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Pablo de Rokha: "Estoy de pie, pero estoy muerto"

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A LAS NUEVE DE LA MAÑANA TOMÓ CAFÉ, jugo de huesillos y tostadas. Habló largamente por teléfono con su hija Lukó y su yerno, el poeta Mahfúd Massís. Cruzó un par de palabras con una vecina y luego recordó que debía tomarse unos remedios. A eso de las diez, entró a su escritorio.

Minutos después se escuchó un fuerte estallido. Yolanda, la persona que hacía aseo en la casa, le pegó un grito a su hija Sandra, que barría por ahí, acusándola de haber roto un espejo. La niña lo negó y se quedaron mirando. Ambas corrieron al escritorio.

Lo encontraron sobre su silla, con la cabeza hacia atrás y los anteojos de montura negra colgándole de una oreja. En su boca, un hilo de sangre y empuñada en la mano derecha, una pistola.

No había nota de suicidio ni nada que explicara la decisión. Sobre la mesa, solo el libro que estaba leyendo, papeles desordenados y las argollas de matrimonio: la de Winétt y la suya.

El arma era un inmenso revólver de plata Smith & Wesson calibre 44, obsequio de David Siqueiros, luego de que recorrieran juntos la ruta que hizo Emiliano Zapata durante la Revolución mexicana. La pistola era la misma que usó su hijo menor, Pablo Díaz, cuatro meses antes, un 21 de mayo, cuando se tendió en la cama y se dio un tiro en la boca. Seis años antes, el hijo mayor del clan, Carlos, poeta vinculado al grupo surrealista La Mandrágora, moría de sobredosis por ingesta de barbitúricos y alcohol. En 1951, había muerto su esposa y musa Winétt de un feroz cáncer que se prolongó por cinco años.

«Estoy de pie, pero estoy muerto», le dijo Pablo de Rokha a Lukó.

Dos días después de su suicidio, el 10 de septiembre de 1968, el cuerpo fue enterrado en el Cementerio General. Salvador Allende fue uno de los que cargó el ataúd. Le dijo a una de sus hijas: «Valor, Lukó. Tu padre es demasiado grande para morir. Él vivirá por siempre». Carlos Droguett, escritor y amigo del poeta, señaló que la apología que De Rokha hizo de Máximo Gorki era aplicable a él mismo: «Eres más grande, mientras haya sangre tú estarás vivo, porque eres el mejor entre nosotros».

«Nací en Licantén, el 21 de marzo de 1894, junto al río Mataquito, entre los valles más lindos de Chile, entre montañas de peumos, pataguas, huilles, quillayes, boldos, litres y maitenes. Me crié entre el mar y la montaña. Entonces, el Maule era un cajón de grandes vientos huracanados, que se desbordaban entre los cerros».

Pablo de Rokha nace con el nombre de Carlos Díaz Loyola, en Licantén, en la zona norte de la Región del Maule. Sus padres fueron José Ignacio Díaz y Laura Loyola; «ella muy linda» y él «muy hombre como todos los hombres de mi familia». El futuro poeta apenas caminaba cuando debe partir, amarrado a la guata de un caballo, a la montaña maulina, donde el padre es designado como jefe de resguardo en la aduana cordillerana. La infancia, que designa «Tiempo de brujos» en su autobiografía El Amigo Piedra, es la representación mítica de los pequeños pueblos huasos del Valle Central de nes del siglo xix: el campo fecundo, la infancia llena de animales, montar de la mañana a la noche, la leche al pie de la vaca, la capada, corretear conejos y sacar codornices bajo las moras, la ignorancia supina de los campesinos, la tibieza de la mirada materna, el respeto reverencial al padre y al padre de este, el sexo espiado entre las tapias, el magnetismo del alcohol, la pobreza, la clase media pueblerina, las injusticias sociales y la muerte, siempre la muerte.

Es aquí, en la infancia rural, donde el escritor recogerá dos temáticas que luego serán ejes fundamentales de su obra poética-social. En primer lugar, el mundo campesino nisecular será un remanso idílico, pero a la vez el recordatorio permanente de un país en vías de extinción. Pablo de Rokha insistirá a lo largo de su trabajo en contraponer la visión de un Chile grandioso y pretérito frente a uno moderno y ensombrecido. En 1965, tres años antes de su muerte, recordaba: «Me crié entre arrieros, contrabandistas, cuatreros y policías; allí aprendí a manejar la carabina Winchester, a cazar cóndores, a montar en vacas y a trillar a yegua suelta. Mi literatura es la expresión de esa formación; yo fui hombre de a caballo, buen tirador, criado en el viento huracanado de la cordillera». La segunda problemática, que marcará a fuego su devenir vital y literario, serán las injusticias sociales del latifundismo regional. Provenía de una familia con una situación económica en decadencia y declaró siempre que las penurias de la clase media son las peores: «Me crié comiendo pobreza, pero pobreza arreglada que es la pobreza más pobreza de las pobrezas». Desde muy niño se dio cuenta de las diferencias entre las clases sociales. En sus memorias, ya viejo y cansado, aún recordaba los tratos vejatorios de su propia familia hacia sus empleados: «La explotación licantenina es tremenda, la clase media de los González, de los Díaz, de los Gutiérrez, cree que es cristiano y decente mirar como a perros, peor que a perros a sus sirvientes y peones».

A fines de mayo de 1901, comienza un ritual que la familia Díaz Loyola repetirá durante varios años: la migración de la costa maulina a Talca. Este viaje de noventa kilómetros, y que hoy se hace en un poco más de una hora, a principios del siglo pasado era, además de un recorrido inmenso, un cambio de forma de vida brutal. Así lo recuerda en El Amigo Piedra: «Cuando a fines

de abril o mayo, generalmente a fines de abril, nos ponemos en marcha hacia Talca, llevamos un causeo grande: quesos, charqui, huesos de vaca secos, grasa y reiteradamente, quesos, bastantes quesos, además de un gran animal de carneo, ternerona o vaquillona y cueros de oveja, para las camas de los chiquillos. Tarde, de noche, cansados y sudando como caballos de postillón, vamos llegando, llegando, llegando a Talca».

La llegada a la ciudad a los siete años supone un quiebre abrupto con el espacio de su infancia rural. Deja atrás la vida tranquila y campechana del mundo de sus abuelos, para entrar a la Escuela Pública No 3, a la cual ingresa con recelo. «Talca es invernal, Talca es patronal y feudal para mi alma de niño de aldea», dirá.

Pese al temor inicial, será en esta época de su vida cuando Pablo de Rokha descubrirá una de las características más singulares de su poética: el humor ladino del huaso chileno y la exégesis reivindicatoria del temporero campesino, explotado, sufriente y aventurero, contradictorio y realista. Apenas a dos cuadras de su casa, en la calle 3 Norte, entre 4 y 5 Oriente, reza un cartel que dice: «Comida y alojamiento. Posada de Luis Contardo». El regente de este local, el señor Contardo, era un sujeto obeso, administrador de ese antro de parroquianos que era el cementerio y la catedral de la capital maulina, es decir, el lugar donde arrieros, agricultores y borrachos iban a pasar sus penas y alegrías. Será la famosa posada de Lucho Contardo la que luego servirá como telón de fondo de su poema homónimo, publicado en Estilo de masas (1963).

En esos mismos barrios, el escritor narra su primera aventura con una mujer: una hermosa rubia de trenzas le vende una miel del mismo color que su cabello. El futuro poeta desfallece de entusiasmo. Los amigos lo conminan a simular un tropezón y, desde el suelo de tierra, mirar por debajo de las faldas. «Después, los muchachos me averiguan si tenía muy bonitas las medias, arriba, y el escalofrío del espinazo me iba corriendo de pies a cabeza», explica avergonzado.

Claro, no todo era pellejerías callejeras y irteos inocentes. A eso de los doce años, sus padres deciden enviarlo de interno al Seminario San Pelayo en Talca. El adolescente que ya se sentía grande, heredero de la sabiduría de la tierra y con un pasado lleno de aventuras, se con esa confundido frente a los niños urbanos: «Me dan soledad a mí que soy tímido y audaz, desenfrenado, oscuro, apasionado, bestial y absorto simultáneamente, pero por dentro», con esa moqueando mientras ve alejarse a sus padres que se separan de él por primera vez. Con el ingreso al seminario, se le acabaron las caminatas diarias y los paseos a caballo y se impuso, en cambio, un estricto régimen escolar que generó enfrentamientos diarios con los compañeros mayores que se reían de su pasado huasteco.

«–¿Cómo lo llamamos? –se preguntan sus camaradas, mientras uno, dos,quince, treinta, le dan patadas y cachetadas en el suelo. Pablo de Rokha, todavía un infante Carlos Díaz de Loyola, patea, muerde y responde.

–Eres valiente –le dice el cabecilla.

–¿Cómo lo llamamos? –repite el coro de abusadores.

–Es tu bautismo, no te enojes, son nuestras bromas –y dirigiéndose a todos los muchachos, palabra por palabra, añade–: el Amigo Piedra».

Peor que el acoso juvenil es el régimen carcelario al que tiene que habituarse. A las cinco de la mañana, debe estar en pie, con un frío terrible y padeciendo hambre a todas horas. «Agua muy turbiosa de leche amarga y plan blanducho y mojado»; «bisteque seco y duro como zapato de soldado, claveteado», recordará. Otra vez el frío, el insomnio, la masturbación culpable, los profesores canallas y Dios, Dios, detrás de todas las puertas. Pese al tormento que representó el paso por las aulas del seminario, fueron aquellos años de soledad, introspección y dudas cruciales para que el autor desarrollara otro tipo de amor en su vida: la literatura. El poeta se aísla en los textos de Blake, Rimbaud, Lautréamont, Whitman, Nietzsche, la tragedia clásica de los griegos y la Biblia. «Abandono la pólvora, la escopeta, el morral, la tabaquera, el puñal, el cocaví y me lleno de libros, emborrachándome en desorden desarticulado de páginas y páginas y la colección de monedas de mi padre y mi madre va a naufragar a la melosidad del español que comercia La Ilustración Artística y esos libros bellos, encuadernados en pellejo de becerro joven, con grandes láminas. Para el verano, los caballos y el libro de invierno».

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