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I

El relato de las imágenes

Durante una conferencia de Jean-Robert Armogathe en el seminario “Il Mondo”, desarrollado por el Centro Interdipartimentale di Studi su Descartes e il Seicento, en la Universidad del Salento, Lecce, en enero de 2008, tuve una revelación significativa para la investigación que iniciaba en Italia. Se trataba de un aspecto del estudio sobre René Descartes* que había intuido durante mis estudios de doctorado en Chile, pero que hasta ese momento no había podido formular concreta y conscientemente.

En la discusión final de aquel seminario, J.-R. Armogathe vaticinó que tras algunos decenios, el escritor francés François Rabelais (1494-1562) sería estudiado no solo como literato, sino también como filósofo. Esta simple observación me permitió entender que en realidad mi investigación sobre Descartes podía desarrollarse desde un punto de vista análogo a aquel hipotetizado por Armogathe para Rabelais, pero opuesto: es decir, en vez de seguir la huella de un Descartes exclusivamente filósofo, seguiría aquella del intelectual, del escritor que proyecta un lector que lo lee en cuanto autor. Hipótesis no del todo ajena a los estudios cartesianos, dado que un sesgo similar ya se había dado durante el siglo XX, como es el caso del estudio de Pierre-Alain Cahné, entre otros del tipo, quien en 1980 publicó Un autre Descartes: Le philosophe et son langage, abriendo un camino para pensar un Descartes escritor1. Línea que, para ser justos, había iniciado Paul Valéry (1871-1945), más de medio siglo antes, al ampliar el pensamiento cartesiano hacia espacios estéticos insospechados.

La sugerencia indirecta de Armogathe me enfrentó a un panorama particular que, por un lado, comprendía un aspecto poco difundido entre las distintas perspectivas tradicionalmente asumidas en las investigaciones acerca de la obra de Descartes y, por otro, me permitía asumir un aspecto que me había fascinado desde que comencé a estudiarlo, como era la figura del autor, el científico y proyectista de los modelos conceptuales usados para la ejecución de la mayoría de las láminas de sus tratados científicos editados en vida, determinantes para las ediciones póstumas de su obra científica. Esta nueva senda de investigación implicaba traspasar el límite entre el pensamiento de Descartes y las prácticas asumidas por él como autor, editor y divulgador de su filosofía. Es decir, como responsable de las decisiones estratégicas tomadas para la producción de sus libros, entendidos como dispositivos de transmisión de conocimiento.

Esta conclusión produjo un desplazamiento en mi investigación, al poner en el centro elementos complementarios a los textos, como eran los diagramas y las imágenes de los tratados científicos, en particular aquellas utilizadas (casi un centenar) en la edición original del Discours de la Méthode (1637). Iniciaba entonces un recorrido al encuentro de estos objetos figurativos, que rápidamente excedieron los límites de la exégesis exclusiva de los textos de Descartes y demandaron un contexto ampliado que determinó no solo la lectura, sino el análisis de toda su obra y correspondencia, bajo un prisma iconográfico general. Fue así como intenté abrir el arco de investigación hacia otros ángulos, mediante el entrecruzamiento de diversos aspectos derivados de la visualidad científica que sostiene toda la colección de imágenes presentes en la obra de Descartes, así como la asociación con otras imágenes que forman parte de una peculiar historia que abarca desde las arte visuales hasta la fábrica de imágenes propia del trabajo científico, enmarcada por el umbral entre los siglos XVI y XVII.

Simultáneamente, esta particular coyuntura que vincula al filósofo, al científico y al escritor, implicó seguir una dirección centrada en la identificación de las “decisiones del autor”, y, por tanto, proyectar un criterio general que permitiera, a través de la lectura de esas imágenes, establecer un parámetro de análisis capaz de volver legibles estos objetos propios del trabajo científico. De este modo, trabajé en la identificación de elementos representativos del contexto iconográfico de la época, buscando ir más allá del estudio circunscrito al interior de los mismos tratados, cuidando, al mismo tiempo, de no enajenarlos del principio demostrativo que los regula en cuanto ejemplos, prueba u objeto de trabajo científico idealizado en su modelo gráfico2. Este criterio iconológico tenía como objetivo establecer un ámbito referencial que, al mismo tiempo, permitiera interpretar el conjunto de imágenes de los tratados de Descartes como si se tratase de un repertorio representativo del ejercicio mismo de la demostración científica en su obra, a través de las láminas que apoyan la lectura de su primer libro, así como de algunos ejemplos extraídos de sus textos póstumos. De manera que se pueda dimensionar el grado de influencia de estas decisiones “gráficas” del autor en sus editores posteriores.


Descartes reconoce la dificultad que representa la diferenciación entre mundo y representación, y establece algunas premisas sobre el tema en determinados momentos de sus escritos. A modo de ejemplo, leamos un pasaje de la Dioptrique, publicada junto al Discours de la méthode (1637):

Vemos así que los grabados, realizados solamente con un poco de tinta esparcida por aquí y allá sobre un papel, representan bosques, ciudades, hombres e incluso batallas y tempestades. No obstante, de las infinitas características que nos hacen concebir estos objetos, no hay ninguna, a excepción de la figura misma, a la cual se asemejen. Pero también aquí se trata de una semejanza muy imperfecta, visto que, sobre una superficie plana, estas imágenes representan cuerpos tanto en relieve como en profundidad, y además, conforme a las reglas de la perspectiva, frecuentemente representan círculos a través de óvalos, en vez de representarlos con otros círculos, y cuadrados mediante rombos, en vez de con otros cuadrados, y así para todas las demás figuras. Por lo tanto, para lograr imágenes más perfectas y que representen mejor un objeto, éstas no deben parecérsele3.

Esta actitud crítica hacia la imagen la encontramos también en las Meditaciones Metafísicas (Meditationes di Prima Philosophia, 1641), así como en El Mundo (Le Monde, póstumo, 1677) y en las Reglas para la dirección del ingenio (Regulae ad directionem ingenii, póstuma, 1684); predisposición que será asumida por la tradición del cartesianismo como prueba extensiva de la condición negativa de la imagen, entendida como representación visual, al interior de su doctrina filosofica general4. Por este motivo, su pensamiento será identificado históricamente como parte del conjunto de doctrinas filosóficas idealistas que adscriben a una desconfianza general de la imagen en relación al conocimiento, tal como había sido establecido por la herencia del platonismo.

En varios pasajes de sus obras, Descartes identifica con precisión algunas nociones fundamentales de su doctrina de la imagen, la relación entre las palabras y las cosas, la sensación y el pensamiento, la memoria, la imagen y, por cierto, la imaginación misma como principio de representación mental. Se establecen así los criterios generales que permitirán conocer con certeza aquella configuración del “nuevo mundo” de las verdaderas causas, reconocido bajo el criterio de mundus est fabula —sobre todo como modelo físico-matemático— “claro y distinto”. Es con estos criterios que, para Descartes, logramos alcanzar la verdad y acabar con los fantasmas heredados y aprendidos durante la infancia. Por lo tanto, será preciso suspender momentáneamente esta acepción de su doctrina de la imagen —tal como veremos—, mientras intentamos abrir espacio a otros objetivos de estudio al interior de la obra de este “Descartes ampliado”. Porque, más allá de la doctrina filosófica por él establecida, como escritor, utilizó ampliamente elementos gráficos, en concordancia con tantos otros tratados científicos, y requirió de ejemplos visuales para sus demostraciones.

Es verdad que las imágenes usadas por él no son representaciones que busquen copiar la naturaleza de manera realista, como sí sería el caso del arte que Descartes critica en el fragmento antes citado. En su caso, se trata de esquemas, diagramas y modelos, los que, si bien pueden ser considerados estrictamente como elementos instrumentales de las demostraciones, al mismo tiempo, representan un material esencial para conocer más sobre las decisiones que Descartes debió asumir como autor y editor de sus propios textos científicos.

La doctrina cartesiana de la imagen establece un criterio escéptico frente a las imágenes, aun cuando éstas aparezcan en sus libros y no puedan ser consideradas como elementos insignificantes, por cuanto ellas mismas son instrumentos que revelan, si no el imaginario del escritor, sí al menos aquel establecido por él junto a sus colaboradores durante la producción de sus libros. Adicionalmente, estos elementos visuales permiten medir aquella distancia que se establece entre teoría y práctica con las imágenes, dado que éstas, en cuanto ejemplos, deben igualmente mantener una relación estrecha con la realidad de las cosas que buscan representar, de modo de favorecer la comparación, como analogía visual. Cualquier ilustración científica se fundamenta sobre el mismo principio epistemológico general e instala una perspectiva similar a aquella que el mismo Descartes criticaba, al considerar que los artistas necesariamente deforman los objetos para representarlos bajo formas esquemáticas, más allá si éstos tienen como fin la comprensión de las causas o simplemente la descripción del mundo que representan. De esta manera, como en el caso de las reglas de la perspectiva visual, la ciencia transforma los objetos, tal como se hace en una comparación teórica, dado que cualquiera sea la elección implicada en la analogía, supone la necesidad de fijar la demostración en relación a un ángulo preciso, de acuerdo a su fin. Este ángulo —el que a partir del siglo XIX se llamará “objetividad científica”— por una parte, se manifiesta justamente en la transcripción icónica de las descripciones verbales deducidas del mismo modelo de analogía visual propuesto aquí, y, por otra, está sometido, como elemento del libro mismo, al juicio de los lectores y del propio autor, en tanto ilustración de la demostración científica que ofrece.

Como concluye Blanchard, a propósito de la conducción retórica de este período en su libro L’optique du discours au XVII, debemos considerar que es el mismo filósofo quien exige continuamente a su lector la superación de los límites entre la doctrina y la materialización de ésta, dentro de la convención de un modelo conceptual entre filosofía y práctica, entre libro y escritura. Al mismo tiempo que es lo que posibilita el paso desde el mundo visible de la experiencia a aquel invisible del pensamiento5. Este modelo representativo, que distingue entre visibilidad científica e invisibilidad metafísica, exige un cierto tipo de participación subjetiva, por el hecho de que la ciencia inevitablemente necesita un plano práctico donde la mediación de los sentidos y la imaginación del lector son indispensables. Al margen de la desconfianza teórica preestablecida por ciertas doctrinas filosóficas —como precisamente sería el caso de Descartes— para transmitir el conocimiento cifrado tanto en el texto como en las imágenes.

Podemos decir que nuestro filósofo demuestra cierta cercanía a su propia doctrina de la imagen solo en algunos momentos, puesto que en otros, por ejemplo aquellos que competen a la publicación de sus libros, debe contravenir sus propias premisas para establecer aquel otro fin necesario de la demostración, por medio de ejemplos claros en términos gráficos, es decir, visuales: la elocuencia del razonamiento.


Descartes es antes que nada un filósofo, esto es indiscutible. Conocemos su pensamiento a través de sus escritos, los que permanecen como documentos de su investigación filosófica y científica, así como también de su vida como autor. Sus publicaciones son un testimonio fundamental de su trabajo como escritor y componen un conjunto bibliográfico de indudable riqueza.

Al inicio del siglo XVII el libro había evolucionado de manera relativamente homogénea en toda Europa y las corrientes de transferencia establecidas por los impresores y sus cónsules económicos generaban una intensa circulación, tanto al interior como al exterior del continente. La disposición de Descartes frente al libro como instrumento de conocimiento es, en cierto sentido, ambivalente. Su postura es favorable cuando el libro es entendido como herramienta de divulgación, pero negativa cuando considera que permite la sobrevivencia de antiguas doctrinas, las que por el solo hecho de pertenecer al pasado son consideradas verdaderas, cuando —desde su punto de vista radical— en realidad son solo antiguas6.

Aun así, después del período de su formación intelectual, Descartes reconoció la necesidad de imprimir sus escritos, siendo consciente de las posibles consecuencias que eso podría traer a su vida. Su primera obra aparece bajo la forma de un libro tipo misceláneo, sin nombre de autor: Discours pour bien conduir sa raison et chercher la vérité dans les sciences, seguido por tres ensayos científicos, la Dioptrique, los Météores y la Géométrie. Los tres ensayos fueron ampliamente ilustrados con más de un centenar de láminas concebidas por el joven Frans van Schooten (1615-1660), quien en ese momento tenía apenas 21 años y que trabajó en el Discours en los talleres de la imprenta de Jan Maire, en Leiden, empresa cuyo periodo de actividad se extiende entre 1605 y 1662 aproximadamente7.

Si bien se sabe poco respecto de las láminas de los ensayos científicos que acompañan el Discours y todavía menos sobre aquellas publicadas después por Descartes para la edición de los Principia de prima Philosophiae (1664), sí es posible rastrear algunas noticias a través de la correspondencia sostenida entre nuestro filósofo y Constantijn Huygens (1596-1687), entre el mes de junio de 1635 y el mes de enero de 1637, y de otros pasajes extraídos de las cartas enviadas a su principal interlocutor, Marin Mersenne (1588-1648) en distintos momentos de una larga relación epistolar, en la que Descartes refiere las vicisitudes experimentadas con sus impresores8.

Con estos indicios como base, en este estudio examinaremos los elementos figurativos usados por Descartes en sus libros como “material histórico concreto”, para usar la expresión empleada por F. Saxl9. El repertorio de láminas corresponde principalmente a los ensayos que acompañan el Discours, y será puesto en diálogo con algunas de las imágenes de las publicaciones póstumas, como la versión en latín de De Homine, de 1662, hecha por Florent Schuyl (1619-1669), y aquella que hizo Claude Clerselier (1614-1684), L’Homme, 1664. En la parte final del libro, con la misma metodología, presento dos recorridos: el primero indaga sobre algunos de los dichos usados por Descartes en el Compendium Musicæ (escrito en el año 1618 pero publicado solo después de su muerte, en 1650); y, el segundo pone en evidencia la riqueza simbólica que se concentra —entre líneas— en sus escritos, a partir del estudio de una frase que aparece en una carta dirigida a Mersenne. Todo esto, pensado como el conjunto más adecuado para integrar un aspecto de la argumentación teórica de aquella disciplina —usando las palabras de Robert Klein para referirse a la propuesta de Aby Warburg— que, al contrario de tantas otras, “existe pero no tiene nombre”, y que es la “historia de las imágenes”10.


Descartes tiene un rol eminente en la historia del pensamiento occidental y representa un lugar de autoridad bien preciso. J. Burckhardt, reflexionando sobre la figura de Pitágoras, en 1884, recuerda cómo en el siglo VI a. de C. la figura mítica del pensador jónico emerge bajo el efecto de una “fuerza irresistible”, representada por la tendencia, tanto de los antiguos como de los modernos, para adaptar su figura “a propósitos establecidos sólo posteriormente”. Así, personajes de este género, no solo nos obligan a superar cierto velo épico, sino que nos empujan a considerar —continúa Burckhart— que ciertos aspectos necesariamente deben enfrentarse con la “invención”, no como si se tratase de una novela histórica, pero sí “con la arbitrariedad de la selección subjetiva del material, en la distribución de los acentos y en la tentativa de adivinar los motivos, en el caso de que éstos no nos hayan sido transmitidos aún”11.

De esta manera, si se intenta estudiar la herencia de Descartes, debemos considerar principalmente al propio autor como figura. No la representada por los retratos que nos permiten imaginar su apariencia, sino otra, aquella presencia que ha sido fijada a través de la historia de la filosofía y de la ciencia, hasta volverse una figura de autoridad en sí misma, con todos los matices —o ausencia de ellos— que esto implica.

La figura de Descartes —tal como decía antes— se asocia a la historia de la filosofía y la ciencia, y esto, de algún modo, define su rol como entidad intransferible a otros aspectos del estudio de la cultura. Esta situación es más bien contradictoria si se considera que fue precisamente él quien combatió algunas de las formas más monolíticas de autoridad, ante el consenso filosófico y científico de inicios del siglo XVII. Podemos ver, retrospectivamente, cómo aquella disposición que en su tiempo era reconocida como original, rebelde y crítica, se vuelve exactamente lo contrario. Su estilo —caracterizado por la transformación del método del conocimiento, por su innovadora búsqueda de la verdad, y principalmente por su rol como promotor de una orientación vital fundada en la experiencia personal, en cuanto dimensión de diálogo y disputa interna frente a las doctrinas establecidas—, se vuelve en sí mismo modelo de rigidez e inflexibilidad canónica, tanto en términos teóricos como formales, encarnado en el racionalismo cartesiano. Esta catalogación sufre transformaciones durante el proceso —digamos histórico— de constitución de su figura como autoridad, y fija la silueta de Descartes y la impronta de su pensamiento bajo la rigidez de una doctrina inamovible, la que, a veces, logra dominar incluso aquellos otros aspectos de su obra, científicos y también humanistas, si me permiten el uso de este término.

Por otra parte, la figura de Descartes ha generado ciertos relatos fabulosos y míticos derivados de anécdotas más o menos precisas. En el caso de la celebridad de Descartes, se observa un tránsito similar entre vida y doctrina, donde sus afirmaciones como autor son consideradas prácticas de vida, hecho que transforma la conducta histórica del personaje, bajo el halo de la ilusión de una transitividad total al interior de su obra. Vida y obra del autor son supeditadas a la óptica de la autoridad y del prestigio que sus epígonos proyectan retrospectivamente, buscando convertir a Descartes en un cartesiano, dualista, racionalista, entre otras encarnaciones.

Es en este punto donde encontramos uno de los nudos que podrían servirnos para explicar el hecho que ha permitido el retraso en la llegada a un análisis en torno a las imágenes científicas de los libros de Descartes. Se trata, precisamente, de un efecto de autoridad, una especie de retorno a cierta prohibición, la que actuaría sobre la obra y la doctrina cartesiana e impondría la imposibilidad de combinar algunos aspectos fuera de esta consecuencialidad —idealizada— al interior de su doctrina filosófica. Una lógica imposible, representada por la coincidencia de todos los aspectos de su obra como un sistema perfecto. Lo anterior, se vuelve un contrasentido si se considera lo experimentado por Descartes frente a la tradición escolástica de su época, ya que fue precisamente él —al seguir la fuerte corriente anti-aristotélica del siglo XVI y suspender las parcelaciones epistemológicas tradicionales— quien estableció los principios para la transformación general del conocimiento a través de un modelo racional diferente, tanto físico como metafísico. Su geometría fue la demostración concreta de una consideración reformada que permitía enfrentar el temor estructural constitutivo del conocimiento de su tiempo, mediante la combinación de universos heterogéneos que, inevitablemente, determinaban el desarrollo de la ciencia y las nuevas perspectivas de la filosofía. Descartes logró cruzar un umbral, sin embargo su legado padece, por su misma relevancia epistémica, cierta petrificación, propia de los monumentos.

Según nos explica Funkenstein, la doctrina de Aristóteles distingue claramente entre lo inconmensurable y lo incomparable, a diferencia del caso de Descartes, quien propone visionariamente una mezcla de categorías que rompen este habitus:

Aquello que para los antiguos era un vicio capital, y que también el Medioevo considera un defecto, aunque menos grave, se volvía ahora una virtud: la transferencia de modelos y argumentos de una disciplina a otra12.

No obstante esta revolución llevada a cabo durante la primera modernidad, la obra de Descartes vive, con ciertas modulaciones, un proceso de resistencia que muestra por momentos un purismo extremo e incluso una forma especial de ceguera (racional) sobre cualquier defecto de un Descartes más humano y menos monumento. Uno de los aspectos en los que esta paradoja cartesiana ante los esquemas del mundo se manifiesta, se ve en las condiciones restrictivas que históricamente ha experimentado cualquier análisis de su doctrina filosófica de la imagen, versus la importancia que le da Descartes a las imágenes en su obra científica.

En diversos pasajes de sus escritos y cartas, el filósofo se expresa de un modo crítico sobre los conocimientos heredados de la antigüedad, aspecto que ha permitido pensar que, efectivamente, él representa una forma de discontinuidad radical con el saber heredado de los antiguos, cosa que evidentemente no es del todo verdadera. Un ejemplo de esta confluencia lo encontramos en el Discours, cuando declara: “estoy decidido a investigar solo el saber que pueda encontrar en mí mismo o en el gran libro del mundo”13; como si efectivamente no quisiese leer nunca más otro libro. Afirmación obviamente absurda, porque no solo los leía, sino que también los estaba escribiendo precisamente en ese momento. Estas sentencias, que sirvieron como relatos mistificadores para sus epígonos, deforman —sin lugar a dudas— el conocimiento del autor y su doctrina. No olvidemos que cuando se lee una afirmación como la que acabamos de citar de Descartes, estamos ya dentro de un ámbito especulativo, casi fantástico, donde el tono del filósofo (en tanto autor) nos traslada hacia un lugar ficticio en el que aspectos del todo diversos, como por ejemplo la propia vida, la filosofía y los libros, son combinados con indudable astucia, en un sentido metafórico y sobre todo retórico. Y es con esta premisa que debemos asumir la dimensión figurada de las proposiciones del propio Descartes, como contenedoras de aquel factor ilustrativo implicado en el modelo mismo de la argumentación cartesiana. De este modo, los diversos aspectos del trabajo del escritor, junto a aquellos del filósofo y del científico, se entrecruzan indisolublemente y nos permiten acceder —como dice el mismo Huygens en la carta del 18 de septiembre de 1637— a los “espacios imaginarios” que Descartes ofrece:

El intervalo entre Breda y vuestros espacios imaginarios, me parece también éste imaginario. Sé de usted todos los días, tanto a través de su libro, que estudio en cada uno de los momentos que me dejan las ocupaciones de mi cargo, como a través de lo que me comunica el joven Schooten, de quien es usted el principal argumento14.

Los libros de Descartes conciernen a la historia de la filosofía, de la ciencia, y también a la historia del libro. Ésta última no sólo como objeto, sino también como parte del modelo epistemológico general que se transformó después de la invención de la imprenta. Aparición que, en el tiempo de Descartes, tenía más de cien años y que, al inicio del siglo XVII, consolidaba sus técnicas y prácticas ligadas directamente al libro como instrumento fundamental para la transmisión del conocimiento15. Prácticas o tecnologías que se revelaron rápidamente como fundamento del reciente dispositivo que delegaba en la experiencia de la lectura, en el sentido amplio del término (texto e imagen), uno de los principales instrumentos de la producción simbólica de la cultura: el libro16.


Parafraseando a Burckhardt —citado en la primera parte de este capítulo—, este estudio no es una novela histórica. Las preguntas asumidas para poder explorar la obra de Descartes y hacer participar los aspectos iconográficos antes mencionados, deben asignarse necesariamente a otras disciplinas, más allá de la filosofía pura y la ciencia, como son por ejemplo la historia de la imprenta, el dibujo y el grabado. Puesto que se desenvuelven precisamente en aquellos espacios, también imaginarios —como dice Huygens— e implican un intenso tejido comparativo derivado del hecho de que son, en sí mismos, analogías del proceso racional que liga imagen y texto.

Las láminas de Descartes constituyen —como casi cualquier imagen— un modelo dinámico que integra no solo aquello que una lectura iconográfica instrumental podría establecer, sino también una simbólica, cultural e iconológica que permite trabajar con parámetros ligados a los métodos comparativos tradicionalmente vinculados a la disciplina histórica o literaria. Estamos ante ejemplos concretos de filiaciones, semejanzas, influencias e incluso sobrevivencias, manifiestas tanto al interior de cada elemento como en relación a todo el conjunto que conforman. Este último concepto, el de la comparación, rico y complejo, ha sido desarrollado por grandes autores en la segunda mitad del siglo XIX y del siglo XX, en contextos tan diversos como la historia, la literatura, la arqueología y la historia del arte, así como también en la antropología y el psicoanálisis, donde el criterio de “sobrevivencia” es más que solo la clave de lectura de una época: funciona como principio general para el estudio sobre la cultura.

Bloch toma la siguiente definición del diccionario para describir su trabajo de comparación: “buscar, con el objetivo de explicar, las similitudes y las diferencias que series de naturaleza análoga, tomadas de ambientes sociales diferentes, revelan”17. Por esto, una forma de describir este estudio es llamarlo una investigación biblio-iconológica sobre la obra de Descartes. Por un lado, considera el libro mismo como contexto de referencia y la concepción de las figuras comprendidas en los libros publicados por él. Por otro, reconoce las imágenes usadas por Descartes como un espacio expositivo privilegiado, en cuanto dispositivo de trabajo del escritor en relación a un contexto iconográfico, que no solo la ciencia sino también otras formas de saber desempeñaban en aquel tiempo, frente a la situación del libro como dispositivo de transmisión de información.

Será necesario que el lector, en consecuencia, acepte las siguientes premisas. Primero, que para el estudio de las ilustraciones científicas de Descartes es necesario abrirse a nuevos aspectos de lectura de su obra, como lo son aquellos determinados por la práctica misma de la ilustración científica, los que comprenden la siempre compleja y antigua relación entre texto e imagen. Reconocer, después, la actividad de la escritura y las decisiones retóricas que el mismo filósofo ha debido asumir durante el proceso de conformación de sus libros, bajo el siguiente principio: si el texto significa, la imagen también; sobre todo aquellas imágenes usadas para las ilustraciones y los esquemas visuales ligados a las demostraciones científicas y los conceptos expuestos en el texto, que fueron precisamente consentidos por el propio autor para ser publicados en sus libros como parte del ejercicio gráfico de la demostración.

Además, como bien ha dicho Brian Baigrie en su ensayo de 1996, titulado “Descartes’s scientific illustrations and 'la grande mécanique de la nature'”, contenido en el libro Picturing Knowledge: Historical and Philosophical Problems Concerning the Use of Art in Science18, se debe admitir el hecho histórico de que gran parte de la energía exegética usada en la interpretación estrictamente textual de la doctrina cartesiana ha llevado a descuidar este tipo de elementos complementarios al texto, puesto que las palabras han sido privilegiadas por sobre las imágenes. Dicho esto, debemos aceptar que no es solamente a través de la doctrina cartesiana de la imagen que estaremos en condiciones de profundizar en el significado de las figuras que acompañan sus textos; será también necesario dirigirse al contexto visual de la época y al ámbito de los libros donde se inscribe la posible proveniencia de estos elementos complementarios y, al mismo tiempo, independientes del texto. Por esta razón, voluntariamente he ignorado ciertos aspectos doctrinales de la filosofía de Descartes para intentar evitar aquel extraño efecto de consecuencialidad (mecánico y retrospectivo) que a veces se practica hacia sus escritos, y que funde su obra y sus cartas como un conjunto homogéneo y un sistema filosófico cerrado en sí mismo, cuando de hecho muchos aspectos permanecen todavía fragmentarios e irresueltos, si se piensan insertos en el contexto cultural de la época en que el filósofo vivió.

Por último, debo aludir a otro factor considerado durante esta investigación. Una de las razones históricas que ha permitido desatender las láminas es la suposición que estas imágenes tengan un rol únicamente ilustrativo, en el sentido instrumental del término. Decir que las imágenes son instrumentales no significa que sean neutrales a nivel semiológico, así como tampoco que aquellos elementos ligados a la formalidad del libro mismo (tipográficos, estilísticos y de compaginación) estén privados de significado. De otra manera, el mismo Descartes no habría considerado necesario situarlas junto a sus textos. En cualquier caso, no existe un elemento —sea una ilustración científica o un ornamento tipográfico— privado de significado, puesto que siempre pertenece al libro como totalidad.

Se sabe que las figuras son parte del texto, pero es un hecho que por mucho tiempo han sido sometidas a un coeficiente de invisibilidad y relegadas del conjunto de medios usados por Descartes para modelar su pensamiento, en una valoración completamente desequilibrada entre texto e imagen. Es paradójico, pero esta relegación se debe precisamente, como he aludido antes (de acuerdo con Baigrie) a una excesiva fidelidad en la observancia exclusiva de sus principios filosóficos, lo que olvida todo aquello que queda escrito entre las imágenes y con las imágenes en sus libros.

Las ilustraciones de Descartes, como sucede con gran parte de las láminas científicas, se caracterizan por formar parte de una dimensión compleja en la que la representación naturalista científica de los fenómenos físicos y orgánicos está necesariamente asociada a la representación natural de tipo artístico, esencial para la descripción figurativa de las demostraciones. En ambos casos, como sucede en cualquier relación entre texto e imagen —como explica Montgomery— se vuelve necesaria una competencia estética, en el sentido estricto del término, por el hecho de que debe reproducir tanto la percepción sensible del mundo como la representativa conceptual que el propio libro como dispositivo exige19.

Una última consideración después de estas premisas. Las ilustraciones científicas son representaciones asociadas a textos, y este simple hecho nos retrotrae hacia una antigua articulación, para nada simple: la relación entre palabra e imagen. Ésta es representada históricamente a través de un modelo de oposición, el que pocas veces es integrado pacíficamente al interior de los grandes modelos filosóficos. La confluencia texto-imagen, en algunos momentos ha vuelto a ser un hecho más bien problemático, en la medida en que se desenvuelve entre dos prohibiciones ancestrales de la cultura occidental: la iconolatría y la iconofobia. Como describe agudamente Cassirer, la articulación entre texto e imagen se desarrolla en el límite entre el “fetichismo de las palabras” —que habitualmente se asocia a lo verdadero en el sentido ideal de las ideas—, y el “fetichismo de las imágenes” —en general asociado a la condena de la mimesis y las artes visuales, expresado por el concepto de simulacro platónico—, lo que transforma el concepto de imagen en una noción aun más compleja e inestable20. Como sucede con cualquier elemento removido o reprimido por la cultura, cada vez que es excluida de la estructura general de la experiencia con el objetivo de expulsarla del pensamiento puro, la imagen siempre vuelve. Por esta razón, es convocada necesariamente por la exigencia epistemológica simultánea que hace posible la demostración científica, el ejemplo y la figuración en sí misma. La fobia y fascinación ancestral hacia la imagen, es asociada tradicionalmente a una reacción resuelta por un cierto tipo de filosofía, ante la herencia sofista cuyos vicios se habrían infiltrado, como una caja de Pandora, a través de disciplinas como la retórica y la poética, consideradas como prácticas impuras desde los primeros tiempos de la filosofía. Esta actitud negativa en relación a la imagen ha encontrado una amplia recepción en algunas doctrinas filosóficas, por cuanto aquel modelo idealista habría servido para alejarse de los elementos aportados por la dimensión sensible de la experiencia y también para protegerse de aquel fantasma llamado Error.

No podemos pensar sin imágenes, y esto Descartes bien lo sabe, aun cuando él estaría de acuerdo, en un sentido teórico, con el principio idealista que parangona la imagen al engaño, bajo el principio representativo sensible que la misma imagen contiene. Pero —como demuestra Cassirer— un comportamiento de este tipo frente a la imagen sirve solamente mientras nos movamos en una óptica metafísica, dado que en términos de un análisis del conjunto efectivo del conocimiento humano, debemos necesariamente abandonar estas premisas e intentar alcanzar los elementos implicados fuera del universo unívoco establecido —propiamente metafísico— para pasar a uno integral, de carácter más bien cultural. De esta manera, es decir, mediante el establecimiento de un diálogo comparativo derivado del mismo ejercicio de lectura de las imágenes en cuanto imágenes, llegaremos a la confluencia de aspectos de la experiencia sensible e intelectiva, necesariamente enlazados a través de cualquier forma de meta-cognición, es decir, de la toma de conciencia que implica toda idea plasmada ya sea en imágenes o palabras21.

En conclusión, tanto las imágenes usadas en los libros técnico científicos como las figuraciones llamadas literarias no pueden ser sometidas, en tanto imágenes, solo a una óptica inmaterial sujeta a la polaridad verdadero/falso, porque corresponden a un universo simbólico más amplio en el que solo podemos restringirnos a juzgar su adecuación: pueden ser exactas o equivocadas, claras o confusas, pero no verdaderas o falsas. Son ilustraciones de demostraciones científicas “puestas en imagen” (mise en image), para usar un galicismo preciso. En el contexto de la demostración, como ejercicio propio de la práctica de la escritura, la noción de simulacro se desmantela completamente. En el ámbito de la palabra y de sus convenciones —el de los símbolos verbales y visuales— la imagen propone un sistema complementario que comparece, inevitablemente, más allá de la intencionalidad del autor que podría querer reducirlo a una esfera teórica abstracta y puramente conceptual. Y esto se debe principalmente al hecho de que la experiencia y las convenciones del lenguaje mismo, incluidas aquellas iconográficas, se vuelven, ahora sí, elementos inimaginables, en el sentido de que serían impensables sin este principio mixto, nuclear, de imagen y significación22.

¿Cuál sería en consecuencia el tabú con el que nos enfrentamos al indagar en la relación entre texto e imagen en Descartes? Simple: su doctrina establece un principio crítico hacia la experiencia sensible, principalmente aquella visual. Por esta razón, las imágenes de sus libros tradicionalmente han sido omitidas al estudiar su obra. O bien, supongamos que, como algunos comentaristas han concluido: las imágenes podrían significar una cierta relación con el contexto artístico de la época, y como a Descartes el arte no le interesaba (absurdo bastante difundido entre sus epígonos) las imágenes no debían ser consideradas. No obstante, las imágenes en sus libros nos observan. Veamos entonces qué cosas nos dicen si intentamos mirarlas nuevamente, tal vez con otros ojos, ayudados por los lentes de la historia. Sobre todo aquella disciplina que se interesa en este tipo de objetos, es decir, desde una perspectiva de la historia de la imagen.

Hablar de una iconografía cartesiana, nos permite asumir el hecho de que, en sus escritos, el filósofo logra formar una colección de imágenes que constituyen un universo de elementos que pueden leerse en un sistema general de asociaciones. Esta metodología, retomada especialmente en el contexto de la iconología del arte de fines del siglo XIX, representada por Aby Warburg, junto a toda la tradición posterior, propone necesariamente un desplazamiento hacia un contexto figurativo —aquello que hoy llamamos un imaginario— en el que Descartes, pero también las personas que trabajaron en sus ediciones, basan sus raíces visuales. Esto, con el objetivo de trazar una memoria representada por las mismas imágenes en tanto fuentes, no solo ilustrativas, sino también narrativas. Estamos frente a documentos que simbolizan una coincidencia peculiar, ya que entre todos los objetos históricos que podemos imaginar, el conjunto que conforman texto e imagen es, en un sentido arqueológico, uno de los más elocuentes. Es así que volveremos constantemente sobre aquella idea de Warburg de ampliar “la noción nietzscheana de una filología capaz, no solo de examinar el arte bajo la óptica de la ciencia, sino también de examinar la ciencia bajo la óptica del artista”23.

He intentado fundir cada uno de estos tres aspectos: ciencia, libros ilustrados e iconología, porque el momento histórico entre el siglo XVI y XVII así lo exige. Las imágenes usadas por Descartes en las láminas científicas son representaciones de razonamientos y en algunos casos esto es preciso, pero en otros las imágenes son tomadas del universo representativo general, es decir, del mundo figurativo que contiene personas, cosas, animales (como el ejemplo del ciego con el perro, el sol, las estrellas, el viejo matemático frente al modelo del ojo, las nubes, los cristales, el hielo, etc.). En otros pasajes se trata de figuras verbales que hacen referencia a un mundo literario cercano a la cultura humanista de la época, lo que contradice la negación de la tradición clásica que el propio Descartes recomienda y que se manifiesta con claridad en los dichos y lemas tradicionales que entrelaza como sentencias, así como con las metáforas eruditas o parangones que él mismo crea. Es verdad que es posible considerar las imágenes como figuras retóricas, en cierto modo clásicas, pero sobre todo son figuras, imágenes usadas como parte de la argumentación y la demostración científica, a las que podemos buscar un origen, no para limitarlas en su poder ilustrativo, sino precisamente para profundizar en toda su capacidad significativa. Es decir, para volver a Descartes desde sus propias imágenes24.

1 Cf. P.-A. Cahné, Un autre Descartes: Le philosophe et son langage. Paris: Vrin, 1980.

2 Cf. L. Daston & P. Galison, Objectivité, Bruxelles: La press du réel, 2012, p. 30ss. (Objectivity, publicado por Zone Books, 2007). Agradezco a Juan Manuel Garrido su recomendación. Véase también el libro catálogo editado por Susan Dackerman, que incluye como colaboradora a Lorraine Daston, titulado Prints and the pursuit of knowledge in early modern Europe, Cambridge (Mass.) Harvard Museums, 2011.

3 AT VI 113.

4 Véase: Meditationes AT VIII 28ss., Le Monde AT XI 3ss., Regulae, AT X 368ss.

5 Cf. J.-V. Blanchard, L’optique du Discours au XVII siècle: de la rhétorique des jésuites au style de la raison modern (Descartes, Pascal), Québec, Press Université Laval, 2005, p. 247.

6 AT VI 5ss.

7 Véase: B. Traxler Brown, “Discours and Essais de la Méthode: an Evaluation within Jan Maire’s Publishing activities, 1636-1639”, en Descartes: il Metodo e i Saggi, Atti del convegno per il 350° anniversario della pubblicazione del Discours de la Méthode e degli Essais, Roma, Enciclopedia Italiana, 1990, pp. 119-135. Para seguir la discusión sobre la decisión de la publicación del Discours véase: AT I 611. Véase también su correspondencia: Huygens a Descartes, 15 de junio de 1636, AT I 607-608; Descartes a Huygens, 13 de julio de 1636, AT I 611-612; Descartes a Huygens, 30 de octubre de 1636, AT I 613-615; Huygens a Descartes, 5 de enero de 1637, AT I 617.

8 Véase: Descartes a Mersenne, marzo de 1636, AT I 338-341.

9 Cf. F. Saxl, La storia delle immagini, Bari, Laterza, (1959) 1965, p. 1-15.

10 R. Klein, La forma e l’intelligibile: scritti sul Rinascimento e l’arte moderna, Torino, Einaudi, (1970) 1975, p. 235.

11 J. Burckhardt, “Pitagora” (Basilea, 28 de octubre de 1884) en Letture di Storia e di arte, Torino, Boringhieri, (1918) 1962, p. 373.

12 A. Funkenstein, Teologia e Immaginazione scientifica dal Medioevo al Seicento, Torino, Einaudi, (1986) 1996, p. 378. Véase: Aristóteles, Metaph. AI 983 a I 16.

13 AT VI 9.

14 AT I 641.

15 Véase: R. Chartier, L’ordre des livres: lecteurs, auteurs, bibliothèques en Europe entre XIVe et XVIIIe siècle, Aix-en-Provence, Alinea, 1992.

16 Véase: A. Manguel, Une histoire de la lecture, Arles, Éditions Actes Sud, 1998.

17 M. Bloch, Comparazione, «Revue de synthèse», XLIX (junio de 1930), pp. 31-39, en Storia e Storici, Torino, Einaudi, (1995) 1997, p. 99.

18 Cf. B. Baigre, “Descartes and la grande mécanique de la nature” en B. Baigrie, ed., Picturing Knowledge: Historical and Philosophical Problems Concerning the Use of Art in Science. Toronto: The University of Toronto Press, 1996, pp. 87-133.

19 Cf. S. Montgomery, “Le illustrazioni scientifiche”, en Storia della Scienza, Roma, Istituto della Enciclopedia Italiana, 2001, IV, pp.1003-1012.

20 Cf. E. Cassirer, “Linguaggio e arte I”, en Simbolo mito e cultura, Bari, Laterza, (1942) 1981, p. 151.

21 Ídem.

22 Ibídem, p. 156.

23 Cf. A. Warburg pref. 3ª ed., 1886, citado por G. Didid-Huberman, L’image survivant, Paris, Minuit, 2002, p. 143.

24 Véase F. Hallyn, Les structures rhétoriques de la science: de Kepler à Maxwell. Paris, Seuil, 2005; y, La structure poétique du monde: Copernic, Kepler. Paris, Seuil, 1987.

René Descartes: El método de las figuras

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