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2. Imaginando la imaginación

En 1954, el director italiano Roberto Rossellini dirigió el filme Viaggio in Italia, protagonizado por Ingrid Bergman y George Sanders. Los actores interpretaban al matrimonio Joyce, una pareja inglesa de estándares racionales y materialistas que, por un asunto de herencia, viajan a la ciudad de Nápoles. Allí, por vez primera, se enfrentan a un mundo disímil, donde el descanso y el ocio conforman el núcleo de la vida. Este estilo de vida se conoce con el nombre de il dolce far niente, expresión italiana que puede traducirse al español como “el dulce hacer nada”, lo que resumiría la lentitud y la desocupación que caracterizan a los personajes con que el filme describe a los habitantes de Nápoles. Es decir, el reverso del mundo en el que el matrimonio Joyce acostumbra a vivir. Parte de lo que Rossellini muestra en su filme, es la paradoja del (dulce) hacer nada: donde hay quietud y desocupación, florece otro tipo de quehacer ligado al pensar y a la divagación, o sea, el ocio.1 Y aunque en este breve ensayo no buscamos celebrar el no hacer más que el hacer, ni todas las disputas que desde antaño se dan respecto de los países y los pueblos en los que este valor se considera un vicio y no una virtud, es patente que al menos se requiere tanto del hacer como del no hacer para estar plenamente en el mundo.

A partir de este ejemplo cinematográfico, es posible decir que la vida napolitana en el filme representa al pensamiento desenfocado, amplio y disperso, y que —en contraste— la vida inglesa encarna al pensamiento enfocado, preciso e inextenso. Si jugamos con la idea de Rossellini de relevar la cultura del dolce far niente, es con el fin de esclarecer el estado mental que subyace a un tipo de pensamiento errante que reserva tantas y tan importantes incógnitas para el ser humano, como lo es la capacidad de saber, aprender y enseñar. Con una diferencia, y es que de este “no hacer” se ha escrito poco y tiene menos prestigio que el concepto de hacer, de pensar y de negociar.

Y entonces, ¿qué relación guarda el dolce far niente con la imaginación? Bien, según lo ha demostrado la ciencia, en aquellos momentos en los que las luces del cerebro parecen estar apagadas, en realidad, hay una silenciosa maquinaria en marcha, produciendo ideas e imágenes que son el resultado de los recuerdos almacenados en la memoria y de los escenarios imaginados a partir de dichos recuerdos (Fig. 3).2 Este estado de ociosidad, en términos fisiológicos, es conocido por los especialistas como default network (red predeterminada),3 nombre que le dan los científicos a una serie de áreas cerebrales que se “iluminan”4 al estar las personas en absoluta quietud, sin demandas atencionales.5 Gregory Hickok, en su libro The Myth of Mirror Neurons, caracteriza a este sistema como un tipo de pensamiento que procesa información relevante respecto a la propia experiencia, y resalta que es precisamente este sistema el que se ve afectado en la enfermedad de Alzheimer, pues la degeneración neuronal causa una inhabilidad para recordar y pensar en experiencias pasadas, en eventos, nombres, lugares y palabras. Es decir, en “todo aquello que da significado a la vida”6 y que, finalmente, determina la homeostasis mental del ser humano.


Figura 3. Default network: durante estados de inactividad se activan las mismas áreas cerebrales al imaginar el futuro, al imaginar lo que otros piensan o sienten, y al recordar el pasado (imagen tomada del estudio realizado por Buckner y Carroll).

Así de concreto es el ocio, y así de activa e ininterrumpida es la vida que yace tras aquella fachada de pasividad e inacción. Para las humanidades, la filosofía y las artes, siempre ha existido el ocio y el ensueño como componente fundamental de la vida imaginativa. Ahora bien, son otras las áreas del saber las que tendrían que tomar conciencia de la importancia y el rol que esto juega en la experiencia y en aquello que hoy se hace llamar “nuevo conocimiento” y que, para los que conocen el texto del Antiguo Testamento, Eclesiastés, no es más —quizás— que un giro hacia la ignorancia, por no decir arrogancia. No hay nuevo conocimiento, quizás nuevos planteamientos y perspectivas a partir de lo conocido, pero nuevo-nuevo, nunca. Porque no podríamos dar cuenta qué es nuevo si no resultara de la transformación de lo ya conocido. “Nada nuevo hay bajo el Sol” Ecl. 1-9.

El reciclaje de los recuerdos para la imaginación de escenarios futuros e hipotéticos parece caracterizar el modo en que las personas se relacionan con el medio, con los otros y consigo mismos. La imaginación juega un juego en el que se erigen un sinfín de ficciones, esto es, especulaciones cotidianas basadas en experiencias pasadas o ajenas —algo que nos sucedió ayer o en la adolescencia, o algo que escuchamos salir de boca de nuestros padres o de algún extraño al pasar. Algunas de estas especulaciones apuntan hacia el futuro incierto: ¿Qué pasaría si en los próximos tres meses un meteorito se estrella contra el planeta que nos alberga? ¿Qué sería de nuestra relación si le revelo toda la verdad? Otras apuntan hacia pasados alternativos: ¿Y si los dinosaurios no se hubiesen extinguido? ¿Y si hubiese abordado aquel avión que cayó en las montañas? Estas formas del ocio, expresadas en la heurística diletante de lo posible, muchas veces tienden a trascender la mera especulación para convertirse en verdaderos experimentos artísticos o científicos. Así, las experiencias pasadas condicionan las expectativas de lo que aún no ha sucedido, y existe en ello una libertad expansiva que da licencia para combinar lo posible con lo probable, lo monstruoso con lo divino, lo orgánico con lo tecnológico.

Un buen ejemplo de esta vida interna movediza tan característica del ser humano, lo encontramos en el protagonista de la novela Oblomov (1859). Un hombre cuya vida se despliega en un lugar sumamente estrecho, esto es, entre la cama y la silla de su habitación. En sencillos términos espaciales, la rutina del protagonista consiste en levantarse de su cama, caminar hasta su silla, sentarse, levantarse nuevamente, caminar hasta su cama y acostarse a dormir. Sin embargo, la vida interior del personaje de la novela de Iván Goncharov se despliega dentro de un espacio mucho más amplio, si no infinito:

Era un hombre de aproximadamente treinta y dos o treinta y tres años, de estatura promedio y de agradable aspecto, con ojos de color gris oscuro, pero con absoluta ausencia de cualquier idea definida, o concentración, en sus rasgos. Los pensamientos paseaban libremente por todo su rostro, revoloteaban en sus ojos, reposaban en sus labios entreabiertos, se ocultaban en los surcos de su frente, para luego desaparecer completamente –y era en aquellos momentos que una expresión de serena indiferencia se expandía por su rostro. Esta indiferencia pasaba de su rostro hacia los contornos de su cuerpo e incluso hacia el interior de los pliegues de su bata.7

El valor literario de la narración, llena de implicancias melancólicas, presenta a un personaje cuya vida parece marchita. Sin embargo, en un plano distinto y distanciado, Goncharov ilustra la vitalidad implícita de aquel que no hace nada y que se niega al movimiento corporal. El autor advierte que la libertad del pensamiento surge, irónicamente, cuando triunfan el aburrimiento y el desapego. Luego, tanto Goncharov como Rossellini —ambos pertenecientes a distintas épocas y lugares, así como a distintas esferas del arte— captan y realzan, mediante su oficio, un mismo fenómeno: el ocio, ese [dulce] hacer nada y, a través de sus personajes, dan vida a este concepto que reiteradamente surge en las narraciones, en algunas para ensalzarlo y en otras para criticarlo. Recordemos que Cervantes al inicio del Quijote de la Mancha se dirige a su lector tratándolo de “desocupado”. Por su parte, varios siglos después, Robert Louis Stevenson lleva esta noción al extremo, al declarar que los ociosos son seres de una gran riqueza mental, pues sus pensamientos saltan libremente y bullen en un mar de diversas ocurrencias. En su ensayo titulado Apología de los ociosos (1876), señala que los hombres que realizan trabajos mecánicos y demandantes no saben ejercitar sus facultades mentales:

Como si el alma del ser humano no fuese, en un principio, lo suficientemente pequeña, ellos han empequeñecido y estrechado las suyas a causa de una vida de puro trabajo y nada de juego; hasta que aquí yacen a los cuarenta, con una atención apática, una mente vacante de todo material regocijante, y sin un solo pensamiento que pueda frotarse contra otro.8

Si es que imaginamos la imaginación como Stevenson y como todos aquellos otros intelectuales que le siguen y le preceden, podríamos decir que la bulla mental es inversamente proporcional a la bulla del mundo externo, y que es en el dulce alboroto de la quietud donde realmente comienzan a hilarse las ficciones personales, artísticas y científicas.

Luego, si en el cerebro se enciende una red brillante y dinámica durante los momentos de ociosidad, esto indica que la mente corre, incesante, incluso cuando el cuerpo duerme o se encuentra inconsciente. Está preparando, mediante un proceso imaginativo, los cimientos fantásticos que irán erigiendo el monumento de la identidad —como si la identidad, por lo demás, se tratara de un filme o una novela inconclusa que hay que hilar y editar constantemente. Esto sugiere que la conciencia es un mecanismo de aprendizaje acumulativo, narrativo e histórico, y no una visión instantánea de un presente sin trazos ni recuerdos. El solo hecho de que exista para algunos seres humanos una linealidad temporal en la cual es posible adherir hitos personales, sociales y universales, habla de una capacidad innata para ordenar los eventos del mundo en una pauta coherente iluminada por narraciones mínimas y astronómicas que intentan definir el lugar que ocupamos en el universo.

Si revisamos el comienzo de la novela de Joyce, El retrato del artista adolescente, veremos que el héroe de la historia está en la flor de la vida infantil y comienza lentamente a concebir los alcances y límites del espacio que habita, delineando a través de esta estimación física su propia identidad. Stephen traza dentro de un libro de geografía una pauta que le muestra, como lo haría un mapa, los pequeños mundos que se insertan dentro de otros mucho más grandes:

Stephen Dedalus

Clase de Nociones

Colegio Clongowes Wood

Sallins

Condado de Kildare

Irlanda

Europa

El Mundo

El Universo9

Esta noción sistémica del lugar que habita Stephen es una perspectiva que parece repetirse con naturalidad en el pensamiento de algunos seres humanos, pues esboza una continuidad entre la historia del individuo, la historia de una nación/cultura, y la historia de la naturaleza. La descripción del sí mismo genera anillos asociativos que incluyen todo aquello que contiene y afecta directa o indirectamente al individuo. No es posible dejar de narrar, pues de lo contrario se desarticularía la sinergia de la cinematografía personal, y entonces, así como les ocurre a las personas con Alzheimer, sería igualmente difícil reconocer el camino a casa o construir una nueva morada.


Figura 4. Supuesta representación del sueño pintada en la cueva de Lascaux, circa siglo XVII a. C.

Podríamos ir aún más lejos en la historia y centrarnos por un momento en los artistas paleolíticos que pintaron en la cueva de Lascaux lo que, supuestamente, es la primera representación del sueño (Fig. 4). El profesor de medicina experimental, Michel Jouvet, estudió los elementos del dibujo que, a primera vista, parecen ilustrar una figura parecida a la humana junto un pájaro. Luego, dos de aquellos elementos llevaron a Jouvet a hipotetizar que las pinturas retrataban a alguien que sueña: primero, la erección del hombre que duerme y, segundo, el pájaro dibujado inmediatamente debajo de la figura humana.10 Esta representación pictórica haría referencia a una mente que vuela mientras el cuerpo está en reposo, aportando precedentes de la noción histórica y continua de la identidad.

En diversas culturas, el pájaro simboliza la habilidad de la mente para volar de manera errante durante los sueños, lo que ilustraría la premonición del dualismo, la intuición equívoca de que los pensamientos pertenecen a un reino distinto al del cuerpo.11 Ya Lucrecio, en el siglo primero a. C., no logra persuadir al común de los mortales de que el cuerpo y el alma son una sola entidad. Y así, se han acumulado siglos y siglos de pensamiento dualista, pues, al parecer, hay algo muy humano que se incomoda frente al carácter permanente y definitivo de la muerte. Sin embargo, el uso reiterativo de la simbología del pájaro en las distintas culturas (e.g. en el antiguo Egipto, en el hinduismo y en el cristianismo)12 parece provenir de una inclinación natural por representar el alma (o la mente) como una entidad autónoma, libre de la caducidad del cuerpo. En efecto, la imagen del pájaro contiene una intuición que describe tanto el miedo a perecer como el ímpetu por la narración. Un relato que continúa, un horizonte inalcanzable. Los experimentos de la psicología cognitiva no hacen sino confirmar esta inclinación, pues el cerebro hila, en una gran narración, los distintos escenarios temporales que se le presentan y, como Scheherazade, no se detiene jamás, pues detenerse implicaría obliterar las posibilidades de una o varias vidas futuras. La imaginación, en definitiva, conduce inevitablemente a pensar en términos de eternidad, en cielos e infiernos, en renacimientos y en nirvanas. Y el ocio, por su parte, no hace sino avivar estas inclinaciones de la imaginación.

1 Ver: Andrew Smart, El arte y la ciencia de no hacer nada. Santiago: Tajamar, 2017.

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