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CAPÍTULO UNO

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La oficina en la estación de Ramsés del director de Seguridad y Mantenimiento de la Red de Tranvía estaba decorada como corresponde a alguien que ha sido ascendido, o más bien empujado por la vía del enchufismo, hasta llegar a tan segura posición. Una antigua alfombra turca con pequeños motivos geométricos azules, enjutas rojas y tulipanes dorados rodeados por una cenefa de intenso color lavanda. Un cuadro pintado por uno de esos nuevos faraonistas abstractos, con sus formas irregulares, sus manchas y sus colores vivos que nadie entiende de verdad. Por supuesto, una fotografía del rey enmarcada. Y algunas novelas estratégicamente colocadas de los más recientes escritores de la escuela de Alejandría, con tapas de cuero que parecían no haber sido abiertas desde el día en que las habían comprado.

Por desgracia, observó el agente Hamed Nasr con la mirada meticulosa del detective, los artificiales intentos de buen gusto del director se veían engullidos por la tediosa rutina impuesta por la burocracia al funcionario medio: planos de la red de tranvía y horarios de líneas, diagramas mecánicos y planes de reparaciones, circulares e informes, se amontonaban unos sobre otros cubriendo las descoloridas paredes amarillas como escamas de un dragón en descomposición. Aleteaban despreocupadamente bajo el aire de un ventilador oscilante de cobre, cuyas aspas repiqueteaban en su interior como si tratasen de escapar. Y, de alguna manera, a pesar de todo, el ambiente era sofocante, hasta el punto de que Hamed tenía que hacer un esfuerzo para no tirar del cuello recto de su camisa blanca, agradecido al menos de que el uniforme oscuro que llevaba ocultara cualquier marca de sudor en el persistente calor del final del verano en El Cairo.

El propietario de la oficina estaba sentado en una silla de respaldo alto, tras un escritorio barnizado de color café. La mesa se veía desgastada, y una pequeña grieta subía por una de sus patas donde la madera se había astillado. Pero su dueño se había preocupado por pulirla, de modo que brillaba bajo la luz de la solitaria lámpara de gas que parpadeaba en la habitación sin ventanas. A él no parecía molestarle el ambiente insoportable. Como su ruidoso ventilador, continuaba parloteando, impasible.

—Es curioso que lo llamemos red de tranvía —recitó. Mantenía el dedo levantado bajo una llamativa nariz que prestaba cobijo a un bigote tocado por las canas, cuyas puntas engominadas se enroscaban hacia arriba. Hamed estaba pasmado ante la pomposidad de aquel hombre: se comportaba como si estuviera leyéndoles la cartilla a estudiantes de primer año de universidad, en lugar de hablando con agentes del Ministerio de Alquimia, Encantamientos y Entidades Sobrenaturales—. Si te paras a pensarlo, en realidad es un teleférico —continuó con su perorata—. Los tranvías se desplazan a lo largo de una sola línea de cable. Pero nuestros vagones se mueven de forma independiente, igual que los teleféricos, a lo largo de cualquier línea, incluso pueden cambiar de línea en algunos puntos concretos como los trenes. El teleférico original se inventó en Londres en la década de 1880. Pero, una vez que nuestros djinn se hicieron con la idea, los mecanismos se volvieron mucho más elaborados.

—¡Es absolutamente fascinante, director Bashir! —exclamó el joven sentado al lado de Hamed.

En realidad, con veinticuatro años, solo era cuatro más joven que él. Pero su cara morena, tan redonda y limpia bajo el rojo fez del Ministerio, recordaba a la de un muchacho. En ese momento estaba cautivado por la historia, a la que prestaba toda su atención con auténtico interés.

—¡Desde luego! —La cabeza del director se sacudía de arriba abajo como un muñeco de cuerda, entusiasmado con su audiencia—. La gente sabe muy poco sobre cómo funciona el medio de transporte que conecta casi todo El Cairo. Eso sin mencionar los planes de futuro. Una ciudad con más de dos millones de habitantes, y creciendo, va a necesitar obras importantes para seguirle el ritmo a su población. —Alcanzó un plato de bronce que había sobre el escritorio y se lo ofreció con un movimiento brusco—. ¿Más sudjukh, agente Onsi?

El joven se lo agradeció mientras cogía con fruición un puñado más de golosinas, una amalgama marrón de almíbar solidificado y nueces con sabor a clavo y canela. El director dirigió el plato hacia Hamed, que lo rechazó con educación. Llevaba varios minutos luchando por sacarse una de aquellas cosas de entre los dientes.

—¡Delicioso! —dijo Onsi, ronchando un buen bocado—. ¿De dónde dijo que eran, director?

—¡De Armenia! —contestó el hombre con una sonrisa, remarcando la palabra—. Estuve de visita el año pasado en un viaje oficial con la Agencia de Transportes. El Gobierno tiene la esperanza de que una mayor modernización refuerce la estabilidad de la república, tras tantas dificultades para conseguir la independencia. Durante la visita, me enamoré por completo de su comida. El sudjukh es sin duda mi plato favorito.

—Sudjukh —murmuró Onsi mientras masticaba, sus pobladas cejas fruncidas por encima de unas gafas redondas de montura plateada—. Siempre había creído que eso era un tipo de chorizo.

—¡Ah! —exclamó el director, inclinando el cuerpo anguloso hacia delante—. ¡Debes estar confundiéndolo con el sujuk! A veces se escribe de forma similar, pero la pronunciación…

Hamed se aclaró la garganta con fuerza, tosiendo en su corto bigote. Si tenía que quedarse sentado escuchando una disertación sobre los embutidos de Transcaucasia, era muy posible que se volviera loco. O que se viera obligado a comerse su propio pie. Lo uno o lo otro. Y le tenía aprecio tanto a su cordura como a su pie. Captando la atención del director, le lanzó una mirada acusadora a Onsi. Estaban allí por asuntos del Ministerio, no para pasarse la mañana de cháchara ociosa como unos viejos en una cafetería.

—Director Bashir —comenzó, tratando de modular la impaciencia de su voz hacia algo más diplomático, y de paso sacarse el trozo de sudjukh de entre las muelas—, ¿podría hablarnos del problema que está teniendo con el tranvía?

El hombre pestañeó, como si acabara de recordar el motivo de su visita.

—Sí, sí, por supuesto —contestó, acomodándose en su silla con un resoplido. Jugueteó con el caftán de rayas azules que llevaba sobre una fresca galabiya blanca, esta última con botones y cuello de camisa, siguiendo la moda del Ministerio. Sacándose un pañuelo de un bolsillo delantero, se limpió el sudor de la frente—. Es un asunto tan espantoso —se quejó—. Bueno, no hay forma amable de decir algo así, ¡el tranvía está encantado!

Hamed abrió su libreta de notas, suspirando para sí mientras garabateaba «encantado». Eso era lo que recogía el informe que había aterrizado sobre su mesa por la mañana. Había tenido la esperanza de que el caso pudiera resultar algo más interesante. Pero posesión tendría que ser. Dejó de escribir, levantando la vista cuando su mente procesó lo que el hombre acababa de decir.

—Espere, ¿su tranvía está embrujado?

El director asintió secamente, y el movimiento hizo que se le cayeran las puntas del bigote.

—El tranvía 015, el que recorre la línea que baja al casco antiguo. Es uno de los modelos más recientes, salió en 1910. Solo lleva dos años en servicio, y ya estamos teniendo problemas de este tipo. ¡Que Dios nos proteja!

—No sabía que un tranvía pudiera estar encantado —murmuró Onsi, lanzándose otro sudjukh a la boca.

Hamed tuvo que darle la razón. Había oído hablar de edificios encantados. Casas encantadas. Una vez, incluso tuvo un caso de un mausoleo encantado en al-Qarafa, que era algo bastante estúpido si uno se paraba a pensarlo. ¿Por qué ibas a irte a vivir a un cementerio y después quejarte de que hubiese espectros? ¿Pero un tranvía encantado? Eso era nuevo.

—Oh, está de lo más encantado —les aseguró el director—. Varios pasajeros se han encontrado con el espíritu. Teníamos la esperanza de que se fuera por propia voluntad. ¡Pero ayer mismo atacó a una mujer! Pudo escapar ilesa, alabado sea Dios. ¡Pero no sin que le hiciera jirones toda la ropa!

Onsi le miraba embobado desde su asiento, hasta que Hamed volvió a aclararse la garganta. Entonces el joven dio un respingo y sacó su propia libreta para empezar a garabatear.

—¿Cuánto hace que ocurre esto? —preguntó Hamed.

El director bajó la mirada hacia un calendario que tenía sobre la mesa, contando los días con el dedo en ademán contemplativo.

—El primer informe llegó hace poco más de una semana, de un mecánico. No es un hombre de buenos principios morales: es un bebedor y un juerguista. Su superior pensó que se había incorporado borracho a su puesto. Estuvo a punto de despedirlo, hasta que las quejas de los pasajeros comenzaron a llegar. —Señaló un montoncito de papeles cercano—. Al poco, empezamos a oír lo mismo de otros mecánicos. ¡Vamos, es que yo mismo he visto esa abominación!

—¿Qué hizo? —preguntó Onsi, atrapado por el relato.

—Lo mismo que cualquier hombre de bien —respondió el director, henchido de orgullo—. ¡Hice saber a ese nauseabundo espíritu que soy musulmán, que solo hay un Dios Verdadero y que no podía hacerme ningún daño! Después de eso, unos pocos hombres más siguieron mi ejemplo, recitando suras con la esperanza de expulsarlo. ¡Ay!, esa maldita cosa sigue ahí. Después del ataque, consideré que lo mejor era llamar a aquellos que son más duchos que yo en la materia. —Se dio una palmadita en el pecho en un gesto de agradecimiento.

Hamed reprimió el impulso de poner los ojos en blanco. La mitad de El Cairo inundaba el Ministerio con asuntos mundanos, asustados de su propia sombra. La otra mitad daba por hecho que podían ocuparse de todo por sí mismos, con unas pocas estrofas, algunos amuletos y talismanes o una pizca de magia popular trasmitida por su teita.

—Dice que ha visto a la entidad en cuestión —dijo, instándole a proseguir—. ¿Podría describirla?

El director Bashir se removió en su asiento, avergonzado.

—No exactamente. Quiero decir, bueno, es difícil de explicar. ¿Y si simplemente se lo muestro?

Hamed asintió, poniéndose en pie y tirando del dobladillo de su chaqueta. El director siguió su ejemplo y los guio fuera de la pequeña y calurosa habitación. Recorrieron un pasillo que albergaba las oficinas administrativas de la estación, antes de ser conducidos a través de las puertas bañadas en plata de un ascensor, donde un mecaeunuco estándar los esperaba pacientemente.

—Al depósito aéreo —indicó Bashir.

El inexpresivo rostro de latón del autómata no mostró signo alguno de haber oído la orden, pero se puso en movimiento al instante, alzando una mano mecánica para tirar de una palanca incrustada en el suelo. Se escuchó el ruido sordo de engranajes que giraban, como un anciano al levantarse de la cama, y el ascensor empezó a subir. El trayecto duró un instante antes de que las puertas volvieran a abrirse, y, cuando Hamed salió fuera, tuvo que cubrirse los ojos para protegerlos del sol de última hora de la mañana.

Estaban en lo alto de la estación de Ramsés, desde donde podías ver todo El Cairo extendido a tus pies: un entramado de calles bulliciosas, mezquitas con sus minaretes, fábricas y estructuras de todos los tiempos entre los andamios de nuevos edificios en construcción. El director estaba en lo cierto en sus afirmaciones. La ciudad crecía cada día, desde el abarrotado centro al sur hasta las mansiones con cuidados jardines del barrio pudiente de Gezira. Y eso solo mirando al suelo. Porque en el aire había un mundo completamente distinto.

Las torres de metal puntiagudas sobre la estación de Ramsés que imitaban minaretes dorados servían de mástiles de amarre a las aeronaves. La mayoría eran dirigibles ligeros que cubrían cada hora la ruta entre El Cairo y el puerto principal de Alejandría, descargando pasajeros de todo el Mediterráneo y más allá. Había algunas naves de tamaño medio entre ellos, con destino al sur, a Luxor y Asuán e incluso al lejano Jartum. Un navío enorme hacía parecer diminutos a todos los demás, suspendido en el aire a pesar de su tamaño como una pequeña y ovalada luna azul: un crucero pesado de seis hélices que podía viajar al este sin escala hasta Bengala, al sur hasta Ciudad del Cabo o incluso cruzar el Atlántico. Sin embargo, la mayoría de los cairotas utilizaban medios de transporte menos extravagantes.

Metros de cable tendido atravesaban la silueta de la ciudad en todas direcciones, enredaderas metálicas que se inclinaban y se curvaban, entrelazándose y solapándose por toda la urbe. Los tranvías aéreos los recorrían a toda velocidad, dejando tras de sí un brillante chisporroteo eléctrico. Eran la sangre de El Cairo, recorriendo una red de arterias y transportando a miles de personas a través de la ajetreada metrópolis. Era fácil darlo por hecho cuando caminabas por las calles de abajo, sin molestarte en levantar la vista al escuchar el estrépito que producían al pasar. Pero desde esa perspectiva privilegiada, costaba no ver esos vehículos de transporte como todo un símbolo de la celebrada modernidad de El Cairo.

—Por favor, síganme por aquí —dijo el director, haciéndoles señas.

Condujo a los dos agentes a través de una estrecha pasarela peatonal a modo de puente, alejándose de las aeronaves y los cables de las líneas principales y subiendo varios tramos de escaleras. Cuando por fin se detuvieron, estaban rodeados de tranvías. Una veintena de ellos se repartía en filas ordenadas, colgando de los cables por sus poleas, pero inmóviles. Desde algún punto más abajo, llegaba el sonido de otros tranvías en funcionamiento y, entre los agujeros de la plataforma, Hamed captaba sus destellos cuando pasaban como rayos.

—Este es uno de los principales depósitos aéreos —les explicó Bashir mientras caminaban—. Donde dejamos los tranvías fuera de servicio, los que necesitan un descanso o ser reparados. Cuando el 015 empezó a dar problemas, lo trajimos aquí.

Hamed miró hacia donde los llevaba el hombre. El tranvía 015 tenía la misma apariencia que cualquier otro: una estrecha caja de latón rectangular, rodeada casi por completo por ventanillas. Tenía molduras rojas y verdes y dos faros redondeados en cada extremo, recubiertos por jaulas decoradas con una profusión de estrellas entrelazadas. El número 015 estaba repujado en letras doradas sobre una puerta cerca de la parte delantera. Según se acercaban, el director se quedó atrás.

—Dejaré el asunto en sus competentes manos a partir de aquí —se ofreció el hombre.

Hamed pensó con malicia en insistir en que los acompañara y les mostrara cómo se había enfrentado valientemente al espíritu. Pero decidió no hacerlo. No había necesidad de ser mezquino. Le hizo un gesto con la mano a Onsi y continuaron hacia el vehículo. La puerta se abrió al tirar de ella, revelando unos escalones. Había un hueco entre el tranvía colgante y el andén, por el que se veían las calles de El Cairo mucho más abajo. Tratando de ignorar la vertiginosa vista, Hamed puso una bota en el tranvía y subió a bordo.

Tuvo que agacharse, sujetando su fez, y encoger sus anchos hombros para poder atravesar el estrecho umbral. El vehículo se meció ligeramente al entrar y se zarandeó de nuevo cuando Onsi le siguió, al menos quince centímetros más bajo que él, pero tan robusto como para pesar casi lo mismo. El interior no era exactamente oscuro, sino más bien sombrío. Las lámparas del techo estaban encendidas y los filamentos alquímicos parpadeaban, haciendo relucir los botones plateados que recorrían las chaquetas de ambos hombres. Las cortinas de terciopelo carmesí de las ventanas estaban recogidas y permitían que entrara algo de luz solar. Pero, aun así, el lugar tenía un aspecto tenebroso, que hacía que los cojines color burdeos de los asientos atornillados a ambos lados del pasillo parecieran tan negros como sus uniformes. El aire también era diferente, más espeso y fresco que el seco calor cairota; se le incrustaba en las fosas nasales y le oprimía el pecho. No cabía duda de que había algo peculiar en el tranvía 015.

—¿Cuál es el procedimiento, agente Onsi? —preguntó.

Si el Ministerio iba a hacerle cargar con novatos, lo mínimo que podía hacer era comprobar que estuvieran correctamente preparados. El joven, que había estado observando a su alrededor con interés, se animó ante la pregunta.

—Debemos asegurarnos de que el área es segura y de que no hay ningún civil en peligro, señor.

—Estamos en un vagón de tranvía vacío, agente Onsi —respondió Hamed—. Y ya te he dicho que dejes de llamarme «señor». Has aprobado los exámenes de la academia, así que eres un agente igual que yo. Esto no es Oxford.

—Es cierto, señor. Perdón, señor. —Sacudió la cabeza como si tratara de despejarla de toda una vida de educación inglesa, que se filtraba en su árabe dándole un acento extranjero—. Quiero decir, agente Hamed. El procedimiento del Ministerio dice que, teniendo en cuenta lo que nos han contado, deberíamos llevar a cabo un examen del área en busca de espectros.

Hamed asintió. Bien preparado, después de todo. Metió la mano en su chaqueta para sacar el pequeño estuche de cuero donde guardaba sus gafas espectrales. Los instrumentos, revestidos de cobre, eran el modelo estándar del Ministerio. Se usaban igual que unas gafas normales, pero las redondísimas lentes verdes eran mucho más amplias de lo habitual. Onsi se había quitado las suyas para ponerse las espectrales. La agudeza visual no tenía mucha importancia cuando se trataba del mundo de los espectros, que se presentaba igual para todos, envuelto en una neblina de un luminoso verde jade, asombrosamente brillante. El brocado de flores de los asientos tapizados se veía en detalle, así como la caligrafía dorada que recorría los negros cristales de las ventanas. Pero lo que más llamaba la atención era el techo. Estirando el cuello para mirar hacia arriba, Hamed no pudo culpar a Onsi al escuchar su abrupta inspiración.

El techo curvado del tranvía estaba bañado por un resplandor espectral. Venía de una compleja disposición de engranajes que cubría todo el espacio. Algunos encajaban entre sí, con los dientes entrelazados. Otros estaban unidos por cadenas, formando piñones. Giraban y rotaban en múltiples direcciones a la vez, lanzando remolinos de luz que se retorcían en espirales. Los tranvías no necesitaban conductores, ni siquiera un mecaeunuco estándar. Los djinn los habían creado para que funcionaran por sí mismos, para que se abrieran paso haciendo sus rutas como pájaros mensajeros, y ese intrincado mecanismo de relojería era su cerebro.

—Y digo yo —preguntó Onsi—, ¿se supone que eso debería estar ahí?

Hamed entornó los ojos, siguiendo su mirada. Había algo moviéndose entre los engranajes giratorios. Una pizca de luz etérea. Se levantó las gafas espectrales y lo divisó con claridad a simple vista, una forma sinuosa color gris humo. Serpenteaba por allí como una anguila que hubiese encontrado su hogar en un lecho de coral. No, desde luego, eso no debería estar ahí.

—¿Cuál es el siguiente paso para los primeros encuentros con una entidad sobrenatural desconocida, agente Onsi? —le interrogó Hamed, con la vista fija en aquello.

—Llevar a cabo un saludo estándar para determinar su grado de conciencia —contestó el hombre en el acto. Hubo un breve silencio incómodo, hasta que comprendió que Hamed pretendía que lo hiciera. Su boca dibujó una «O» perfecta mientras sacaba apresuradamente un documento doblado. Al abrirlo, reveló una foto en tonos sepia de su rostro sonriente sobre el sello azul y dorado del Ministerio—. Buenos días, ser desconocido —dijo, alto y despacio, mientras mantenía alzada su identificación—. Soy el agente Onsi y este es el agente Hamed, del Ministerio de Alquimia, Encantamientos y Entidades Sobrenaturales. Por la presente le informamos de que está quebrantando varias normativas que rigen los actos de personas paranormales y criaturas conscientes, comenzando por el artículo 273 del Código Penal, que prohíbe la transgresión y ocupación de la propiedad pública del Estado, el artículo 275, relativo a actos de intimidación y terror dirigidos a los ciudadanos…

Hamed escuchaba aturdido mientras su compañero recitaba del tirón toda una sarta de violaciones de la ley. Ni siquiera estaba seguro de cuándo se habían incluido algunas de ellas en los libros.

—… y, dados los cargos antes mencionados —continuó Onsi—, por la presente se le ordena que abandone las instalaciones y regrese a su lugar de origen o, si esto no fuera posible, que nos acompañe al Ministerio para continuar con el interrogatorio.

Una vez hubo terminado, se giró con un asentimiento satisfecho.

«Novatos», rezongó Hamed para sí. Antes de que pudiera responder, se escuchó un gemido grave en el vagón. No cabía duda de su procedencia, ya que el humo gris había dejado de retorcerse y se había detenido.

—¡Creo que me ha entendido! —dijo Onsi con entusiasmo.

«Sí —pensó Hamed secamente—. Y lo más probable es que lo hayas matado de aburrimiento. Si ya estaba muerto, puede que lo hayas rematado de aburrimiento». Estaba a punto de decírselo, cuando de pronto se escuchó un chirrido terrible.

Hamed trató de taparse los oídos, pero se vio propulsado hacia atrás a trompicones cuando una sacudida atravesó el tranvía. Se habría caído de bruces si no se hubiera estirado en buscad de apoyo, agarrándose a un poste vertical con una mano. Levantó la mirada para ver cómo el humo gris se arremolinaba con furia como una nube enfadada, chillando mientras se hinchaba y crecía. Las lámparas alineadas en las paredes parpadearon con rapidez y el tranvía empezó a temblar.

—¡Oh! —gritó Onsi, tratando de mantenerse en pie—. ¡Madre mía!

—¡Fuera! ¡Fuera! —bramaba Hamed, dirigiéndose ya hacia la puerta.

En algún momento, se resbaló hasta hincar una rodilla en el suelo mientras el vagón se bamboleaba con violencia y tuvo que incorporarse, agarrando a Onsi por la chaqueta y arrastrándolo consigo. Cuando llegaron a las escaleras, algo pesado los empujó desde atrás, y rodaron en una maraña de brazos y piernas que se agitaban hasta aterrizar en el andén de forma muy poco digna. Desde fuera, todavía podían escuchar el chillido mientras el vagón colgante saltaba y se sacudía. La puerta se cerró de un portazo con furia, y al instante todo quedó tranquilo y silencioso.

—Me parece —escuchó Hamed decir a Onsi, desde donde yacían amontonados— que podemos confirmar que el tranvía 015 está, sin lugar a dudas, encantado.

La maldición del tranvía 015

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