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CAPÍTULO 4

VERANO DE 1982

El muchacho se detuvo a unos pasos de la extraña criatura.

Desde que tenía uso de memoria recordaba haber vivido a orillas del mar. Conocía cada curva y roca de la costa, en varios kilómetros a la redonda. Había visto peces de todo tipo y el canto de las aves marinas formaba una melodía en su cerebro que no podía desligar de su personalidad, aunque hiciera el esfuerzo. No era raro encontrarse con el cadáver en descomposición de algún animal, por lo general, peces y aves y, de vez en cuando, un mamífero terrestre.

Era la primera vez que veía a esa criatura, que aún se movía tratando de deslizarse sobre la arena.

Era de un color amarillo brillante con manchas negras. La punta terminaba en lo que parecía una aleta. Le tomó solo un minuto definir en su cabeza qué se había encontrado.

Una serpiente marina.

Se agachó, pero mantuvo la distancia. Sabía que las serpientes eran peligrosas y su madre le había contado alguna vez que las serpientes marinas eran las más terribles del mundo. Nunca le dijo qué hacer de encontrarse con una, pero no tenía necesidad.

Sentido común.

Tomó una rama cercana, de un buen largo, y empujó el cuerpo de la serpiente. Movió la cola una vez y trató de girar sin éxito. Siendo una criatura marina, el estar fuera de su elemento le quitaba toda la peligrosidad, mientras no cometiera la estupidez de ponerse a su alcance.

La empujó dos veces más y se levantó. Lanzó la rama lejos de él y se quedó observando la serpiente un segundo más, antes de tomar una decisión.

Miró alrededor suyo sin mover los pies, hasta que vio lo que buscaba.

Se alejó del animal. A una corta distancia había una piedra de mediano tamaño. Parecía estar enterrada en la arena, pero para su fortuna estaba apenas colocada encima de ella. Era pesada, pero no demasiado para él.

Con la roca en las manos se acercó a la serpiente. Mantuvo la distancia, pero para hacer lo que quería tenía que correr un pequeño riesgo. Fue su primera lección en dichos menesteres.

Sin riesgos no hay recompensa.

A dos pasos de la criatura levantó la roca y la dejó caer sobre su cabeza.

Nunca supo cuánto tiempo se siguió moviendo la serpiente. Presentía que habían sido solo unos minutos, pero en su memoria se sentía como horas.

Cuando la cola dejó de golpear la arena se alejó del lugar.

En sus delicados labios, una sonrisa de oreja a oreja.

***

Una voz la empujaba hacia la superficie de la conciencia, pero ella no quería ir.

Sentía los párpados pesados y casi podía sentir la fuerza física que tenía que ejercer para apenas abrirlos. Era mucho más cómodo mantener los ojos cerrados y seguir durmiendo.

Descansar. Olvidar. Todas esas opciones eran mejor que recordar. No quería recordar. No sabía la razón, pero presentía en lo más profundo de su ser que el olvido era mejor.

La voz se elevó en intensidad. Abrió los ojos y una línea de luz blanca llenó su cerebro. Parpadeó varias veces y logró invocar la fuerza de voluntad necesaria para mantenerlos abiertos.

Lo primero que invadió todo su cuerpo fue el dolor.

La descarga eléctrica fue tan repentina que casi se refugia en el olvido para no sentirlo, pero la voz, al ver que abría los ojos, volvió a sonar trayéndola de vuelta.

Dos figuras se materializaron delante de ella. Una voz seguía llamándola.

⎯Estoy viendo doble ⎯pensó sumergida en un sopor etéreo.

Para su sorpresa, una de las sombras se movió independiente de la otra y se colocó por delante de su campo de visión.

⎯Estoy viendo doble y ahora alucino. Mejor me voy a dormir de nuevo.

⎯Andrea ⎯insistió la voz. Los bordes difusos de la sombra principal fueron tomando definición, como si alguien estuviera moviendo el botón de contraste al editar una foto. La luz blanca fue bajando en intensidad y la sombra se convirtió en una figura masculina vestida de negro.

Un destello y recordó otro lugar. Un espacio abierto, antiguo, que olía a polvo y a otra cosa. Una visión surgió de sus recuerdos y se imaginó la figura parada delante de ella con una máscara en el rostro.

Se empujó en la cama hacia atrás, una explosión de energía alimentando sus músculos a punta de puro miedo. Un grito trató de salir de sus labios, pero todo lo que escapó fue un quejido animal.

⎯Tranquila ⎯dijo la voz. Andrea sacudió la cabeza, rehusando aceptar que la pesadilla no había terminado. Debería estar muerta.

⎯Señorita ⎯dijo alguien más⎯. Está en el hospital. Está a salvo.

Trató de enfocar y pudo distinguir cada una de las facciones de las personas que le hablaban. Uno era un hombre de unos 50 años, de cabello gris y ojos de un curioso color tierra. La otra sombra también se había movido y pudo ver que no estaba alucinando. Era bajo y macizo, de pequeños ojos negros y expresión preocupada. Se mantuvo detrás de la primera, cómodo de no tener que llevar la voz cantante.

⎯Somos de la policía ⎯dijo el hombre del cabello gris⎯. Soy el detective Palmer. Mi compañero, el detective Rosas. Solo queremos hacerle unas preguntas cortas.

⎯¿No estoy muerta? ⎯quiso preguntar, pero ninguna voz salió de sus labios. Lo intentó dos veces más sin éxito y luego desistió. Sus esfuerzos por hablar debieron dar la impresión equivocada, pues el hombre que se hizo llamar Rosas dijo ⎯Como le dije, no se preocupe. Está a salvo.

⎯¿A salvo? ⎯pensó. Los recuerdos empezaron a brillar en las profundidades del presente y su corazón se aceleró. Seguía sin poder precisar el motivo, pero sospechaba que nunca más estaría a salvo.

⎯Señorita ⎯insistió el otro detective⎯. Podemos regresar otro día, pero sería de gran ayuda que pudiera responder algunas preguntas hoy.

Sentía la boca pegajosa. La lengua pegada al paladar.

⎯Agua ⎯fue la primera palabra coherente que logró pronunciar. Para sus oídos sonó como un suave susurro, pero debió ser suficiente. El detective Palmer se dio la vuelta y miró alrededor suyo buscando algo. Cuando encontró lo que buscaba desapareció de su campo de visión. Regresó poco después con un vaso de agua.

⎯¿No deberías preguntarle al doctor primero? ⎯escuchó decir al detective Rosas.

⎯No le pregunten. Quiero agua ⎯Respiró hondo y el aroma de sus propios cabellos llegó a sus fosas nasales. Un apenas perceptible olor a vainilla.

⎯¡Quítenme ese olor de encima! ⎯gritó en su mente. El rítmico sonido de una campana electrónica que, hasta ese momento se había percatado de que sonaba en el fondo, se aceleró con su corazón.

El detective Palmer se detuvo en seco. El vaso con agua, apenas a unos metros, brillaba bajo las luces fluorescentes. El sonido de una puerta a lo lejos cortó el rítmico sonido de las campanas.

⎯Les pedí que no la agotaran ⎯dijo una voz que había escuchado antes. Poco después la cara de un señor mayor. Cabello blanco y poblada barba del mismo color. Ojos negros casi ocultos bajo unas gruesas cejas. Le parecía recordar que se llamaba London.

⎯Nos pidió agua ⎯fue todo lo que dijo Palmer⎯. No sé si es buena idea.

El doctor London pareció pensarlo por un segundo.

⎯Bueno, ya han pasado más de 8 horas desde la cirugía. La reparación de los desgarros no fue nada fácil y aún está algo débil por la pérdida de sangre, pero un poco de agua no le hará daño.

El doctor le quitó el vaso al detective y se acercó a la cama. Sintió como se elevaba con desquiciante lentitud, un zumbido apenas audible surgiendo debajo de ella. Luego, la vítrea y pulida superficie rozó sus labios.

Las primeras gotas de agua fueron las más deliciosas que saboreó en su vida.

⎯Mejor, ¿verdad? ⎯dijo el doctor, retirando el vaso tras un pequeño sorbo⎯. Sin embargo, no debemos abusar. Un poco a la vez, ¿está bien?

Ella asintió. Después de un segundo sorbo se dejó caer sobre el colchón.

⎯Gracias ⎯logró decir. Esta simple palabra le sacó una sonrisa al viejo doctor.

⎯En poco tiempo estarás como nueva. Eres una joven afortunada.

El detective Rosas, a su espalda, levantó los ojos hacia el cielo ante la elección de palabras. El doctor London no se percató de lo inapropiado de la frase, considerando las circunstancias. Andrea compartía la opinión del detective.

No se sentía afortunada en lo más mínimo.

⎯Tu corazón se detuvo por un minuto ⎯seguía diciendo ignorante de sus pensamientos⎯. La causa fue la pérdida de sangre, así que tan pronto te pusimos un poco más te recuperaste. Estuvo cerca, pero solucionamos el problema a tiempo. A partir de aquí solo te queda mejorar. Ahora, antes de que te deje seguir hablando con los detectives aquí presentes, dime si te duele algo. ¿Alguna molestia?

⎯El olor ⎯dijo en un quejido⎯. El olor a vainilla.

El doctor la miró con extrañeza. Sus ojos buscaron los del detective Palmer, que se acercó.

⎯¿Qué olor? ¿Dónde?

⎯En mis cabellos. La vainilla… él la puso allí. Quiten ese olor, por favor.

Pudo ver como el otro detective sacaba una libreta y apuntaba algo en sus hojas. En ese momento una ola de dolor le pegó y su rostro se torció en una mueca que debió alarmar al viejo doctor. Le puso la mano en la muñeca, mientras le preguntaba dónde le dolía.

El dolor era una constante en todo su cuerpo desde que había abierto los ojos. Sin embargo, algunas partes molestaban más que otras.

⎯Aquí ⎯dijo señalando un punto por debajo de su ombligo, a la izquierda.

El doctor soltó su muñeca y colocó la mano sobre el abdomen. La simple presión de su mano se sintió como si le estuvieran enterrando un cuchillo en las entrañas. La expresión en la cara del doctor no fue tranquilizadora.

Dos veces más presionó el mismo punto. Con la última logró sacarle un grito.

El sonido de la puerta abriéndose. No logró distinguir la voz del nuevo visitante, pero la siguiente vez que logró ver al doctor London tenía un pedazo de papel en la mano. Sus cejas se habían inclinado y se conectaban en el medio de su frente con una profunda arruga.

⎯Esto no puede estar bien ⎯murmuró a la otra persona.

⎯Por eso pensé que debía verlo de inmediato. Después de cuatro unidades de sangre su hemoglobina sigue bajando. Considerando…

⎯Sé lo que significa, Baker ⎯dijo con seriedad. Andrea no entendía el motivo de preocupación.

Una nueva ola de dolor surcó su abdomen.

⎯Eso es todo ⎯dijo London al ver su cara. Se dio la vuelta y se dirigió primero a los detectives⎯. Ustedes fuera de aquí. Baker, llama de vuelta a la sala de operaciones. Diles que voy con una paciente.

⎯¿No prefiere que le hagamos un ultrasonido primero? ⎯preguntó Baker, pero casi de inmediato lamentó sus palabras. La expresión en los ojos de London decía a gritos lo que pensaba de la sugerencia.

Las náuseas la hicieron arquear con fuerza. El simple movimiento llenó su cabeza de una nube de oscuridad y su visión se inundó de miles de pequeñas luces de colores.

⎯Me siento mal ⎯fue todo lo que logró decir. Las luces de la habitación disminuyeron en intensidad y un silbido retumbó en sus oídos. El sonido de las campanas se redujo notablemente.

Le pareció escuchar al doctor London gritar una orden, mas nunca pudo saberlo. La oscuridad volvió a tomar el control de su mente y el dolor desapareció.

El olvido era un mejor refugio.

El canto de las gaviotas

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