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Daniel García Helder Episodios de una formación. La producción de Daniel García Helder constituye uno de los centros de gravitación de la poesía que se escribe hoy en la Argentina. Esa posición se ha definido en la convergencia de una serie de operaciones desarrolladas en forma simultánea: la realización de una obra en verso, hasta ahora recogida en tres volúmenes, con el valor de inaugurar una poética; la reflexión sobre el arte, entendida por el autor como articulación del “análisis crítico de obras del pasado con el de obras en curso” y que se despliega en un sólido corpus de ensayos, y la actividad como editor y docente, tomando a su cargo la formación y difusión de poetas más jóvenes. Nacido en Rosario en diciembre de 1961, García Helder suele ser incluido entre los poetas del 90. Su ubicación en ese campo, sin embargo, es particular: está al mismo tiempo adentro y afuera de la corriente, es uno de sus integrantes pero sobre todo la conciencia y el lenguaje de un nuevo punto de partida, el objetivismo. Quince poemas, libro que escribió en sociedad con Rafael Bielsa (1988), fue leído al momento de aparecer como la primera publicación que postulaba con claridad una poética en esos términos, que en principio aludían a la obsesión por los objetos, las virtudes de la prosa como meta del poema y la concepción del poema como otro objeto. El faro de Guereño (1990) y El guadal (1994) fueron los títulos que formalizaron la ruptura con la generación anterior; al respecto, García Helder había ajustado cuentas previamente en “El neobarroco en Argentina”, una impugnación disfrazada de informe periodístico. Su lugar ya fue visualizado por Edgardo Dobry en “Poesía argentina actual: del neobarroco al objetivismo” (1999): el “mirar que no se eleva por sobre la chatura de la realidad, sino que deliberadamente se pone a la misma altura” y “una lengua que renuncia a registros cultos y procedimientos retóricos para filmar la realidad en el mismo caos y en los mismos chirridos con que se manifiesta”, dos de los presupuestos básicos de la nueva poesía argentina, son sus contribuciones personales. El desarrollo de García Helder estuvo muy ligado a Diario de Poesía, publicación que integró desde su primer número, en el invierno de 1986, y en la que ocupó la estratégica secretaría de redacción hasta fines de 2001. La columna de opinión como cuaderno de notas y laboratorio de poesía; el rescate y la reinstalación de poetas olvidados o desconsiderados, con la atención focalizada a menudo en autores “bajos”, en un movimiento que evoca el método de conocimiento de la propia escritura; las intervenciones drásticas sobre el mapa de la poesía argentina (reasunción de Juan L. Ortiz, recolocación de Joaquín Giannuzzi, Francisco Urondo señalado como “punto central de la poesía argentina” de la segunda mitad del siglo XX, entre otras proposiciones) y el apoyo a las propuestas de renovación de los poetas de la generación siguiente, a través de concursos y acciones de política cultural, aparecen como las líneas dominantes de ese trabajo. En 2006 recibió la beca Guggenheim. Tiene inédito Tomas para un documental, anticipado en diversas publicaciones de poesía. -Me gustaría comenzar desde el punto de partida de tu historia como escritor. No desde el momento en que empezaste a escribir sino del primer texto o de los primeros textos de los que te hacés cargo, los que señalarías como el principio de tu recorrido. -Mientras el origen permanece incierto, me remito a los ocho poemas made in Rosario que salieron en el número 4 del Diario de Poesía, marzo de 1987. Con algunas modificaciones, que ahora en general desapruebo, esos poemas integraron El faro de Guereño, que publicó José Luis Mangieri en 1990. Comparando las versiones de la revista con las del libro, saltan a la vista algunos cambios en la puntuación y en los cortes de verso, vestigio de las sucesivas pruebas de ajuste del fraseo y la versificación a la que sometía los textos en esa época. Es sintomático, incluso, que en la revista aparezca en prosa un argumento que en el libro vuelve al verso, porque eso de chequear por medio de la prosa la materia semántica del poema es un hábito que todavía mantengo, debido a lo mejor a que me vivo preguntando -en mi escena introspectiva, siempre un poco sobreactuada- si tengo o no derecho a emplear el mismo medio de composición que Rubén Darío. Y justamente el poema al que me refiero, “Sobre la corrupción”, que pasó del verso a la prosa y de la prosa al verso, supone una suerte de diálogo platónico con el autor de Prosas profanas, como si hubiese pretendido colar una voz extemporánea en el “Coloquio de los Centauros”, donde Darío expone en boca de un cuadrúpedo su profesión de fe esotérico-simbolista: “Las cosas tienen un ser vital: las cosas/ tienen raros aspectos, miradas misteriosas;/ toda forma es un gesto, una cifra, un enigma”, etc. Ahí se insertaría imaginariamente mi poema en prosa -luego en verso- bajo la forma de acotación marginal de un sujeto dado: Puede que cada forma sea un gesto, una cifra, y que en las piedras se oiga perdurabilidad, fugacidad en los insectos y la rosa; incluso cada uno de nosotros podrá pensarse sacerdote de estos y otros símbolos, cada uno capaz de convertir lo concreto en abstracción, lo invisible en cosa, movimientos. Pero de rebatir o dar crédito a tales razones, sé que ahora, al menos, no me conviene interpretar mensajes en nada, ni descifrar lo que en las rachas del aire viene y no perdura (la imagen nítida, pestilente, de los sábalos exangües sobre los mostradores de venta, en la costa). La nota naturalista, debidamente entre paréntesis, no contradice la teoría simbolista, como tampoco lo hace la descripción de un objeto apestoso en “Una carroña”, el poema de Baudelaire que en los albores de la era industrial, como dijo Rilke, sentó las bases de la poesía moderna en su evolución hacia un lenguaje objetivo. En boca de un sujeto hiperestésico que sabe lo que no le conviene, el mini parlamento de mi poema da cuenta, si da cuenta de algo, no tanto de un cambio en el orden de las ideas como en el de los sentimientos; lo significativo está en esa negativa a la interpretación, en la suspensión -nunca del todo posible- de una lectura simbólica del mundo en favor de una posición más bien crítica, objetiva o, si se quiere, formalista. Eso en cuanto a la prosa, y a cierta versión realista y naturalista del simbolismo modernista, que implica una serie de analogías y oposiciones entre los “paisajes de cultura” de Darío y el entorno físico inmediato de un poeta rosarino a mediados de los 80. En cuanto a la versificación, el tipo de verso en el que me ejercitaba en esa época, y que determinó el que practico ahora, se podría describir como un verso libre que se apoya en la métrica tradicional, pero que se guía con las nociones de tiempo más que de cantidad, de velocidades más que de ritmo, de fraseo más que de cadencia. En este sentido, el poema del que sale el título del libro se presenta como un prototipo: modula tres oraciones cortadas en unidades de 5, 7, 9 y 11 sílabas, lo que remite a la combinación de medidas impares -típica de la silva desde el Siglo de Oro en adelante-, sólo que el ritmo de mi poema es irregular, o sea que la distancia entre los acentos internos no está pautada por las normas métricas sino por los usos locales del habla media, instancia coloquial que de todos modos no me impidió insertar -al borde del sacrilegio- un endecasílabo de Calderón: “a pie, solos, perdidos y a esta hora”, que en La vida es sueño sigue “en un desierto monte/ cuando se parte el sol a otro horizonte”, pero que yo rematé con este par de heptasílabos: “en la noche nos guía/ el faro de Guereño”. -¿Cómo se dio el proceso de escritura de El faro de Guereño? -Se dio en el marco de una experiencia generacional y una búsqueda grupal, como no cuesta mucho comprobar si se leen de corrido los primeros libros de Martín Prieto, Oscar Taborda y míos. Los poemas de El faro de Guereño se amasaron entre 1983 y 1988, y el título hace referencia a una fábrica de jabón [1] en la periferia sur de Rosario, cruzando el Saladillo, un paraje que ubico imaginariamente más o menos donde queda en la realidad, pasando el frigorífico Swift, cerca de un barrio de monoblocks, empalmes de ruta, puentes ferroviarios, un campo de golf que se extiende hasta las barrancas del Paraná, lotes de tierra recién arados o con hortalizas, ranchos de madera, cartón y chapa separados entre sí por muchos metros, y al final un monte de eucaliptos atrás del que no llega a verse pero se sabe que hay un viejo casco de estancia, intrusado. Puede ser que todo eso haya cambiado, porque hace tiempo que no voy, pero en cualquier caso el título alude a un sector -como podría haber sido otro- del ex cordón industrial del Gran Rosario. A Taborda y a mí nos siguen atrayendo ese tipo de paisajes más bien suburbanos y casi sin gente, las zonas portuarias, los silos y elevadores de grano, ex estaciones del ferrocarril tomadas por familias numerosas, basurales municipales, los grandes desarmaderos y corralones de maquinaria agrícola, la vegetación achaparrada de las islas del Paraná, las ciudades chicas y los campos a los lados de la Ruta 9 -entre Rosario y Buenos Aires- y la Ruta 11 -entre Rosario y Santa Fe-; grosso modo y extendiendo el área se podría decir que el referente geográfico de nuestro imaginario es el frente fluvial-industrial del Paraná y el Río de la Plata, donde se fue concentrando la mayor cantidad de población y de establecimientos industriales del país, y que se extiende desde la ciudad de Santa Fe hasta La Plata, Berisso y Ensenada, abarcando muchas ciudades y puertos, entre las que se destacan obviamente Rosario y Buenos Aires. Sin entrar en el análisis del contenido simbólico e ideológico ni en el origen psicológico de esta predilección por esa clase de paisajes, al mismo tiempo urbanos, rurales e industriales, me limito a sugerir que gran parte de los motivos referenciales y rasgos formales de la poesía que empezamos a desarrollar en Rosario entre principios y mediados de los 80 deriva de la fisonomía y el acontecer de esa triple zona, con su repertorio de objetos inagotable y monocorde (mil distintos tonos de marrón y verde). Un indicio superficial de esta correspondencia puede verse en el gusto, que se iría desarrollando cada vez más, por aludir o directamente nombrar lugares concretos de la ciudad y sus alrededores. Prieto en Verde y blanco (1988) nombra la Barranca David Peña y alude al puerto y a la zona de chacras. Taborda en La ciencia ficción (1982-1990, inédito) nombra la Estación Fluvial, el Hospital Italiano, el Arroyo Ludueña, el barrio Las Flores, la Costanera, el restaurante La Bella Napoli, la Circunvalación, etc. En El faro de Guereño yo menciono el portón de Hebraica, el Arroyo Ludueña, la Cooperativa de Pescadores que se había formado en el Parque Alem, el edificio de la Aduana, las islas El Paraíso y La Invernada, la Avenida del Huerto, etc. Esta propensión por localizar los enunciados es indicativa, me parece, de una tendencia más general que se fue acentuando a medida que se desarrollaban nuestras poéticas a lo largo de la década del 80, pero que sin duda nos precedía y se dio también en otros poetas más tarde: de lo indeterminado a lo determinado, de lo abstracto a lo concreto, de lo general a lo particular, del adjetivo al sustantivo, del nombre común al nombre propio, del sujeto al objeto (para volver del objeto al sujeto), del sentido figurado al propio, de lo ficticio a lo acreditado por los referentes, de lo universal a lo municipal, de lo atemporal a la coyuntura, etc. Volviendo a mis poemas, el primero que aparece en la página de ese número 4 del Diario se llama “Rojo sobre el agua”: el título es un calco consciente -pero velado, que revelo ahora- de “Smoke on the water”, el clásico de Deep Purple inspirado en el incendio de un hotel y que en los 70 todo el mundo sabía tocar en la guitarra, por lo menos los acordes del riff de Richard Blackmore; entre el segundo y el tercer verso se encabalga el título traducido de una novela de Faulkner (Light in August); el sintagma “polvo de ladrillo” del verso final deriva de las canchas de tenis. A semejanza y diferencia de Darío, en cuyos “paisajes de cultura” -el concepto es de Pedro Salinas y lo retoma Angel Rama- se combinan y recombinan como en un bricolage todo tipo de artículos culturales del depósito indoeuropeo y oriental, mis poemas refunden referencias a la cultura alta, media y baja, pero la identidad de esas referencias permanece en secreto, en tanto las cualidades y los elementos del entorno físico real pasan a primer plano, como en este caso los del paisaje periurbano rosarino: Están esos ladrillos, atrás, en el atardecer con luz de agosto, que apilados por un hombre y una mujer, o por un hombre y una mujer y sus hijos, no provocan lo que el alma quisiera. Y están esos otros puestos a secar, en hileras, encima de un tablón. Si hubiera agua de lluvia en el lugar de donde fueron excavados, no muy lejos, en la tarde, habría sobre el agua polvo de ladrillo. El puesto de ladrilleros al que se alude es uno de los tantos que se veían a los costados de las vías del Ferrocarril Mitre cuando el tren salía de Rosario con destino a Retiro. En el libro hay otro poema, “Una alegoría”, que explicita ese punto de vista móvil que en “Rojo sobre el agua” está implícito en el adverbio atrás, que se repite en este: “Aquello, a medida que el tren avanzaba/ describiendo una curva, iba quedando atrás,/ a medio camino entre las dos ciudades”, etc. Hoy todavía se ven, pero en menor número, ladrilleros trabajando a los lados la ruta, por ejemplo hay uno a la derecha de la Ruta 9 viniendo para Buenos Aires un kilómetro antes de llegar al Complejo Industrial Chevrolet, que se inauguró en el 97 con tecnología de punta, más de mil quinientos puestos de trabajo y los más modernos conceptos de producción. El exterior de la fábrica es imponente, un monumento galvanizado con cantidad de conductos de ventilación y una playa de estacionamiento para miles de unidades nuevas alineadas bajo el sol. El contraste con la fabricación artesanal de ladrillos no podría ser mayor: horno a leña, al que le echan además ruedas de auto y toda clase de residuos; una pirámide de ladrillo crudo; herramientas manuales: palas, moldes, baldes, carretillas, etc. y el hábitat familiar a metros de ahí: el rancho de chapa y madera, una línea de árboles, una huertita improvisada, gallinas sueltas, perros, con suerte un caballo, a menos de un kilómetro pero a siglos de la moderna planta industrial que levantó la General Motors en el departamento Rosario. Yendo al plano de la expresión: el uso del condicional es irónico. La primera oración -los seis primeros versos- es asertiva y se rige por un verbo tan básico y poco expresivo como “estar”, teniendo de sujeto gramatical “esos ladrillos”; el contenido proposicional es bastante simple: esos ladrillos están ahí, en tal lugar, de determinada manera, y a pesar del esfuerzo insumido de un hombre y una mujer y su prole -índice de baja condición social al que no se añade ningún signo de compasión-, defraudan no se sabe qué expectativas de un “alma” confinada a la posición de sujeto de una subordinada con función de objeto directo del predicado de otra subordinada. La segunda oración es un apéndice de la primera, no agrega nada substancial a la proposición: los ladrillos siguen ahí, como cosa en sí, útiles en potencia, recién amasados y horneados secándose al aire libre bajo aleros de chapa acanalada; si bien ejercen un principio de sugestión, enseguida se revelan refractarios a la estesis y a la catarsis, ya sea porque carecen de valor estético especial o porque no son oportunos para corresponder a un estado anímico o una pasión; en última instancia, la escena inmóvil de los ladrillos sería el correlato de una profunda apatía. Finalmente, ante la insuficiencia estimulante de lo que se presenta a los sentidos, el alma pareciera reaccionar eyectándose de su confinamiento gramatical para, en subjuntivo, suspirar por un retoque de la escena... Prieto tiene un poema, de la misma época, que retoma el asunto desde un punto de vista más teórico: Acerca del alma Nada más quisiera el alma: una percepción emocionante, materiales levemente corruptos de eso que llamamos “lo real”, y no estas construcciones de fin de siglo en el bajo, galerías desde las que miro los mástiles enjutos de un barco griego. Tampoco el agua ni, más allá, eso que dicen es la provincia de Entre Ríos. Otra vez un sujeto que se refiere, en tercera persona, a los requerimientos de un alma que deplora la insuficiencia emotiva de lo circundante, aunque ya no sean las afueras de Rosario sino el bajo, a cuadras del centro y del Monumento a la Bandera. Taborda, por su parte, tiene un poema que podría incluirse a la cabeza de esta serie, aunque no contenga una sola alusión al paisaje local: Tao Pienso, al verla, que su culo me defrauda. No está la firmeza que había esperado, y los pantalones que lleva no le marcan seguridad ni perdurable emoción. ...En su defensa, mis días opacos deshaciendo el olvido, y cielo y tierra que no tienen afecciones humanas. O sea: el sujeto de la cita a ciegas -según yo deduzco- declara frustrada su expectativa anatómica; pero en defensa del objeto está la propia opacidad y apatía del sujeto, que se transfieren al tiempo y al espacio. Los tres poemas -y las respectivas poéticas que actualizarían- emergen del mismo plano de inmanencia donde a un mundo desencantado no se le opone ya la voluntad -rasgo sobresaliente de la “poesía comprometida” del 70- sino la percepción en tanto “instrumento del deseo, no de la verdad” (Prieto). Una hipótesis para descartar: los indicios de pesimismo, nihilismo, fatalismo, desilusión, melancolía, aburrimiento, decepción, desánimo o lo que sea que, con distintos matices y modalidades figurativas, manifiestan o se manifiesta en nuestros poemas de los primeros 80 -tan sobrios, parcos y hasta si se quiere fríos-, podrían verse como efecto residual de la respuesta adaptativa a la cultura autoritaria que fue la dominante del 66 al 83, años que coinciden casi a medida con el período de formación primaria, secundaria y universitaria de los nacidos en 1959, 60, 61, 62, etc. A los poetas del 70 les tocó otra suerte y, teniendo apenas de diez a quince años más que nosotros, su visión del mundo era opuesta; de todos modos, son algunos de esos mismos poetas los que, después del 76, van a ir adaptando sus posibilidades expresivas a la coyuntura, comenzando así un traumático período de transición que llega hasta nosotros.[2] Para considerar en un caso concreto la serie de cambios y transiciones que se verifica entre la poesía de los 70 y la de los 80, se pueden tomar las Cartas australianas de Jorge Isaías (1946), que son del 78, y compararlas con unos poemas del 82 de Taborda (1959): Isaías en la “Carta a Sydney”: “Te cuento de aquí:/ algunas cosas no funcionan:/ mi encendedor a nafta y el termo trizado/ en un descuido” Taborda en su poema “(Cartas)”: “Podría decirse que acá todo sigue igual:/ Nombres de generales desconocidos reempla-/ zan a otros,/ y la enredadera está roja/ y cae” Isaías en otra carta: “Hace dos años, te escribí a Sydney/ repleto de optimismo (salvo la lluvia, te previne)/ pero hoy todo marcha con exceso hacia el descuido” Y Taborda arranca su poema “(Serie)” con un terminante “No contés con el futuro ni nada/ ahora con esta lluvia por televisión/ Nuestras pocas ganas de ser más optimistas”, etc. En ambos el tono coloquial, la segunda persona, la lluvia como correlato melancólico, la carta como formato que supone un doble exilio (en sentido estricto y en sentido lato: el llamado “exilio interior”); pero en Taborda se advierte una dicción más seca, más ajustada al habla (“no contés”), un léxico más llano (no “aquí” sino “acá”), y un cierto desencantamiento de lo natural (la lluvia mediatizada). Este cotejo paradigmático del optimismo derrotado de Isaías con el pesimismo asumido de Taborda ilustra un cambio fundamental en la continuidad de la poesía rosarina del 70 en la del 80. Durante la escritura de los poemas de El faro de Guereño me acuerdo que me había propuesto -no sé en qué medida lo logré- no usar ninguna expresión en sentido figurado, por común y estandarizada que fuere; una medida estoica equivalente a la autocensura impuesta por Prieto a su innegable vena confesional y sentimental (cfr. “Para mí la luna es un lugar”, suerte de arte poética con la que abre su tercer libro y donde habla de una “voluntad de un uso literal de la lengua poética”); por su parte, la opacidad lexical y los períodos sintácticos de Taborda, dilatados y a veces sumamente intrincados, destilan un estado de desaliento que uno diría determinado por el sentimiento de una juventud perdida a cambio de ninguna perspectiva de futuro reparador. Frente a las intenciones transformadoras, esclarecedoras, edificantes, etc. del denominado realismo crítico, que estaría en la base de la poesía militante o comprometida de los 60 y 70, el marcado escepticismo de nuestra poesía de los 80 -determinado por el proceso político argentino- tiene que haber pasado -a ojos de quienes habían empeñado su poesía y/o su vida en la transformación de la realidad- por otra forma de alienación, y es probable que lo fuera. Copio para terminar un poema de Taborda que, publicado a fines del 82 en el volumen colectivo Con uno basta, resume para mí un sentimiento generacional que -si no me paso de optimista- paulatinamente fuimos superando: (Serie) No contés con el futuro ni nada ahora con esta lluvia por televisión Nuestras pocas ganas de ser más optimistas y encima esa mujer ahí mirándose las piernas Dejá mejor que una suavidad atienda estas cosas inútiles, irreemplazables Ahora, te decía, que estamos solos: ella que recibe un llamado desde otra ciudad otro mundo y nosotros sin saber si hace que extraña o extraña verdaderamente -A la luz del presente uno diría que el momento de fundación es “El neobarroco en Argentina”. El artículo parece como el resultado del choque de tus lecturas con una serie de textos que eran entonces dominantes. ¿Lo concebiste como una reacción? -Sería muy pretencioso hablar de fundación, aparte no sabría bien de qué. No hay duda que ese artículo, que salió en el número 4 del Diario (marzo del 87), fue importante para mí (pensarlo, escribirlo, publicarlo, etc.) y significativo para otros, ya que puso en circulación cierta corriente de opinión discrepante respecto a una tendencia estética que por esos años parecía dominar el panorama de la poesía rioplatense. A pesar de la brevedad, las torpezas de redacción, la falta de información y el carácter tentativo que tenía -más allá de lo categórico de algunos juicios-, “El neobarroco en Argentina” despertó reacciones lógicamente adversas entre algunos poetas aludidos y adhesiones de otros que -cosa que me incomodaba- exageraban su contenido de impugnación hasta convertirlo en una aplanadora. Lo escribí solo, con lo que quiero decir que no sintetiza el pensamiento de los integrantes del consejo de redacción del Diario de ese momento. El uso de la primera persona del plural fue más bien retórico, porque no había consultado con nadie si estaba o no de acuerdo con mi análisis y mis opiniones; por el contrario, me limité a reflejar mis predilecciones literarias, mis hábitos de escritura y a dejar fluir mi inclinación cada vez mayor a cultivar el estudio crítico de las obras recientes, así como me venía ocupando de las del pasado. Por esos años Prieto y yo habíamos escrito en colaboración un libro sobre Vallejo y un par de artículos sobre Darío y el Modernismo, y habíamos coeditado con Daniel Samoilovich los dossiers sobre Juan L. Ortiz y la revista rosarina El lagrimal trifurca, además de haber escrito individualmente numerosas reseñas, algunas tanto o más polémicas que el artículo sobre el neobarroco, pero de alcance más circunscrito a un autor. No concebí por lo tanto ese artículo como una reacción especial -en el sentido de que creyera necesario salir a dar batalla o dejar sentada mi opinión-, sino como una pieza más de una serie general de estudios sobre poesía argentina contemporánea. -En una reseña aparecida en el número 11 de Diario de Poesía, Martín Prieto describió a Quince poemas como “el emergente más sólido” de la poética objetivista, “que pareciera (sucede que no hay nada escrito al respecto) se define por la presencia de pequeños cuadros dramáticos, descriptos por un ojo de pintor, a través de una cadencia no rítmica pero sí musical y que deja suceder, como en un cuento, una breve historia de personaje”. ¿Cómo se definió, en tu práctica, esa poética entonces en germen? -Esos Quince poemas fueron escritos en colaboración por Rafael Bielsa y por mí en 1987. Bielsa era y es algunos años más grande que nosotros, en el 87 él tendría 34 y nosotros 25; nos gustaba su poesía, sobre todo la de sus dos últimos libros: Palabra contra palabra (1982) y Tendré que volver cerca de las tres (1983). Bielsa ya vivía en Buenos Aires para esa época, por lo que la escritura de esos poemas estuvo condicionada por el ritmo del correo argentino. Reconstruyendo ese proceso, diría que fue así: partimos de una base de cuarenta poemas, en su mayoría de Bielsa; quedaron un tiempo en mi poder, no se sabía bien qué debía hacer yo con eso, si escribirle un prólogo, si adjuntarle algunos poemas míos, si seleccionarlos o qué; al mes le remití en un sobre once o doce versiones y refundiciones de sus poemas y esbozos míos de nuevos poemas en esa línea que señala Prieto en la reseña, y cuyos modelos eran -al menos para mí, porque Bielsa y yo no mantuvimos una correspondencia teórica sobre el trabajo- básicamente Kavafis (sobre todo sus poemas de tema histórico), Girri, la Antología de Spoon River de Edgar Lee Masters y los Nuevos poemas de Rilke, esos poemas-cosa de su período objetivista marcado por los ejemplos de Rodin y Cézanne, poemas de los que Angel Battistessa dice que son “el signo de una tendencia hacia un arte más atento al panorama de lo objetivo” (Rainer Maria Rilke. Itinerario y estilo, 1950). Lógicamente, en los Quince poemas abundan las máscaras o personae, fragmentos de monólogos interiores de un cura confesor, un pensador ocioso, un paciente de hospital, una mujer en el casino, un cónyuge melancólico, un tipo feo fumando al lado de una joven bella, un soldado griego y un sirviente medieval, mientras en tercera persona se narran escenas parciales de un travesti cruzando un bulevar a la madrugada, un viejo marmolista y su hermana que toman té en el patio, una mujer que habla hasta por los codos mientras se maquilla y un novelista norteamericano (Faulkner) charlando con el personal de un prostíbulo. Ambos recursos (monólogo interior de un personaje y tercera persona) ya estaban presentes en ese par de libros de Bielsa del 82 y el 83, pero su lenguaje era recargado y preciosista, y en general se advertía una inclinación al barroquismo que sus libros posteriores fueron acentuando; cuando él me contactó a principios del 87 para proponerme hacer un libro en colaboración, se topó con un artesano de un desmedido afán restrictivo: ansias de cortar, ceñir, desbrozar, objetivar, acotar la imagen, controlar el ritmo, etc. El resultado del cruce es de una frialdad necesaria, ya que el proyecto no dejaba mucho margen para la expresión de sentimientos personales; la “conciliación obligatoria” respecto a las imágenes, las palabras, las historias, los cortes de verso, etc. impusieron un principio de objetividad muy grande, que funcionaba como una máquina capaz incluso de apropiarse de la idea de un tercero, como ocurrió con el poema “El mensajero”, que es una variación de un texto ocasional escrito por Daniel Scheimberg, un amigo pintor de gran influencia sobre mí y sobre Prieto en esos años, y aun hoy. Pero esta poética objetivista se inscribe -en mi propia experiencia formativa y en mi afán revisionista- en una corriente realista y antirromántica que en poesía tiene un origen moderno y remoto en los poemas en verso y en prosa de Baudelaire. Dejando de lado por obvios a autores como Balzac, Flaubert y Zola, Proust, Joyce, Faulkner, etc., creo que las que dejaron en nosotros una impronta más específica en lo que respecta a esta corriente realista y objetivista fueron las lecturas de -en el orden en que más o menos se fueron dando- los poetas norteamericanos (Eliot, Pound, Moore, Williams, Creeley, etc.) y la poesía rosarina del 70 (Hugo Diz, Eduardo D’Anna, Isaías, Francisco Gandolfo, Alejandro Pidello, etc.), la narrativa de Arlt, Quiroga, Onetti, Di Benedetto y Saer paralelamente a Robbe-Grillet y los ensayos que le dedica Barthes, Juan L. Ortiz, Trabajar cansa y El oficio de poeta de Pavese, Girri como poeta y traductor, Montale, Kavafis, Rilke, Giannuzzi, Gottfried Benn, Francis Ponge, Perec, etc., etc. La del realismo como se sabe es una problemática crónica en la historia de las corrientes estéticas, y las distintas épocas y sociedades inspiran en sus autores diversas modalidades de representación; el lenguaje poético, que corre la misma suerte respecto de las condiciones históricas, demanda periódicamente un reajuste en su dicción para dar cuenta más fielmente de lo que pasa, sea por la calle, por la cabeza o por la televisión. En este sentido, el artículo de Eduardo D’Anna sobre la nueva poesía rosarina de los 70, publicado en 1980, sin dejar de ser descriptivo era al mismo tiempo programático, ya que se aplica mucho más a nuestra poesía posterior que a la de nuestros precursores rosarinos. Daniel Freidemberg incluso opinó que la selección que acompaña al artículo, hecha por el propio D’Anna, no coincide con el programa estético (cfr. “El poeta en la picota”, Diario número 2, dossier sobre El lagrimal trifurca, septiembre 1986). El artículo de D’Anna se llamaba “Fenicia revisited. Nueva poesía de Rosario” (Arte Nova, número 5, Buenos Aires, mayo de 1980), y apuntaba cinco características: 1) ironía y distanciamiento, en oposición a la efusión poética; pone de ejemplo a Hugo Diz (1942); 2) predominio del tono narrativo o argumental sobre el lírico; ejemplo: Rafael O. Ielpi (1939); 3) inclinación por lo antipoético en los temas y los referentes: Francisco Gandolfo (1921); 4) lenguaje definitivamente coloquial [3]; da como ejemplos a Guillermo Thomas (1953), Hugo Ojeda (1954), Sergio Kern (1954), Oscar Otero (1953) y Rafael Bielsa (1953); y 5) “predominio de los datos objetivos sobre los subjetivos”, y el ejemplo acá es Alejandro Pidello (1947), cuya obra junto a la de Héctor Piccoli (1953) -esto ya no lo dice D’Anna- constituye otro hito aislado de poesía experimental rosarina. Y ahora me gustaría citar una conclusión que saca Daniel Freidemberg a propósito del artículo de D’Anna: “Moraleja: existió efectivamente en Rosario una propuesta definida (que influyó, incluso, en autores posteriores: los rosarinos Rafael Bielsa, Carlos Piccioni, Martín Prieto, Oscar Taborda, el chubutense Juan Carlos Moisés, el puntano Héctor Giuliano, entre otros)”. Hay que suponer que Freidemberg no conocía todavía mis poemas, de lo contrario no se explica que haya tenido que recurrir a un chubutense y a un puntano para engrosar la lista... Es interesante que, después de detallar los rasgos característicos de la poesía de los 70, y sin querer la de los 80, D’Anna le haya dedicado un párrafo a tres precursores locales: Arturo Fruttero (1909-1963), Beatriz Vallejos (1922-2010) y Felipe Aldana (1922-1970). Yendo más lejos, forzando un poco la visión de conjunto del patrimonio de la poesía rosarina, santafesina y del Litoral -que empieza a verse ahora con las ediciones y reediciones de las obras de Juan L. Ortiz, José Pedroni, Fruttero, Hugo Padeletti, Aldana, Hugo Diz, Irma Peirano y Aldo Oliva-, es decir haciendo una lectura parcial e intencionada de esas obras se podría resaltar una tendencia realista u objetiva que las atraviesa, con distintos grados y modos de desarrollo, por momentos asociándose a una ideología política, por momentos contradiciendo la ideología opuesta, o haciendo de antidominante a una cosmovisión sublime, contrapeso para un lírica que pulveriza las impresiones del paisaje a nivel de las sílabas y los signos de puntuación, cuando no es el reclamo de las condiciones sociopolíticas a un escritor cuyo sentimiento de culpa lo retrae de un mundo interior lleno de fantasía y arquetipos; muchas veces esa tendencia se registra en las obras de manera involuntaria y aleatoria, o al contrario como fracaso de una toma de conciencia y la intención de objetivarla en la expresión poética, y a veces surge espontáneamente y toma todo un libro o gran parte, o se limita a un solo poema, a los títulos del índice, a versos sueltos, etc. -El cruce de poesía y narrativa es un articulador del objetivismo. ¿En qué sentido cabe entenderlo en tu opinión? ¿Qué puede tomar la poesía de la narrativa? -Bueno, nunca me convenció el término “objetivismo”; daría la idea de un movimiento sostenido y coherente conformado por cierto número de autores en base a un programa común explícito, y no se dio nada de eso, sino más bien la confluencia espontánea de poetas de distintas edades y procedencias hacia una poética que -con manifestaciones muy diversas, tantas como las que se daban por entonces en la tendencia neobarroca- empezó a hacerse cada vez más visible a medida que avanzaba la década del 80.[4] En cuanto al elemento narrativo en mi poesía, nociones como la de personaje, tercera persona omnisciente y acción determinan la estructura de muchos de mis textos, más que el arsenal tradicional de la lírica con su repertorio de entonaciones y formas estróficas. Lo que rige el encadenamiento de los versos en mi caso no es la cadencia sino el período sintáctico. Mucho antes de leer el prólogo a las Baladas de Wordsworth me di cuenta que “el lenguaje de la prosa puede adaptarse muy bien a la poesía” y que “una buena parte del lenguaje de todo buen poema puede no diferir en absoluto del de una buena prosa”. Un detalle que podría resultar trivial, si no fuera porque acusa un ascendente prosístico, es la manía que teníamos de empezar el poema con sangría, como si fuera un párrafo en prosa; posteriormente la fuimos abandonando. -A propósito de tu poesía se ha observado la preeminencia de la imagen sobre el comentario, la mirada obsesiva sobre los objetos y la atención hacia lo bajo y antipoético, tanto a nivel de lenguaje como de asunto. Aspectos que definen la poética objetivista. “Lo único real y más creíble/ son los acontecimientos”, se lee en uno de los poemas de El faro de Guereño. -No estoy muy de acuerdo con la primera observación. Mis poemas, por donde se los examine, son tanto o más discursivos que imaginistas, en el sentido de que las referencias a imágenes ópticas y otros datos sensoriales generalmente no se presentan aisladas sino articuladas con razonamientos y comentarios -por ejemplo- sobre el tiempo, el espacio, la percepción y las apariencias, o especulaciones sobre -por ejemplo- lo que haría, vería y pensaría un bonzo en lugar del sujeto del enunciado, como en el caso del poema de donde provienen los versos citados en la pregunta: Barranca del este Sentado como un bonzo sobre mis talones, una barcaza verde y otra blanca se alejan en sentidos contrarios. Sólo que extendiendo un mantel en la hierba salpicada de tréboles el bonzo no vería, como yo, conexión entre los instantes, decididamente no mezclaría unas cosas con otras en el espacio sino en la mente despejada. “Lo único real y más creíble son los acontecimientos”, diría descorchando una botella. O bien: “Picos de montañas azules o nubes en el horizonte es una falsa disyuntiva”. En efecto, disueltas como el humo las apariencias, no hay paisaje. Yo diría que en este poema, que no es una excepción, los comentarios superan a las imágenes, en el caso de que puedan separarse con nitidez. Acepto en cambio lo de “la mirada obsesiva sobre los objetos”, porque esa expresión pone el énfasis en el carácter obsesivo de la mirada más que en los objetos. Como sea, en El faro de Guereño el factor descriptivo está menos desarrollado que el discursivo, argumental, narrativo o especulativo. Debería hablarse más bien de una disposición figurativa al registro de constelaciones de objetos y acontecimientos ínfimos y anodinos: el polvillo que flota y brilla en un cono de luz solar, el vello rubio en la piel tostada de una bañista meciéndose con la brisa como -valga la amplificación- un campo de trigo, el paso del tiempo cuando no pasa otra cosa, el cortejo y la cópula de dos gorriones en un tapial, el reflejo de unas columnas de humo industrial en el ojo de un pescado pudriéndose al sol, la disposición de los objetos de una habitación desde el punto de vista del que está en la cama, etc., etc. Fijando la mirada en actitud de autista, lo objetivo de esas formas -detenidas o en movimiento- no tarda en cargarse de expresión, carácter y emoción. El antropomorfismo no es una función psíquica privativa de las etapas infantiles ni de los poetas ingenuos, sino que, como demuestran los neurocientíficos, existen patrones neuronales innatos por los cuales atribuimos inconscientemente sentimientos y estados anímicos a los seres inanimados. En ese sentido, las cualidades objetivas de los objetos y acontecimientos operaban como modelos del poema, cuya factura tenía que ser precisa, meticulosa y seca. No habría entonces un privilegio de lo percibido sobre lo concebido, ya que entre ambos debía operarse -en el trabajo mismo de la escritura- una simbiosis: lo percibido (la imagen, el acontecimiento) adquirir cualidades de lo concebido (la idea, el concepto), y a su vez lo concebido recibir el mismo tratamiento realista que los datos aportados por los sentidos. En mis poemas de esa época, como en los de Taborda, Prieto y Samoilovich -a quienes están dedicadas cada una de las partes de El faro de Guereño-, son recurrentes las alusiones al estatuto problemático de la percepción y del mundo exterior: casi no se describen o refieren objetos ni acciones separados de su observador (el sujeto del objeto). -Pero a la vez los poemas están atravesados por otros textos, los incorporan, son procesamientos de ideas y lecturas que apuntan a un lector especializado y que a veces, incluso, están diciendo a qué tipo de valores poéticos adscriben. ¿Cómo se compadecen la erudición y la atracción hacia lo vulgar, la extremada conciencia de la escritura y la composición poética como registro de una mirada? -En efecto, ciertos procedimientos intertextuales, que revelarían una cultura alta, se compaginan con cierta predilección por un lenguaje y asuntos no elevados; yo diría que esa mezcla se dio muy naturalmente en el marco de un proceso biográfico que insumió dosis parejas de estudio, lectura placentera, trabajo asalariado y contratado, ocio programático y vida cotidiana en compañía de otros sujetos pertenecientes a la misma clase media argentina. Por otro lado, con la tendencia realista del siglo XIX, los estilos y objetos de representación literaria dejaron de clasificarse en altos, medios y bajos, como prescribía la rueda de Virgilio; una carroña apestosa en la vía pública era para Baudelaire un objeto de representación tan serio como la esencia divina del amor. Si un verso de Calderón, de Trakl o de Villasandino, una imagen de Platón, la escena de un cuento de Borges, una letra de Pappo, un cuadro de Rembrandt, la leyenda de Lady Godiva, etc. dejaron alguna huella en un texto mío, no se dio a consecuencia de una decisión elitista -en el sentido de apuntar a la competencia del lector- sino de un régimen de vida con un alto consumo de bienes culturales. De todos modos, no hablaría nunca de erudición, y no por falsa humildad; mi formación fue y sigue siendo informal y bastante errática, obsesiva pero poco metódica, y mi biblioteca refleja menos el canon occidental que las mesas de saldo, las librerías de viejo y el trato con otros escritores. Si reordenara mi biblioteca por editoriales, para lo cual no veo razón, seguramente el Centro Editor de América Latina ocuparía más espacio que ninguna otra. Fluctúo, digamos, entre el conocimiento puntual y la divulgación, y cuando escribo o leo poesía debo ser lo suficientemente distraído, ingenuo y desprejuiciado como para percibir valor estético o meramente interés en un montón de elementos que convencionalmente estarían por debajo de la línea del “buen gusto”. Me remito una vez más a Rilke, carta de 1907: “He llegado a pensar que sin ese poema [“Una carroña”] toda la evolución hacia el lenguaje objetivo, que ahora creemos reconocer en Cézanne, no habría podido empezar nunca; era preciso que existiera, así de despiadado. Hizo falta que la mirada artística se atreviera a ver los seres existentes incluso en lo que tienen de terrible y en apariencia sólo repugnante, porque estos seres tienen valor tanto como todos los demás. Igual que no tiene libertad de elección, el espíritu creador tampoco tiene derecho a apartarse de ninguna cosa existente: con sólo que lo haga una vez, pierde su estado de gracia, y se hace culpable para siempre”. -Si El faro de Guereño forma parte de una serie rosarina, ¿cuáles serían los poetas que reconocés en el contexto de El guadal? Me parece ya que no se trataría tanto de Taborda y de Prieto como de los que empezaban a aparecer como los “poetas de los 90”. -Recién se empezó a hablar de poesía o poetas de los 90 faltando pocos años para terminar la década, y yo ese libro lo fui escribiendo entre el 89 y el 93, salvo un poema extemporáneo que está fechado en el Cementerio de Disidentes de Rosario en enero del 94, como si realmente lo hubiera escrito sentado en un banco de piedra a la sombra de un álamo: In memory of Jane El aire que baja de los enebros en la sombra esparciendo encajes de luz cuando chasquean tus tres últimas pisadas en la senda que termina junto al muro. El corazón de Jane sigue latiendo entre dos losas cinco centímetros separadas habiendo elegido, para reencarnar, una colmena esta mañana en pleno dinamismo. Jane, beloved wife of Edward Granwell And widow of the late Peter Keller, tus obreras no me dejan acercar y hay palabras bajo el musgo que de lejos no se entienden. Más bien yo siento que El guadal continúa la serie rosarina, pero en el interior de ese despliegue de una poética más personal se dio por lo menos un doble movimiento: un envión naturalmente hacia adelante, tratando de zafar del programa restrictivo de ese período que declinaba y se fundía en otro, pero a la vez -y en la misma dirección- un repliegue hacia tópicos y metros de la tradición española hasta Vallejo (los tres: el de Los heraldos negros, el de Trilce y el de Poemas póstumos), poeta que marcó el primer estado de secundariedad importante en mi biografía literaria y el que me afilió a la tradición hispanoamericana con el rango más bajo, de epígono (Breton es el que habla, creo que en una entrevista radiofónica de los años 50, del “estado secundario” que le había deparado la lectura de Rimbaud: las visiones de la obra de Rimbaud interferían su visión directa del mundo, etc.) Mis poemas de Con uno basta, de los que únicamente cabe arrepentirme, trasuntan a nivel lexical y en sus tópicos, giros y entonaciones del repertorio de la liturgia y se engloban en algo que podría llamarse cristianismo existencial o existencialismo cristiano muy en la línea de Vallejo, con reminiscencias de Herrera y Reissig, Darío, Quevedo, San Juan de la Cruz, etc. En mis retóricos ejercicios vanguardo-conceptistas de Con uno basta hay duplas como “la contrición y la duda”, un poema llamado “Caritas”, “un cristo tirado a medio muerto”, alusiones a la triple negación de Pedro, la calavera de los santos ermitaños, Adán y Eva, el santo sepulcro y otras cosas que no cito para no seguir mortificándome. Pero a su vez hay atisbos de una mirada que pronostica la del autista que se fija en una lápida y memoriza la inscripción, aunque esté en idioma extranjero. Ejemplo: el sujeto de uno de uno de esos protopoemas interrumpe su discurso en verso para saltar a la prosa y quedarse “detenidamente encantado observando cómo en una plaza una hoja agostada golpea huecamente su enferma nuca desprendida contra el zapato de la estatua sordomuda”; si se lo traduce a términos de la experiencia sensorial, restándole toda su expresividad inadecuada -como empecé a hacer al año siguiente con todos mis poemas-, el enunciado queda más nítido: un actor que interrumpe la acción (el verso) para pasar a la condición de espectador inmóvil de una hoja seca que se suelta de la rama y cae a los pies de una estatua, seguramente en el Parque Alem. Volviendo a El guadal, durante el período 1989-1993 me hundí unos metros más en el Cancionero de Baena, San Juan de la Cruz, Garcilaso, los autores del Siglo de Oro y en general la lírica castellana y galaicoportuguesa, que trasunta cristianismo por todas sus letras; básicamente siguieron gravitando las opiniones de Taborda, Prieto y de mis compañeros del Diario, pero se agregaron a mis esfera de intercambio de ideas otros amigos como el pintor Emilio Torti, que acompañó el proceso de escritura y le dio una imagen adecuada a la tapa de El guadal; Arturo Carrera, con el que compartimos un taller de poesía; y Fabián Casas, en cierta manera mi contacto con una promoción de poetas inmediatamente posterior a la mía: José Villa, Daniel Durand, Laura Wittner, Eduardo Ainbinder, Rodolfo Edwards, Juan Desiderio, Mario Varela, Darío Rojo, etc. con los que tuve escaso trato directo, todos agrupados en torno a la revista 18 whiskys, en la que llegué a colaborar. Después vino otra promoción, con la que tuve más trato, la de Alejandro Rubio, Martín Gambarotta, Selva Dipasquale, Fernando Molle, Walter Cassara, Verónica Viola Fisher, etc. El intercambio con los poetas y amigos de la Capital sin duda fue un factor condicionante de las formas que iba adoptando ese tercer momento del despliegue de una poética personal, pero el lector in mente al que me dirigía en mi escena performática seguía siendo rosarino... En El faro de Guereño no hay, al menos conscientemente, ninguna cita, alusión o remitencia puntual al Viejo ni al Nuevo Testamento ni a la poesía mística española ni a la liturgia; mi nómina de restricciones -de corte materialista- era bastante explícita en este punto y no dio lugar a excepciones. El guadal por el contrario está lleno de alusiones de ascendencia judeocristiana, empezando por el primer poema que contiene una cita al Génesis (“sobre estas negras aguas drogadas/ ningún espíritu puede agitarse”) y siguiendo por el Libro de Job, los Salmos, San Juan de la Cruz, el Cantar de los Cantares, etc. En general, esto manifiesta menos una reorientación ideológica que un levantamiento de las medidas restrictivas y un posible ascenso en mi filiación en la poesía española e hispanoamericana hasta Vallejo, saturadas como dije de cultura cristiana. Y esto, me parece, tiene muy poco que ver con lo que más tarde se dio en llamar poesía de los 90, y por cierto tampoco tiene mucho que ver con Taborda, Prieto, Saccone, Vignoli y demás poetas rosarinos de los 80.[5] -A propósito de los poetas de los 90 has señalado que están “poco inclinados (...) a entablar con la historia literaria una relación orgánica y de largo alcance”. Esta es una característica en que tu poesía no se reconoce. Digo porque tus poemas aparecen a veces como una trama de lecturas heterogéneas -aunque no necesariamente literarias. Claro que esto es algo que se hace perceptible por tu decisión de publicar notas al final de El guadal. -En su ensayo sobre la poesía de los 80-90, Edgardo Dobry señala con acierto que el “Boceto Nº 2 para un... de la poesía argentina actual” (Punto de Vista N° 60, abril de 1998), que escribí en colaboración con Prieto, es al mismo tiempo una evaluación y un programa, o sea que le cabe la misma observación que puede hacerse tanto del artículo de D’Anna sobre la poesía rosarina de los 70 como de la descripción que hace Freidemberg del objetivismo. Por lo dicho hasta ahora en esta entrevista es obvio que no estoy cerrado pero que tampoco me abro del todo a la cultura pop y massmediática, por lo menos no en la medida en que lo hicieron gran parte de los poetas de la segunda mitad de los 90, en quienes no se aprecia un disposición especial a entablar vínculos directos con la tradición poética hispanoamericana anterior, digamos, a los 80. En ese ensayo decíamos: “A una típica y dilatada ligazón con el pasado literario, [los poetas del 90] prefieren una más bien corta, intensa, heterodoxa, no predeterminada, esporádica. Son poetas de la sincronía. Ya no pretenden tener, o no se conforman con tener, una conciencia acabada de la poesía universal, como los poetas de las generaciones anteriores” -en referencia a nosotros, los del 80. Por lo demás, mencionábamos algunos casos que contradecían ese análisis, como los del cordobés Silvio Mattoni y los bahienses Marcelo Díaz y Sergio Raimondi, autor de un libro como Poesía Civil (2001), de neto corte realista. -Además comienza a aparecer otro paisaje: el corralón de Bolívar y Uspallata, la Boca, el supermercado Makro (que supongo debe ser el que está sobre la autopista, lo veo cuando viajo a Buenos Aires). -No, es el supermercado que está del lado de Avellaneda cruzando el puente Victorino de la Plaza, y la iglesia a la que hace referencia el poema, “que se impone por altura y estilo a las barracas del sur”, es la Basílica del Sagrado Corazón, con su torre de campanario cuadrada a la que le saqué fotos con una Zenit rusa tan sólida y confiable como la construcción de la basílica, de un híbrido estilo Tudor y románico (supongo). De todos modos, El guadal sigue aludiendo a Rosario y zonas de influencia; además de “In memory of Jane”, hay un montón de poemas que remiten al paisaje rosarino y sursantafecino, como “Cerámica Verbano”, “8 de la mañana en el viaducto”, “En el campo de los Arocena”, “Predio elegido para plantar un bosque”, “En un chacra de Armstrong”, “El río Carcarañá” y “A unas ruinas junto al río Paraná”. Pero efectivamente se agregan muchas referencias concretas a Buenos Aires y su periferia: el puerto, el centro, la villa de Retiro, el Riachuelo, Barracas, Avellaneda, la Costanera Norte, una estación de subte, etc. Desde una perspectiva geográfica y demográfica, sin embargo, no cambia nada, el referente sigue siendo el frente fluvial-industrial del Paraná y el Río de la Plata, sólo que Buenos Aires se me presentaba como una recrudescencia de los aspectos que más se me imponían de Rosario (decadencia urbana, polución atmosférica, contrastes sociales, etc.). La nota más novedosa de El guadal respecto a El faro de Guereño y Quince poemas sería entonces el mayor grado de apertura a la realidad social, cosa que en parte se dio como evolución personal -levantamiento de una abstención posiblemente determinada por factores generacionales- y en parte como repercusión del contexto socioeconómico posterior a la hiperinflación, los saqueos, La Tablada y el catastrófico final de Alfonsín. Cuerpos de todos los tamaños por donde corre la misma sangre Mil novecientos ochenta y nueve agujeros que hacen del rancho un colador para que el clima de las cuatro estaciones se suceda en concierto por el único ambiente sin necesidad de ventanas. Recién despierto, acodado en las mantas Lescano barre con la vista los cuerpos tendidos de la madre, la esposa, un cuñado, las hijas que son tres más los dos perros que, sin contar el loro, ascienden al número de ocho como víctimas de una masacre de la cual, en estado de ebriedad, él pudo haber sido el agente; pero no se acuerda de nada y el flequillo sobre los ojos le da un aspecto de pony tardíamente alfabetizado. La basura y la miseria en las calles rosarinas y porteñas me exigieron en ese momento una cuota mayor de naturalismo, con lo que el contexto social se hizo más explícito. Las figuras de villeros, lúmpenes, cirujas, reducidores y cartoneros aparecen en esos poemas con una carga de tremendismo que no tenían mis apáticos ladrilleros, pescadores y hortelanos del libro anterior; demás, el vocabulario que los designa (pardo, meteco, mataco, etc.) reproduce -sin enjuiciar- el desprecio y la actitud discriminatoria de la clase media de barrio: distorsión, más que reflejo, de tensiones y conflictos preexistentes en la sociedad. Viraje del realismo al expresionismo, etc. Notas de Daniel García Helder [1] Juan Guereño fue un inmigrante español que llegó al país en la primera década del XX y que, según la leyenda blanca del tesón, la ahorratividad y la rapidez para los negocios, llegó a amasar fortuna haciéndose de abajo. Como dato anecdótico, a fines de los 30 o principios de los 40, Evita hizo una publicidad gráfica para su producto más conocido, el pan de jabón Federal. Cuando Guereño murió, en 1961, las plantas fabriles de la empresa empleaban a más de mil personas en todo el país, procesaban 2.400 toneladas de sebo por mes y distribuían en el mercado cuatro mil toneladas de jabón. En el 92, como tantas otras empresas nacionales, fue absorbida por una multinacional; la planta de Villa Diego a la que hace referencia el poema sigue en actividad, pero con otra fisonomía y otra línea de productos. [2] En su ensayo “Poesía argentina de los años 70 y 80. La palabra a prueba” (“Cuadernos Hispanoamericanos” N° 517-9, septiembre 1993), dice Daniel Freidemberg, en relación a ese período: “Poemas que hablan de brillos a contraluz, siluetas entrevistas, muros, puertas que se abren o cierran, ruido de pasos, el rumor de la lluvia afuera. No hay casi menciones a la situación política del país ni reflexión sobre ella, pero algunos textos parecen dar cuenta de esa presencia insistente, a través de una colección de imágenes parciales o en escorzo hecha de campos minados, derrumbes, lugares donde hubo fiesta y ya no la hay, débiles lucecitas en lo oscuro, desperdicios, repentinos recuerdos que iluminan la atmósfera, mal olor. Como si se hubiera perdido la capacidad de imaginar, y hasta de ver con alguna nitidez. Podría detectarse, en buena parte de la poesía escrita en la frontera entre los 70 y los 80, el empeño en componer una mirada con restos o fragmentos y, con titubeos, silencios y cambios de tonos, una voz.” [3] Vale la pena citar este punto in extenso: “La división entre lenguaje poético ‘culto’ y ‘popular’ se ha resquebrajado hace ya muchas décadas en nuestro país. No obstante ello, son numerosos los autores que subordinan el segundo a la presencia tácita del primero, convirtiendo así a los poemas en ‘traducciones’ supuestamente vulgarizadas de contenidos más trascendentes. Por lo demás, siempre había un límite para el uso de los vocablos familiares, en el cual el poema necesitaba recurrir a un sinónimo ‘más lírico’. Esta poética está quedando cada vez más relegada en la poesía de Rosario. Debe destacarse además que los poetas más jóvenes mezclan el lenguaje coloquial con referentes fantásticos o mágicos, a la manera de muchas letras de canciones del rock argentino. Sus poemas connotan a menudo la traducción anglicista de las letras o de los títulos de letras de música beat. Probablemente esta postura no sea deliberada, sino que surja como consecuencia de utilizar el habla general de la generación”. [4] En septiembre de 1989 se desarrolló en Buenos Aires un encuentro de poesía con varias mesas de lectura y discusión; fue en una de ellas, “Barroco y neo-barroco”, de la que participaron Arturo Carrera, Freidemberg, Ricardo Ibarlucía, Darío Rojo y Samoilovich, donde se habló por primera vez de “objetivismo”. En esa mesa, que fue editada en el dossier “El estado de las cosas” en el número 14 del Diario (diciembre 1989), Darío Rojo arroja el término: “Yo creo que [el neobarroco] se contrapone con algo que es prácticamente simultáneo: el objetivismo; bueno, de alguna manera Samoilovich y Freidemberg son objetivistas a pesar de que ellos lo nieguen, como muchos neo-barrocos niegan ser neo-barrocos”. Transcribo una parte de la intervención de Samoilovich, donde acepta el término, pero con reparos: “No se puede pensar el arte como un envase cuya verdad y cuyo sentido están en su contenido. Más allá del éxito, de la fuerza de evidencia que esa metáfora tuvo, es hora de darse cuenta de que es sólo una metáfora, y posiblemente una no pertinente. Frente a la crisis de esa metáfora, la respuesta del barroco es una posible, no la única posible. Hay otras, como la que pasa por cierta detención ante las cosas y los sucesos, ante lo que Bruno Schulz llamaba ‘la consistencia mística’ de los materiales, especialmente de los materiales fuera de uso, ante la dificultad de ubicar un paisaje, una forma, un acontecimiento dentro de un discurso cualquiera. Esto debe ser lo que Rojo dice que yo no quiero decir y que sin embargo no tengo problema en decir: no me molesta que se hable de objetivismo, a condición de que me dejen poner un par de notas al pie: que objetivismo no se refiere a la presunción de traducir los objetos a palabras -tarea químicamente inverosímil-, sino al intento de crear con palabras artefactos que tengan la evidencia y la disponibilidad de los objetos”. Eso en cuanto a Samoilovich: el poeta al que más se identificó y el que más se identificó con el objetivismo; el que más se desveló -como poeta y crítico- por diferenciarlo de un realismo y un coloquialismo ingenuos; pero su poesía objetiva más que nada la condición subjetiva de la percepción y los límites del discurso, en cierto punto es una poesía más intelectual que objetivista, con mucho de conceptismo a lo barroco: puesta en escena de la conciencia de la artificialidad del poema, etc. Pero la poesía de Freidemberg, salvo ocasionalmente, tiene poco de objetiva; Rojo se equivocaba al sindicarlo de objetivista; leyendo su ensayo sobre la poesía de los 70 y 80 queda en claro que Freidemberg se identifica con el poscoloquialismo de los 70, que le correspondió generacionalmente. Sin embargo, Freidemberg sería el crítico que más historió y describió el objetivismo en tanto tendencia poética; sus juicios y análisis no se pretenden partidarios, pero sin quererlo adquieren el valor de un manifiesto, si bien no disimula los aspectos que considera criticables o le generan sospechas de las obras que atraviesa la corriente objetivista. En “Poesía argentina de los 70 y 80. La palabra a prueba” primero parafrasea la idea de Samoilovich de que el objetivismo sería como un efecto contemporáneo antagónico de la misma causa que habría dado el neobarroco: “Gran parte de la poesía más novedosa que se está escribiendo en la Argentina [se refiere a los autores neobarrocos] se respalda en una operación ideológica que se presenta como ‘transgresora’: revertir la valoración negativa de conceptos como ‘superficial’, ‘digresivo’, ‘intrascendente’, ‘indiferenciado’ o ‘superfluo’. Según el poeta Daniel Samoilovich, el neobarroco surge como respuesta a la crisis de la metáfora de profundidad: a esta altura de la modernidad o la posmodernidad, la ‘profundidad’ ha revelado no ser más que una metáfora, pero el neobarroco no es la única respuesta posible. Otra sería el ‘objetivismo’, que Samoilovich presenta con una frase de Felisberto Hernández: ‘algo que esté allí y que mirado por ciertos ojos se transforme en poesía’. El objetivismo, sin embargo, no concibe al texto como ‘superficie’ sino como un registro del interés hacia las superficies de los objetos o del paisaje. El término remite tanto a ‘objeto’ como a ‘objetividad’: cierta neutralidad en el tono, cierta ausencia de juicios, por un lado, y por el otro el enigma y la inaccesibilidad de las cosas, o bien las operaciones de una inteligencia y una sensibilidad desafiadas por lo que se presenta ante sus ojos”. Y más adelante: “No casualmente, una novedad que aporta el ‘objetivismo’ es la apuesta a obtener significación poética sin violentar los códigos de uso general, o al menos a considerarlos un desafío. No creer ingenuamente en la transparencia o la comunicatividad del lenguaje no constituye, en este sentido, un impedimento sino una incitación, y si también es cierto que la palabra ha revelado su insuficiencia para captar lo real, el objetivismo supone que igualmente puede intentarlo o reflexionar sobre estos intentos. A diferencia de ‘lo maravilloso cotidiano’ de los años 60, ‘vale decir, de lo cotidiano forzado a rendir su maravilla por una mirada encantada’, ahora se trata de atender a lo que se presenta ante la mirada, y esa presencia ‘deja el saldo de una pregunta, no un encantamiento o un descubrimiento’, escribió Samoilovich. Su tercer libro, La ansiedad perfecta (1991), presenta un ir y venir de la mirada y del pensamiento en contrapunto con los objetos naturales y culturales. Un pensamiento que va a las cosas y rebota, y en ese rebote cobra entidad, se verifica, cuestionado por las cosas a la vez que las cuestiona.” Luego Freidemberg se impone un tono más crítico, que compensa con el reconocimiento de algunos méritos; en este párrafo aparezco yo, pero voló Taborda...: “Acaso el ‘objetivismo’ esté empezando a ocupar el lugar de un nuevo clasicismo, aburrido de viejos y nuevos desbordes. Probablemente pueda verse, en las diversas escrituras que de algún modo soportan el rótulo -Helder, Rafael Bielsa, Martín Prieto, además de Samoilovich- una opción por la alta vigilia intelectual y la precisión, a través de relatos o descripciones austeros y armónicos que remiten a una relación de inquietud hacia el mundo circundante, aun cuando no se crea mucho en él. De ahí también, sus diferencias y coincidencias con una nueva poesía urbana que surge en Buenos Aires, habida cuenta de la mirada ávida hacia la ciudad que tienden Juan Desiderio, Darío Rojo, Fabián Casas, José Villa, Daniel Durand, Rodolfo Edwards y Osvaldo Bossi, entre otros poetas, generalmente a través de un lenguaje directo pero atravesado por una actitud desilusionada y burlona, oscilante entre lo sentimental y lo cínico. Recuperando de algún modo el coloquialismo, impregnado ahora por la cultura del rock y por un aire de sordidez y contenida violencia, estos poetas son los primeros que, desde 1976, evidencian un interés similar al de los 60 -aunque ya no politizado- hacia ‘lo popular’, entendido como un espontáneo laboratorio colectivo que, en contacto con las necesidades concretas, resignifica y transforma la lengua, los usos, los saberes y las percepciones.” Años más tarde, en “Poesía argentina actual: del neobarroco al objetivismo” (Cuadernos Hispanoamericanos N° 588, junio de 1999), Edgardo Dobry sostuvo que esa nueva generación a la que se refería Freidemberg directamente reaccionó contra el neobarroco, así como los neobarrocos habrían reaccionado “contra el coloquialismo más o menos comprometido”, como dijo Roberto Echavarren en el prólogo de Trasplatinos (1991), citado por Dobry en alusión al movimiento pendular del relevo de generaciones. El párrafo de Dobry: “Los poetas nacidos durante los años 60 reaccionan visiblemente contra esa estética. Actitud decisiva, puesto que define una serie de opciones esenciales: la palabra recupera su significado directo, denotativo; el poema su referencia a la realidad, el poeta su voluntad de pertenencia a una comunidad (nacional, y por lo tanto lingüística) a la que, al menos en principio, su escritura se dirige. Claros ecos de la poesía coloquialista y ‘comprometida’ de los años sesenta y setenta, por supuesto rechazada por los neobarrocos, reaparecen en los poetas de los noventa, aunque ahora el apego a las cosas no suponga un compromiso histórico, sino un inmenso desdén por la ‘carnalidad’ de las palabras que las separan de nosotros. Lo que destaca es más bien una mirada del paisaje urbano de Rosario o de Buenos Aires”. Personalmente, creo que mis primeros poemas, como los de Prieto, Taborda, Bielsa y Samoilovich, los de Vignoli, Saccone, etc. tienen escaso o nulo contenido de reacción antibarroca; cuando escribí mi artículo sobre el neobarroco a principios del 87 ya tenía bastante definidos mis gustos y mis afinidades estéticas, y si reaccionaban contra algo era contra el lirismo adocenado, el coloquialismo utópico y el de la derrota, la efusión sentimental, el malditismo y el orfismo, lo real maravilloso, el tango, etc. Por lo demás, libros de autores considerados neobarrocos, como Austria-Hungría (1980) de Néstor Perlongher y Arturo y yo (1984) de Arturo Carrera, no sólo nos resultaban completamente legibles a mí y a Prieto sino a la mayoría de los poetas rosarinos y porteños nacidos en los 60, como el propio Dobry. Fin de semejante bizantinismo. [5] Restringiéndome al campo de la poesía, y hasta donde es posible separar mi primer libro del segundo, yo diría que el contexto de El faro de Guereño había estado conformado por Tendré que volver cerca de las tres (1983) y Espejo negro (1988) de Bielsa, El mago y otros poemas (1984) de Samoilovich, Animaciones suspendidas (1986) de Carrera, Diario en la crisis (1986) de Freidemberg, Imperio de la luna (1987) de Fondebrider, Paisaje con autor (1988) de Aulicino, Reconstrucción del hecho (1988) de Edgardo Russo, La ciencia ficción (inédito) de Taborda, Verde y blanco (1988) de Prieto, Madam (1989) de Mirta Rosenberg y Tuca (1990) de Fabián Casas, además de los primeros poemas de Gabriela Saccone, Beatriz Vignoli, Daniel Durand, José Villa y Sergio Raimondi publicados en los primeros quince números del Diario, antes de que arrancara la década del 90. Por su parte el contexto de El guadal lo formarían Cerro Wenceslao (1991) y Explendor (1994) de Bielsa, La ansiedad perfecta (1991) de Samoilovich, 40 watt de Taborda (1993), Standards (1993) de Fondebrider, La banda oscura de Alejandro (1994) de Carrera, Teoría sentimental (1994) de Rosenberg, Hombres en un restaurante (1994) de Aulicino, tus libros Las vueltas del camino (1992) y Al fuego (1994), El grano del invierno (1994) de Pablo Chacón, La música antes de Prieto (1995), Amor a Roma (1995) de C. E. Feiling, El salmón (1996) de Casas, Medio cumpleaños de Saccone (que aunque recién se haya publicado en el 2000 básicamente corresponde a esos años) y los primeros poemas de Alejandro Rubio, publicados en el número 27 del Diario (julio de 1993). En todo caso, con algunos textos precursores como La zanjita (Diario de Poesía N° 28, 1993) de Juan Desiderio, Segovia (18 whiskys N° 3/4, 1993) de Daniel Durand y la novela DAF de Beatriz Vignoli (aparecida a modo de folletín entre 1992 y 1995 en la contratapa de Rosario/12), la denominada poesía de los 90 -o al menos una de sus vertientes principales- empieza en 1996, con la publicación de Punctum, de Martín Gambarotta (anticipado en marzo del 95 en el número 33 del Diario).

La poesía en estado de pregunta

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