño.

Fue mi guía hasta que me empujó a un sanitario privado. Me situé frente al lavabo de mármol y me limpié el rostro. Las ganas de devolver la cena habían mitigado desde que más de tres cuartos de mi atención estuvieron sobre la morena. Mientras buscaba borrar con agua y jabón la cara de idiota que tenía, un trueno resonó en el exterior. Giré el rostro justo a tiempo para ver cómo pegaba un brinco que consiguió torturarme con el bamboleo de sus senos. Estaba tan bebido que mis prejuicios se distorsionaban. En su lugar la imagen de ella sobre el lavabo, abierta de piernas y conmigo incrustado en su ser se hacía cada vez más nítida; no importaba quién me esperaba en casa.

Hice una laguna entre mis manos y me sumergí en ella por pecador.

—¿Te sientes bien?

No sabía si fue la genuina preocupación que brillaba en su mirada o su acercamiento, pero tal intimidad me empezó a impacientar. Ahora mi mareo era por su presencia y el aroma a melocotón que la caracterizaba, así como su aparente inocencia. Parecía no darse cuenta de los efectos que producía en mí, aunque podría estar sucediendo justo lo contrario, saberlo muy bien y sacar provecho de ello.

De nuevo hubo un borrón de pensamientos, pues se movió hasta quedar a tan solo un paso de mi alcance. Estuve a punto de hacer la señal de la cruz para enviarla lejos, para distanciarme de la tentación.

—Aléjate —dije.

—¿Por qué? —Mi intento de apartarla solo la atrajo más—. ¿Hay algo que pueda hacer para que te sientas mejor?

—No. —El pervertido dentro de mí hacía movimientos de empuje con sus caderas mientras asentía—. Gracias por traerme aquí. Pero tengo que...

Repentinamente las luces se apagaron y nos dejaron a oscuras. De inmediato soltó un grito. Por instinto acaricié su antebrazo para transmitirle calma. Mis sentidos se perdían poco a poco en ella. El oído al escucharla por primera vez preguntándome si me podía ayudar en algo, la vista al descubrir lo hermosa que era, el olfato al percibir su aroma a melocotón y el tacto justo ahora, hallando suave su piel, lo que me llevó a preguntarme si pasaría lo mismo con el resto de su cuerpo.

Mi caída no requirió saborearla.

Pero aún así, la hice mía.

CAPÍTULO 1




Martes, 27 de julio de 2010

Rachel

De los cuatro kilómetros que debía correr, solo me faltaba uno.

Eso era lo que me repetía a mí misma una y otra vez para alentarme. Otro de mis métodos para no desfallecer era subir todo el volumen del iPod para así no escuchar el ritmo entrecortado de mi respiración. Estaba agotada. I Like It, de Enrique Iglesias, era responsable de mis pasos. Formaba parte de ese porcentaje de la población que no sobreviviría al ejercicio sin música.

A los quinientos metros pasé por enfrente de las bancas y le sonreí a Jim, el hermano de mi ex, en un acto involuntario. Costumbre. El muy presumido, sin embargo, dejó ver el resultado de años usando frenillos al devolverme la sonrisa. Verlo era como presenciar una copia barata de las propagandas de Gatorade. Sostenía un termo con agua y su trabajado pecho estaba expuesto a la vista. Rodé los ojos ante la cantidad absurda de admiradoras que lo rodeaban. Ellas también lucían extremadamente bien en faldas y tacones cuando se suponía que era un sitio para hacer ejercicio, mientras yo, el puerquito que corría tras el trozo de comida por toda la pista, estaba necesitada de un buen baño.

Tan solo faltándome cien metros para acabar, me encontré con que alguien no se había tomado la molestia de retirar la valla luego de saltarla. Para no tropezar ni golpear al que estaba corriendo junto a mí en el canal de al lado, tuve que pasar sobre ella. Por suerte era baja y con facilidad logré seguir corriendo. Odiaba que lo hiciesen. No era la primera vez que una arruinaba mi tiempo. Ahora tendría que esperar hasta el próximo miércoles para averiguar mi actual potencial. En cuestión de segundos alcancé la meta con la decepción de no haberme superado.

Nada de récords por hoy.

—Hola, Rachel —saludó Jim desde el último escalón de las gradas.

No tuve que girarme a identificarlo para saber que se había acercado mientras yo bebía agua. Un saludo no era suficiente para él. Quería baba y halagos. No obtenerlo de cualquier criatura viviente sobre el planeta debía estar matándolo. Era ese tipo vacío de persona. Me erguí sin dejarme afectar por su sonrisa de niño rico bien parecido. No me impresionaba.

—¿Vas a decirme que lo perdone? ¿Que no fue su intención? —Le di la espalda al terminar de beber agua para tomar mis cosas—. ¿Me ama? ¿No puede vivir sin mí? —pregunté con sarcasmo, aburrida ya del asunto, mientras me colgaba el bolso en el hombro. Tanto su familia como sus amigos me habían rogado que le diera una segunda oportunidad, lo cual definitivamente no sucedería—. Si ese es el caso, no, gracias. No estoy interesada en escucharte.

Jim colocó su brazo sobre mi hombro para retenerme.

—Nunca, jamás de los jamases, haría algo así. —El demonio de la promiscuidad me guiñó un ojo con complicidad. Contuve las ganas de vomitar. Olía a basura. En Navidad le enviaría un desodorante—. Estoy de tu parte, nena. Thomas es un idiota.

Me crucé de brazos y levanté una ceja.

—No te creo.

Jim tuvo el descaro de hacerse el herido.

—¿No? —Se acercó más, provocándome una arcada—. Lindura, si yo te tuviera no haría lo que él hizo —declaró negando con la cabeza, incrédulo—. No meteré las manos en el fuego por ese imbécil.

—Me dio una sonrisa de medio lado, una que estaba hecha para seducir, lo cual no hizo más que aumentar mi asco—. Su estupidez te regresa al mercado. Esta vez no me mantendré al margen. Jugaré mis cartas.

Terminó su discurso con otro guiño. Agradecí que se tomara la molestia de retroceder. Estaba a punto de vomitarle encima por la combinación del olor y el asco que me producían sus intenciones. Yo había estado con su hermano por años. Jim casi quería cometer incesto.

—¿Eso es todo lo que dirás? —Pisoteé—. No tengo tiempo para...

—No. —Se relamió los labios—. Tus pechos están más grandes y cuando corres...

Le propiné un pequeño puntapié en la rodilla que, lejos de lastimarlo, cumplió con su objetivo y terminó con el desagradable teatro. Sonreí con malicia al presenciar su mueca. Se lo tenía merecido por pervertido y mujeriego. Con sus quejidos venían las gracias de todas las mujeres del mundo.

—Si ya has terminado con el discurso introductorio a la peor noche que le das a tus citas, digo, víctimas, me voy —le informé.

Hice rodar las llaves del deportivo de Loren en mi mano antes de lanzarlas al aire y atajarlas intencionadamente; mi mirada, una invitación a acercase. Lo próximo que haría, si se acercaba, sería clavárselas en los ojos. Empecé a andar sin despedirme cuando vi que no sería tan estúpido, puesto que no gastaría más saliva sin necesidad.

—¡No te puedes ir! ¡Carlos me dijo que te dijera que quiere hablar contigo! —gritó.

Dubitativa entre hacerle caso o no, me detuve y traspasé un camino de cemento que me llevaba a las oficinas deportivas del complejo en vez de ingresar directo al estacionamiento. Ya dentro saludé a Sandy, la recepcionista, y con su permiso golpeé la puerta de la oficina de mi entrenador. No planeaba ir a las Olimpiadas, no era exactamente una deportista nata, pero había pertenecido al equipo de la universidad y de vez en cuando entraba en un maratón por los viejos tiempos.

—¡Pase! —El sudamericano esperaba tras un escritorio con papeles esparcidos. La oficina de Carlos era pequeña y sencilla, todo lo contrario a la de Lucius, pero acogedora—. ¡Rachel! ¡Necesito que me digas si vas a participar en los 10K del fin de semana! —exclamó burbujeante.

Tomé asiento, desconcertada.

—¡Claro! Te di mis exámenes la semana pasada —afirmé, recordando muy bien haberlos agarrado antes de salir de casa y...—. Te los di, ¿cierto?

Su silencio me hizo cubrir el rostro y gemir, infeliz con la idea de tener que ser pinchada de nuevo. Juraba que la carpeta había terminado en su destino, Sandy, pero durante los últimos días había estado muy ocupada con la boda de Marie y el aniversario de mis padres, hecha un lío, y a duras penas me quedaba tiempo para cubrir mis necesidades básicas, por lo que no me extrañaba que los hubiera dejado en casa.

—Sí. Lo que quiero decir es que... —Chasqueó la lengua. Ahora parecía incómodo—. Te apuntaste en la categoría equivocada.

—¿Qué quieres decir? —pregunté sin ocultar mi confusión.

Carlos suspiró y se cruzó de brazos, inclinándose hacia mí como si fuera a contarme un secreto. Yo no entendía nada. Siempre me apuntaba en la categoría profesional. No tenía el cuerpo plano que se necesitaba para ser un correcaminos, pero era veloz.

—Rachel... —Se estiró a alcanzar una carpeta violeta, mi carpeta, antes de abrirla frente a mí—. Según estos exámenes entras en la categoría de embarazadas.

Nathan

—¿Qué necesitas, cariño? —contesté.

No solía atender mi línea personal en horario laboral, pero Amanda siempre era una excepción, sobre todo últimamente. No estaba ciego. Hacía meses que la notaba distante sin motivo, pues estaba seguro de que no era consciente de mi aventura. El maldito error del que vivía arrepentido y que ella nunca sabría.

En condiciones óptimas, no borracho hasta los huesos, mirar a alguien más aparte de Amanda iría en contra de todos mis principios. Nos criamos juntos. Amy era lo único que conocía aparte de los negocios. Desde que éramos niños, en mi futuro siempre estaba ella como mi compañera, mi prometida, futura esposa y madre de mis hijos, en ese orden.

Era lo único indispensable.

En realidad, no se sentía como si la hubiera traicionado, porque no conservaba ningún recuerdo de mierda. Solo recordaba haber despertado junto a una extraña en una de las habitaciones de la mansión Van Allen. Mataría por un puto flashback que me ayudara a descartar teorías, pero hasta el momento no existía una escena concreta en mi mente que me obligara a decir si sí o si no. En lo que a mí concernía, pudimos tanto tomar una siesta como bailar la conga desnudos. Pero no indagaría demasiado en el asunto, no cuando lo único en el mundo que me podía dar respuesta era a su vez lo único a lo cual jamás me expondría de forma voluntaria.

Rachel van Allen.

Ese era el nombre de la heredera menor del magnate del licor. En mi última reunión con él me había dado cuenta de ello, pues Lucius nos sorprendió a todos con su lado paternal al sacar y enseñar una foto de su princesa mimada intentando hacer de casamentero, pero para mí no dejó de ser la cereza del pastel que la muñeca que me había atrapado fuera una arpía de sociedad. Me había pateado de manera mental una y otra vez por no notar su parecido con Anastasia van Allen, a quien sí conocía, desde un principio. De borracho debía tener mala memoria.

Ella no era una monja, por otro lado, como su padre la vendía. Si abusó de mi estado de embriaguez para tener un encuentro sexual conmigo, cuyos fines desconocidos podían ir desde el embarazo hasta decir que fui un abusador, cometió una violación a mi integridad que no permitiría. No le seguiría el juego.

—¿Nathan?

—¿Ah?

—¿Me escuchas? —preguntó con voz suave, para nada irritada por mi tardanza.

Maldición. Me acaricié la frente. Sentía que no hacía más que meter la pata.

—Sí, Amanda. Aquí estoy. —Tosí para aclararme la garganta y borrar el tono de culpabilidad en mi voz. Hizo un bajo sonido de reproche que pasó desapercibido por mí—. Pensaba. Estoy lleno de trabajo hoy. Disculpa.

Suspiró.

—Te llamé para decirte que hoy no podré llegar a casa —informó con un deje nervioso—. Comeré sushi con Lucy y otras amigas. Pasaré la noche con ella. Espero que no te incomode. Sé que tenías semanas preparando el maratón de películas para nosotros.

—¿Y eso? —Intenté hacerme el interesado, aunque no me importaba perderme el maratón o que saliera. Confiaba en ella. En realidad, ni siquiera tenía por qué disculparse. Amanda casi no salía con sus amigas. En los últimos días lo estaba haciendo más y eso me alegraba. Merecía disfrutar—. ¿Qué sucedió o qué celebran?

—Nada. Solo queremos conocer un nuevo restaurante en el centro —respondió—. Me quedaré con ella para estar ahí cuando su padre devuelva a su hijo. Está enfermo. La ayudaré.

Cerré los ojos con fuerza.

Ella era un ángel, un lindo ángel, y yo, un maldito.

—No hay problema. Te veo mañana.

—Gracias por entender, Nathan. Te quiero.

—Yo...

Colgó.

Viernes, 30 de julio de 2010

Rachel

Cinco días.

Tenía cinco días para empacar e irme. Cinco días que también tenían que ser suficientes para despedirme y marchar a Mánchester, donde la tía Laupa esperaba por mí, o para llevar a casa al padre de mi bebé y que Lucius le diera su visto bueno.

No eran precisamente actividades sencillas. La diferencia entre estas estaba en que en verdad odiaría mudarme con ella. Alejarme de Cornualles. Esconderme con mi bebé. ¿Qué clase de vida sería? Hice una mueca. Estábamos en el siglo xxi, ¡por Dios!

Quedar embarazada no era el apocalipsis. Papá debía recapacitar.

Ese era mi deseo más grande, pero en el fondo sabía que no sucedería; papá estaba muy indispuesto a ampliar su mente, así que esperaba que Nathan Blackwood, cuyo nombre hallé escrito en la lista de invitados de mi madre, aceptara ayudarme a asumir la responsabilidad. Según Loren, él había sido el último ajeno a la familia en irse por la mañana, quien resultó no ser tan desconocido, ya que era el socio de mi padre.

Por supuesto que no le había dicho a mi hermano que Nathan era el padre. Nadie lo sabía. Me aseguré de ello. En un principio, cuando desperté desnuda y sola entre sábanas con la certeza de que había hecho algo, le comenté a mi madre que quería una lista de los invitados que se habían quedado a dormir debido a una chaqueta extraviada. Ella me creyó. Loren también lo hizo cuando le pregunté quién había sido el último en irse. Ninguno de los dos sabía que esa noche había perdido mi virginidad o que me habían ayudado a descubrir la identidad del sujeto, a quien no perseguí después de ir al ginecólogo y confirmar que estuviese sana, por lo que mi secreto seguía oculto. Insistía en que así fuera. Sería la primera y única en hablar con Nathan. La culpa era mía también, no de él únicamente. Mi padre lo mataría como si hubiese sido víctima de una violación cuando la verdad era que ni siquiera lo recordaba. No tenía nada que me dijera que había sido maltratada. Ningún golpe o herida, solo con resaca, debido a la botella de vino que había tomado del bar. Actuaría como una adulta. No permitiría que lo atiborraran con preguntas que intuía no podrían ser contestadas por ninguno de los dos. Si todo salía como esperaba, casados o no, ambos podríamos encargarnos de la personita que se estaba formando dentro de mí.

Para mal o para bien era nuestra.

—Señorita Van Allen, el señor Blackwood la espera en su oficina —me anunció la secretaria, una despampanante pelirroja de ojos azules.

Tragué antes de dar mi primer paso hacia él.

¿Me recordaría?

CAPÍTULO 2




Rachel

Recorrí el pasillo e hice los cruces que me había indicado su secretaria; aproveché la situación para tener una idea de Nathan al analizar su sitio de trabajo. Mamá siempre repetía que la decoración decía mucho de una persona. Debía darle créditos por pulcritud. Todo el sitio olía a desinfectante de pino. Los pisos seguramente estaban recién pulidos. El inmobiliario era una agradable combinación entre lo moderno, representado por muebles blancos, y lo versátil. La construcción estaba hecha casi en su totalidad de cristales y sus trabajadores lucían igual de atractivos que la vista de la ciudad que teníamos desde un tercer piso. La embotelladora quedaba bajo nosotros.

Nathan debía ser un egocéntrico, paranoico, obseso.

Lo último me venía bien, porque quería decir que existía la posibilidad de que fuera responsable; lo demás no tanto, ya que seguro Nathan estaba cortado con la misma tijera que mi padre y pegaría el grito al cielo cuando se enterara de mi embarazo. Eso me asustaba. No quería pasar de nuevo por la experiencia que había tenido al darle la noticia a mi papá, quien se enteró por accidente.

Dejé la carpeta con mis exámenes en su escritorio y, al principio, pensó que era una broma. Cuando se dio cuenta de que no era así, sus gritos hicieron que me encerrara en mi habitación bajo llave y alertaron al resto de la familia, quienes no tardaron en llegar. Solo abrí cuando me di cuenta de que no se irían, iniciando un interrogatorio en el que Marie me miró con la misma desaprobación que solíamos dedicar a las chicas fáciles. Y tanto Loren como papá no dejaron de hacer preguntas para intentar descubrir la identidad del padre cuando le dije que no era Thomas, insistencia que se duplicó cuando les confesé que desconocía su nombre y me negué a darles pistas. Mamá, por último, no hizo más que mirar al vacío, reservándose su opinión.

El asunto era que de haber mencionado el nombre de Nathan, no habría cambiado nada; rompí el código de no ensuciar el apellido Van Allen bajo el que fui criada, pero me hubiera gustado tener un poco más de tiempo para convencerlo de que me acompañase o de elaborar una opción C. En cuestión de minutos que consideré eternos, mi madre y mis hermanos me dejaron a solas con mi padre. Él no se acercó a mí. Desde la puerta me indicó que me llevaría con la tía Laupa, la hermana de su madre, porque no estaba dispuesto a presenciar semejante crimen. Añadió que si había sido lo suficientemente estúpida como para ir en contra de su educación, debía ser lo suficientemente fuerte como para asumir las consecuencias.

Eso rompió mi corazón.

Aunque lo merecía por arruinar sus ilusiones de arrastrarme al altar con un buen partido, verme casada antes de dar el paso de tener hijos, simplemente me rompió el corazón. Nunca me había hablado de esa manera, siempre fui su princesita, su favorita, y descubrir que ya no era así me lastimó más que cualquier otra cosa.

Después de que se fue, lloré hasta quedarme dormida.

Ahora lo único que tenía era la esperanza de obtener el apoyo de Nathan. De lo contrario, el domingo marcharía a Mánchester para llevar mi embarazo en paz sin la presión de lo que nuestros amigos, socios de negocios y conocidos podrían decir de mí. Allá tendría los recursos para sobrevivir; papá había garantizado que viviría bien, pero en realidad, me avergonzaba tener que depender de él luego de meter la pata hasta el fondo y me dolía que, a pesar de que sí, había cometido un error, me alejaran cuando más los necesitaba solo por las habladurías. Tampoco quería huir y esconderme como una criminal. Ya no estaba sola. Yo fui quién se equivocó. Mi bebé no tenía por qué nacer y crecer a escondidas en una ciudad desconocida. No lo merecía. Tenía un título, por Dios. Podía independizarme y hacerlo bien por los dos. Crear nuestro sitio en el mundo donde nadie nos juzgase.

No sería la primera madre soltera que luchaba por un futuro mejor.

Barrí las lágrimas que empezaban a descender por mis mejillas debido a la frustración. Tenía que parar de pensar en todo lo malo que pudiera sucederme. Hoy era un día para el optimismo. Debía recordar que yo no había hecho al bebé sola. Los dos teníamos que tratar con ello. Seguro Nathan podría ayudarme a convencer a papá de no enviarme lejos solo apareciendo y tomando su parte de la responsabilidad, entonces podría salir adelante por mí misma sin necesidad de irme de Cornualles hasta que mi familia me perdonase y pudiese recibir su apoyo. Me enderecé como una chica grande y respiré hondo. Llenándome de valor, abrí la puerta.

—¿Qué quieres?

Nathan

Mis manos sudaban.

¿Qué mierda quería? ¿Qué la había traído a mi oficina?

En vez de mirarla fijé la vista en los documentos sobre la mesa. Un vistazo rápido cuando entró fue suficiente para confirmar que las fotos no le hacían justicia. ¿El tono de su cabello existía de forma natural? Tan negro. Su piel tan pálida. ¿Cómo podía desprender tanta seducción? Usaba un vestido color crema, de corte clásico, sin mangas, que terminaba a la altura de sus rodillas; perdía todo su propósito elegante al abrazarse a sus curvas, convirtiéndose en mi mayor tortura. Sus caderas. Su cintura. Sus pechos. El arco de su cuello. Todo estaba en mi mente y me volvía loco.

Lo odiaba. La odiaba. Me odiaba a mí mismo por no poder parar de pensar en ella.

En un inusual acto de nerviosismo moví el pie, tironeé un cable y, como consecuencia, apagué el ordenador. Gruñí. Eso costó la pérdida de un archivo sin guardar, uno que además de largo era para dentro de dos horas. Nunca mi rendimiento en la embotelladora había sido tan bajo. Necesitaba regresar a mí mismo. No tendría ningún otro mejor comienzo que el negocio que se discutiría en breve. Daba la casualidad de que era con su padre.

Destensé la mandíbula al ver el archivo ya impreso bajo carpetas en el escritorio.

¿Cómo siquiera olvidé que lo había impreso?

—Yo... yo... —tartamudeó.

Arrugué la frente. ¿Por qué tartamudeaba? ¿Estaba enferma? ¿Era eso? ¿Venía a notificarme sobre una ETS? Todo mi mundo dio vueltas. Eso sería la gota que colmaría el vaso, que me diera sífilis o gonorrea, y tuviera que pedirle a Amanda un chequeo. Me cubrí el rostro con las manos antes de mirarla de nuevo.

Si alguien lucía más miserable que yo, esa debía ser Rachel.

—¿Llamo a la ambulancia ahora o después?

Tragó mientras negaba.

—Estoy bien.

—¿Agua?

—No, gracias.

Al percatarme de que estaba comenzando a quemarme la cabeza en busca de la razón de su presencia, nada que ver con una ETS, porque no podía creer que así de mala fuera mi suerte, me pateé mentalmente por haberla dejado entrar en primer lugar. ¿A quién quería engañar? Conmigo no funcionaría. Si quería hacer ojitos, que fuera con su padre. No podía darme el lujo de hacer caso omiso al hecho de que por su culpa no había dormido en semanas y había engañado a Amanda.

—¿Qué quieres? —repetí de forma más amable.

Necesitaba conservar el tono. Aunque fuese una mala mujer, no podía olvidar que tenía negocios importantes con su padre, unos que no me arriesgaría a perder. Además, en vista de que no hablaba, empezaba a asumir que su presencia era para sacarme algo. Probablemente dinero, que le daría si ello significase su partida de mi oficina y de mi vida, pero en vez de abrir la boca y soltar sus exigencias, permanecía callada, lo que me desesperaba. Al rato de mantenerme en suspenso extendió su delicada mano con un sobre sin emitir palabra. Lo tomé con sudor corriendo por mi frente.

Recé para que no fuera una ETS.

A medida que iba leyendo lo que sí resultó ser un examen de sangre, mis hombros se fueron relajando al comprobar que todo iba bien con ella. Su nivel de azúcar en la sangre era normal, sus glóbulos blancos eran algo abundantes y estaba embarazada. La miré con una ceja alzada, sin entender.

¿Qué me importaba a mí si estaba...?

Me tensé.

Rachel bajó la mirada, optando por no decir nada y quedarse de pie como una estatua. Al fin me levanté de la silla, pero no duré ni un par de segundos de pie sin tenerme que apoyar en la mesa. Era imposible que estuviese esperando un hijo y mucho menos mío. Podía ver desde mi posición cómo sus labios se curvaban hacia abajo, pero no sabía si reía o se lamentaba.

Fuera como fuera, ahora todo estaba claro.

Aquella noche se aprovechó de un Nathan borracho para amarrarse a mí. Pero ¿por qué yo de entre tantos hombres en esa fiesta? ¿Por ser el más estúpido? ¿Lo primero que encontró? Era preciosa. Muchos caerían en su trampa por el simple hecho de tratar con semejante rostro de ángel. Yo no era tan tonto. Ni siquiera sabía si era mío. Había ocurrido meses atrás y dudaba que solo mi nombre estuviese en la lista de posibles padres o que siquiera estuviese en estado.

Podía ser cierto, sin embargo.

Ante esa línea tan delgada entre lo posible y lo imposible, mi odio hacia Rachel incrementó. No solo se conformaría con destruir mi vida, también quería manejar las cenizas que quedaran de ella a costa de un inocente bebé.

—¿Qué se supone que debo hacer al respecto? —murmuré a escasos centímetros de su rostro; el miedo de perder a Amanda y la ira hacia ella por ser la causa se apoderaron de mí—. ¿Quieres que me haga pasar por el papá? ¿A cambio de qué, Rachel? Si ya todo lo que puedes ofrecer, me lo diste gratis. Lo siento, pero no quedé impresionado.

A pesar de que las lágrimas descendían por sus mejillas, le fue fiel a su voto de silencio. Eso me dio tiempo para buscar una solución dentro de mi mente. Para llevarla a cabo, me acerqué a la caja fuerte y saqué cinco fajos de mil libras. Esa sería la forma más fácil de acabar con lo que pondría en riesgo su imagen y la mía. Sería fácil hacerle ver a Rachel que lo mejor era deshacernos de él, solo tendría que convencerla de que un niño no me ataría a ella. Estaba seguro de que no tomaría la responsabilidad de criarlo por su cuenta teniendo encima el peso de la opinión de la sociedad y la desaprobación de su familia. No era ese tipo de mujer.

Sin bebé no habría problemas ni responsabilidades no deseadas. Punto.

Fuera de mí le entregué un sobre con el dinero. Ella lo cogió con manos temblorosas y sin entender. Planteé mis pies en el suelo con más firmeza de la usual. No podía dejarme engañar sin importar lo buena actriz que fuera.

—¿Esto es suficiente para que elimines el problema?

Cuando entendió el propósito de mi donación, me dirigió una mirada de horror. No la contradije, yo era un monstruo, pero la idea de perderlo todo por una aventura de una noche me convirtió en esto. Era el amor de mi vida y mi futuro lo que estaba en riesgo. Rachel era bonita, joven y saludable. Podría quedar embarazada de nuevo en un futuro del hombre que quisiera. Ninguno de los dos iba a perder aquí.

—Bien, si así lo quieres... —De repente sonrió de una manera tan carente de emoción que me estremecí—. Así será. —Algo dentro de mí se revolvió. ¿De verdad sería capaz de eliminarlo como un insecto? ¿Yo sería capaz de vivir con mis manos involucradas?—. Me voy, Nathan. No me volverás a ver en tu vida. Te aseguro que no formarás parte de este problema. —Señaló su estómago—. No te conozco, no me conoces, pero pensé que al menos podría contar contigo para esto. Eres despreciable. —La emoción en sus palabras me hizo retroceder. Era algo oscuro y lleno de resentimiento que no me dejaría dormir por las noches—. Te di a elegir, Nathan, y lo hiciste, pero algún día terminarás arrepintiéndote y no te puedo prometer que me digne a escucharte. Soy de las que pagan con la misma moneda, imbécil.

Me congelé.

¿Arrepentirme? ¿Le diría a Amanda?

Me acerqué para convencerla, con más dinero, de desaparecer. No tenía que eliminar el problema, solo mantenerse lejos. Los quería a ella y a su bastardo fuera de mi oficina, de mi empresa y de mi vida. Todavía nada me afirmaba que fuera mío. Rachel retrocedió hacia la puerta ante mi cercanía y ahí me di cuenta de que para mí no había perdón ni vuelta atrás.

Lo había jodido. No había manera de arreglarlo.

—¿Al menos son de verdad? —Maldita sea, no, esas no eran las putas libras en la trituradora y esos tampoco eran los...—. Ups. —Los documentos para la reunión con su padre, sin copias y sin guardar en el ordenador, se unieron a la masacre. Contuve las ganas de gritar y arrancarme el cabello como un desquiciado al ver su sonrisa de disculpa. La bestia que habitaba bajo la máscara de ángel estaba sacando las garras—. No te preocupes. Mi papá no se molestará contigo. Oficialmente he terminado con esto de recurrir a un hombre por ayuda. No los necesito —dictó más para sí misma que para mí—. Yo puedo sola.

Con porte diferente al que tenía cuando entró, se dio la vuelta y así como vino, destrozando mi mundo, se retiró. Después de salir del estado de shock en el que me había metido, me arrodillé y comencé a recoger lo que antes habían sido billetes, estadísticas y contratos. Al caer en la cuenta de lo que estaba haciendo, no había manera de que pudiera recuperarlos, los arrojé al piso de nuevo y empecé a golpearme la frente con los puños. ¿Cómo se me ocurrió pedirle aquello? Por más indeseada que fuese la criatura, tenía que vivir. ¿Quién era yo para decir lo contrario? Por otro lado, ¿y si Rachel no era como pensaba?

¿Y si yo la busqué a ella y no al contrario? ¿Y si el bebé era mío?

Tiré lo que quedaba de confeti en mis palmas y salí disparado de mi oficina. No habían pasado ni dos minutos y ya le daba la razón. Estaba arrepentido de mi comportamiento sin tener que esperar la llegada de ese algún día del que había hablado. Mi madre no me había criado para ser un cobarde. Si su hijo tenía sangre Blackwood, lo arreglaríamos. Podría ayudarla sin involucrar a Amanda, encontraría la manera, pero el bebé tenía que nacer. De lo contrario, no me lo perdonaría jamás. Hallaría la forma de equilibrar las consecuencias de mi error y mi futuro con Amanda en una misma bandeja. Los enviaría a vivir al Polo Norte en un iglú con televisión por satélite. Inventaría algo. Solo necesitaba tiempo para pensar.

Lo solucionaría. Lo haría o no podría vivir conmigo mismo.

Cuando estuve en el pasillo, me encontré con que el ascensor estaba en mantenimiento. Con la tarea en mente de despedir a alguien, bajé las escaleras de dos en dos. En planta baja, al no verla por ningún lado, le describí a Rachel a la recepcionista. No reconocía el tono de urgencia en mi voz.

—¿La mujer de vestido blanco? —Afirmé—. Acaba de salir.

Con su respuesta corrí al exterior y giré el rostro de un lado a otro esperando verla, pero no la encontré por ningún lado. Me di cuenta demasiado tarde de que estaba a bordo de un taxi, alejándose. Intenté alcanzarlo. La llamé. Grité su nombre. Me detuve al ver un cable que descendía de su oreja.

Usaba audífonos.

Dejé caer mis brazos cuando las señas tampoco llamaron su atención. Ahí parado, en medio de la calle, sentí cómo mi vida se resquebrajaba por iniciativa propia a la velocidad de los neumáticos del vehículo.

Desconocía hasta qué punto.

CAPÍTULO 3




Rachel

«Sola».

Aquella pequeña palabra de dos sílabas torturó mi mente camino a la independencia. La decisión de arrojarme al mar sin salvavidas me situaba en una posición en la que la libertad adquiría otro concepto, tomaría mis propias decisiones y asumiría sus consecuencias, y en la que mi soledad equivalía a la de un grano de arena en invierno. A su vez el cambio de chip era tan brusco y súbito como un terremoto, sin predicciones o regulación del daño que pudiera ocasionar. Me aferraba durante el desastre a la seguridad de estar haciendo lo mejor. Sin su padre presente, con prejuicios ridículos que apuntaran en nuestra dirección, lo mejor para mí y el bebé era hacernos nuestro propio espacio en el mundo, en el que no fuésemos señalados con el dedo y pudiésemos ser felices; uno en el que yo me terminara de forjar para darle todo.

No sabría decir en qué momento empecé a tenerlo como prioridad. No sabía en qué preciso instante entre la escapada y la visita a Nathan lo ubiqué por encima de mí, pero si mi instinto maternal empezó a despertar cuando supe de su existencia, se volvió una feroz aura de fuego a mi alrededor cuando el idiota insinuó que abortara, como si esa fuese una decisión que pudiera tomar por mí, como si no pudiera hacer esto sin su ayuda o la de mi padre. Temblé de rabia. Lo lograría. Ahora que mi sentido maternal había sido activado, estaba segurísima de que jamás volvería a apagarse. Era extraño. Solía aterrarme que alguien resultara importante para mí hasta el punto de volverse indispensable. Ni siquiera a Thomas le permití tal poder, solo a mi familia. Estaba tan acostumbrada a desechar y a desprenderme de las personas en un chasquear de dedos que realmente estaba viviendo en algún tipo de realidad alterna en este momento. Sin embargo, la sensación era innegable e imposible de ignorar.

Mi bebé estaba por encima de todo.

Acabaría con todo lo que impidiera su felicidad.

Me estaba volviendo algo psicópata, lo sabía, pero debía pensar con la cabeza fría. En alto. Ya no más lágrimas. No más dolor. No más arrepentimientos. Estaba convencida de que, de llorar, él lo sentiría; de que, de lastimarme, él también saldría afectado. Si me arrepentía, él lo sabría. No quería que nada de ello sucediera. Ya no. Si tenía que tomar medidas extremas, lo haría. Unos minutos me alcanzaron para trazar un plan, lleno de estrategias y movimientos para lograr mis objetivos.

Las riñas con mi familia acabarían, porque las dejaría atrás. En ellos estaba caer en sus errores por su pasatiempo de juzgar, así como yo ahora quería no sentir su imagen degradada hacia mí y superar mi embarazo. Sabía que no sería fácil, que la venda que tenían sobre los ojos llevaba años allí y que la mía solo había caído por acción de un potente rayo de luz, y que solo el tiempo diría si su decepción pesaba más que su amor por mí. Confiaba, no obstante, en que eventualmente sucedería. Por supuesto que no era tan fría como para no extrañarlos mientras tanto. En realidad, me afligía bastante abandonarlos; mi vida era Dionish, pero quedarme con ellos era exponerme a la inestabilidad y continuar dependiendo del asfixiante abrigo de sus alas. Por más que se rompiera mi corazón, prefería ignorarlos hasta que su perspectiva se volviera más tolerante, hasta que yo me manejara por mí misma.

Mis inconvenientes económicos, cómo me mantendría y a una miniparte de mí, se resolverían antes de que el efectivo en mi cartera desapareciera. Tenía una licenciatura en Administración y unas ganas de superarme que sobrepasaban límites. También la falta de orgullo que se requería para no negarme a ofertas de trabajo cuya naturaleza no entrara en mis viejos esquemas. Mientras tanto alquilaría algo barato y limitaría mis gastos a los necesarios, ahorrando para la llegada del bebé. Sonreí. Era probable que eso no lo pudiera cumplir al saber su sexo. Ya me veía a mí misma saqueando tiendas para darle la más bonita bienvenida.

Llevé las manos a mi vientre. «No te faltará nada», pensé.

Acariciándolo, detecté un poco más que una leve hinchazón, que podía ser por la comida o por algún malestar, pero que quería creer que era por él. Por lo demás seguía plano. El único punto negro en mis planes era mi supuesta soledad, pero ¿cómo podía estar sola si me acompañaba a todas partes? Apoyé mi cabeza en el frío cristal de la ventanilla del taxi, sonriendo.

Ya éramos dos granos de arena en invierno.

—Señorita, ¿ya sabe adónde quiere que la lleve? —preguntó el conductor.

—Sí. —Limpié los caminos que habían dejado las lágrimas. Llevábamos más de media hora recorriendo las calles de Brístol. Mentía al afirmar. Aún no tenía ni remota idea de dónde pasaría la noche, pero por más amable que fuese, no podía permitirme perder más dinero—. ¿Conoce algún sitio que esté en alquiler?

—¿Tiene preferencias? —Negué. Él me miraba desde el retrovisor—. ¿Tiene alta disponibilidad económica? —Repetí el gesto—. Pues... está Broadmead si le gusta lo comercial. —Al captar cómo fruncía la nariz, rio. Adoraba lo comercial al ser una mujer soltera con una extensión de la tarjeta de crédito de mi padre, pero como madre desempleada, no me veía criando a mi bebé al lado de un centro comercial. Demasiada tentación—. Redcliffe si te apetece navegar. Old City si quieres algo más... histórico y tranquilo.

—¿Seguro?

—En realidad, no es la mejor zona de la ciudad, pero el ambiente es bueno.

—¿Qué otro lugares tiene en mente?

—¿A bajo costo, señorita? Ninguno. Esas zonas son las mejores que le puedo recomendar sin que le saquen un ojo de la cara con el alquiler.

—¿Ninguno más? —insistí.

—No, pero en mi opinión Old City está bastante bien. He vivido toda mi vida allí sin tener ningún tipo de incidente —replicó—. Es bonito.

—Bueno... —refunfuñé, despidiéndome de mi vida de mansiones y apartamentos lujosos. Nadie dijo que abandonar el nido sería sencillo—. Vamos a verlo.

Miércoles, 4 de agosto de 2010

Entendí a qué se refería con bonito cuando salí de su taxi. Old City, la ciudad vieja, era el centro histórico de Brístol en muchos sentidos. Entre ellos estaba la antigüedad de su belleza arquitectónica. Muchos de sus edificios seguían siendo los mismos de siglos atrás. Donde me estaba quedando, por ejemplo, los peldaños de la escalera chirriaban por la vejez de su madera y las tuberías estaban un tanto oxidadas. Lo fascinante era que aquellos defectos resaltaban el aire vintage y excéntrico de la construcción en lugar de restarle valor. Pero claro, debías tener un ojo experto para saberlo; de lo contrario, solo lo verías viejo y feo.

Además de lo agradable que resultaba a la vista, la zona era fresca y la humedad no sentaba tan mal. Aunque la mitad del tiempo me sentía al borde de la gripe o la hipotermia, la otra mitad me satisfacía a mí misma acurrucándome frente a la chimenea y bebiendo chocolate caliente. Con respecto a mi miedo de estar rodeada de tiendas y personas, no tenía de qué preocuparme. Por mi calle solo transitaban ciclistas, motocicletas y estudiantes. Tampoco, a excepción de floristerías y restaurantes, el comercio era tan marcado.

Un mes atrás Old City no habría estado hecho para mí.

Mi versión alterna y embarazada era otra cosa.

—Rachel, cariño, ¿a qué hora vas a salir? —Brigitte, la esposa de Erwan, el taxista que había terminado alquilándome la habitación que solía ser de su hija, salió de la cocina lustrando una olla. Sus rizos grises se escapaban del pañuelo rosa amarrado a su cabeza que los mantenía lejos de su rostro —. Se hará tarde.

Le eché una ojeada al reloj de búho colgado en una de las paredes tapizadas con espirales de la sala. Cinco de la tarde. En general, los operadores no solían responder a esta hora.

No me iría bien.

—Tienes razón —murmuré dejando de leer el periódico. Más que a buscar empleo iría por un poco de aire fresco—. Voy a cambiarme.

Ella asintió y regresó a su lugar favorito del apartamento, la cocina. La creería un fantasma de no ser por su sonrisa amable y habladurías con la vecina. Estar agradecida con ella por dejarme estar en su casa hasta que consiguiera trabajo, como nos insistió su esposo a ambas, no me hacía perdonarla por seguir creyendo que era una potencial rompehogares. Por Dios, ¿no veía la diferencia de edad entre Erwan y yo? ¡Podía ser su nieta! Llevados por sospechas que, de ser ciertas, podrían destrozar su forma de ver el mundo, las personas inventaban de todo. Solo le faltaba decir que era Osama bin Laden usando tetas para pasar desapercibido.

En mi habitación, un cuarto modesto con piso de madera y muñecos de felpa en abundancia, saqué un suéter de segunda mano del armario. Teóricamente agosto era un mes en el que las temperaturas diurnas superaban los veinte centígrados y descendían de forma drástica en la noche para compensar la calidez experimentada, así que hacía frío, y tenía que abrigarnos a mi bebé y a mí, pero mientras transitaba por las calles, «fría» no era un adjetivo que usaría para describir la noche. Se quedaba atrás. Mis manos escondidas en mis bolsillos, mi dificultad para respirar, entre otras medidas para mantenerme en calor, lo comprobaban. Me arrepentía de no haber seguido mis instintos de atarme el cabello en una cola de caballo, ya que me azotaba con violencia el rostro, colándose entre mis labios cuando los entreabría para respirar.

Una celestial sensación de alivio me embargó cuando por fin entré en la cabina. Antes de sacar el montón de panfletos que se arrugaban en el interior de mis vaqueros, tomé aire apoyándome contra la pared de cristal. No encendía mi celular desde que había visitado a Nathan para evitar nuevas decepciones y las ganas irrefrenables de mandar a todos a la mierda a través de un mensaje grupal. La verdad, dudaba de que me quedara batería. Tampoco quería molestar a los Bennett pidiéndoles otro favor al tomar prestado su teléfono, a Brigitte específicamente, por lo que me sentía mejor tomando unas monedas y los volantes que había descolgado de postes. Al recomponerme recobré mi postura, tomé uno al azar y, llenándome de valor, empecé a marcar.

Había llegado la hora de conseguir empleo.

En mi primer intento, mesera en una cafetería, me respondió la contestadora. En el segundo, ama de llaves en un hotel, la recepcionista me dejó esperando de manera indefinida con Hotel California de The Eagles. Fue al tercero, asistente en una firma de abogados, que obtuve una negativa formal por no tener un miembro entre las piernas. El hombre que lo solicitaba quería evitar su divorcio aceptando uno de los tantos requerimientos de su esposa: renunciar a las secretarias. Acabé con la llamada, con sus lamentos patéticos de hombre en abstinencia, al activarse mi alarma de coqueteo.

Pensando en su pobre esposa y en lo que haría de estar en sus zapatos, quizás castrarlo con un abogado hasta dejarlo sin nada, desdoblé mi cuarta oportunidad de obtener un sustento financiero como agregada en recursos humanos.

—Bones Marketing, ¿con quién hablo?

—Buenas noches, me llamo Rachel van Allen y estoy interesada en el puesto de ayudante en el departamento de...

—¿Experiencia?

Titubeé antes de contestar.

—Nula.

—¿Aspiraciones?

—¿Conseguir empleo?

—Estaremos felices de recibir su currículum en nuestras oficinas, nosotros la llamaremos. Pase buenas noches, Rachel.

No pude pasar el resto de la noche agotando los volantes. Una madre que esperaba por su turno con dos niños, apretados los tres bajo una sombrilla, lo impidió. Salí abrazándome a mí misma. No tenía experiencia. No encontraría trabajo en mi área a no ser que usara mi apellido. De regreso a los Bennett una mueca dirigida a mi fracaso adornaba mi rostro. Quería llorar. No era mi primer día llamando, tampoco sería el último. En vez de aceptarlo y seguir siendo una realista y fuerte mujer luchadora, mis aspiraciones se redujeron a hallar un sitio seguro para refugiarme mientras el mundo se derrumbaba a mi alrededor.

Quizás eran las hormonas que, junto con las náuseas, empezaban a atacar a diestro y siniestro. Debía ir a hacerme un chequeo lo más pronto posible y a comprar libros de maternidad, crianza y partos, tal vez una saga de vaqueros ardientes con bebés de la que había oído. Cuando la lluvia aumentó, saqué de mis bolsillos las opciones que me quedaban para que no terminaran ilegibles. Al revisarlas por encima noté que una de ellas no era tan lejos; había pasado por ahí el día que Erwan me mostró Old City y su horario era hasta muy tarde.

Inhalé. No tenía nada que perder.


Nathan

Ser la peor mierda sobre la faz de la tierra no era tan fácil como todos creían. La culpa y la vergüenza embestían contra mí sin piedad. Era trabajar o pensar en dos joyas grises llorando. Mi consuelo era empeñarme en que era un engaño, pero esta teoría perdía credibilidad con el pasar de los días. Mi subconsciente no estaba satisfecho con lo que había hecho. Demostraba cuán decepcionado se encontraba al recordarme lo maldito que había sido con ella dentro de mi cabeza, así como la escena que había presenciado después de la reunión con su familia, como si fuera mi maldita película favorita.

Pasó el mismo día que ella había ido a verme. Había terminado la reunión. Lucius le decía a Loren que su mujer le había contado que Rachel no llegaba a casa, ni respondía sus llamadas, ganándose una mirada de rabia y una salida dramática de su padre cuando no supo contestar dónde estaba su hermana, como si Loren fuese el responsable de su desaparición. Ojalá me hubiese ido apenas terminamos en vez de permanecer en mi silla, aterrado de que se enteraran de nosotros y lo que sea que tuviéramos, y así no oír cómo su princesa nunca desaparecía sin avisar y lo responsable que era desde los diez años. Ahora me preocupaba saber que Rachel no había llegado, me atormentaba pensar que algo malo le podía haber sucedido, a ella y al bebé si existía, y que, de ser así, sería mi culpa.

Era un hijo de puta.

Rachel

Los ladrillos rosas a lo Barbie, las flores en abundancia, el viejo cartel de neón que rezaba Ksis y las columnas romanas me producían diabetes. Gracias a Dios, dentro no era tan desagradable. Constaba de una sencilla sala con un futón de piel, zona de lavado, seis sillas giratorias, espejos victorianos y pequeños estantes con equipos de belleza. Conté cinco estilistas. La llama de la esperanza que estaba por extinguirse dentro de mí se avivó. El sonido de la campanilla se me hizo glorioso. Flotaba.

Pataleé sobre la alfombra para no ensuciar el suelo al entrar.

—Buenas noches. —La cajera pelirroja, con tatuajes y muchos aretes en las orejas pegó un salto cuando me acerqué. Los ataques sorpresas eran parte del precio a pagar por usar audífonos—. Lo siento. He venido por el empleo. —Levanté el volante—. ¿Todavía está vacante?

—Estás loca —gruñó colocando una mano sobre su pecho—. ¿Quieres matarme apareciendo como una psicópata a esta hora con este terrorífico clima? ¡Y no! ¡No respondas! —Cerré la boca—. No quiero escuchar tu voz de perro mojado de nuevo. No tenemos empleo disponible —siseó—. Ya vino alguien ayer.

—¿Perro mojado? —¿Ese era el trato a sus clientas? Con razón el local estaba tan vacío. En general, era el dinero de la gente que entraba por la puerta, fuera quien fuese, el que alimentaba a los salones de belleza. Ella era oficialmente la peor recepcionista del mundo—. ¿Cómo que vino alguien ayer? ¡Esto lo recogí hoy mismo y el pegamento aún estaba fresco!

Me echó una mirada de arriba abajo.

—Es que no calificas.

—¿Perdón?

¿Para lavar el cabello tenía que calificar? ¿Asistir a un curso de cómo aplicar shampoo? ¿Lucir como alguien que nació para aplicar shampoo?

—Que no... —Me miró de nuevo como si fuera un insecto—. Calificas.

Apreté mis manos en puños, adelantándome para tener una pelea ante la mirada y el silencio de las demás estilistas.

—¿Cómo que no?

Antes de que pudiera contestar la campanilla volvió a sonar y apareció un hombre. Su piel era oscura. Un tatuaje de dragón adornaba su brazo derecho. Se podía ver por entero debido a su franelilla. Me estremecí. Debía tener sangre fría para soportar andar tan descubierto. Y también tener mucha seguridad en sí mismo para poseer semejante cresta arcoíris. Era tan alto que se tuvo que agachar para que su peinado no chocara con el marco superior de la puerta.

—Miranda, disculpa la tardanza, la basura de Ryan se averió.

—De repente la cara de la recepcionista era una máscara de amabilidad—. Cuando llamaste, me dijiste que había alguien esperándome, ¿ya se fue?

—¿No tienes algún puesto más? —me atreví a seguir insistiendo cuando ellos decidieron entablar una conversación e ignorarme, al darme cuenta de que era su jefe. Quizás era el encargado o algo por el estilo—. Lamento interrumpir su conversación, ¿pero podría decirme si tienen empleo?

—¿Qué empleo? —preguntó él como si por fin hubiese captado mi presencia.

—Este. —Le entregué el anuncio—. Ella me dice que ya está cubierto desde ayer, ¡pero lo han puesto hoy! Yo misma lo arranqué esta mañana apenas lo colocaron.

—¿Así que andas arrancando carteles?

—Lo siento. —Él me miró apenado—. Layla vino primero.

—Pero...

—¡Me quemas! ¡Cuidado!

Ambos nos giramos. Una clienta estaba quejándose.

—¡No te muevas! —le gritó la estilista.

—Layla... —La voz del desconocido de My Little Pony fue susurrante, pero aterradora. Las presentes nos estremecimos—. ¿Qué te dije de cómo atender a los clientes? ¡Seguro como la mierda que no mencioné nueve mil ampollas en sus cabezas!

Layla, una morena de ojos azules, se cruzó de brazos. Por lo visto era la única no intimidada por la furia punk.

—¿Sabes una cosa, muñeca? ¡Renuncio! ¡Esto no es para mí!

—En medio de su griterío tiró el secador y se dirigió a la puerta—.

¡Púdranse!

Su desaparición fue el fin del espectáculo. Las chicas y yo, incluso Miranda, la recepcionista, nos quedamos en silencio, esperando la reacción del unicornio.

—Realmente lo siento, alguna de mis chicas terminará con usted y le haremos un descuento. —El hombre no se calmó hasta que la mujer asintió. Luego miró a las demás en el negocio y hubo una especie de comunicación telepática, porque de inmediato todas se pusieron a limpiar, recoger o a continuar con su trabajo. Me tomó por sorpresa acercándose y ofreciéndome la mano—. Hola, soy Gary.

Se la apreté.

—Rachel.

—¿Todavía quieres trabajar aquí? —Afirmé sin pensarlo dos veces. Miranda me importaba un rábano. Necesitaba el dinero—. ¿Puedes empezar mañana?

—¡Por supuesto! —respondí sin poder creer que por fin lo había logrado.

—Entonces nos vemos mañana a primera hora.

Lunes, 29 de noviembre de 2010

Nathan

Amanda odiaba las sorpresas.

Esta era una de esas ocasiones en las que tomar el riesgo valía la pena, porque últimamente nuestra relación se había estado deteriorando de forma significativa. No solo era por mí y el asunto de Rachel van Allen, mi sucio secreto, escondido en las más recónditas profundidades de mi mente, sino también por sus estados ánimo. No sabía si se trataba de alguna jodida cosa femenina o pánico al compromiso, pero en lo que a mí respectaba su sonrisa ya no era la misma. A veces se tornaba tan triste que me cuestionaba si nuestra decisión de formar una familia, de vivir juntos, era la correcta para ella.

Eso era cuestionar el futuro que llevaba años armando.

—No, haz como Helga. —Mi secretaria con catarro que se tomó el día libre—. Hazlo sencillo, Megan. Solo cancela lo de hoy. Tengo... tengo cosas más importantes que hacer.

—¿Seguro, señor? La gente de los vinos...

—Seguro —la corté colgando.

La gente de los vinos eran los Van Allen.

Solo pensar en ellos era un puto dolor de cabeza.

Dejando de lado lo laboral, cogí de la guantera la delicadeza de plata que contenía mi primera táctica de persuasión para averiguar qué ocurría. El collar de esmeraldas, adquirido en una subasta de objetos de valor, había pertenecido a lady Elizabeth Lowell, una viuda londinense que se negaba a casarse de nuevo con el hermano de su difunto esposo, lo que esperaban de ella, pero que al final terminó siendo obligada a contraer nupcias y relatando su trágica vida en diarios. Estos también incluían su amor por el mayordomo y el hijo que ambos tuvieron. No era lo más apropiado para Amanda, las joyas no iban con ella, menos una que arrastrara tanto drama; no estaba a la par con su personalidad: sencilla y dulce.

Pero según Natalie las esmeraldas eran lo mejor para sobornar a una mujer.

Durante mi trayecto por el sendero de grava ajusté mi corbata, me cercioré de tener buen aliento y al llegar le eché una ojeada a mi reflejo en los vitrales de la puerta. Era atractivo, inteligente y maduro, dispuesto a hacer lo que fuera para conseguir lo que deseaba. Definitivamente, un buen partido listo para saber cómo recuperar a su mujer.

Pero no para saber la razón de su lejanía.

Al abrir, la escena con la que me encontré era todo, menos un estímulo para hacerme creer que la brecha que se había abierto entre nosotros pudiera cerrar. Amanda estaba en casa, sí. Era todo lo que un hombre podía desear, lo que yo deseaba para el resto de mi vida, sí. Y el motivo de tanta distancia era que también tenía un sucio secreto: estaba besándose con Helga, mi secretaria.

Mujer.

CAPÍTULO 4




Rachel

Le guiñé un ojo al espejo.

—Fabulosa.

—¡Oh, por Dios! —Mi clienta se cubrió la boca con ambas manos. Luego llevó una de ellas al rizo dorado que caía delicadamente sobre su mejilla. Era un espiral de luz. Por fin le sacaba verdadero provecho al montón de lecciones de belleza que mamá me había obligado a tomar desde niña. Clases de cómo maquillarme, vestirme y peinarme para estar a la altura de la reputación de mi familia—. ¡Eres buenísima!

—Lo mejor para mis mejores clientas.

—Por supuesto que sí. No me verás en ningún otro salón. —Le devolví la sonrisa, feliz de tener otra ciudadana de Brístol en mi bolsillo, mientras veía cómo se hipnotizaba a sí misma con su reflejo—. ¿Qué días te puedo encontrar aquí?

La pequeña mujer rubia asistiría a una boda. Vino a mí siguiendo los consejos de su mejor amiga, quien ahora era la envidia en el trabajo, ya que no solo arreglaba su cabello, sino que también violaba los términos profesionales de nuestra relación al involucrarme en su guardarropa al acabar mi turno. Estaba bien con eso. Ir de compras y seleccionar conjuntos habían sido mis actividades favoritas durante años. Ahora sacaba provecho de ello. Con respecto a Melissa, mi actual clienta, ella solo tenía problemas para domar sus rizos rebeldes. Me tomó dos horas hacerme cargo. Si antes era bonita, ahora la novia tendría que tomarse unos minutos para compararse con ella, retocarse, preguntarle quién era responsable de su nueva apariencia y posponer la boda para tener una cita conmigo antes.

—Todos los días de nueve de la mañana a siete de la noche, excepto domingos.

—Oh…

—¿Tienes algo el domingo?

—Sí, una reunión con la familia de mi novio.

—¿La primera vez?

—Sí. Estoy muy nerviosa. He oído que su madre es muy gruñona.

Saqué una tarjeta con mi número.

—Toma. Llámame entre semana y acordamos una hora.

—¡En verdad, eres genial! —Se levantó pegando un salto para abrazarme. Le devolví el gesto con incomodidad que, por fortuna, notó, separándose—. Lo siento, lo siento, lo siento. Olvidé que estás embarazada. —Puse los ojos en blanco. Mi vientre estaba enorme. No verlo era como no ver agua desde un barco en medio del océano—. ¿Cuántos meses tienes?

—Seis —contesté acariciando mi abdomen por encima de la camisa para embarazadas, la mejor oferta que había encontrado en una boutique de diseñador.

No tener dinero no significaba vestirme mal.

—Seguro será tan hermoso como tú. —Cerré los ojos cuando hizo eso de alargar su mano para frotarme como una esfera de cristal. No era la primera vez. Todos amaban invocar espíritus a mi costa—. Aunque apuesto que es una niña.

Fruncí los labios. Lo dudaba. Pateaba mucho. Se movía dentro de mí como burbuja en una lámpara de lava. Imaginaba más un minijugador de fútbol, pero no tenía preferencias. Los uniformes deportivos de fútbol para niñas también eran adorables.

Para evitar que se hiciera más tarde para ambas—a ella la esperaba una boda nocturna y a mí, un nuevo capítulo de The Vampire Diaries, mi adicción desde que ver televisión se había convertido en un pasatiempo—, la envié con Miranda. Cuando se fue, me despedí de Cleopatra, lo más parecido que tenía a una amiga, y agité mi mano a las otras chicas mientras colgaba mi delantal en el perchero. Eran como mi segundo hogar. Habían reforzado todos mis conocimientos, mejorándolos.

Amaba mi trabajo.

Amaba despertarme por las mañanas y tener la posibilidad de tomar lo primero que encontrase en el armario, porque no habría nadie para criticarme. Amaba poder comer a mi gusto. Amaba escuchar a las chicas reír sin necesidad de burlarse de otras personas. Amaba las historias de mis clientas. Amaba la sensación de independencia que me embargaba, la cual terminaba cuando veía a Gary parado junto a la puerta de la entrada fumando un cigarrillo, esperándome.

—Sabes que no es necesario que hagas esto —susurré con la vista clavada en la heladería de la esquina.

Tenían un helado de mantecado con zanahoria que me volvía loca.

—Lo hago por el bebé. Si no fuera por mí, te comerías quinientos de esos al día. —Se arrodilló en la acera, pegó el perfil de su rostro a mi vientre y habló en voz baja, dramático como siempre—. Tranquilo. El tío Gary evitará que seas naranja y estés relleno de vainilla.

—Eh…

—Y Ryan se enfadará si no te acompaño —añadió levantándose.

Fruncí el ceño.

—¿Por qué tendría que molestarse?

Ryan Parker era su hermano y nuestro compañero de piso. Con el empleo en el salón de la abuela de ambos, Teodora, vino el ofrecimiento de mi jefe de alquilarme una habitación cuando supo que necesitaba un lugar donde quedarme. Al principio creí que era otra obra de caridad. Esa sospecha se esfumó al conocer los gastos que compartiríamos. Como alguien que nunca se vio en la necesidad de pagar una factura de luz, por fin entendí la queja global del coste de los servicios, alquiler, entre otros. Sin embargo, el precio final de vivir con ellos valía la pena. El departamento era amplio. Contaba con vigilancia, áreas verdes y estacionamiento múltiple —aunque de momento en los nuestros solo estaba la motocicleta de Ryan, posicionada en forma horizontal para impedir el paso a nuestro territorio—, además de todos los servicios.

Con respecto a mi otro compañero de piso… moreno, pelo al rape, barbilla cuadrada y con cada uno de sus músculos desarrollados, era completamente diferente a su hermano. Mientras Gary era risueño y amable, él era descarado y grosero. Hacía mi vida miserable, pero yo no me quedaba atrás. Pasaba mis noches excusándome en ataques de ansiedad para hacerlo salir a altas horas de la noche a la tienda por cerrarme la puerta del refrigerador mientras guardaba las compras o tardarse más que un modelo en el baño. Su ética policiaca no le permitía dejar que una embarazada saliera a las frías calles de Brístol por comida en la madrugada. Si me sucedía algo y en la comisaría lo vincularan conmigo, ¿cómo qué clase de policía quedaría? Tendría que decir adiós al ascenso que tanto deseaba.

—Todos los días me pregunta si te traje de regreso.

—¿Ah, sí? —Me hice la desinteresada—. ¿Cómo suena su voz cuando lo hace? ¿Pone voz de monstruo? «Rachel, maldita sea, dime lo que quieres para que pueda comprarlo y regresar a dormir» —lo imité poniendo cara de monstruo, haciéndolo reír, pues así era exactamente cómo sonaba y lucía.

—Sí, algo así, pero pone su expresión de estar en un…

—¿En un interrogatorio?

—Exacto.

—Bueno… —Me colgué de su brazo para arrastrarlo a la heladería—. Dile que ya soy una chica grande. Esto lo demuestra. —Señalé mi estómago—. Además, de que dudo mucho que alguien se atreva a atacar a una mujer embarazada tan temprano.

—Ya lo hice.

—¿Y?

—No funcionó. Dice que las estadísticas…

Puse los ojos en blanco, ignorando lo que tenía por decir. Ryan y sus estadísticas no me dejaban dar un solo paso en paz. Apretando aún más el brazo de Gary, retomé con más rapidez mi andar hacia la heladería ignorando las estadísticas sobre mujeres embarazadas que sufrían un accidente al ir por un helado.

Nathan

—Otra ronda —exigí en medio de otro intento desesperado de aliviar mis penas.

La barman, una rubia, me miró seductoramente antes de dedicarse a ello. Tras agregar dos cubos de hielo a mi trago, lo deslizó por el mostrador junto con un papel con su número. Tomé el trago. Arrugué el papel hasta hacerlo una bola y lo arrojé a la pista de baile cuando se dio la vuelta para atender a su siguiente cliente.

Estaba harto de las mujeres.

Una vez que tomé un sorbo, repasé el borde de cristal con la yema de mi dedo mientras fruncía los labios. Si mi vida fuera un partido de fútbol, estaría perdiendo mil a cero contra el otro equipo. En medio del campo estaría Rachel van Allen, la desaparecida, y como goleadora estrella Amanda, mi infiel prometida. Lo que me tenía mal estos días no solo era el rencor de haberme sentido culpable por ambas durante meses, sino el haber quedado donde no quería, pese a que me había comportado como un idiota y hecho cosas terribles para evitarlo. Si nunca hubiera ido a Dionish, si Rachel jamás hubiera aparecido, aun así hubiera terminado igual. Sin mi futuro perfecto.

Tal vez incluso debería darle las gracias. De no ser por la paranoia que nació en mí tras toparme con ella, pude haber ignorado la infelicidad de Amanda y vivido una mentira para siempre.

—Mi vida es una mierda —murmuré en el… ¿décimo? trago semiacostado en la barra completamente borracho—. Soy una mierda.

El barman que le siguió el turno a la rubia, mientras limpiaba la barra, negó.

Sí. Lo admitía. Separé los brazos a ambos lados de mi cuerpo, alzándolos. Me emborraché hasta los ojos en casa de Rachel van Allen y me desperté con ella sin siquiera saber quién era. Al recapacitar me excusé de forma mental con una violación masculina para sentirme mejor conmigo mismo. Luego, como si ya de por sí no fuera patético, la traté pésimo cuando fue a rendirme cuentas por temor a que el amor de mi vida me dejara. Había sentido miedo de Rachel, de Amanda, de la opinión de mi madre, de las mujeres, de enfrentarme al mundo sin un plan. Era un cobarde asustadizo. Por cómo sentía que me miraban estaba seguro de que podía verse reflejado en mis ojos, que el barman, los de seguridad, el cartero, mis obreros, mi hermano, mis amistades y todo aquel que se detuviera a mirarme lo suficiente lo sabría.

Era la deshonra de la masculinidad.

—Calma, Watusi.—Diego rio. A su lado estaba la barman coqueteándole después de salir de su turno. Al parecer había aceptado su tour alrededor del mundo—. Ya basta, Nathan, ¿no ves cómo te miran? Deja de lamentarte y consigue algo de acción. Seguro que con Amanda no la tenías.

—Amanda quería conservarse para la boda. Ella… —Me costó un infierno completar la frase. ¿Cómo pude haber sido tan imbécil? Todo este maldito tiempo sin tener sexo no era porque quería guardarse, sino porque estaba demasiado ocupada explorando el sexo lésbico—. Quería que nos tomáramos un tiempo de castidad antes de la boda.

—Claro —murmuró entre risas que me hicieron preguntarme, no por primera vez, qué clase de amigo era y por qué mierda lo había llamado.

—Cállate—gruñí.

—Ojalá hubiese conocido esa excusa antes. Quizás así Tara…

—Tara era demasiado buena para ti —intenté devolverle el golpe con el recuerdo de su exesposa. Había estado enamorado de ella, pero se comprometió siendo demasiado joven y tonto—. Solo estaba buscando una excusa para dejarte.

—Quizás. —Se encogió de hombros como si no le importara, pero por cómo forzó una sonrisa supe que había dado en el clavo. Esto, lejos de ser una noche de hombres que se consolaban entre sí, era quién jodía más el corazón del otro para no pensar en el suyo propio—. Pero joder, al menos a mí no me hizo Watusi, Watusi.

Gruñí.

Watusi era el mamífero con los cuernos más grandes del mundo. Diego me lo decía, porque ya sabía la historia, debido a nuestra conversación por teléfono.

—No lo sé, ¿no te preguntas cómo es que se casó tan pronto después de ti?

Diego sonrió con amargura en vez de llorar.

—Le pregunté. Dijo que necesitaba pagar la renta.

—¿Hablas con ella?

—¡Claro! ¿Es que tú planeas romper el contacto con Amanda? Si lo haces, no sabes lo que te pierdes. Si le sigues hablando, puede que un día la nostalgia entre ambos surja y decidan recordar viejos tiempos. En tu caso te envidio. —Tomó un trago de su coñac—. Puedes sobrepasar las fantasías de cualquier hombre teniendo un trío entre tu ex y tu secretaria.

Hice una mueca; esta mierda me afectaba.

—¿Cómo es que terminamos así?

—¿Cómo? —preguntó sin entender mientras rodeaba con su brazo a la barman.

—El futuro que teníamos planeado… tú con Tara, yo con Amanda, ¿cómo se desvaneció, Diego? Hace un año me habría reído.

—Negué—. No lo entiendo.

Dándose cuenta de que realmente había tocado fondo, palmeó mi espalda.

—Quizás la vida nos tiene preparado algo mejor.

Hice una mueca. No imaginaba nada mejor que un futuro con la chica de la cual había estado enamorado desde niño.

Jueves, 30 de diciembre de 2010

Rachel

Amaba gastar el dinero de Lucius al punto en el que solo los guardias, anunciando el cierre comercial, me detenían de llevarnos a la quiebra. Aun con mi actual presupuesto seguía teniendo alma de compradora compulsiva. Pero nada, ni siquiera las compras, me era gratificante con Ryan y siete meses de embarazo por una serie de motivos. Entre ellos destacaban los tobillos de hipopótamo, el planetario en el que se había convertido mi abdomen y las máquinas expendedoras de yogur a las que todavía les decía pechos. Mis cambios de humor eran incontrolables, imparables e impredecibles. Me costaba tanto mantenerme de pie como sentarme. Incluso había renunciado a dormir boca abajo, lo cual amaba.

Sinceramente, no entendía cómo las mujeres pasaban por esto una y otra vez. Si tuviera dinero, alquilaría un vientre. Después de todo el bebé no lo recordaría.

Ryan, inconsciente de mis pensamientos, señaló otra tienda.

—¿Quieres?

—Bueno —farfullé—. Pero es la última.

—Como quieras. —Se encogió de hombros—. Es tu bebé el que viene al mundo.

—No lo voy a recibir con las manos vacías. Hay un montón de cajas con cosas de bebé en mi habitación —le recordé mientras entrábamos. Gary también insistía en endeudarnos más y más para preparar su recibimiento. Estaba genuinamente agradecida por su colaboración, pero tampoco íbamos a recibir a una estrella de rock que debía vestirse cada dos horas con un atuendo diferente. Ni siquiera yo era tan pretenciosa—. Ryan, Dios, él tiene más ropa que los tres juntos.

—Ella.

—Él.

—Ella. —Me enseñó un vestido blanco con lunares rosas, así como sus dientes al sonreír por el placer que le ocasionaba llevarme la contraria—. ¿No es lindo?

—No es amarillo. — Ya que en contra de lo que deseé en un principio, no quise saber el sexo, sus cosas eran bastante unisex. Todas de un tono amarillo, blanco o verde suave—. Los vestidos están prohibidos.

Metió la prenda en una cesta que no lo vi tomar.

—¿Por quién? ¿Por ti?

—Sí —le contesté tomando un patito de hule: todos los bebés tenían uno.

Y era amarillo.

—¿Y quién eres tú para prohibírmelo?

Lo fulminé con la mirada.

—La que paga.

Se encogió de hombros.

—Este lo invito yo.

—Ryan… —gruñí con su mano sobre mi vientre que me detenía.

A diferencia de cómo sucedía con todas las demás personas, su toque no me transmitía molestia. Estaba acostumbrada; aunque fuera un imbécil, estaba segura de que en verdad le importábamos.

—Es solo un vestido, Rachel. Si no es niña, se lo regalaré al perro del vecino.

Hice un mohín, mis labios temblaban. El vecino tenía un pequeño carlino gruñón bastante varonil, pero también una hija que lo vestía con tutús y lo sacaba a pasear llamándolo su pequeña hada madrina cuando su papá no estaba. Ryan, sabiendo que había ganado la batalla, se dio la vuelta y continuó molestándome, seleccionando vestidos.

Viernes, 31 de diciembre de 2010

Nathan

Estaba caminando por mi casa como un zombi cuando mi dedo meñique se estrelló contra una mesa en el centro de la sala en otra demostración de mi mala suerte. Maldije tanto mientras me sostenía en una pierna que si mi madre estuviera presente, me lavaría la boca con ácido. Cuando el dolor pasó, entré a la cocina y saqué un jamón del refrigerador para hacerme un sándwich. Diez minutos después, al darle un bocado, lamenté no haber luchado por mi sueño de estudiar cocina. De haberlo hecho, seguro habría tenido éxito y desconocería las identidades de Helga y Rachel, además de que con un poco de suerte mi prometida no me habría engañado con mi asistente.

Sería feliz.

Cuando la melancolía pasó y terminé de alimentarme, dejé el plato en el fregadero para que Willa, el ama de llaves, lo limpiara cuando volviera de vacaciones. Si la vida se empeñaba tanto en dejarme como un imbécil, sería el mejor de todos.

Estaba sirviéndome un vaso con agua cuando sonó el timbre.

—¿Qué quieres?

Mi tono sonó más frío de lo necesario, pero no era para menos. Su engaño era un golpe a mi orgullo. Sus gustos sexuales no tenían nada que ver, sí que no hubiera conversado conmigo sobre traicionarme bajo mi propio techo mientras me mantenía ilusionado con un plan que no quería. Además de ello, me dolía porque más que un amor pensé que entre nosotros había una confianza inquebrantable.

Pero ella la rompió al usarme como tapadera para su homosexualidad.

—No, lo pensé mejor, no me digas. No me interesa. —Intenté cerrar la puerta, pero su pequeño pie se interpuso—. Vete.

Hizo caso omiso.

—Te traje esto.

Bajé la vista a la tarta de cumpleaños que reposaba en sus manos.

—Fue la semana pasada —gruñí.

—Lo sé. —Tragó antes de continuar—. Lo siento por no llamarte. Temía acercarme y comprobar que me odias, pero Helga me animó a que viniera. Ella se dio cuenta de cuánto te necesito para…

—¿Cómo te animó? ¿Acostándose contigo? —No soportaba que mencionara a la pelirroja que, gracias a Dios, nunca más había aparecido por la oficina y me había ahorrado el trabajo de despedirla renunciando—. Aunque mierda, para aparecerte aquí imagino que eres la valiente de las dos. Debes tener unos… —Tomé aire—. Que no vi antes.

—Nathan...

Su voz, al igual que su precioso rostro de nariz respingona, ojos azules y pecas, se quebró y parte de mí, la que seguía amándola, con él. Pese a lo sucedido en mi corazón, porque en mi mente ya no, todavía era la pequeña rubia de personalidad calmada, generosa y dulce que amaba.

Me masajeé las sienes.

—Amanda, lo mejor que puedes hacer ahora es irte.

—¿No te lo quedarás? —Negué. Ella lo dejó en el piso—. Bi… bien.

—Comenzó a sollozar y yo, a cerrar la puerta de manera definitiva. Esperaba que el perro del vecino lo notara cuando se escapara de alguno de sus paseos y se diese un banquete —. Te quiero, lo sabes ¿no? Mi error fue no ser sincera, pero te quiero. En eso nunca te mentí. Eres el mejor amigo que tengo.

Lo último que vi del exterior fueron las tres velas encendidas del pastel, una por cada década de mi miserable vida llena de mentiras y equivocaciones.

—Adiós, Amanda.

Rachel

Me levanté pensando que sería un día hermoso. El conjunto que tenía planeado usar para recibir el año no pensó lo mismo al encogerse en la secadora, por lo que ahora tendría que asistir a la fiesta que Gary había organizado en nuestro departamento usando una bata de baño. Al parecer era lo único en lo que entraba mi cuerpo.

—Nada me queda bien, Gary —mascullé entre hipidos con la frente enterrada en la camisa de mi amigo, manchándola con mis lágrimas—. Estoy horrenda.

—Estás fantástica. —Acarició mi espalda—. Mírate.

Visualicé mi reflejo en el espejo.

¿Estaba ciego?

Tenía los tobillos hinchados. Mi pelo se veía grasoso. La piel de mis manos estaba seca. Mi abdomen a duras penas permitía que la toalla se cerrara. Mi cutis estaba rojizo. Estaba en mi peor momento y Gary se atrevía a decir que estaba fantástica.

—No mientas. —En la indignación retorcí mis puños en la tela de su prenda—. No voy a salir, Gary; estoy fea. Menos hoy que es Año Nuevo y todos estarán luciendo geniales en sus estúpidos atuendos hechos a medida. —Las hormonas hablaban por mí—. No saldré de mi habitación.

—Luces hermosa. No te dejes llevar por las emociones del embarazo. —Me abrazó más fuerte—. Eres bonita hoy, mañana y siempre.

—No sabes lo que dices. —Estaba deslumbrante como un diamante con su traje oscuro, buena forma y linda cresta. Él no entendía—. Tú no sabes cómo me siento… —Las lágrimas se deslizaban por mis mejillas—. ¡No lo sabes! ¡Eres atractivo!

—No miento, lindura. —Amarró mi cabello en su mano, haciendo resaltar mis pómulos—. Solo tienes que arreglarte. —Me dejó en el centro de la alfombra mientras se dirigía a mi armario y sacaba un vestido plateado con elástico que todavía tenía la etiqueta de nuevo, una chaqueta de cuero con algunas perlas que la adornaban y sandalias de tiras ajustables—. Ponte esto.

Lo hice. Una vez que tuve la ropa puesta, me sentó frente al espejo y se dedicó a mi cabello como si fuera una de sus exclusivas clientas. Rizó cada mechón como si le hubiese pagado millones. También me maquilló. Cuando terminó, mis ojos se llenaron de lágrimas, que no derramé por respeto a todo el trabajo que le había costado hacerme lucir hermosa.

—¡Gracias! —Lo abracé—. Yo… lo siento si me pongo loca, Gary. Te amo.

Me ofreció una sonrisa.

—Lo sé, Rachel. Dos meses más y pasarás cada día de tu vida agradeciéndomelo.

—Eres un interesado —reí tomando su mano y guiándolo fuera de mi habitación.

En la sala estaban Ryan y Cleopatra compartiendo un plato de galletas. Se encontraban también algunas de las chicas del salón. La abuela de ambos me abrazó apenas me vio. Era un encanto de piel morena, regordeta y de cabello gris. Se había hecho cargo de los chicos al morir sus padres en un accidente cuando eran niños. Además de luchar para criarlos después de la muerte de su hija, antes de ello luchó para cumplir sus sueños mientras era madre soltera y montar un salón de belleza en el que trabajó hasta que Gary se animó a ayudarla. Cuando la conocí, inmediatamente la adopté como un ejemplo. Quería que mi bebé me mirara como Ryan y Gary la veían, como una persona que había luchado por ellos.

—Te ves preciosa —murmuró mientras me abrazaba—. Ya casi es hora, ¿no?

Asentí mientras llevaba las manos a mi vientre.

No importaba lo que sucediera; solo un día, el día que lo sostuviera entre mis brazos, haría que este nuevo año fuera el mejor de mi vida.

Nathan

—Estaré bien. Willa dejó comida para calentar —le informé a mi madre.

Solo porque sabía el gran esfuerzo que para ella implicaba no tener a sus dos hijos en la cena de hoy, Año Nuevo, le había contestado la llamada. Prefería mantenerme aislado del mundo y del recordatorio constante del engaño de Amanda. Lo veía en todas partes. Cada vez que veía a una pareja pretendiendo ser feliz me moría de ganas de gritarles que mentían, que nada era para siempre o cosas por el estilo.

—Nathan, cariño, ¿pero en verdad estás bien? —Era la cuarta vez que lo preguntaba en los diez minutos que llevábamos hablando—. ¿Seguro? No despertaré con una llamada de la comisaría un primero de enero, diciéndome que te has ahorcado o algo por el estilo, ¿verdad?

Puse los ojos en blanco. Ella leía muchas novelas policiacas.

—No, no lo harás, mamá. Estoy bien.

—Cariño, sé que no quieres que te agobien ahora y lo difícil que es por lo que estás pasando. Amabas a Amy más que a nada. Yo también lo hacía —susurró—. Pero no sé si que estés solo es lo mejor. Ven y mami te dará muchos abrazos.

No iba a mentir. La idea sonaba tentadora, pero necesitaba pasar por esto como un hombre. No como un niño.

—Tal vez luego. Quiero dormir —le dije—. Ahora mismo tengo que colgar. —Busqué una excusa. Solté lo primero que se me vino a la mente—. El pescado ya está listo. Se puede quemar en la nevera.

¿En la nevera?

—Oh, bueno. —Sonaba miserable. Claramente se había dado cuenta de que buscaba deshacerme de ella—. Adiós, Natti. Me coges el teléfono más tarde para desearte feliz año, ¿sí? De lo contrario, me preocuparé pensando que te has cortado las venas.

—Sí, adiós.

Dejé el teléfono en su lugar, junto al pastel podrido que ni siquiera el perro de al lado habría querido, e iba a ir a mi habitación cuando el timbre sonó de nuevo. Se suponía que era mi primer recibimiento de año estando solo, pero al parecer eso ocasionaba molestia en varios. Me eché para atrás cuando me encontré con la persona a la que menos esperaba ver bajo el marco de mi puerta.

—Feliz casi nuevo año, Blackwood.

CAPÍTULO 5




Nathan

Loren me empujó para que entrara en mi propia casa. Su habitual rictus serio temblaba, así que deduje que estaba aquí por algo más personal que los negocios.

Lo único que nos unía era Rachel, así que nada bueno iba a salir de esto.

—Mierda —conseguí murmurar antes de que sus nudillos impactaran contra mi pómulo, lo que me produjo una avalancha de dolor que hizo que mi mente estallara. Habían pasado años desde la última vez que peleé con alguien—. Loren, ¿qué…?

Caímos al suelo con un golpe seco que nos afectó a ambos, pero que a mí me dejó sin respiración. No permitió que me recuperara. A los segundos sentí su puño de nuevo en mi cara. Me golpeaba con ganas de asesinarme.

Definitivamente, estaba aquí por su hermana.

—¿Por qué no lo dijiste? —Me jaló del cuello de la camisa—. ¡¿Qué ocultas?!

—No sé lo que dices. —Debí haber sonado convincente o asustado como la mierda, puesto que se separó y se quitó de encima. Conseguí palpar mi ceja. Al mirar mi mano vi sangre en mis dedos. Mi madre pensaría que intenté suicidarme golpeando mi cabeza contra la pared—. No sé nada.

Me miró alzando una ceja.

—¿Entonces mi hermana no fue a visitarte el día que se fue de casa?

Me tensé, pero por fortuna encontré mi voz para responder.

—No. Solo hablé con tu hermana el día de la fiesta, pero solo hicimos eso. Hablar.

Negó mientras sus labios se torcían en una mueca de desagrado.

—Mientes como la mierda, Blackwood. Sé que ella te visitó. Seguí sus pasos de ese día. Contrató a una sobornable línea de taxis para que la llevara ahí. Lo llamó desde casa. Recientemente se me ocurrió la idea de revisar el registro telefónico. —Se aflojó el nudo de la corbata dirigiéndose a mi minibar—. ¿De qué hablaron, Blackwood?

Endurecí la mandíbula. Estaba tomando mi botella más cara, un regalo, a propósito.

—¿No pudo haber ido a ver a tu padre?

—¿Me estás diciendo que las cámaras de seguridad de la embotelladora captaron a su clon entrando en tu oficina? —Bufó—. Es absurdo que lo niegues. Ya he confirmado la información cientos de veces. —Sonrió de manera cínica—. Incluso los tuyos ya lo hicieron. Al parecer es normal que tu socio de negocios le pida un favor a la seguridad en tu nombre. Te aconsejo despedirlos o, en el caso de que se repita, que te compres un par de bolas más grandes.

—Maldita sea. —Enredé las manos en mi cabello. Estaba tan cerca de la verdad. Yo estaba tan próximo a estallar. Ni siquiera sabía por qué tenía que mantenerlo en secreto, podía contarle todo y decirle que su hermana estaba loca, pero, pensándolo bien, nada de lo que le dijera sonaría correcto. Tendría que admitir que había dormido con ella y eso para ellos sería un crimen atroz—. Sí, está bien. Lo acepto. Ella fue a verme.

Sus ojos grises se entrecerraron.

—¿Por qué fue a verte?

Aparté la mirada. No podía con la jodida culpa. Eran tan malditamente parecidos a los de Rachel, que sentía que estaba mirándola a ella en su lugar.

—Quería pedirme un préstamo.

—¿Un préstamo?

—Sí, para desaparecer, irse. Le dije que la podía ayudar con cierta cantidad, pero… —El nudo en mi garganta no me dejaba seguir. El recuerdo de mis palabras me torturaba. Ahora deseaba que Loren me hubiera matado—. No era suficiente.

—Eso tiene lógica —soltó más para sí mismo que para mí—. Lleva demasiado fuera de casa. Ninguna cantidad de dinero prestada habría alcanzado para sus gastos. Es muy pretenciosa. —Me miró con sospecha—. ¿Por qué a ti?

—Pues… —No tenía ni idea de cómo responder a eso. Era una pregunta que me hacía todos los días y aún no hallaba una respuesta—. El día de la fiesta charlamos. La halagué.

Juntó las cejas, lo que me indicó que me dirigía a un camino peligroso.

—¿Halagar en qué sentido?

—Le dije que lucía preciosa. —No sabía si eso era cierto; quizás sí, ya que era un hecho innegable, pero era mejor a decirle que me había acostado con su hermana y la había embarazado—. Ya sabes. Le dije cosas que a las mujeres les encanta oír.

Loren apretó los puños. No lo culpaba. Me puse de pie.

—Dame una razón para no golpearte hasta la muerte, imbécil.

—Ya lo hiciste.

Era la única que tenía.

—Eres un idiota. —Terminó el trago que se había servido—. ¿No estabas casado?

Hice una mueca. Simplemente genial. Escapaba del mundo para huir de ese hecho y él venía a recordármelo. Había una fuerza del universo que quería que no lo superara.

—Comprometido.

Su sonrisa se transformó en algo más siniestro.

—El correcto Nathan Blackwood. —Dejó caer el vaso. El cristal se hizo añicos sobre mi piso—. Qué pequeña mierda resultaste ser.

—Como todos. —Me encogí de hombros mientras me dirigía al minibar con cuidado de no pisar los pedazos de vidrio roto—. Dijiste que Rachel desapareció, ¿pero no había hablado con tu padre? Eso oí hace un tiempo.

—Nunca lo hizo.

La botella de whisky casi resbaló de mis manos. Todos estos meses había estado tranquilo con el hecho de ella desaparecida del panorama, porque había escuchado a Lucius diciéndole a sus amigos durante un partido de golf que su hija menor acababa de ponerse en contacto con él desde una universidad extranjera donde hacía un máster en negocios.

—¿Nunca llamó?

—Nunca llamó —repitió acomodando su ropa—. Sé que debes saber en qué condiciones se encontraba cuando se marchó, por lo que te voy a rogar que si sabes algo más, lo que dudo, me lo digas.

No lo negué.

—¿Por qué lo dudas?

—Porque si lo supieras, me lo dirías, ¿no? —Asentí—. Bueno, Nathan, esperaba encontrar algo más que tu coqueteo infiel aquí, tal vez algo que me llevara a darle un abrazo en la fiesta de año nuevo a mi hermana, pero ya que no fue así… adiós. Sabes dónde llamarme si recuerdas o conoces otra cosa. —Me miró una última ver antes de marcharse—. Ah, me disculparía por el salvajismo si no lo merecieras. Tristemente intentaste meterte bajo la falda de mi hermanita. Un idiota que la usa para medio engañar a su mujer no la merecerá jamás. Lo justo era que pagaras por ello. —Ladeó la cabeza y me sonrió como si nada hubiera sucedido—. Feliz año.

Mis manos empezaron a temblar. Por fortuna no se dio cuenta.

—Adiós. Feliz año —dije mientras cerraba la puerta.

Cuando lo hizo, apoyé mi frente contra esta.

Rachel estaba desaparecida.

Ahora la pregunta era si había alguien, tal vez una personita, con ella.

Martes, 22 de febrero de 2011

Rachel

—Ryan, no vayas tan rápido —le pedí sujetándome al cinturón de seguridad, la única cosa que me hacía sentir a salvo dentro de la patrulla—. Por favor.

Lamentaba haber aceptado venir con él cuando todavía podía hacer uso de mis piernas. El plan inicial era ir acompañada de Gary a la última cita con mi obstetra, el doctor Bernard, pero al final opté por venir con Ryan, porque su hermano estaba ocupado con el amor de su vida, el cual había conocido un par de meses atrás en la heladería a la que solíamos ir por mi culpa.

Según ambos fue amor a primera vista. Desde entonces cada vez que su teléfono sonaba y sus labios se curvaban en una sonrisa tonta, sabía que mi tiempo con Gary había terminado. Por ello, para no ser una aguafiestas, lo convencí de que estaba bien con que Ryan me acompañara en su lugar.

—Cosa gorda, tranquilízate. —Ryan, en lo que quizás para él fue un acto humanitario, tomó mi mano y la apretó con suavidad—. Falta poco para que lleguemos. Un par de minutos más y estaremos ahí.

—Esto es tu culpa. Si no te hubieras tardado tanto en el ba... ¡Ryan! —Un dolor repentino hizo que me paralizara e impidió que lo insultara por llamarme de esa manera. Lo hacía desde que había llegado al sexto mes—. ¡Ryan, detente!

Se orilló en el borde de la carretera.

—¿Qué… qué pasa?

Lo miré por debajo de mis pestañas, dándome cuenta de que se esforzaba por mantener el control. Ante la nueva punzada solté el cinturón y me concentré en apretar su mano, lo cual hice tan fuerte como pude en un intento de compartir mi sufrimiento. Lucía incómodo y asustado, pero aun así no me apartó. El sitio entre mis piernas se volvió sumamente húmedo y viscoso de golpe.

La comprensión me sentó como un balde de agua fría.

—Rachel, ¿qué tienes? —preguntó con preocupación.

Mi sonrisa fue inestable. Lágrimas se deslizaban por mis mejillas mientras me retorcía.

—Contracciones.

Estaba a punto de conocer a mi ángel.

Nathan

—De acuerdo. Voy para allá. —Colgué, apagué la computadora y tomé mi saco antes de salir de la oficina. Cuando les expliqué el motivo de mi ausencia a mi asistente y a mi nueva secretaria, una recepcionista que llevaba años trabajando para nosotros, nadie se sorprendió. John siempre nos hacía correr. Marqué a mamá de camino al auto en el estacionamiento—. No te preocupes. No es tan grave. Es solo una fractura.

Una fractura debería ser la gran cosa, pero con él no.

Luego de cuarenta minutos de tráfico debido a un árbol que se había aflojado durante la tormenta de la noche anterior, llegué al hospital donde me esperaba mi hermanastro, adicto a los deportes de alto riesgo, en el área de emergencias.

—¿John Blackwood?

Asentí. La enfermera me conocía de otras ocasiones, por lo que no dudó en darme el número de su habitación. Hacíamos esto desde niños. John se jodía y yo siempre estaba ahí para cuidarlo. Cuando no estaba viajando alrededor del mundo, participando en obras de caridad o explorando como Indiana Jones, era una especie de doble de riesgo en la ciudad aceptando cada invitación de sus amigos extraños a lastimarse a sí mismo bajo la excusa de hacer deporte.

—¿Nunca nadie me llamará para decirme algo bueno sobre ti?

—le pregunté traspasando el marco de la puerta de su habitación.

—No lo creo.—Me dio un saludo militar—. Los verdaderos hombres constantemente ponemos nuestra vida en riesgo y eso, en ocasiones, trae consecuencias.

Me senté en la butaca para familiares junto a él sin despegar la vista del yeso que cubría su pierna derecha. Al menos no había roto su femoral de nuevo.

—¿Cuándo esas consecuencias serán buenas? —gruñí—. He esperado toda mi vida a que alguien me detenga y me diga que has hecho algo productivo, pero al parecer moriré y eso nunca pasará. —Endurecí la mandíbula, preparando la maldita pregunta que le hacía cada vez que lo veía—. ¿Por qué no vuelves a la universidad, John?

John me dedicó la misma mirada de indiferencia de siempre.

—Ya la terminé, Nathan.

—¿Cuándo? No intentes engañarme. Ni siquiera entiendo tu título.

Según él había hecho equivalencias de los dos años que estudió en Inglaterra en una universidad asiática, de la cual se había graduado en meses. Su título estaba en un idioma que ni siquiera Google me ayudó a descifrar. Creía que simplemente lo había impreso donde fuera que hubiera viajado cuando abandonó la carrera de administración en Oxford. Tal vez ni siquiera él lo entendía.

—No necesito un título para salvar el mundo, Nate. —Era definitivo; debió haberse golpeado la cabeza también—. Algún día lo haré. Lo juro. —Una sonrisa curvó sus labios—. O, mejor aún, necesitarás un salvador y seré el primero al que llames.

Hice una mueca.

Debió haberse golpeado de una manera grave.

Rachel

—¡Ryan! —grité cuando la luz se encendió, indicándome que debía pujar.

—Calma, Rachel. Casi terminamos. —Limpió el sudor de mi frente con un pañuelo. Estaba usando un traje quirúrgico por exigencia del doctor Bernard. Nunca pensé que sería la persona con la que compartiría este momento de mi vida, pero me encontré agradeciendo que estuviera aquí. Me había ayudado a mantener la calma—. Lo estás haciendo bien. Ya dentro de poco tu bebé estará con nosotros.

—No… no puedo —lloré—. ¡Duele!

—Rachel —murmuró con un tono dulce que nunca había usado conmigo en todo el tiempo que llevábamos compartiendo techo—. Eres una mujer fuerte. Tú puedes. Comparado con otras cosas que has hecho, esta es la parte fácil. —Volvió a limpiarme el sudor con delicadeza—. Puja, nena, ya casi está aquí.

Lo hice tratando en lo posible de concentrarme en él, no en el dolor de pasar una sandía por el agujero de una aguja. Mientras me ayudaba, inmortalizaba el momento con una grabadora que nos había prestado el hospital, lo cual le agradecería de por vida.

—¡Ya salió la cabeza! —gritaron del otro lado de la cortina tras unos empujones más.

¿Solamente la cabeza? Estaba a punto de sufrir un colapso. Las ansias de conocer a mi bebé, sin embargo, eran mayores. Con furia corriendo por mis venas, empujé una vez más con toda la fuerza que me quedaba hasta que sentí que mi cuerpo se liberaba de un peso. Solo cuando escuché su precioso llanto, me dejé caer sobre la almohada. Lágrimas se deslizaban por mi rostro.

Ryan, sonriente, depositó un beso en mi mejilla.

—Lo hiciste genial, nueva mamá.

—Felicidades. Has tenido una niña —dijo el doctor Bernard, Patrick, mientras colocaba el pequeño bulto cálido entre mis brazos luciendo tan exhausto como yo me sentía—. Tu hija nació con los ojos abiertos, Rachel. Estaba ansiosa por conocerte.

Toqueteé su nariz. Mi ángel arrugó el rostro mientras se giraba para esconderlo en mi pecho. Reí con suavidad y me incliné para besar su pequeña cabeza. La amaba tanto.

—Es preciosa —susurró Ryan cuando el médico se apartó.

—Lo es.

—¿Cómo piensas llamarla?

Contesté sin dudar.

—Madison.

Nathan

Después de que John fuese transportado en silla de ruedas a la sala de radiología para que pudiéramos saber si el golpe había afectado su cabeza, decidí tomarme un descanso de la tarea de niñera y me dirigí a la cafetería. Al llegar me acerqué a una de las máquinas expendedoras por un café. Mientras llenaba el recipiente con el delicioso elixir, me fijé en un policía a mi lado que hacía lo mismo con cinco vasos que colocaba en una bandeja con la misma cantidad de porciones de pastel de chocolate.

—Necesitan un poco de energía para la siguiente ronda de patrullaje, ¿eh? —intenté entablar una conversación normal, lo que necesitaba tras pasar tiempo con John.

El policía sonrió.

—No son para mí. Son para la paciente.

—Ah, ¿qué tiene?

—Acaba de dar a luz. —Otra vez sonrió—. Despertó queriendo pastel.

—Mucho por lo que puedo ver. —Reí—. Felicidades.

Frunció el ceño.

—¿Por qué?

—Es el padre, ¿no?

—No, no lo soy.—Negó como si lamentara ese hecho. Abrió la boca para añadir algo más, pero el sonido de su celular lo detuvo—. Lo siento, debo irme.

—Bueno... —Leí su placa—. Agente Parker, fue un gusto conocerlo.

—Igualmente.

CAPÍTULO 6


Martes, 16 de agosto de 2011

Rachel

—¿Fresa? —Le mostré el rosa—. ¿O chocolate?

Maddie agitó las manos hacia el frasco en forma de cacao.

Guardé todo lo que no quiso usar el día de hoy en el armario. Tomé una toalla con bordado de flores sin dejar de presionar su estómago. En el baño hizo un mohín por el cambio de temperatura al entrar en su bañera, pero en vez de llorar chapoteó mientras la limpiaba con una esponja. Era el mejor bebé que le ponía las cosas fáciles a mami.

De regreso a la habitación la acosté en el centro de la cama y la rodeé de almohadas para dejarla ahí mientras iba por su ropa. Gateó todo lo que pudo en su pequeño espacio. Lucía adorable, así que alcancé la cámara instantánea y le tomé otra foto para al álbum cuando se sentó. Era la primera vez que lograba sacar una nítida donde estuviera así por sí misma.

—Eres hermosa, ¿lo sabes? —Acaricié la punta de su nariz—. Perfecta.

En un principio distinguir sus rasgos más allá de los pigmentos fue tarea imposible, pero a medida que crecía se hacía más evidente que la genética la había ligado a Nathan. Su nariz. Sus cejas. Su cabello. Mis pómulos. Sus hoyuelos. Su barbilla. Mis ojos. Mis labios. Sus pestañas gruesas, abundantes y separadas como si fuesen falsas.

Era una versión femenina, inteligente y en miniatura de él.

—Hoy saldremos a conquistar el mundo con esa sonrisa tuya. —Le di a Pulpo, su animal de felpa, al meterla en el corral cuando estuvo preparada para salir—. Naciste para conquistar el mundo, Madison. —Me agaché para depositar un par de besos en su tersa piel de bebé. Tal vez en un futuro sería una narcisista por mi culpa, pero cada una de mis palabras eran ciertas. Mi ángel estaría en la cima en lo que deseara. Hacía lo mejor para prepararla—. Te quiero.

Tras darle algunos mimos me dediqué a mi propia apariencia, mientras le echaba un ojo de vez en cuando con la radio encendida. Trasmitían Pon de replay, de Rihanna. Para entretenimiento de Madison, manteniéndose de pie con ayuda de los barrotes, hice algunos pasos mientras me vestía hasta que un brazo velludo, apretándome, me detuvo. Me congelé. Madison cayó sobre los cojines asustada. Debíamos estarlo. Ryan y Gary, las únicas personas que tenían llave, estaban resolviendo algunos asuntos del salón. Me estremecí.

Eso significaba que había un intruso.

Separé los labios para empezar mi rutina de supervivencia con un grito —no la que me había enseñado Ryan con todos esos trucos de luchador profesional—, pero la alegre voz de Eduardo me detuvo.

—Come Mr. DJ song pon on replay. Come Mr. DJ won’t you turn the music up. —Se separó de mí dando giros hacia Madison—. All the gyal pon the dancefloor wantin’ some more what. —La tomó y sostuvo su brazo mientras bailaban. Madison no lucía impresionada—. Come Mr. DJ won’t you turn the music up.

—Okay… everybody get down if you feel me —me uní cuando la adrenalina pasó.

—Put your hands up to the ceiling. —Se echó a reír mientras la canción terminaba—. Dios, Rachel. Tengo tiempo sin salir. Deberíamos ir a un club. ¿Crees que podríamos pasar a Madison en un bolso? —Mientras negaba nos evaluó a ambas con una sonrisa. Le divertía que nos vistiéramos parecido todo el tiempo—. ¿Compran su ropa en una tienda madre e hija o tienen su propia modista?

Me encogí de hombros.

—Así ninguna eclipsa a la otra.

—Oh, está bien, lo siento. ¿Cómo no lo supuse? —Se echó a reír—. Me alegra saber que no habrá ninguna competencia entre ustedes. Tendrás cuarenta cuando Madison tenga veinte, así que no sería divertido que esto se convirtiera en una película de Lifetime, donde le robas sus conquistas. —Batió la mano de Maddie—. ¿A ti, pequeña? ¿Te alegra no convertirte en un cliché para la diversión de amas de casa y abuelas?

Ella contestó soltando un chorro de baba. Reí colocándome un bléiser rosa que combinaba con su vestido. Ambos eran del mismo tono pálido pastel.

—¿Qué haces aquí, Eduardo? Gary no me avisó de que vendrías.

—Me reservé el regaño por violar mi privacidad. Estaba demasiado agradecida por no tener que luchar contra un intruso—. Tenía tiempo sin verte.

—Una semana. —Dejó a Madison en su corral, cuya atención se concentró en Pulpo—. Ni siquiera yo sabía que vendría, Rach. Gary fue a buscarme anoche. Dormí aquí. Almorzaremos juntos. —La expresión de su rostro se volvió soñadora—. Es perfecto. Nunca dejaré de darte las gracias por derramar ese cono de… de…

—De helado de mantecado con zanahoria —completé recordando cómo nos habíamos estrellado; mis hormonas me hicieron llorar y Gary limpió su camisa.

Miré a Maddie. A veces de los desastres surgían cosas preciosas.

—Lo recuerdo como si fuera ayer. Amé el contraste de su cabello con su rostro —susurró —. Tenías que verlo. Estaba esperándome con una sombrilla en la pista. Ya tiene comprados a los de seguridad.

Fruncí el ceño mientras elegía mis aretes. Al final opté por perlas.

—Diría que más bien tú lo tienes comprado.

—Lo quiero. —Me ayudó con el broche de un collar—. ¿Qué hay de ti?

—¿De mí?

—Sí. ¿Qué hay de tu historia de amor?

—¿Mi historia de amor? —No tenía ni idea de a qué se refería—. No me he enamorado de nadie. Tuve un novio, pero no funcionó.

—¿En serio? —Dejó caer la mandíbula con incredulidad—. ¿No te has enamorado?

Cubrí mis labios con labial antes de responder.

—No.

Eduardo se lanzó a mi cama y se acostó de lado, alzándose sobre su codo.

—Pensé que habías tenido algo serio con el papá de Maddie.

Aparté mis ojos del espejo del tocador para observarlo.

—¿Gary no te contó?

Arrugó la frente con incredulidad.

—¿Qué cosa?

Suspiré. Aunque en el fondo adoraba a Gary por no revelar mis secretos, hubiese agradecido no tener que dar un resumen de cómo me había convertido en madre soltera a los veintiuno.

—El padre de Maddie es un donador de esperma.

Su mandíbula se tensó. Eduardo no era una persona agresiva, así que la furia en sus ojos lo hacía ver adorable.

—¿Es uno de esos idiotas que niegan la paternidad?

Hice una mueca. Nathan no solo había negado mi embarazo, sino que también había despreciado la oportunidad de ser padre. Me fijé en Madison, en sus preciosos ojos grises, pero más en su belleza, en la inocencia y bondad que emanaba mientras peleaba con su juguete. Pensar que ni siquiera le había dado la oportunidad de conocerla antes de tomar una decisión con respecto a ella me llenaba de un sentimiento oscuro y desagradable. Rachel van Allen no era una mujer perfecta. Dos décadas siendo una perra no se esfumarían en un abrir y cerrar de ojos, tal vez nunca dejaría de serlo, así que comprendía que no deseara nada conmigo, pero Madison era lo mejor que había hecho en mi vida. Probablemente también lo mejor en lo que él había participado y el idiota nunca lo sabría.

No entendía cómo alguien no podría amarla.

—Peor que eso.

Nathan

—Estás listo. —Gina Potter, mi nueva secretaria después de meses de búsqueda del reemplazo de Helga luego de que mi siguiente secretaria pidiera cambio de departamento porque mi presencia le causaba depresión o algo por el estilo, por lo cual no la culpé, salió de debajo de mi escritorio lo más rápido que sus tacones le permitieron—. ¿Quieres que te traiga la agenda de la próxima semana?

Levanté una ceja.

—¿Me tuteas?

Se sonrojó.

—Lo siento, señor, yo pensé… —Enderezó su espalda. Su expresión estaba llena de vergüenza. El Nathan de otra dimensión, uno que hubiera tenido un corte limpio con su novia, la habría invitado a salir. El Nathan de esta solo quería todo el sexo sin compromiso que pudiera tener, del cual se había privado en las otras etapas de su vida por amor—. ¿Quiere que le traiga la agenda de la próxima semana? Ya está lista.

—Bien.

—Lo haré en breve, señor. —Se relamió los labios—. ¿Algo más?

—Nada más. Puedes irte, Gina.

—Gracias por… todo, señor.

—Puedes irte —repetí echando la cabeza hacia atrás y cerrando los párpados, mientras la despachaba con un movimiento de mano.

Solo abrí los ojos cuando escuché el sonido de la puerta que se cerraba. Ahí, en mi soledad, dirigí la mirada hacia el ventanal que me ofrecía una buena vista de la calle en la que estaba situada la embotelladora. No había nada cerca para almorzar y no me sentía con ganas de ir al comedor de los trabajadores, porque seguramente me toparía con Gina y su grupo de amigas murmurando. Tomé mi saco y pedí un chófer. John me había mandado un mensaje con la dirección de su nuevo sitio de trabajo, una cafetería en el centro. Iría a visitarlo y a molestarlo un poco más con el asunto de la universidad. No sabía cuánto duraría en Brístol antes de que escapara de nuestra familia en un avión.

Rachel

—¿Primera vez? —preguntó una voz grave a mi lado.

Asentí.

—Primera vez.

—La primera vez es una mierda.

Me di la vuelta. Frente a mí estaba un pelirrojo con ropas holgadas, al estilo rapero y una barra metálica en la ceja. No tendría más de veinte. Debía de tener un niño o ser un pervertido que tomaba la primera oportunidad que se le había presentado para que nuestra conversación tuviera sentido.

—También pasé por eso —dijo como si leyera mi mente.

—¿Tu hermano?

—Mi hijo. —Parpadeé. Sonrió con amargura—. Adelante, dilo.

Fingí no tener ni idea de lo que hablaba.

—¿Qué cosa?

—Que soy muy joven para ser padre.

—Yo no…

—Lo piensas.

—No, en serio —insistí.

—Eres pésima mintiendo. —Hizo una mueca—. Pero lo que tú digas.

—Basta. —Reí—. Tampoco te llevo tantos años. Tengo veintiuno, ¿tú?

—Dieciocho.

—Pues entonces estamos en la misma sociedad de padres jóvenes, pero no de embarazos precoces. Eso es algo, ¿no?

—Padres, madres jóvenes —rectificó—. ¿O ese no es tu caso?

—¿Hablas de ser madre y padre al mismo tiempo? —Hizo un movimiento afirmativo con la cabeza. Le dediqué una lenta sonrisa cómplice—. Culpable.

—Entonces te declaro mi socia. —Se enfocó en Madison—. Tiene tus ojos. Son muy hermosos. No me imagino qué tipo de imbécil podría no querer verlos cada día.

—No, ni te lo imaginas —murmuré—. ¿Qué tal te llevas tú con su mamá?

—Murió —Contuve las ganas de llorar por él, lo que debió notar por cómo se encogió de hombros para restarle importancia—. Nunca nos quiso, de todas formas. La extraño, pero está mejor así. Estamos mejor así. —Sonrió con melancolía. No hallé adecuado opinar, por lo que callé—. Soy Marco, ¿tú?

Le estreché la mano.

—Soy Rachel. Ella es Madison.

Como si hubiera reconocido su nombre, mi bebé asomó la pequeña cara de su lugar en mi cuello. Marco le sonrió encantado. No lo podía culpar. Estaba adorable con su gorro y botas para la lluvia.

—Un placer, Madison. —A Maddie también le estrechó la mano. Hice una mueca. Tendría que limpiársela con liquido antibacteriano cuando se fuera—. ¿Te quedas aquí?

—Desafortunadamente —contesté por ella con un mohín.

—Bien. Ya no les robo más tiempo. —Se cubrió más con su chaqueta de cuero—. Repito que fue un placer conocerlas. Espero verlas por ahí.

—Igual—murmuré mientras lo veía partir.

Como las supervisoras del turno de la tarde me indicaron, fui directo a la última puerta de aluminio del único pasillo. Toqué de forma suave, agradeciendo que Cristina, mi asistente, se ocupara de llenar los papeles y cumplir con los requisitos de la inscripción. Ya solo dejando a Madison en la guardería, se me rompía el corazón. Imaginaba que, de haber sido yo, hubiera llorado como una Magdalena sobre ellos hasta que se deshicieran, lo cual a mi parecer sería de lo más normal en vista de que estaba por compartir mi mayor tesoro para permitirme más horas de trabajo sin tener que recurrir al auxilio de Gary, Ryan o Cleo, mi mejor amiga, quienes tenían su propia vida con sus propias preocupaciones.

Una mujer en sus sesenta, uniformada, baja y de pelo gris me abrió.

—¡Hola! —saludó con animosidad—. Debes ser Rachel. Cris me habló mucho de ti. —Los nietos de Cristina estaban en el mismo kínder—. Por fin te conozco.

—También me habló de ti, er… ¿Sophia?

—Sophie.

Asentí.

—Ella es Madison. —Las lágrimas se acumularon en mis ojos—. ¿Qué se supone que debo hacer ahora? ¿Dártela?

—Oh, cariño. —Nos abrazó a ambas. Olía a aromatizante de fresa para autos—. Me la das, te vas, le asignamos una cuna, la cuidamos, ella interactúa con otros bebés y regresas a las seis o a las tres por ella.

—Pero…

—Sin peros. —La recogió de mis brazos cuando Madison aceptó la invitación de irse a los suyos—. La verás dentro de poco. Cuanto más pienses, más complicado se te hará. Llevo más de cuarenta años en esto. Sé de lo que hablo.

A pesar de que esa era la decisión más difícil que hubiera tomado jamás, escogí escuchar la voz de la experiencia. Planté un beso en mi palma y luego lo presioné contrala frente de Madison, quien hizo una mueca.

—Adiós, pequeña.

Nathan

—Verticales… —leí en voz alta—. ¿País de América del Sur famoso por ser exportador de petróleo? Venezuela. —Llené los recuadros con tinta de bolígrafo—. ¿Capital de Italia? Roma. ¿Personaje masculino cuya responsabilidad es cuidar de sus hijos? —Los conté—. Padre.

Estaba rellenando esa línea cuando sentí un golpe en la ventanilla.

—No están listos. —Ya que había surgido un problema en la embotelladora, le había pedido al chófer que fuera por ellos mientras resolvía mi crucigrama. Luego molestaría a John—. Podemos esperar o pedir a domicilio.

Me encogí de hombros. Los pretzels a domicilio probablemente llegarían fríos.

—Esperamos.

El hombre cabeceó y fue a cumplir con su trabajo. Desde el auto lo vi cruzar la calle y desaparecer en la cafetería. El inconveniente en la embotelladora también había impedido que fuera por algo más elaborado para el almuerzo.

Intenté volver a mi crucigrama, pero era demasiado predecible y aburrido, por lo que terminó arrojado en la alfombra del asiento trasero. Me dediqué a mirar a las personas que transitaban por la calle Victoria, la cual se encontraba infestada de peatones debido a que era la hora de salida de los trabajadores. Había de todo un poco, detalle que juntaba algo de cada tipo de persona en una misma calle: abogados, comerciantes, cajeros, médicos, maestras.

Hermosas madres solteras.

—Rachel… —susurré su nombre como si ella fuera mi peor pesadilla.

CAPÍTULO 7





Rachel

El cielo estuvo nublado desde que había despertado por la mañana. No sabía cómo pude haberme dejado llevar por Carl Peterson, el ardiente pronosticador del canal quince, y no ver más allá de su tableta de abdominales al quitarse la camisa anunciando un día soleado. Debería ser ilegal transmitir tanto calor en vivo. Podía llegar a confundir a los espectadores y cosas como estas podían pasar.

—No puede ser.

Justo cuando iba por la acera con Maddie para coger un taxi, comenzó a llover a mares. Nos refugié bajo una parada de autobús junto a otros desafortunados. Con ella no había tanto problema. En el kínder le habían puesto un impermeable y sus botas de goma. Si apoyaba su cabeza en mi hombro, no se mojaría, pero yo había olvidado mi paraguas. Al cabo de unos minutos, al darme cuenta de que no sería una lluvia pasajera y que probablemente los autobuses estaban atascados en el tráfico, me armé de valor y renuncié a la protección del techo. Después apresuré el paso hacia un restaurante de comida rápida al otro lado de la calle. Al entrar, mi estómago rugió por haberme saltado el almuerzo a causa del trabajo. Tras pedir, lo primero que hice fue adentrarnos en el baño para secar mi abrigo de lana y retocarme el maquillaje. Al salir, en mi mesa estaba esperándome el terror de cualquier mujer con curvas. Una hamburguesa doble con una lata de Coca-Cola, patatas y recipientes de salsa.

Antes de comer le di pecho a Maddie, cubriéndome con una manta, mientras la paranoica en mí miraba hacia todos lados para asegurarme de que no hubiese nadie viendo. Había muchas mesas de madera desocupadas, una barra que estaba llena de hombres trajeados, máquinas de caramelos y pósteres de Marilyn Monroe que decoraban cada pared. Mi ubicación, por otro lado, estaba lejos de todo y junto al ventanal que daba a la calle. Brístol me enseñó a adorar el hecho de ver caer la lluvia.

Claro, siempre y cuando no cayera sobre mí.

—Señorita Rachel. —Me interrumpió un trigueño de ojos verdes cuando empezaba a devorar mi comida. Madison estaba dormida entre mis brazos; su estómago, abultado por el banquete—. ¿Puedo acompañarla?

Me sonrojé. Era un cliente. Esperaba que no me hubiera visto los senos.

—Por supuesto.

—La busqué en la agencia, pero su asistente me informó que ya se había marchado —continuó mientras se sentaba—. Ha sido un milagro. Tenía que hablar con usted.

Hice una mueca.

—Estamos fuera de la oficina, ¿me tratas de tú, por favor?

Sonrió ampliamente.

—Por supuesto.

—Bien. —Solté un suspiro—. Lo siento. Solo trabajo de lunes a jueves hasta las tres. Los viernes estoy hasta más tarde si no hay eventos programados. Los fines de semana no trabajo. —Señalé a Madison—. Hacemos las cosas juntas esos días.

—¿Es tuya? —preguntó sorprendido, lo que me llenó de alivio, ya que no me había visto toda paranoica dándole pecho.

—Sí.

—Pues… pues… —Se atragantó con su propia saliva al no saber qué decir—. Eres joven; nunca creí que ya estarías comprometida. —Volvió a observar a Madison. Ella gorjeó en sueños—. Al menos no a ese nivel.

—No estoy comprometida. Soy madre soltera —me expliqué; mis mejillas se tornaron más rojas al darme cuenta de que acababa de dejarle claro que estaba disponible.

Los rasgos españoles de Diego Acevedo, muy atractivos, se suavizaron.

—No has dejado de parecerme un encanto por tener una hija. —Sus labios se curvaron en una sonrisa—. Al contrario. Ahora te veo más… humana. Las veces que me he cruzado contigo has estado trabajando. Aunque te veías muy hermosa en cada una de esas ocasiones, debo admitir que me sentí intimidado. —Ladeé la cabeza, encantada con la idea de un hombre sin miedo a admitir sus debilidades—. En cambio, ahora no. Ella... ¿cómo se llama?

—Madison.

Asintió con aprobación.

—Madison te hace suave.

Eso no tenía que decirlo. Gracias a ella, era la mejor versión de mí.

—Es cierto.

—Bien. —Sacó una carpeta de su maletín y empezó a ojearla—. Adelante, come. Luego hablaremos sobre tú sabes qué. —Me guiñó. Eso era el baby shower de su hermana—. Seguirá lloviendo por un rato. Sabiendo que eres madre y que habrás vivido la experiencia por ti misma, no te dejaré ir. Luz merece lo mejor.

—Por supuesto —dije antes de, al despegar él sus iris de mí, darle un mordisco a mi hamburguesa, mandando a la mierda la etiqueta y el profesionalismo.

Diego, dueño mayoritario de una de las constructoras más relevantes de Reino Unido y los Emiratos Árabes, pidió y tomó un café con vainilla mientras analizaba un futuro proyecto y yo me alimentaba. Cuando acabé, se resignó a posponer nuestra charla sobre el evento de su hermana para mañana —ya que Madison se agitaba con el sonido de nuestras voces—, ganándose varios puntos positivos.

Desde que había empezado a trabajar desde hacía un mes atrás como organizadora en la Agencia de Eventos Steel, la cual pertenecía a un viejo amigo de mi padre que me reconoció y tras una charla prometió guardar el secreto de mi ubicación, aprendí que en la educación no estaban los valores. Había conocido a todo tipo de personas en Brístol, aún más que en Dionish, con diferentes excentricidades y modales en diversos niveles económicos. Mientras que unos desbordaban cortesía y amabilidad, otros eran capaces de llamarme a las tres de la mañana, despertándonos a Madison y a mí, para cambiar el tono de las flores, la textura de las servilletas o solicitar los avances.

Sin embargo, amaba mi nuevo trabajo.

—¿Alguien las pasará a buscar? —preguntó Diego cuando salimos.

—No, pediré un taxi. —Levanté la mano para detener uno que pasaba, pero no me hizo caso. Me giré para mirarlo antes de concentrarme en el siguiente—. Espero que tengas una linda tarde. Recuerda venir mañana a las ocho.

—Eso es muy temprano. —Pasó una mano por su cabello negro, despeinándolo—. Generalmente, empiezo mi jornada a las doce. Prefiero dormir y despertar tarde. ¿Qué te parece si mejor nos vemos para el almuerzo y comemos juntos?

Le dediqué una sonrisa maliciosa.

—Le diré a Cristina que corra las citas una media hora por si te quedas dormido.

Se echó a reír.

—Veo que no cambiarás de opinión.

—Soy terca.

—Me imagino. —Se mordió el labio. Era muy apuesto—. ¿Sabes? Yo también soy terco. Por algo el negocio ha funcionado. ¿Qué tal si las llevo a casa?

—No lo sé…

Por más amable que fuera, además de cliente, era un desconocido.

—También podría quedarme aquí hasta que se vayan —añadió al ver mi duda.

Afirmé.

—Es mejor.

—Bien.

Con eso ambos, de pie frente a la calle, él trajeado y yo con mi abrigo blanco, estuvimos durante más de diez minutos intentando detener un taxi en vano.

—¿Te rendiste ya?

Miré a Madison. Seguía durmiendo, pero si nos quedábamos más tiempo sometidas al frío, podría enfermarse. Eso igualaba, en parte, el riesgo de que nos secuestrara.

—Es que…

—A ver. —Se enderezó, haciéndome consciente de su metro ochenta—. ¿Me haces algunas preguntas? Así nos conocemos mejor. También puedes enviarle a un conocido la placa de mi auto. No les pasará nada. Lo prometo.

Tomé aire.

—¿Comida, color y número favorito? —me resigné.

—Paella, verde y, definitivamente, el nueve.

—A mí me gusta la paella. —Clavé mi vista en el suelo. Mis brazos empezaban a sentirse cansados por aguantar el peso de Maddie—. Eso nos hace amigos, ¿no?

Diego, en su confusión, tardó en responder. Sonreí para mis adentros.

Quizás acababa de darse cuenta de que lo había enviado a la friendzone.

—Supongo.

No tardamos mucho en llegar a mi edificio. El viaje duró casi lo mismo que tardamos esperando un taxi. Su auto, un Lamborghini rojo, no llegó a su velocidad máxima por Madison, a su pesar. Después de haberse dado cuenta de que su máquina no me sorprendía al abrirme la puerta, había sido una completa frustración para él no alardear de su motor. Tampoco habría funcionado. Loren tenía mejores. Le robaba la llave de cada uno de ellos desde que había cumplido dieciséis.

—Nos vemos mañana, hermosa.

No pude evitar sonreír genuinamente ante la visión de su hoyuelo.

—Te estaré esperando. Sé puntual. —Besé su mejilla—. Gracias.

Diego me guiñó un ojo antes de cerrar la puerta y rodear el auto. Sin esperar que arrancara empecé a subir las escaleras que llevaban a la entrada. Madison ya se había despertado y jugaba con mi cabello. Con ganas de llegar, cambiar a Maddie, ver repeticiones de The Vampire Diaries hasta el cansancio y caer en mi cama con Ian Somerhalder en mi mente, tomé el ascensor.

En mi piso alguien tuvo la osadía de impedir mis planes.

—Hola —saludó la recién proclamada reina del nudismo.

Parpadeé sin creerme que hubiera una rubia bronceada de manera artificial, ya que el sol de Brístol no te pondría como una zanahoria, huyendo de mi apartamento en ropa interior. Me encontraba exhausta, por lo que me limité a asentir en reconocimiento de su existencia y a cerrar la puerta con fuerza a la espera de que entendiese el mensaje. Agradecía no estar relacionada de forma afectiva con el responsable de su presencia en mi casa. Compadecía a quien sí.

«Ryan» y «descaro» tenían el mismo significado.

Al entrar un poco más lo encontré sentado en el sofá en ropa interior, lugar en el que planeaba dejar a Madison para que jugara mientras veía televisión. La furia me invadió al recordar que el día anterior lo había limpiado. Tendría que volver a hacerlo para librarlo de fluidos antes de que empezara el nuevo capítulo de mi serie favorita.

—¿Qué te sucede? —preguntó con arrogancia.

Dejé la pañalera de Madison en la encimera de la cocina.

—Nada.

Ignorando sus intentos de llamar la atención, Maddie y yo metimos sus prendas sucias en la lavadora. Cuando empezó a funcionar, la llevé a su alfombra para gatear en la sala. Gary la había colocado rodeada de un muro de felpa para evitar que saliera y se lastimara con objetos punzantes, vidrio o la dureza de las baldosas.

—¿Por qué haces eso?

—¿El qué? —Sonreía como boba mientras me agachaba para jugar con ella.

—Atravesarte. Seducirme con tu trasero cuando te agachas.

Me giré para verlo.

—Repítelo.

—Buscas seducirme. —Alzó el mentón—. Eres una mala mujer.

—Imbécil. —Señaló a Madison. Me sonrojé. Había establecido en casa una regla de cero groserías—.¿Cómo puedes decir eso?

—Me levanté con los brazos en jarras, sintiéndome un poco cohibida con su desnudez—. ¿Qué tal un poco de respeto, Ry?

—Madison no entiende lo que decimos. —Le dio un trago a su cerveza—. Lo del respeto te lo debes plantear a ti primero. Siempre acaparas mi campo de visión con tu trasero —gruñó—. ¿No tienes pudor? Desvergonzada.

Alcé una ceja.

—Primero que nada, ¿qué haces tú mirando mi trasero?

Ryan, el duro policía, separó sus labios sin saber qué responder.

Con el éxtasis de la victoria corriendo por mis venas, abrí una de sus cervezas.

Nathan

Estuve dándole vueltas al tema durante más de dos semanas. No pasaba ni un segundo sin preguntarme qué sería mejor. El debate estaba entre ignorar su cercanía, a tan solo unos metros de la cafetería donde trabajaba John, o hacer algo al respecto.

En pocas palabras, desde que la vi, mi paz se redujo a cenizas.

Podía escucharse exagerado, pero pensar en Rachel era un suicidio mental, lento y doloroso. Mencionar su nombre u oírselo decir a su hermano, a su padre, creaba un torbellino de contradicciones en mi cabeza que no debería existir. Era tan hermosa.

Ambas lo eran.

Diego jaló mis audífonos.

—Si sigues así, te vas a desgarrar algo.

—No has visto nada. —Comencé a bajar la velocidad de la cinta—. Nada.

Se apoyó en la máquina luciendo interesado con mi rendimiento.

—¿Estás pensando inscribirte en un maratón?

—No. —Apoyé mi frente en el monitor de la caminadora cuando se detuvo por completo, inhalando y exhalando con profundidad—. No estás en la liga, imbécil. No puedes opinar. —Cerré los ojos—. Es más profundo que tú.

En contra de las normas del puto gimnasio, encendió un cigarro y le dio una calada.

—¿Una mujer?

—Sí.

¿Qué sentido tendría ocultarlo?

—¿Es sexy? —Alcé las cejas—. ¿O no?

—Es la mujer más bonita que he visto jamás. —Con sus ojos grises, hoyuelo en la barbilla, olor a primavera e invierno al mismo tiempo, claro que lo era, además de tentadora como el demonio también. Aunque con su cuerpo cualquiera podría serlo, su personalidad arrebatadora tenía que ver—. ¿Cómo va el baby shower de Luz? —Cambié de tema porque sospechaba que confesarme no aliviaría mis pecados, sino que empeoraría la situación—. ¿Qué tal te fue con la organizadora?

—Pues… —Una sonrisa placentera se extendió por su rostro—.

Aún no tenemos nada en concreto, pero para mañana habrá un plan. Es una mujer exquisita, Nate. No nos reunimos, porque fui fuera de horario, pero la encontré en un restaurante cerca de la agencia de eventos. Ella… ella es madre soltera. —Frunció el ceño—. Tiene una bonita niña con sus ojos. No entiendo qué clase de idiota las dejaría solas.

No entendí una mierda. Este sujeto no hablaba como mi mejor amigo.

—¿Desde cuándo quieres ser padre?

—Desde que la mamá más terriblemente ardiente de la historia apareció.

—¿Tan linda es?

Debía hacer que las modelos de Victoria’s Secret pareciesen ogros para tenerlo así.

—Sí. Te daría detalles, pero un caballero no habla de sus conquistas. —Me palmeó la espalda mientras me hacía un guiño y su pie aplastaba la colilla que había arrojado en el piso. Me anticipé a los hechos e hice planes de empezar a buscar otro lugar para entrenar. Siempre nos corrían por su mal hábito—. Si la ves, seguro te enamoras y no quiero tener que competir con mi mejor amigo.

Tras intentar sacarle detalles sobre la belleza que había logrado que se planteara abandonar su estilo mujeriego, me dirigí a las duchas para salir. Me despedí de Diego, quien se quedó seduciendo a la recepcionista para que no le pusiera una multa. Mis planes de ir a la embotelladora y seguir con los pendientes hasta que anocheciera se estropearon cuando mi chófer apareció con las fotografías que le había solicitado el mismo día que las vi. En las imágenes una mujer luchaba por subir un cochecito hasta la entrada de la agencia del viejo Steel. Para mi desgracia quién o lo que estaba dentro de él no se vislumbraba, pero sus sábanas rosas y el pequeño pie que sobresalía dentro de una media de lunares delataban su sexo.

Cerré mis ojos con fuerza.

Había llegado el momento de dar la cara.

Llegué a la calle Victoria en menos de veinte minutos. Envié al hombre a su casa en un taxi, tomando prestado su auto asignado, porque no quería testigos en el que probablemente sería otro mal momento. Me abandonó con un leal asentimiento. Dentro del edificio de ladrillos me dirigí a la recepción, donde les pregunté a las rubias que atendían por la señorita Van Allen. Me impresioné cuando desearon saber si tenía una cita. Traté de sobornarlas con dinero, lo que resultó imposible por lo bien instruidas que estaban y, al final, tuve que inventar una historia. Muchos ruegos después las convencí y me dejaron continuar. De camino a su oficina todos los empleados me veían con lástima, ante lo que supuse que el chisme del ex lloriqueante de Rachel se había esparcido rápido. No pude evitar preguntarme cómo, habiéndose escapado de su casa sin nada, empezando desde cero, había avanzado tan rápido.

Quizás haciendo uso de sus encantos.

El alivio de que los obstáculos hubieran terminado con los de seguridad y las recepcionistas se esfumó al ver a una Mary Poppins en una cabina antes de completar mi trayecto. La mujer de sombrero rosa, ya avisada por las de abajo, me miró con cara de pocos amigos mientras me indicaba que esperara.

Media hora después estaba tocando su puerta.

—Pase.

—Buenas tardes —saludé.

Si la primera vez que la vi, dormida a mi lado, me pareció hermosa pese a que había destruido mi mundo, si la segunda vez en mi oficina, furioso como estaba, me pareció apetecible, ahora era completamente una visión. Ninguna de las fotografías de su padre, ningún recuerdo en mi mente le harían justicia a la experiencia de tenerla cerca.

Esta vez un vestido verde pino, de jodidas trasparencias y sin mangas se ceñía a su seductor cuerpo estilizado por el corte y los tacones. Su cabello, carbón y rizos, estaba atado en un moño que dejaba su cuello lo suficientemente expuesto para lucir una gargantilla brillante. Además, había ciertos cambios de los que fui consciente a medida que la inspeccionaba. La inocente torpeza en sus ojos, por ejemplo, había sido reemplazada por una helada determinación.

—¿Qué haces aquí?

—Yo… —¿Cómo mierda era posible que no supiera qué decir? Había estado pensando en un posible encuentro desde hacía meses—. ¿No saludas?

Se sirvió una copa de whisky de su minibar, la cual sostuvo con tanta fuerza que pensé que iba a romperla.

—¿Qué haces aquí?

—No, cariño. —Me tomé el atrevimiento de recostarme en la pared. Quería dar la impresión de estar relajado, en control de la situación, aunque por dentro me estuviera muriendo por escuchar cualquier cosa que saliera de su boca. Cualquier mentira. Cualquier artimaña—. La pregunta sería, ¿qué haces tú aquí? Esta es mi ciudad.

—¿Perdón? —Soltó una risa entre tragos—. Lo siento si necesito usar lentes y no me he dado cuenta, pero en el tiempo que llevo aquí no he visto ningún cartel de bienvenida con tu nombre.

Gruñí. Tenía el derecho de estar donde le viniera en gana, pero sabía a lo que me refería: a ella viviendo en la misma ciudad que yo para joderme cuando en Cornualles, donde quisiese, podía prosperar si hablase con su padre y admitiese sus locuras.

—¿Qué buscas aquí, Rachel? ¿Por qué no estás con tu familia?

—Cállate. No es tu problema.

Entrecerré los párpados. Por unos instantes el dolor había tomado el control de sus facciones. Lástima que, tan rápido como apareció, se esfumó. Aquello me recordó la culpabilidad que percibí en Loren. Tal vez si él se sentía culpable con su desaparición significaba que había hecho algo para causarla o no había hecho nada para impedirla.

Definitivamente, había algo más.

Algo lo bastante grande para que Rachel renunciara a su trono.

Por un momento, debido al peso de los actos, me detuve a imaginar otra variante. ¿Y si ella era una simple víctima más? ¿Y si las lágrimas que había derramado ese día en mi oficina tenían que ver? ¿Y si su familia la había obligado a amarrarme? ¿Y si…?

—¿Por qué fingiste estar embarazada?

—Esa no es la pregunta, Nathan —me imitó sirviéndose la segunda copa—. La pregunta es, ¿por qué yo, una mujer con estudios, bonita, joven y con un buen estatus, fingiría estar embarazada?

—¿Dinero?

—Tu fortuna es envidiable, pero tenía más dinero en un dedo que lo que tú tendrás en toda tu vida. —Era cierto. Las propiedades y los negocios de su familia no solo se centraban en los vinos—. No te necesitaba.

Ella hablaba en pasado, ¿por qué?

—¿Te acostaste con el señor Steel?

Su cara se transformó en una máscara de furia.

—Imbécil.

—¡Rachel! —Había estado tan concentrado en su rostro que no me di cuenta de la lámpara que venía directo hacia mí y que segundos después impactó en la pared, al lado de mi cabeza, destrozándose—. ¡Maldita sea! ¡¿Estás demente?!

—¡Yo nunca me acostaría con alguien para obtener algo! ¡Entiéndelo de una vez! —Se acercó, histérica—. ¿Entendiste? ¡Nunca!

Ya que aún tenía un vaso de cristal en la mano, alcé las manos en señal de paz.

—Sí, ya.

—¡Largo! —gritó.

Me quedé estático. Jamás me habían corrido de ningún sitio.

Seguía sin mis respuestas. No me podía ir.

—¿Te acostaste o no con Steel? —la piqué pese a mi promesa recién hecha—. Me imagino que el pobre hombre no fue tan difícil de manejar.

—Lárgate—repitió con voz quebrada.

—No.

¿Iba a llorar? Por favor. ¿Cómo tenía las agallas de hacerse la víctima cuando fue la que se metió en mi cabeza sin darme ninguna opción? Pues ahora se jodía. O me exorcizaba de su influencia o me vería cada maldito día del año.

—¿No?

—No.

Sonrió con malicia entre lágrimas. Pude adivinar sus intenciones cuando se inclinó para palpar el interior de su escritorio.

—Decídete, Nathan. Te vas por tus propios pies o alguien se ocupará de ti.

—¿Qué?

—Cinco —contó.

—¿Qué te pasa? ¿Qué mierda harás?

—Cuatro.

Me jalé el cabello con frustración.

—Es imposible hablar contigo como adultos.

—Tres.

—Estás jodidamente desquiciada.

—Dos.

Un segundo después la puerta se abrió. Los dos vigilantes corpulentos que hacían guardia en la entrada de abajo pasaron. Ellos le sonrieron a Rachel antes de verme como la peor de las escorias. ¿Qué sucedía con las personas de la agencia? ¿Eran el puto club secreto anti yo?

—No quiero que te vuelvas a aparecer por aquí jamás —me amenazó—. Si lo haces, conocerás de lo que soy capaz. Ahora solo te daré una muestra.

—¿Qué pretendes? ¿Sacarme a la fuerza? —Bufé—. No eres capaz. Echa a tus perros, más bien. Sé inteligente. Tenemos mucho de qué hablar. —Endurecí la mandíbula—. Puedo ayudarte a volver a casa. Convenceremos a tu padre de que todo fue una maldita broma. Un intento de llamar tu atención. De que nunca hubo bebé.

Si ella estaba de regreso en Cornualles, quizás, solo tal vez, sería libre de seguir.

Al contrario de cómo pensé que reaccionaría, sonrió.

—¿Sacarte a la fuerza? Si no te vas por tu propia cuenta, eso es justo lo que pretendo hacer. —Ladeó la cabeza—. Ah, siendo tú, no le diría nada a Lucius. No a menos que quieras que se entere de la manera en la que quisiste manejar el embarazo de su hija. También debes agradecer que no tenga una grabadora. De lo contrario, irías directo al manicomio por todas las estupideces que salen de tu boca y de las que, en realidad, pareces estar convencido.

Mientras se despedía con la mano, no había ningún rastro de sonrisa o diversión en sus ojos. Hablaba muy segura, lo que hizo que me lo tomara en serio a partir de ahí. Sin agregar más, se encaminó al estudio adyacente con la botella de whisky en la mano a pesar de que había dejado el vaso casi lleno sobre el escritorio, dejándome solo con los gorilas. Ellos se miraron entre sí antes de enfocarse.

—Hey, Gustav, ¿dónde arrojaremos la basura?

—Por detrás, Jack, como siempre.

CAPÍTULO 8




Rachel

Desde el inicio supe que el momento llegaría, pero nunca pensé que sería tan inesperadamente desagradable. Siempre estuve consciente de que existía la posibilidad de encontrármelo en un coctel o en una reunión empresarial que yo misma organizara, razón por la cual antes de dirigirme a cada evento me perfumaba con un aura de seguridad que no cualquiera tendría la oportunidad de romper, pero nunca pensé en renunciar al empleo que Steel me había ofrecido por su culpa. No merecía que dejar de lado un puesto como este. Por otro lado, no me molestaba verlo, sino la capacidad que tenía de sacarme de quicio. Hablarle era como conversar con un primate.

Sobrepasada por los acontecimientos, me apoyé en el mesón de cristal que ocupaba más del cincuenta por ciento del estudio adyacente a mi oficina.

—¿Cómo siquiera puede mirarse en el espejo? —Tras dar un sorbo directo de la botella, cogí una flor de fantasía de un canasto lleno—. No te merece, Maddie —murmuré separando sus pétalos con furia, para desahogarme—. Nunca lo hará.

Sin embargo, eran dos gotas del mismo oasis.

Podía seguir siendo el bastardo que recordaba, pero su apariencia también se mantenía muy buena para una fotografía de revista. Gran parte de la belleza de Madison provenía de sus genes. Del sedoso cabello cobrizo que caía a los laterales de su rostro. De las pestañas largas y curvadas de forma perfecta. De sus cejas oscuras. De sus hoyuelos. Lo peor era que no solo el atractivo que compartía con Maddie llamaba la atención. No. También estaba su cuerpo bien formado bajo el traje de negocios, su aura escéptica, sus masculinas manos, sus carnosos labios, entre un sinfín más de atributos.

El maldito era apuesto.

—Santísimo Dios, ¿qué ha pasado aquí?

Dirigí mi mirada a Kelly, la encargada de la limpieza, que recogía los restos de mi lámpara en la oficina. La vergüenza me invadió al notar su ceño fruncido ante el desastre. No me inventé una excusa ajena a mis ataques de ira, porque al estar tras la pared de vidrio, no me escucharía. Mi estudio, al igual que la zona donde se encontraba mi escritorio, estaba hecho un lío justificado de manualidades, que formaba parte de mi rutina y que nadie tenía permiso de tocar, así que luego de recoger los trozos rotos del suelo, la mujer morena se retiró cruzándose con Gary al salir por la puerta.

—Maddie. —Mi corazón se desbocó al pensar en lo cerca que estuvieron de encontrarse ella y el donador de esperma—. ¿Qué sucede?

Gary, manteniéndola pegada a su costado, le limpió las lágrimas.

—Pasamos por el parque antes de venir. Un perro rabioso nos persiguió. —Eso explicaba el sudor en su frente—. Tuvimos que correr hasta la calle para que nos dejara en paz. Nos salvó una anciana con su bastón.

Compartí algo de la furia que sentía por Nathan con el dueño de la bestia. Madison siempre había sido un bebé tranquilo, pero ahora se sacudía y chillaba como si se acabara el mundo.

—¿Te asustaste, pequeña? —le pregunté al tenerla entre mis brazos.

—Obvio. Yo también —continuó él—. Mi hombría es lo único que me impide colgarme de tu falda e imitarla. Imagínate cómo quedaría mi sex appeal. —Se peinó la cresta hacia atrás con la mano—. Demonios, Rach, ese perro estaba poseído.

Acuné más a Maddie. Al sentirse protegida empezó a calmarse y a despegar su cabeza de mi hombro para enfrentar los restos de la tragedia. Dejó de temblar al darse cuenta de que estaba a salvo con mami. Débiles hipidos todavía se le escapaban.

—Pero ya está mejor, ¿no? —Hizo un puchero, mas no siguió sollozando—. Eso es, muñeca, aquí estás a salvo. —La paré sobre la mesa para continuar con mi trabajo mientras la mimaba. Gary, alegando necesitarla, se sirvió una copa de whisky—. Mira qué bonito. —Coloqué una mariposa de fantasía frente a ella. Como estaba llena de brillantina extrafina sin adherirse, cuando la agitó, nos llenó un poco—. ¿La quieres ver volar? —Madison gorjeó—. Mira.

Al ser lanzada y pesar casi nada, la mariposa planeó como un avión de papel alrededor de mi estudio para caer al suelo en espirales de encanto. Sonreí mientras Madison me miraba con los ojos completamente abiertos tras el espectáculo. Cientos de ellas serían lanzadas sobre los invitados de unos dulces dieciséis en una semana. Si todo salía como esperaba, esas personas volverían por unos instantes a creer en la magia. Con un poco de suerte las cámaras capturarían todas aquellas miradas maravilladas —como la de Maddie— y vendrían más clientes a la agencia, la cual se encontraba casi en la ruina cuando la había adoptado. Casi todos en Inglaterra conocían a Steel por la magnitud de sus eventos, pero ya había envejecido y quería dedicarse a su familia, por lo que la calidad había decaído. Poco a poco íbamos recobrando nuestra reputación.

—¿Cómo lo haces?

—¿Azúcar, flores y muchos colores? —Madison adoraba a las Chicas Superpoderosas. Me encogí de hombros al notar que no entendía—. ¿Tutoriales de YouTube de origami? Eso y un equipo dispuesto a pasar horas doblando papel.

—No, eso no. —Su cresta ondeó cuando negó—. Calmarla.

Eché uno de sus rizos hacia atrás, fuera de su frente llena de sudor.

—Soy su mamá.

Nathan

—¿Cómo desea que sean sus pretzels? —preguntó el cajero.

—Azúcar y canela, por favor.

Cinco minutos más tarde me encontraba en una mesa con mi ración; John, frente de mí. Su habitual conjunto de camiseta y vaqueros había sido reemplazado por un uniforme a rayas con un gorro de cupcake. A la vez que me preguntaba cómo había terminado trabajando en una cafetería, me cuestioné si podía demandar a su jefe por ese uniforme que iba en contra de su dignidad como ser humano.

—¿Irás a casa? —Estaba acompañándome durante su descanso—. Mamá dará una cena mañana. Deberías ir. Está explotando mi maldito teléfono preguntándome por ti.

—¿A ti? —Bufé. No éramos tan cercanos—. ¿Por qué a ti?

—Porque soy el mayor. —Se encogió como si fuera obvio—. Deberías ir.

Arrugué la frente sin entender. Si había alguien que odiaba más las reuniones familiares que yo, ese era John. Estaba bien encontrarme con mamá en un restaurante o con tenerla de visita en casa, pero fingir que podía soportar a nuestro padre o que no me alegraba que estuviera en sus días finales era una mierda.

—¿Tú irás?

—Claro. Luz estará allá.

Rodé los ojos. El idiota frente a mí tenía un enamoramiento con la pequeña hermana de Diego, quien se encontraba en proceso de divorcio y, en mi opinión, también tenía sentimientos por él, pero el amor que sentía por su hijo no nato le impedía dar un paso en su dirección. Necesitaba que John cambiara su forma alocada de vivir la vida. Estabilidad que él no le daba. Nadie podía culparla.

—No te hará el menor caso hasta que tengas un buen trabajo, un auto seguro, una casa habitable y una buena reputación. —La verdad dolía, pero alguien jodidamente debía decírsela—. Cuando abandones el ático de mamá, la llamas.

—¿Con qué moral me dices eso, Natti? —Negó—. ¿Qué sabes tú de amor? Luz no es interesada. No le importa si tengo dinero o no. Además, a ti te dejaron por alguien que a) no tenía tu mismo dinero, b) no tenía una casa tan bonita, c) tiene a Amy en un mini Cooper y d) ni siquiera tiene tus bolas.

Tensé la mandíbula. ¿Por qué el universo era tan cruel y mandaba a John a la India con una organización de apoyo a los homosexuales, donde por supuesto se había encontrado a los mejores amigos gais de Amy y Helga con Instagram?

No lo entendía. De verdad que no.

—Bien, haz lo que quieras. —Me levanté sin terminar mis pretzels—. Nos vemos.

Sin más reparos, me dirigí a la calle y empecé a recorrer la calle Victoria sin un destino fijo. Me estremecí al pasar por el callejón donde los gorilas de Rachel me habían arrojado. Ni siquiera quería pensar en aquello. No más. Pero al parecer verla no había cerrado el episodio, sino más bien abierto la posibilidad de una temporada completa de suspenso y frustración. Su cabello, su cuerpo, sus ojos. No me podía sacar nada de ella de la cabeza por más que quisiera, sin mencionar su actitud resentida, llena de desprecio hacia mí, cosa que la última vez que la vi, no la reciente, pensé que no podía ser más intensa.

Luego de eso, de pasar tan cerca, terminé vagando una y otra vez como un fantasma alrededor del mismo eje, debatiéndome entre arriesgarme de nuevo o no.

CAPÍTULO 9




Rachel

«Dios». Le eché un vistazo a mi reloj.

—A esto se le llama retraso, Madison. Es de muy mala educación. —Retiré el chupete de su boca. Ya había tenido suficiente de él. Me miró mal—. Nosotras no podemos permitirnos eso, ¿entiendes? Luego el cliente se enoja.

Cuando las puertas del ascensor se abrieron, para ella debió ser como un receso de su infernal clase de protocolo. Empujé el carrito hasta que los vigilantes de turno, Felipe, el de los sudokus, y Reúsen, el exluchador, me ayudaron a bajarlo por las escaleras mientras Madison reía dentro al ser alzada. Yo, por el contrario, los seguí de cerca preocupada de que se pudiera caer y por lo tarde que íbamos a llegar. Por más amable, el tiempo de Diego Acevedo valía dinero.

El mío también, pero no tanto como el de él.

—Gracias —les dije a ambos antes de que desaparecieran.

Reúsen, el alemán, me guiñó dándose la vuelta.

Sin embargo, su coquetería no fue la única sorpresa de la mañana. Fuera de mi edificio estaba Diego esperándome con el maletero de su Lamborghini abierto. La impresión de encontrármelo hizo que casi me resbalara con la humedad del suelo, aun cuando estaba sujeta al mango de la carriola violeta de Maddie.

—Die… Diego —tartamudeé por la impresión—. ¿Qué haces aquí?

—Quedamos en vernos a las nueve, son las diez. Llamé a tu oficina para disculparme, porque también me quedé dormido y me dijeron que acababas de llamar diciendo que llegarías, probablemente, una hora más tarde —dijo sin sonar molesto—. Como conozco tu dirección, ¿por qué no pasar y llevarte? Quizás necesitabas ayuda. Besó el dorso de mi mano tras hacer lo propio con la de Madison—. Me asusté, Rachel. No puedes culparme. Eres una mujer muy puntual.

Mis mejillas se ruborizaron a causa de su encanto español. De repente quería soltar no una, sino miles de risitas tontas.

—Lo soy.

No contento con acelerar mi corazón, me dio una sonrisa coqueta.

—En caso de que te lo estés preguntando, sí. Esto es una maldita excusa para verte.

Me mordí el labio.

Aunque me enojaba descomunalmente que alteraran mis planes, no me quedaba otra que aceptar el aventón a su propia casa. No estaría bien que lo rechazara, no podía permitirme perderlo como cliente, lo que él debía saber muy bien. Quizás de taxista sería más rico que como arquitecto.

—¿Quién te dijo que necesitabas una excusa para verme? —Al inclinarme para sacar a Madison, me aseguré de dejar bastante clara la carga sexual en mis palabras a través del escote de mi blusa—.

¿Nos vamos?

Diego tragó de forma sonora, hermoso y lleno de ego, asintiendo.

Lo último que vi, antes de que cerrara mi puerta para meter la carriola en el maletero, fue el evidente nerviosismo en sus ojos. Cuando Madison me atrapó mirándolo, le devolví la sonrisa como si nada hubiera sucedido. Durante el trayecto el español se mantuvo en silencio. Como no quería causarle un infarto, solo me aseguré de que Madison estuviera feliz en mi regazo y que no se acercara a la palanca de cambios. Uno de los detalles más curiosos de la belleza femenina era que todas teníamos ese brillo que se hacía más grande y notorio con la experiencia. Muchas podíamos no darnos cuenta de ello. Muchas podíamos no sacarle provecho. Muchas podíamos envolver en él a quienes nos rodeaban sin buscarlo, pero las que sí sabíamos de su existencia y cómo usarlo éramos potencialmente peligrosas. Aun con un bebé, cada día era más consciente del mío. Aunque no lo usara las veinticuatro horas del día, ya fuera porque mi atención estaba por completo en Madison o porque en realidad no me interesaba, a veces era necesario sacarlo para evitar la pérdida de práctica. Fuera por quien fuera, familiares, amantes o amigos, todas merecíamos sentirnos adoradas como estrellas.

Mis ojos se humedecieron de manera ligera al recordar a mamá, mientras nos alistaba a Marie y a mí para cualquier evento, diciéndonoslo.

Nathan

—¿Quieres que te haga el desayuno?

Cerré los ojos al sentir sus suaves manos que recorrían mi pecho desde atrás.

—No hace falta. —Me di la vuelta para encontrarme de cara a sus senos desnudos. Eran operados, pero no exagerados. Bendecía las manos de su cirujano—. Iré a visitar a un amigo y comeré con él, ¿vienes?

Esmeralda, la curvilínea latina de ojos verdes con la que salía regularmente desde que había descubierto a Amanda con Helga, pegó un chillido lleno de emoción. Era la primera vez que compartíamos una actividad ajena al sexo. Un avance para ella, una desgracia para mí. El único objetivo era desquitarme con su cuerpo hasta que otra bruma bloqueara mi distracción, no encontrar otra prometida. Ella, sin embargo, no estaría feliz hasta tener algo más. Era lógica simple. Si no estaba feliz conmigo, mucho menos estaría feliz conmigo durante el sexo, lo que se traducía a mis pensamientos de Rachel no siendo noqueados por sus curvas.

Esto era solo un sacrificio a cambio de mi paz mental.

—Nathan, ¿qué me pongo? —me preguntó cuando salimos de la ducha—. ¿Puedo usar lo que traía puesto? Si quieres, pasamos por mi casa. No quiero parecer una…

—No te preocupes. —Estaba hambriento, así que empecé a comer una manzana que había traído de la cocina mientras se afeitaba en el baño, lo cual encontraba extraño, tras ajustarme la corbata. Ya estaba listo—. Diego es muy… despreocupado. Será un desayuno casual. —Mi vista fue a sus senos—. No te lo tomes muy a pecho.

Juntó las cejas con preocupación.

—¿Estás seguro?

—Seguro.

—Pero Nathan… —Hizo un puchero—. ¿Tanto te cuesta llevarme unos diez minutos a casa? —Deshizo el nudo de su toalla. Era hermosa. Tenía un lindo cuerpo, una melena rubia brillante y un rostro con demasiados rasgos femeninos, empezando por el gran tamaño de sus labios marrones, los ojos rasgados y sus marcados pómulos—. Piénsalo. Entro, busco lo que quiero y salgo. Puedo cambiarme en el auto.

Le di otro mordisco a mi manzana.

—Lo siento, linda. Estoy hambriento. —Reí cuando sus ojos brillaron. Seguro pensaba que había abierto la posibilidad de ser convencido con sexo—. Pero no de nada que puedas darme —solté antes de salir de mi habitación.

Rachel

—Tu casa es muy hermosa —elogié cruzando el umbral de su entrada—. Mucho.

—Gracias, pero tú lo eres más. —Diego, que cargaba con Madison, me ofreció su codo. Lo acepté—. ¿Antes de empezar con el trabajo me dejas darte un recorrido?

¿Cómo podía decirle que no a esa cara?

—Por nada en el mundo me negaría.

Asintió, conforme, antes de empezarme a guiarme a través del pasillo.

Paredes de color salmón, piso de mármol y obras de arte esparcidas por doquier fueron los principales íconos del tour. La decoración era clásica e involucraba exóticos detalles, como la chimenea de gas en el centro de la sala, petunias que adornaban cada una de las ventanas, enredaderas usadas como divisores y cuero en los muebles. El comedor era la habitación más grande después del recibidor, pero no tan impresionante como los jardines trabajados por las que apodó las mujeres de su vida, con quienes nos reunimos en la terraza cuando terminamos.

Luz bebía té con la misma elegancia que su progenitora. A diferencia de Diego, poseía rizos rubios envidiables y ojos de color oliva, que no pasaban desapercibidos. Dichas características eran herencia de su madre, la que, a pesar de ser décadas mayor, se veía igual de atractiva. El trato de ambas conmigo y Madison rozó lo celestial. Atentas a cada una de nuestras necesidades, ajenas a las hipocresías y completamente valientes a la hora de dar su opinión, eran las clientas perfectas.

—¿Qué piensas de un amarillo pastel, Luz?

—Pues… —Jugó con sus dedos—. ¿Estaría bien con blanco perlado?

Arrugué la nariz.

—Podríamos intentarlo, ¿pero no sería muy chillón?

—¿El amarillo no lo es?

—El amarillo pastel no.

Diego puso los ojos en blanco. Nos oía mientras Madison pisoteaba sobre su regazo. Él no la soltaba desde que habíamos llegado y no era como si ella se quejara demasiado, más bien lo contrario. Mi pequeña no se cansaba de batirle las pestañas y de agitarse para llamar su atención con el movimiento de su vestido rosa de encajes.

—¿Qué pasa con el azul real?

—Es tu día. —Me incliné para apretar su mano—. Si azul real es lo que quieres, azul real es lo que tendrás.

A diferencia de mí, Luz ya sabía el sexo de su bebé por llegar. Era un niño.

—Bien. —La sonrisa volvió a alumbrar su rostro—. ¿Qué más falta escoger?

—El catering.

—¿No deberíamos probar las opciones? —Se sonrojó cuando su madre le dio una mirada desaprobatoria—. ¿Qué? Es lo usual, ¿no?

—Tus antojos son lo usual ahora —la molestó Diego entre risas.

—Es lo usual. —Le guiñé. Estuve en la misma posición de quererme comer el mundo. Literalmente hablando—. En media hora llegarán las muestras, Luz, tranquila. Conseguí que trabajaran un fin de semana. No habría sido lo mismo si las hubiera almacenado en mi congelador.

—Eres una maravilla. —Agitó sus rizos al negar—. Te adoro.

—Te adoramos —añadió su madre.

—Bueno, bueno, ya está bien. No quiero que me la roben. —Diego se levantó—. Hablar de comida me ha dado hambre, ¿a ustedes no? Creo que los amigos sobornables de Rachel del mundo de los eventos todavía no llegan, ¿o sí?

—No, deberían estar aquí después del mediodía.

—Entonces no deberíamos postergar más el desayuno. Es la primera vez que me levanto temprano para uno en años. —Me ofreció una sonrisa—. ¿Vienen?

—¡Pensé que nunca lo dirías!

Luz, a pesar de estar embarazada, saltó de su silla como un resorte.

—La quiero, pero me va a matar cuando dé a luz y se vea la figura. —La señora Acevedo se frotó las manos debido al frío antes de perseguir a su hija. Nos habíamos quedado detrás de los hermanos; Madison, con ellos—. Estoy segura de que lo primero que hará será preguntarme por qué la dejé comer tanto.

Yo, como no sabía qué responder, me encogí de hombros.

—Quién sabe. Quizás se adapte a las curvas —susurré—. Pero pienso que lo primero que preguntará es si él está bien.

La mujer me sonrió con todo el encanto del mundo, probablemente recordando sus propios partos.

—Cierto.

Entre otras bromas, curiosidades y anécdotas de la maternidad, por fin llegamos al comedor a hacer compañía a los otros tres que ya devoraban las raciones de frutas y carbohidratos. Feliz de cómo la estábamos pasando de bien, Maddie, enamorada de Diego, y yo, enamorada de su madre y hermana, me serví algunas rodajas de banana con pudín de chocolate y bocadillos de pan que resultaron estar rellenos de jalea de frambuesa. Cuando pregunté por qué todo era tan dulce, Luz me contestó que, empalagándose en las mañanas, no se volvía loca por el chocolate en las noches.

Diego se molestó con nuestro cambio de tema, de sus viajes a otros continentes a dietas, pero no le quedó más remedio que quedarse en silencio hasta que una de las empleadas del servicio anunció la llegada de un nuevo acompañante y su mujer. Cuando ambos aparecieron, necesité todo de mí para no lanzarle el cuchillo al nuevo.

El maldito donador de esperma estaba aquí.

Nathan

La vida nunca había sido tan cruel y severa conmigo hasta que la encontré sentada en la mesa de Diego. Él también formó parte del karma-ataque con el simple hecho de tenerla en su regazo. No a la madre, sino a la hija. Una bebé de rizos castaños que no pude dejar de ver mientras intentaba darle un mordisco a mi croissant, lo que era muy difícil con las bolas de fuego infernal que me disparaban los ojos de Rachel. Ni siquiera podía creer que minutos atrás me estuviese muriendo de hambre. Esmeralda, por su parte, no hacía que la situación fuera menos incómoda. Por cómo debí reaccionar apenas puse un pie en el comedor, debió darse cuenta de que entre la organizadora de eventos y yo había un gran saco de mierda, pero en vez de mantenerse al margen empezó a atacar a la fiera.

«Justo lo que necesitaba», ironicé dentro de mi mente.

Nunca había sentido tantas ganas de apuñalarme a mí mismo como ahora.

—Raquel, esos pendientes se verían mucho mejor con el cabello recogido.

—Esmeralda… —murmuré.

Dejando de lado el no querer que explotara frente a Diego y su familia, lo cual la llevaría a decir cosas que no le concernían a nadie que no fuera a nosotros dos, no estaba de acuerdo.

Para mí se veía completamente hermosa.

Rachel tenía el poder de despertar fascinación en mí en lo que se refería a su imagen. Seguía tan exótica y sencilla, sublime, como siempre. Lo que intuía era un vestido que se acoplaba a la perfección a sus pechos, creando una buena línea de escote. El tono frambuesa de la prenda lograba resaltar el tono pálido de su piel; también su cabello, el cual se entremezclaba con las plumas de pavo real que colgaban de sus orejas. Quizás Esmeralda tenía razón. En cualquier mujer se verían mejor con el cabello recogido, pero no en Rachel. En ella los colores se unían al tono oscuro de su melena.

—No, yo creo que se ven mejor así. —Gracias a Dios, Luz estuvo de acuerdo conmigo y fue capaz de decirlo antes de que Rachel respondiera—. A la luz se ve espectacular.

—¿Dices que el salón es oscuro? —preguntó la otra rubia mirando las rendijas del techo por el que entraban los reflejos del sol—. Lo siento, Luz, pero creo que el día está lo suficientemente claro. ¿Crees que debería buscar una linterna? Por más que lo intento no noto lo espectacular.

—Deberías tener mejor gusto —siseó Rachel.

Luz separó mucho los párpados.

—He… he visto a varias modelos usarlos con el cabello suelto.

—Les ofreció una mirada conciliadora a ambas—. También con el cabello recogido. Dependiendo del cabello y del rostro, de las dos formas se ven genial.

—¿De dónde me dijiste que te graduaste en moda? —le preguntó la pelinegra, ignorando los intentos de la hermana de Diego de mantener la paz.

—Joder... —murmuró Diego tras codearme el brazo—. ¿Ves por qué me gusta? Con una mujer así, no me preocuparía por nada. ¿Te imaginas a Limbert discutiendo con ella? —Limbert era uno de sus accionistas que usualmente daba problemas—. Acabaría enamorado o aniquilado, una de dos.

—En definitiva, una joyita. —No importaba que fueran las diez y media de la mañana, necesitaba un puto trago, así que extendí mi mano hacia la botella de bourbon. Me estaba convirtiendo en un alcohólico por causa de dos de sus invitadas—. ¿Te importa? —Diego negó—. Bien.

—Tendré que llevarte yo si das dos más como ese. —Se refería a mí casi acabándome la botella de un trago—. ¿Es Esmeralda? —Bajó más la voz—. ¿Te está asfixiando? ¿Por qué la trajiste? Pensé que después de lo de Amy no querrías compromisos por un tiempo.

—Así es —mascullé.

—¿Entonces?

—Pensé que darle un incentivo haría que…

—Haría que tuvieran mejor sexo —completó por mí.

—Sí.

—Mierda, Nathan, es por eso por lo que las mujeres juegan con tus testículos.

No pude contradecirlo.

Tampoco pude hacer caso omiso al chillido de la niña que se llenaba de pudín sobre sus piernas. Ella metía las pequeñas manos en un tazón—demasiado grande en mi opinión— y se las llevaba a la boca, manchándose la cara entera, sin ninguna vergüenza. Estaba tranquila, feliz, tan diferente a las mujeres que discutían sin razón a unos centímetros. Como su madre, porque claramente era de Rachel, poseía los irises grises más embriagadores que hubiera visto. Un tono cobrizo era responsable del pigmento de su pequeña melena de león. Sus pestañas eran abundantes, factor que hacía que, al parpadear, el corazón de quien la viera se detuviera y sus mejillas estaban rosadas, como las de una muñeca de porcelana. Cargaba un vestido con volantes, encaje floral y cuello de algodón, lo que no hacía más que terminar de convertirla en la personificación de la ternura y la inocencia.

Era por completo adorable.

Y tenía el presentimiento de que era mía.

CAPÍTULO 10




Nathan

Maddie se grabó a fuego en el interior de mis párpados. Durante la estancia en casa de Diego no pude dejar de mirarla, mucho menos de desear que todos desaparecieran para estar a solas con ella y comprobar o descartar la idea que iba maquinando mi mente. El primer round, o intento de cumplir lo anterior a falta de una vara mágica o un hoyo negro en el que arrojar a los otros, traté de sentarme junto a ellas en el jardín. Diego, por supuesto, lo arruinó a base de absurdos celos y posesividad hacia su organizadora de eventos. Bufé ocupando el lugar al lado de Esmeralda al otro extremo. Si él supiera la potencial identidad del padre de la pequeña Madison o cómo de loca podía ser Rachel, no se tomaría tantas molestias de caballero de antaño.

El segundo intento, por otro lado, casi resultó. Casi. En esta ocasión fue Luz quien me dio la oportunidad de tenerla en brazos cuando decidió ir al baño. Segundos después la madre de Diego me la arrebató alegando que la lastimaría. No pude no darle la razón. Mi experiencia con los niños era escasa, así que no protesté y, a partir de allí, me concentré en desviar cada una de las miradas asesinas de Rachel.

La tercera fue la vencida.

—¿Estás segura de que quieres irte, cariño?

Apreté el borde de la mesa con mis manos. ¿Por qué la llamaba así?

Rachel tuvo el descaro de sonrojarse.

—Sí. Debo atender un asunto —contestó—. Mi compañero de piso está teniendo algunos problemas. —Se levantó y empezó a recoger los juguetes de Madison de la mesa. Luz la ayudó—. Lo siento, de verdad; nos gustaría quedarnos por más tiempo, pero tengo que ir a ayudarlos.

¿Compañeros de piso?

—Espera, ¿qué dijiste, cariño? —Bárbara de Acevedo abrió los ojos como platos—. ¿Vives con alguien? —Rachel asintió—. ¡Diego! ¡¿De nuevo con una mujer casada?!

Diego se atragantó con su jugo.

—¿Qué? Yo… ¡yo te juro que no sabía! —Miró a Rachel acusatoriamente—. ¿Por qué no me dijiste que eras casada, cariño? —le susurró con la intención de que no escucháramos, cosa que no sucedió—. Mamá… —Se llevó la mano al pecho fingiendo estar indignado—. Te juro que no lo sabía y que lo más pronto que pueda conseguiré que firme esos papeles de divorcio, ¿sí? La amo tanto que estoy dispuesto a perdonarla. —La miró con súplica—. Aunque no será fácil. Me haré el difícil al principio, pero todo sea por el amor —añadió cuando lo anterior no la convenció.

Arrugué la frente.

Si Rachel se había casado, ¿Madison tenía el apellido del imbécil que había encontrado para suplantarme? Eso tendría sentido. No podía tener una hija sin padre.

—No estoy casada.

—Raquel, ¿entonces quién es el padre del bebé? —indagó Esmeralda.

Fue a mí a quien todos dedicaron una mala mirada por traerla, pero aun si fuera por Esmeralda y no por Madison, mi subconsciente lo tomó como lo segundo.

—Eso deberías preguntárselo a tu padre. —Harta de la mayoría de nosotros, la organizadora de Luz se dio la vuelta y empezó a arrastrar un cochecito en el que había puesto a Madison dentro, quien reía sujetándose a sus pies—. Así como a mí no me molesta que me llames Raquel, espero que a ti tampoco te moleste que te llame hija. —Le guiñó—. De cariño.

Esmeralda, por fin consciente de que el cariño de Rachel podía ser veneno, dio por finalizado el lanzamiento de ácido. Por el rabillo del ojo noté cómo Luz y su madre, aliviada por no tener que ver a su hijo cortejando lo prohibido, de nuevo, reían. Al parecer eran del equipo R.

Me uní con una sonrisa que tuve que contener.

—Nathan. —Diego se apresuró a levantarse—. Ten más cuidado con quien te relacionas y más con quien traes a mi casa —susurró en mi oído antes de salir corriendo tras ella como un perro faldero.

Incómodo por las consecuencias de lo sucedido, Esmeralda y Luz intentaban hablar de las nuevas tendencias dentro del mundo de la moda mientras su mamá se deleitaba con las muestras de comida para el baby shower. Los seguí para ver si sacaba algo más del desafortunado encuentro casual. Afortunadamente así fue. En un determinado momento me hallé en la sala, solo, a unos tres pasos de Maddie. Escuché sus risas en la cocina. Ante ello una potente sensación de irritación se apoderó de mí pese a que tal vez estuviera exagerando. Pero ¿cómo eran capaces? Ella era tan pequeña, tan vulnerable a cualquier posibilidad de daño. Indignado de que la dejaran sin supervisión, me terminé de acercar.

—Hola —le dije.

Maddie detuvo sus juegos con los móviles y se concentró en mí. Sus ojos, iguales a los de Rachel, me volvían loco a pesar de las palpables diferencias entre sus miradas. La de Madison no desbordaba desagrado u odio, sino más bien todo lo contrario. Ella parecía esperar las mejores cosas de mí, hecho que solo me hacía sentir ruin. Únicamente aquellos a los que tenía en nómina solían observarme de esa manera, depositar así su fe en Nathan Blackwood. Maddie no había recibido ni una libra que viniera de mi parte y eso lo hacía más significativo, a la vez que incrementaba el sentimiento de culpabilidad.

—Nada de esto es tu culpa, ¿sabes? —Dejé que envolviera mi dedo con los suyos—. Nunca lo será. Tienes el privilegio de la inocencia. Espero que sea así por un largo tiempo. Para siempre si es posible —continué—. Aún estoy confundido, Madison. Si lo que pienso ahora, después de verte, es cierto, significa que soy tu padre y que lo arruiné para nosotros como no tienes idea. —Alargué el otro brazo para acariciar su mejilla. Su textura era suave como las plumas, como un algodón—. Rezaré para que no sea así. Te mereces algo mejor que yo, pero… —Me agaché para poder apreciar mejor su sonrisa. Era preciosa—. Te juro, Madison van Allen, que serás mi gran amor si resultas ser mía. Toda la vida me esforzaré para merecerte. —Quería quedarme plantado allí si ello significaba tenerla frente a mí, pero me levanté debido al miedo de ser descubierto—. Por ahora lo único que puedo hacer es conseguir esas respuestas que tanto necesitamos, pequeña flor.—Le regresé la sonrisa—. Hasta entonces.

Madison se despidió con su pequeña mano.

En contra de mi instinto, le di la espalda y comencé a alejarme.

Si confirmaba que era mi hija, esta sería la última vez que lo haría.

Rachel

Me hallaba bien.

Siempre y cuando el sábado no viniera a mi mente, estaba bien.

Por fortuna el trabajo, irónicamente lo mismo que me había llevado a toparme con el donador de esperma y su novia jarrón, era un botón de silencio. La labor de buscar la tarjeta de invitación ideal para Madame Octavia me distraía lo suficiente. El motivo no solo tenía que ser alusivo al quinto cumpleaños de su beagle, sino que debía ser la gran envidia de los demás caninos en cada aspecto. Nada de «diste una buena fiesta, pero mi cachorro tuvo una mejor invitación», no. Nada de eso. Señor Beagle merecía lo mejor por ladrar, defecar y pavonearse en cuatro patas como ningún otro.

Entre descartar y probar, al final diseñé una huella de aluminio con letras grabadas que me gustó lo suficiente y que saciaría la sed de prestigio de la orgullosa dueña. Guardé el modelo en mi portafolio. Lo primero que hice al salir de mi estudio fue caer sobre la silla con ruedas de mi oficina, exhausta. ¿Por qué era tan cómoda? Debía tener un pacto con el diablo. A veces dormía en ella en vez de mi propia cama. En realidad, eso fue lo que pasó debido a que no pude dormir durante la noche y, por un momento, soñé con un mundo mejor.

Uno sin Nathan.

Lástima que la alarma sacudiera mis fantasías anunciándome que era la hora de recoger a Madison. Dentro de hora y media la tendría entre mis brazos. Ahora me iba más temprano para asegurarme de que saliera conmigo. Aunque Sophie me había asegurado de que nadie, salvo Gary, Ryan y Cristina tendrían acceso a ella, seguía siendo una paranoica que creía que Nathan en cualquier momento aparecería para molestar, así que llamaba repetidas veces a lo largo del día y me aparecía antes de las tres.

Sophie me sabía soportar. Yo ya me habría mandado al demonio.

A quien también le agradecía por encubrir mi excesivo uso indebido del servicio telefónico de la agencia, entró en mi oficina sin tocar. Cristina era mi ángel de la guarda con apariencia de modelo Vogue de los ochenta.

—Hay un hombre afuera.

Apoyé la barbilla en la palma de mi mano.

—¿Es mi ex?

Esa era la excusa que había puesto Nathan para colarse dentro.

—No. No sé quién es. Solo dice que necesita verte con urgencia. Le enseñó algo a los chicos de seguridad que los convenció de dejarlo entrar —respondió con un deje irritado que me hizo saber que había hecho lo posible por sacarle información—. Lo siento, Rachel. Hago lo que puedo aquí arriba para no armar un escándalo que moleste a los demás, pero este tipo de cosas seguirán pasando si no mantienes una acaudalada conversación con las recepcionistas.

Asentí. Tenía razón. Confiaba en Cris. Ellas eran la raíz del problema o lo que había dejado atrás cuando me marché de Cornualles.

—Déjalo pasar.

La mujer me miró como si me hubiese vuelto loca antes de acatar. La puerta no se había cerrado tras ella cuando un hombre ya estaba entrando. Mi garganta se secó. No era Nathan, sí alguien capaz de afectarme por su sangre y memorias en común.

Loren.

Me mordí el interior de la mejilla, ¿qué tenían los hombres de mi pasado con aparecer en mi oficina convertidos en espías? ¿Tan difícil era anunciarse? Entendía a Nathan, pero a Loren sí lo habría dejado pasar. No había necesidad de tanto misterio. Era mi hermano. Siempre lo recibiría. Aunque intentara bloquearlo, extrañaba a mi familia todos los días. Me había alejado de ellos, porque era lo mejor para mí y para Madison, guardar distancia hasta que recapacitaran y fuese independiente al grado de poder mirar a mi padre sintiendo la victoria corriendo por mis venas, no porque no los quisiera. Solo quería que se dieran cuenta del verdadero orden de las prioridades y de que podía hacerlo sola, que no necesitaba ser manejada.

Aunque estaba cerca, ese momento aún no había llegado.

—Hazme el favor de no decir nada. —Fui quien dio el primer paso—. Vamos a tomarnos un café, ¿está bien? Pero no rompas el silencio hasta que lleguemos. Necesito… —Respiré hondo—. Necesito acostumbrarme a ti, hermanito.

En contra de su naturaleza exigente y egocéntrica, asintió y se mantuvo en silencio hasta que dimos con el local. John, el nuevo mesero, luchó con sus compañeros para tomar mi pedido apenas me vio entrar. A pesar de las circunstancias, no pude contener una sonrisa. El hombre solía hablar de más —demasiado diría yo—, por lo que generalmente intercambiábamos palabras cuando venía por la merienda de Maddie. Volvió a nuestra mesa al aire libre con dos humeantes cafés de vainilla junto con una bandeja de brownies. Me guiñó antes desaparecer en el interior con su sombrero de cupcake. Era tan dulce como el chocolate que estaba por comer.

Loren, una vez estuvimos listos, se despidió de la paciencia.

—¿Estás bien? —Afirmé mientras masticaba—. ¿Te pagan bien?

—Repetí el movimiento. Prefería que no supiera cuánto—. ¿Dónde estás viviendo?

Arrugué la frente. Bajo ningún concepto le respondería eso.

¿Para qué necesitaba el dato si ya conocía mi sitio de trabajo? ¿Para juzgar mi nuevo hogar? No, gracias. Estaba orgullosa de mi vida tal y como era en ese momento. No necesitaba nadie que la criticara. Lo había logrado desde cero. Si decía algo al respecto, cualquier oportunidad de reconciliación entre nosotros se aplazaría.

En el fondo, no quería que sucediera. Lo extrañaba.

—¿Por qué mejor no hablamos de ti?

—No hay nada que decir. —Intentando no parecer exasperado, se encogió de hombros—. ¿Por qué no me dices tu dirección? ¿Ya no es algo… absurdo ocultarlo?

—Me siento mejor así.

Loren asintió. Gruñí sabiendo que no me tomaba en serio.

—¿Cuándo piensas volver a casa, Rach?

—Nunca.

—¿Nunca?

Llevé otro bocado de brownie a mi boca.

—Nunca. Ya no quiero vivir en Cornualles. Me gusta Brístol.

—Maldición —soltó arremangándose la camisa—. Es bueno saber que sigues tan difícil como siempre. —Sonrió con aire melancólico—. En fin... después hablaremos del tema. Tenemos tiempo —dictó inclinándose para tomar mis manos; sus ojos brillaban—. ¿Dónde está?

—¿Quién?

—Tu hijo.

—Hija —corregí echándole un vistazo a mi reloj.

Sus iris mostraron genuino interés.

—¿Se parece a ti?

Hice una mueca al pensar a quién se parecía más, a quién se parecía menos.

No le iba a mentir cuando estaba a punto de verlo él mismo.

—Tiene mis ojos. —Chasqueé—. Debo ir a buscarla. Sale en unos minutos. Si quieres, puedes venir conmigo.

CAPÍTULO 11




Rachel

Anduvimos por la acera. Loren me seguía sin sacar el tema de regresar a Cornualles, donde tal vez habían regalado mis cosas a la caridad y convertido mi habitación en un segundo salón de trofeos de golf. No me sorprendería saber que habían preparado un velorio ficticio para explicar la ausencia de la hija menor de Lucius van Allen. Quizás fuera exagerada, pero no podía simplemente volver como si nada. Estaba segura de que Marie y mis padres sentían lo mismo a estas alturas. Simular que nada había pasado sería como ignorar a un elefante en una habitación. Estaba cien por cien convencida de que, como mínimo, mi padre volvería a intentar emparejarme.

Me estremecí al pensar en tener que soportar a alguien como Thomas.

Él, además de Madison, era algo que le debía al donador. Gracias a mi embarazo, no terminé perdonándolo con el tiempo o, peor, saliendo con su hermano por venganza, lo cual combinaba con la chica caprichosa e irracional que había dejado atrás.

—¿Es muy lejos?

—No. Es allá. —Tomé su mano para guiarlo a través de la calle, acercándonos al preescolar. Su toque era cálido y fraternal. Me produjo nostalgia—. Aquí.

—¿Aquí? —preguntó con incredulidad cuando llegamos.

La construcción era peculiar. Lápices de colores estaban situados a modo de reja. El camino hacia la entrada estaba diseñado como piezas de rompecabezas. Los salones eran casetas separadas por un pasillo techado, como en un campamento. Desentonaba por completo con el resto de la calle. Construido para atraer a los niños, era todo lo contrario a las escuelas católicas a las que Marie, él y yo habíamos asistido.

—Sí. ¿Me esperas un momento?

Fui en búsqueda de Madison sin detenerme a hablar con otros padres ansiosos de intercambiar información de sus hijos cuando asintió. En el salón mi bebé me recibió con los brazos abiertos. Llevaba su cambio para la tarde. Medias blancas, vestido rojo y pequeños zapatos negros. La colgué en mi cadera y coloqué su mochila sobre mi hombro para marcharnos, apresurando la charla con Sophie.

En la calle mis niveles de sorpresa se dispararon. Frente a mí estaba Loren evaluando el material de los lápices con mirada de arquitecto. Estaba a punto de preguntarle si pensaba copiar el modelo para usarlo en alguna de sus casas cuando me di cuenta de que sus ojos estaban más allá, en el patio. En la hija de Sophie, Anabelle, la cual cuidaba a un grupo de niños de preescolar. Uno de ellos jalaba su cabello, casi colgándose de él, mientras ella regañaba a un par más. Esperé a que el grupo volviera al interior de los pasillos para interrumpir aclarándome la garganta. Batí la mano de Madison cuando obtuve su atención.

—Hola, soy Maddie —la presenté usando tono de bebé.

La expresión de Loren pasó de estar en blanco a contener un montón de emociones. Lo único que reconocí en su rostro fue su típica sonrisa emocionada. Solía usarla cuando compraba un auto nuevo. Sus dedos se movían sin parar.

Quería cargarla, imaginé.

—Rachel…

Le devolví la sonrisa mientras colocaba un sombrero sobre la cabeza de Maddie.

—¿Sí?

—Es adorable —murmuró extendiendo el brazo para tocar su mejilla.

Madison tomó el movimiento como una invitación. Abrió sus palmas en su dirección para que la tomara. Fui testigo de cómo se debatía, preguntándose qué hacer o qué sería lo mejor, tomando en cuenta las circunstancias, el pasado y mi opinión. Era probable que se debatiera entre molestarme o decepcionarla.

Como no odiaba tanto a Loren —me reservaba el sentimiento para otras personas— y no deseaba que Maddie se sintiera rechazada, se la ofrecí y lo alenté a tomarla. Él lo hizo como si se tratase del objeto más frágil. Madison se acurrucó en su pecho y frotó su pequeño rostro contra su hombro antes de cerrar los ojos. No la culpaba. La tela de su traje debía ser suave. Ni hablar de su colonia cara. Era mi hermano, pensar en él de esa forma sería incesto, pero no estaba ciega. Ese lugar era donde a muchas mujeres les encantarían estar. Solía ser el ideal de mi príncipe azul. De pequeña prefería colarme en su habitación en vez de la de mis padres. Él no me regañaba si tenía miedo. Mis ojos se cristalizaron ante los recuerdos que había tratado de bloquear durante un año. Lo quería tanto, pero no en pasado.

Antes, ahora y siempre.

—Rach…

Alcé la barbilla, por primera vez sintiéndome mal con la decisión que había tomado. Tal vez no debí marcharme sin despedirme. Tal vez me hubiese ayudado a buscar una alternativa si hubiese recurrido a él. No, me corregí, estaba segura de que lo habría hecho, pero… pero no. Lo mejor que pude hacer fue buscar independizarme. Jamás Rachel van Allen en Cornualles hubiera sido buena para Madison.

Hubiese sido una niña cuidando de otra.

Además, no habría conocido a los chicos, ni a Cleo, ni habría encontrado el empleo de mis sueños. Ni siquiera conocía el significado de la palabra «vocación» o la satisfacción de ganarme las cosas antes de venir a Brístol. Madison me dio mucho.

—Me siento como una mierda cuando pienso que pasaste por esto sola. —Depositó un beso en la cabeza de Madison—. Lo siento tanto, Rachel. Lo siento tanto que lo sentiré en esta y en la siguiente vida. —La abrazó—. Te quiero.

«Dios». El nudo en mi garganta se hizo más grande. Las lágrimas empezaron a deslizarse por mis mejillas. Esto era difícil. No había esperado que el duro hombre de negocios en el que se había convertido se desmoronara frente a mí. No lo había visto llorar desde que una niña no quiso ser su novia en primaria. Cuando eso pasó, yo tenía seis. Después de armar un número de despecho en la sala, mi padre lo golpeó con el cinturón para dejarle claro que no tenía permitido rebajarse de esa forma. Para ese entonces no era ingenua. Intervine preguntándole el significado de la palabra con «m», a lo que respondió que era de mala educación meterse en conversaciones ajenas. Como me gritó, encontré la excusa perfecta para imitar a mi hermano. A mí no pudo pegarme, por lo que tuvo que calmarme con palabras. También se vio en la obligación de rendirle cuentas a mamá por el escándalo. Salí bien, como la mártir, mientras Loren huía en paz a su habitación.

Yo, a diferencia de mi hermano, tenía vagina, y con ello un pase libre para sentir y manifestarlo, pero no a cometer errores que mancharan mi virtud. Definitivamente, Lucius van Allen era un machista. ¿Por qué durante toda nuestra niñez estuvo empeñado en hacerlo un hombre fuerte, y a Marie y a mí unas dementes como Anastasia? Loren podía reír, pero no llorar de la risa. Nosotras podíamos sufrir, pero no sufrir por el hombre equivocado. Yo, en especial, fui como una cometa para mi padre. Donde quisiera que estuviera, por más cerca o lejos, estaba conectada a su mando por un hilo. Pero ¿qué sentido tuvo su método de crianza si al final terminamos rompiéndonos? Él estaba llorando frente a mí, de manera abierta, donde todo el mundo lo podía ver, y yo había cortado la cuerda.

Loren no me pudo dar mayor prueba de su arrepentimiento que sus lágrimas.

—¿Qué es lo que quieres, Loren? —pregunté con la voz quebrada por la emoción.

Él se acercó. Me abrazó con Madison entre nosotros.

—Quiero dejar de extrañarte. —Besó la cima de mi cabeza como había besado la de mi hija segundos atrás—. De preguntarme cada maldito día si estás bien. A salvo. Protegida. —Miró entre nosotras—. Ambas.

—Para eso debes dejar de quererme.

—No. Para eso debo estar contigo, Rach —murmuró en respuesta—. Para eso debo estar con ustedes —modificó tomando mi mano con la suya que no sostenía la espalda de Madison—. Porque ahora que la conozco, la quiero y la extrañaré de igual manera. Mi vida está incompleta sin ustedes. Por favor… —Su mirada se volvió suplicante—. Déjame entrar de nuevo. Déjame estar ahí para ti. Fui un idiota que reaccionó tarde. Lo siento. Hice mal, pero no dejes que eso nos rompa definitivamente, porque una parte de mí se irá contigo si lo permites.

Lo abracé de vuelta.

—Esto no nos va a romper.

Eso era lo más genuino que le había dicho desde que había aparecido en mi oficina. Madison era alegría, bondad, amor, toda la belleza del mundo en una pequeña presentación. Ella —lo que pasó cuando supe que vendría— no podía ser la causa de nuestra separación, sino todo lo contrario. Lo mismo debió haber pasado con Nathan y con el resto de mi familia, quienes esperaba que en algún momento recapacitaran. El primero no solo me había rechazado a mí, sino a ella, así que era un caso diferente.

Por eso nunca lo perdonaría.

—Ella no nos va a separar, Loren. Nada de lo que pasó lo hará.

—Me puse de puntillas para besar su mejilla—. Te perdono.

Nathan

Cuando era un niño con la esperanza de un futuro feliz junto a una linda esposa heterosexual e insistía en ser chef, mamá siempre me repetía que la felicidad no estaba en un trabajo o en otra persona, sino en los detalles del presente que no éramos capaces de tomar en cuenta por enfrascarnos en nuestros planes de futuro. En resumidas cuentas, adaptando sus palabras a mi situación actual, había dejado escapar mi posible felicidad con Madison, mi aparente hija, por el ideal de una vida con Amanda. Lo triste era que al final no resultó nada, así que las perdí a ambas.

A las tres si contaba a Rachel, pero no pisaría ese terreno.

Me propulsé hacia atrás en mi silla imaginándome empujado por sus poderes telepáticos por atreverme a pensar que alguna vez había sido mía para perderla. Solo nos acostamos una vez. Aunque hubieran sido más, no era mi tipo de mujer. Demasiada complicación. Podía ser buena madre, pero andando con mi mejor amigo tras hacer lo suyo con Steel, el catálogo de sus ex en Cornualles y conmigo demostraba lo fría y calculadora que era. Sus ojos grises, hermosos como los de su mamá, vinieron a mi mente. Una mujer que no se establecía, ¿ese era el ejemplo que quería para mi hija?

«En el caso de que resultase serlo», recordé.

—¿Cómo diablos se supone que un hombre debe asegurarse de eso?

Los lobos reconocen el olor de sus crías. Una cebra sería capaz de identificar a su hijo en el armario de una excéntrica mujer adicta a las pieles. Podía decir lo mismo de los pingüinos. No era idiota. Sabía que un examen de ADN aclararía las dudas de meses en un abrir y cerrar de ojos, ¿pero cómo se lo pediría a Rachel?

No se me ocurría ninguna manera de hacerlo sin perder mi pene.

Dejé caer mi frente contra la mesa.

Horas más tardes decidí que por hoy era suficiente y me marché de la oficina con un persistente sabor agridulce en el paladar. Por más que lo deseaba no desaparecía. No lo haría hasta que todo esto acabase. Eran las ocho en punto cuando por fin puse un pie en mi hogar. Willa había dejado la cena servida en una bandeja para calentar en el microondas. La comí tras ducharme. Como no le vi sentido a cenar en una mesa solitaria, encendí el televisor y comí en el sofá. Para mi suerte HBO transmitía un maratón de Regreso al futuro y mi mal genio se aligeró con la actuación de Michael J. Fox. Lamentablemente tuve que interrumpir una escena de la segunda parte cuando mi teléfono comenzó a sonar sin parar hasta que descolgué tras ignorarlo tres veces.

—¿Hola?

—¿Nathan?

John.

—¿Has visto la hora? —le pregunté sin molestarme en ocultar mi irritación.

Hipó. El maldito estaba borracho.

—¿Quieres salir?

—¿De qué mierda hablas?

—Mujeres dispuestas. Tú. Yo. Hermanos al límite juntos en un importante club nocturno donde soy… —Soltó un ridículo rugido que me obligó a apartar el teléfono de mi oído— …el puto rey león.

—¿Me estás llamando drogado? —Froté mi sien—. ¿Otra vez?

—Tal vez sí, tal vez no. Si quieres saber, tú mismo tendrás que ver.

—Ahora eres un puto oráculo, ¿eh?

—Tal vez sí, tal vez no. Si quieres saber, tú mismo tendrás que ver.

Suspiré, resignándome a perderme el maratón.

—¿Dónde estás?

—Bubblegum.

Rachel

Maldije al club, a las personas dentro de él y a la ventana.

—Maddie, cariño, cálmate. —La mecí una vez más y obtuve el mismo resultado. Nada—. Solo son luces, pequeña; no llores.

—Malvada. Quiere ir a bailar y llora porque tú no la dejas.

—Cleopatra pausó su sesión de pedicura para observarnos—. Pero no te preocupes, cachorra; tía Cleo te enseñará los placeres de la vida nocturna cuando seas más alta y uses tacones.

—Cuando cumpla treinta años —añadí.

—Cuando su identificación falsa se vea real.

Rodé los ojos.

—Eso en el caso de que te deje salir con ella.

—Si no lo haces, le mostraré cómo escaparse de tus sucias garras. —Las comisuras de sus labios rosas se extendieron y curvaron siniestramente—. Seré su maestra del mal. Le enseñaré a evitar cada obstáculo que pongas entre ella y la libertad.

—Yo no soy una madre con… —No pude terminar lo que iba a decir. De nuevo un fuerte estruendo, Judas, de Lady Gaga, penetró nuestros oídos. Cogí el biberón y dejé a Madison en brazos de Cleo—. Ya vuelvo.

Con un abrigo que cubría la piel desnuda que dejaba al descubierto mi camisón y midiendo casi dos metros gracias a los tacones de plataforma de Cleo alineados junto a la puerta de la entrada —debían ser los que usaba para sus fiestas exóticas—, salí de su edificio en dirección al club. Eran las tres de la mañana. Llevábamos una hora esperando que bajaran el volumen. Se suponía que solo tenían permiso del condominio para montar su escándalo hasta las dos. Entendía que su negocio dependiera de la calidad de la fiesta, trabajaba en ello, pero estaba segura de que las personas dentro también querían divertirse sin que la música les causara migrañas.

Deseos encontrados

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