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ОглавлениеIntroducción
La fragmentación del cosmos
“Jesús es reloco, el mundo es careta”. En el medio de una conversación, la frase de Daniel, creyente de una iglesia evangélica, fue una verdadera toma de judo. Parecía decirme: “Tomá vos, hippie, Jesús es verdaderamente cuestionador”.
Sus palabras nos llevan al corazón de este libro y me dan pie para desplegar cuatro premisas que seguramente sostienen este trabajo. La primera es propositiva y atañe a la idea de acompañar la experiencia y el recorrido de creyentes pentecostales y católicos de un barrio del Gran Buenos Aires y percibir la complejidad y la heterogeneidad de las experiencias de los sujetos religiosos, los esfuerzos y las determinaciones de la composición de sus universos de creencia y a un hecho: estas experiencias surgen en un vaivén entre lo que llamaré la “perspectiva cosmológica” y las instituciones políticas, religiosas y terapéuticas.
La segunda es crítica y sigue a la constatación de que a la expresión “religiosidad de los sectores populares”, el tema de este libro, en general se le han atribuido sentidos erróneos: tradiciones entendidas como pesos del pasado, sujetos idealizados, plenos y unívocos bajo la figura del pueblo redentor u oprimido o engañado. También llama a una noción ingenuamente esperanzada en religiosidades no institucionales, como si los rituales consolidados en un garaje donde se cantan canciones evangélicas o se ofrenda al Gauchito Gil no fueran eso, instituciones. Y la idea de religión, popular o no, convoca asimismo a pensar las religiones como compartimentos separados en los que la iglesia de que se trate es capaz de formar rebaños. Todo lo que digo de la religiosidad de sujetos del mundo popular en estas páginas intenta cuestionar esas ideas erradas que tan fácilmente vienen a nuestro sentido común.
Lo popular no es algo eterno, sino el resultado de lo que emerge en un proceso, en conflictos, en dispositivos y en tomas de conciencia en que aparecen sujetos. Así, los hechos que describo e interpreto aquí, ocurridos entre 1995 y 2000 en la zona sur del Gran Buenos Aires, no son la actualidad por más que tengan muchísimo que ver con el presente. Sobre todo porque, aunque haya habido variaciones de todo tipo desde 2000 hasta ahora, expongo las que pueden ser consideradas las raíces del presente y a la vez pretendo transmitir una forma de aproximación a la religiosidad popular que llame la atención sobre tomas de judo como la de Daniel. Entenderlas es superar todo lo posible –con descripciones que implican síntesis, críticas y composiciones– los arcaísmos, las romantizaciones, los a priori ateos, las disociaciones inútiles (como la oposición entre lo popular y lo masivo, lo tradicional y lo moderno, la religión y el mundo). Y si se quiere, puede decirse que aquí abrimos una ventana para observar desde el punto de vista religioso cuáles fueron las significaciones de los años noventa para los sectores populares: sin duda, limitaciones y empobrecimiento, pero también habilitaciones, emergencia de composiciones y sensibilidades realizadas.
En lo que hace al enfoque, debo consignar que en su origen este libro fue una tesis doctoral, con las aspiraciones de absoluto, mohínes irrelevantes y precipitaciones de neurosis que corresponden al género. Depurada, todo lo posible, de los peores rasgos de esa escritura, resta el hecho de que es un texto, como todos, situado en un tiempo y espacio cuyas interlocuciones todavía permanecen aunque sea necesario sumar nuevas camadas geológicas a la conversación.
He sido educado como ateo y mi investigación en el campo de las religiones me hace interrogar siempre el sentimiento de supuesta superioridad moral e intelectual que esa educación da. Pero hay algo más. La experiencia más vivificante de mi existencia –y la que me reconcilia con el mundo– ha sido y es el encuentro con los límites a las exigencias que imponen los ideales. Un hombre cristiano que conocí en esta investigación le dio a esta experiencia –que en mi caso está atravesada por el psicoanálisis– una formulación que me hizo sentir su hermano. Su frase “No porque tenga un problema me voy a andar desbautizando en gritos y protestas” me sonó al reencuentro con la felicidad de vivir, que es la que, a fin de cuentas, está en el análisis personal. Mi relación con los interlocutores de Barrio Aurora, el territorio en que realicé la investigación que está en la base de este libro, estuvo frecuentemente tramada por esa experiencia que sentí que nos intersectaba. Tal vez no sea tan así, pero también por ese sentimiento mis interpretaciones subrayan algo en la experiencia creyente: lo que hace que cada uno de nosotros, pero mucho más los sujetos del mundo popular, atravesando un período de carencias y de pérdidas, no se entregue a la pulsión tanática, no se “desbautice” porque algo no se puede. El sujeto que teorizó De Certeau, que evade aunque sea un poco las cárceles de las asimetrías y dispositivos que lo capturan, habita en parte en cada ser que es capaz de no obsesionarse como el Capitán Ahab, que muere atado a su dolor (la blancura de una ballena imposible de capturar): “Es místico aquel o aquella que no puede parar de caminar y quien, con la certeza de eso que falta, sabe que cada lugar y cada objeto no es eso, que no se puede residir aquí ni satisfacerse con aquello”. Es místico el que puede armar nuevos caminos. Esta situación intersubjetiva en la que mi trayectoria se encontró con la de mis interlocutores ha sido un tercer regulador de mi trabajo. No preexistió a él, surgió en él y fue la base más profunda de mi diálogo con lo que antiguamente se llamaba “informantes” y a quienes descubrí como creyentes vecinos, amigos, anfitriones, maestros, coinvestigadores, guías de Barrio Aurora.
En las camadas geológicas de conversación, hay un diálogo inicial con la antropología de la religión que se escribía en Brasil y con una antropología brasileña que insistió productivamente en la necesidad de dar cuenta de los sujetos populares considerando sus condicionamientos pero sin olvidar sus potencias. Y se agrega el diálogo con una base de investigaciones sociológicas, antropológicas e históricas sobre la vida religiosa de los sectores populares en la Argentina, que tiene importantes antecedentes desde hace varias décadas. Debido a su carácter de antigua tesis reelaborada, están ausentes algunos giros analíticos actuales que, sin embargo, aparecen esbozados, porque la época y el momento nos lo planteaban sin exigirlos ni resolverlos: principalmente, la necesidad de apelar lo más posible a interpretaciones internas al campo de acción de los sujetos. Todo el material empírico que recogimos en la investigación se hubiera beneficiado de análisis críticos en perspectiva de género que, en la época en que se escribieron el texto, estaban disponibles pero no eran de referencia generalizada. Esto no impide ver en él las emergencias de un abordaje que en varios capítulos destaca el protagonismo de las mujeres y las figuras de una autonomización que abarca, y al mismo tiempo excede, el campo religioso.
En ese sentido, he atendido a las circunstancias, a las prácticas y a las definiciones de las vivencias religiosas que me transmitieron y sugirieron mis interlocutores. Así, mi investigación de la religiosidad popular como la he circunscripto hasta aquí es además una investigación de la religión como es practicada y vivida por los creyentes, en relaciones y contextos de práctica que la definen, incluidas las grandes tradiciones en tanto son movilizadas por los creyentes en la articulación de sus senderos de creencia. Dicho de forma condensada, la religión vivida. Y esta es la cuarta marca conceptual que ha regido mi diálogo e interpretación con los vecinos de Barrio Aurora. Los conceptos que usamos aquí para ceñir las situaciones surgen de un debate de alternativas de interpretación histórica y teórica que hemos abreviado. En una serie de trabajos académicos previos he discutido en detalle y profundidad buena parte de las ideas que permiten y alimentan los análisis presentes en estas páginas.[1] Aquí nos hemos permitido aligerar esas discusiones y el aparato crítico en que se sostienen reteniendo algunas de las premisas que esas mismas discusiones teóricas e históricas permitieron desarrollar. Más de una centena de citas y notas al pie del texto original han sido eliminadas en favor de la legibilidad y de la focalización del texto en las expresiones creyentes que queremos exponer en su diversidad y articulación. Hemos mantenido el mínimo indispensable de citas y hemos querido dejar constancia de algunas firmas claves para las ciencias sociales de la religión en América Latina. Para los lectores interesados, además de las referencias citadas, está consignada la bibliografía general consultada en la época en que redacté este trabajo.
Salvo que se aclare explícitamente, la exposición refiere al pasado en referencia al período considerado en la investigación, y desde un presente anclado en el año 2000 en que la mayor parte de este volumen fue redactado. Como en ese momento los hechos estaban muy cercanos, algunas veces me referí a ellos en presente.
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He dicho más arriba que estas experiencias surgen en un vaivén entre lo que llamaré la perspectiva cosmológica y las instituciones políticas, religiosas y terapéuticas. La expresión “fragmentación del cosmos” sintetiza ese vaivén, en el contrapunto entre dos escenas.
La visión cosmológica o “encantada”
Veamos la primera escena. En el Barrio Aurora de Lomas de Zamora,[2] en la víspera de la Navidad de 1996, Alberto, un dirigente de origen duhaldista, pronunciaba un discurso en la casa de uno de los referentes barriales del Frepaso.[3] Le explicaba a un núcleo barrial de unas diez personas que la política del entonces presidente Carlos Menem era la causante del desempleo de muchos de los habitantes del barrio (situación que también afligía a la mayoría de los presentes): decía que la apertura de las importaciones y el precio del dólar afectaban las fuentes de trabajo y era necesaria una política que las protegiese. Para lograrlo, había que cambiar de presidente y de política, y para eso era necesario fortalecer el Frepaso.
La entonces excéntrica prédica contra los efectos de la política de sobrevaluación del peso (que no figuraba en la agenda pública de ningún partido político, menos en la del propio Frepaso) me llamó la atención. Sin embargo, un hecho que me mostró en qué saco podían caer las explicaciones de Alberto me sorprendió todavía más. Algunos asentían y comentaban la acuciante situación de la industria del calzado que empleaba localmente a muchos vecinos del barrio. Pero, al terminar la reunión, uno de los participantes –Víctor– se acercó a mí y, sin conocerme, me planteó un diálogo privado que me hizo revisar ese consenso aparente: “Lo que dice Alberto está todo bien, pero no es así”, me dijo, y luego agregó: “Fui a Carrefour junto con otro muchacho, nos hicieron la revisación médica a los dos y nos dijeron que teníamos que presentarnos. Después, cuando fui yo, me dijeron que mi carpeta se había perdido y que no podía entrar”. Se quedó callado, como esperando que pudiera resolver el enigma que representaba la desaparición de su currículum (enigma del cual él tenía la clave). Quedó a la espera de una respuesta que no supe dar hasta que él dijo: “¿A vos qué te parece?”. “No sé, se habrá perdido”, respondí de forma anodina, sin estar a la altura del misterio que había sugerido. Tampoco supe hacerme eco de la gravedad de la información con que intentó desasnarme: “Eso puede pasar solamente cuando a vos te hicieron algo”. “¡¿Qué?!”, pregunté. Entonces Víctor me explicó: la cuñada se había enamorado de él y había recurrido a un hechizo para ganar su corazón. Pero las cosas habían salido mal y el hechizo le arruinó la vida trayéndole debilidad y mala suerte.
Durante los días siguientes, cuando conocí las historias de algunos de los diez asistentes a esa primera reunión, me di cuenta de que Víctor no era el único: varios de ellos explicaban el malestar, que –tanto para mí como para el dirigente que monopolizaba las explicaciones en la reunión– era social, con causas que podrían entenderse como místicas, y que ellos consideraban más verosímiles que las sociales.
El Frepaso, cercano a mis redes personales, era una especie de parada previa de mi investigación. Lo consideraba ajeno a la comprensión “mística” del mundo, que esperaba encontrar en las organizaciones religiosas a las que pensaba aproximarme una vez establecido en el barrio. Dado que suponía que ese núcleo politizado estaba habitado por dirigentes y militantes que ofrecían una visión del mundo y la aflicción basada en hechos y explicaciones sociales, no imaginé encontrarme con expresiones como las de Víctor. Incluso en el núcleo “iluminista” del barrio era intensa, aunque tal vez soterrada, una perspectiva que luego vería desplegarse a cielo abierto, de manera recurrente, en experiencias a las que tuve acceso a través de incontables diálogos y decenas de entrevistas que surgieron en años de compartir el tiempo con vecinos y vecinas del lugar. ¿Cuál es el carácter de esa perspectiva y qué problemas plantea su existencia?
El sentido de la realidad de quienes participan en el circuito social en que un libro como este se lee y se escribe –un circuito próximo al ámbito académico, a los productos periodísticos, a los compromisos políticos emancipatorios– se nutre de un sedimento histórico: los resultados del desencantamiento del mundo, la dramática experiencia que Weber resume en su obra sobre la ética protestante como la separación entre los dioses y los hombres y la desaparición de la experiencia del milagro como factor explicativo de la realidad. Para las ciencias sociales en general, Occidente habría avanzado a partir del siglo XVI hacia una situación que daba por resultado menos religión en el mundo e incluso menos religión en las instituciones religiosas si por religión se entiende intervenciones del más allá en nuestro mundo. Y no solo la vida social de una parte de Occidente pareció convalidar ese diagnóstico que hoy luce bastante errado. En su diálogo con la modernidad, las religiones, sobre todo los distintos cristianismos, al menos en la visión de sus élites y en sus teologías oficiales, parecieron reflejar ese diagnóstico de religión menguante: desde su perspectiva, ya no se trataba de testimoniar o mediar expresiones de lo sagrado en el mundo, sino de promover mensajes morales, conductas sociales e históricas. Y esto abarca tanto a las teologías revolucionarias como a las conservadoras, todas ellas mundanas.
Por oposición y contraste con esta visión desencantada, llamo “cosmológica” a la percepción de la realidad de Víctor. La determinación más general de ese sentido es la siguiente: si el desencantamiento instauró el abismo entre el aquí y ahora y el más allá, entre los hombres y los dioses –una segmentación que justifica conceptos como los de “trascendente” y “sobrenatural” (e incluso, como diremos, “religión”)–, digamos que no todas las visiones del mundo que coexisten en nuestro tiempo y lugar comparten ese presupuesto. La visión cosmológica está más acá de las distinciones entre lo trascendente y lo inmanente, lo natural y lo sobrenatural, y supone que lo sagrado es un nivel más de la realidad, no una ilusión.
La diferencia de posiciones de lo sagrado en la experiencia desencantada y en la cosmológica es evidente en una manifestación clave: la categoría de “milagro”. Para la experiencia desencantada, milagro es sinónimo de “excepcional e inexplicable”. En la experiencia cosmológica, en cambio, el término se emplea con frecuencia, pero no significa lo mismo: el milagro está a la orden del día e implica una definición de la totalidad que siempre incluye, y en un nivel sobredeterminante, lo espiritual y lo divino como causas de las que el milagro sería efecto. Cuando en la experiencia cosmológica se habla de milagro se apunta, ni más ni menos, que a la eficacia de uno de los principios constitutivos de lo real. Birman (1995: 36) la piensa como una visión encantada, mientras que para Fernandes se trata de una concepción que reconoce la “presencia en la tierra de una fuerza superior a las fuerzas terrenales” (Fernandes, 1994a).
La experiencia cosmológica involucra una totalidad en la que, para los sujetos, opera un determinismo incansable que “supone la íntima conexión entre los planos de la persona, la naturaleza y lo sobrenatural” (Duarte, 1986: 248) y remite como última causa a lo sagrado entendido como lo infinitamente superior. En esa experiencia todo está encadenado y determinado: una mirada, un dolor resultante, el mal de ojo, las fuerzas que lo causan y también las que lo sanan. Allí opera una sacralidad que no es radicalmente exterior (trascendente). No ocurre en el más allá.
Para quien se ubica en esa perspectiva, la mismísima palabra “religión” no tiene el mismo sentido que para quien participa de la perspectiva desencantada, aun cuando en este último caso se trate de una persona que se declare religiosa. Para el primero, religión es un término redundante y equívoco ya que sobra respecto de ese determinismo de lo sagrado que referimos más arriba y de la continuidad de lo sagrado y lo cotidiano. ¿Qué religaría la religión si nada está separado? Para el desencantado, religión es el término que supone la separación entre los planos de experiencia de lo trascendente y lo inmanente. Para el desencantado, la religión remite a lo espiritual entendido como lo desencarnado, lo invisible, lo irreal. Para quien vive dentro de la perspectiva cosmológica, siempre hay reciprocidad con lo sagrado, y lo espiritual es una presencia concreta y actuante. Para el religioso desencantado, la creencia es una incertidumbre, una actitud subjetiva que sucede a la pérdida de referentes respecto de los que esperar algo. Para este tipo de religioso –más bien un ateo partidario de la religión–, la religión consiste, muchas veces de forma exclusiva, en un sistema de valores. Para quien vive en la perspectiva cosmológica, la esperanza no es infundada: el intercambio con lo sagrado es incesante y por eso los milagros no son nunca extraordinarios y, finalmente, ocurren. No es por casualidad que para quienes viven en ese universo simbólico siempre hay un milagro por narrar y uno por ocurrir.
Identificar la visión cosmológica con el significado que adquiere la religión en la visión iluminista de la modernidad (segmentación entre los dominios de lo terrenal y lo celestial) es darle a esa versión de la modernidad un triunfo apresurado en una tensión inagotable. Esta captación de lo religioso como la tentativa de religar lo separado entre el aquí y ahora y el más allá está demasiado centrada en las expectativas de uno de los bandos de esa tensión. Como el bando de los analistas coincide con el de una facción de esa tensión, estamos ante un verdadero caso de hegemónico-centrismo, de alineamiento con la hegemonía supuesta. Es que concederle a la religión, sin reservas ni matices, esa connotación, pensar que su comprensión es única y se reduce a señalar el “más allá”, “el espíritu”, es olvidar a todos los que con esa palabra piensan en el determinismo de lo sagrado y en una sacralidad que opera en el aquí y ahora de los cuerpos y los objetos. Todo este libro puede ser leído como una insistencia acerca de la presencia múltiple, variada y hasta cierto punto disidente del elemento cosmológico en la vida cotidiana de los sectores populares. Una presencia que no por desconocida deja de ser extensa y con ámbitos de legitimidad propia. Allí donde los teólogos eruditos, las religiones modernizadas y las ciencias sociales creemos en el milagro como accidente, la perspectiva cosmológica entiende el milagro como fundamento. Este trabajo es una tentativa incompleta por tratar de no aplastar esa perspectiva en nombre de las significaciones desencantadas con que por inercia nombramos las experiencias de muchos otros.
En relación con esto, es preciso destacar otra consecuencia de la escena en que Víctor reivindicaba una visión específica de su malestar: ella revela los efectos del margen de autonomía en que se constituye la experiencia de los grupos sociales. Esto no significa desconocer o subestimar las disimetrías, imposiciones y dominios que los afectan. La existencia de una visión cosmológica en una sociedad en la que una parte de sus instituciones más dinámicas y poderosas difunde la visión desencantada (y en la que el desarrollo social provee motivos que erosionan la perspectiva cosmológica) da testimonio de la complejidad de la vida social y de la eficacia simbólica de los sujetos subalternos, que no por estar subordinados conforman una subjetividad inerte. En los hogares, en la reutilización de los saberes escolares, en el reciclado de las teologías secularizadas, en el uso de los medios de comunicación supuestamente todopoderosos, en las instituciones que, a falta de mejor vocabulario, nos permitimos llamar “informales” (las esquinas de los barrios, las redes vecinales en las que circulan favores, compromisos, curaciones), se reelabora y se produce esa visión que únicamente podemos asir cuando nos apartamos de los prejuicios por los cuales consideramos que la idea de religión solo puede ser un residuo evolutivo en vez de una visión del mundo actuante y contemporánea.
Mi experiencia de investigación de campo y el análisis de la literatura especializada me llevaron a una conclusión sobre el lugar social de la visión cosmológica (Semán, 2006: 35-60). Si bien puede estar presente en diversos grupos sociales y no solo en las clases populares, no podemos dejar de considerar que tiene un enraizamiento privilegiado en el mundo de esas clases, definidas en un sentido que puede ser primariamente sociodemográfico (los cinco deciles más bajos de la estructura social), y que involucra una infinidad de situaciones heterogéneas. Es obvio que en estas mismas clases la perspectiva que hemos llamado “desencantada” no deja de tener influencia (hay entre ellos ateos y creyentes secularizados). Y es verdad que en las clases medias y altas algo de la perspectiva cosmológica puede estar presente si se quiere cuestionar lo que decimos en términos de probabilidades. Pero lo cierto es que entre visión cosmológica y clases populares es posible suponer una fuerte superposición.
Derivas de la visión cosmológica
Esa matriz cosmológica –cuya densidad y presencia se ignoran tanto que es preciso subrayarlas todo el tiempo– no está escrita en piedra: cuando se expresa, también se relanza, se transforma y se modifica según las condiciones históricas en que los dispositivos y subjetividades la actualizan. Para comprender esto, debemos aproximarnos a la segunda de las escenas que hemos anunciado en el inicio de esta introducción.
El pastor de la iglesia donde se congregaba Rosa, también localizada en Barrio Aurora, me contó que tuvo un sueño profético en el que el Señor le mostraba que el hijo de Rosa, que estaba preso, iba a ser liberado en breve. Me dijo que se lo había comunicado a ella y que estaba tan contenta que se iba a congregar en su iglesia porque se siente “en victoria”. En el encuentro con Rosa, repetí la versión del pastor y la felicité. Su respuesta desafió mis propias creencias sobre las creencias del pastor en los milagros: ella sentía que la atención que le brindaban el pastor y su familia eran buenas para ella porque le hacían bien “a la autoestima”.
Este fragmento de una configuración y un entramado –que más adelante retomaremos en detalle– habla de la eficacia con que actúa, aun en el confín urbano donde realicé la investigación, un proceso de expansión de categorías y sensibilidades apoyadas en las terapias psicologizadas y en ciertos supuestos culturales que son su humus más frecuente. En algunos vecinos se advierte particularmente una actividad de autoconocimiento y de autoexplicación que le pone términos específicos a su deriva vital (si no hicieran esa reflexión, esta podría vivirse como destino, imperativo celestial, efecto de un desarreglo en la relación con lo sagrado o desgracia transmitida de generación en generación). Estas referencias parecen competir con las indicaciones cosmológicas, en el sentido de iluminar los misterios en que estas se amparan. Pero se produce un fenómeno adicional: que los analizados del barrio reponen, en otros planos, muchas veces jerarquizados por la experiencia, las categorías cosmológicas que en apariencia declinan. La experiencia cosmológica se apoya y apuntala incluso en prácticas, representaciones y vivencias que la niegan o provienen de configuraciones que se encuentran a distancia de ella.
Ahora bien, los núcleos que dialogan con la conciencia cosmológica no se reducen a las visiones psicologizadas del sufrimiento: las culturas juveniles, el peronismo, el curanderismo son parte de la experiencia sedimentada en el barrio y se suman a la estructura de interlocuciones que tiñe de tonos particulares la experiencia religiosa.
Así, el objeto de este libro es, más precisamente, la forma en que, en casos muy diversos, los sujetos componen la perspectiva cosmológica con experiencias políticas, culturales y generacionales. La fragmentación del cosmos es el resultado de un proceso en el que diversos agentes que parten de presupuestos cosmológicos los redefinen y los combinan con experiencias que ponen en juego otras perspectivas que erosionan la visión cosmológica pero no la agotan ni le quitan su carácter rector en la experiencia de una parte de los sujetos de las clases populares de nuestro país. Ese proceso por el que la visión cosmológica se declina en diversas visiones y experiencias es el proceso por el que se produce la religiosidad popular realmente existente. Ocurre, como dijimos, a partir de sujetos que pertenecen a los sectores populares y en ensambles que van de la casa a la calle, de la iglesia evangélica a las publicaciones que ayudan a elaborar la subjetividad, del rock a la unidad básica y así todo el tiempo.
Sincretismo
Para captar ese trabajo de bricolaje se impone un término que es necesario elaborar: sincretismo.
Carozzi y Frigerio (1994) han realizado contribuciones fundamentales en este campo al introducir las categorías que permitieron salir de las premisas que guiaban la comprensión de la conversión y al analizar a la luz de conceptos sociológicos sistemáticos los procesos de conversión en el seno de diversas corrientes religiosas en la Argentina. Mi posición debe entenderse como una adaptación de esas proposiciones a la situación que percibí durante la investigación.
El tránsito de un sujeto de una denominación religiosa a otra, y en general desde una posición en el campo religioso a otra, la adopción de una visión religiosa determinada configuran lo que técnicamente ha sido llamado “conversión”. No se trata de la experiencia abrupta y total que describe el apóstol Pablo en la Biblia y que modela el sentido común, sino de un proceso que implica etapas de interacción entre quien se convertirá y el grupo religioso que promueve esa conversión, entre una posición de partida y una de llegada, siempre parcial. Los tránsitos en el campo religioso son el resultado de interlocuciones entre un sujeto –que no es una tabla rasa, sino que es activo selectivo y tiene experiencias previas– y un grupo que modula su llamado: los tránsitos no siempre dan lugar a pertenencias nítidas, definitivas, exclusivas y excluyentes, como podría sostenerse desde una visión formalista o carente de densidad empírica.
En mi terreno de investigación, entre lo religioso y lo que no lo es, y entre las diversas religiones, no hay una separación tajante (esto quedará más claro con la descripción del campo religioso local que se realiza en el primer capítulo). En consecuencia, las conversiones se efectúan como recorridos parciales e integradores entre diversos momentos del campo social en general. En este sentido, la propuesta de Birman (1996) parece un apoyo necesario: las conversiones pueden ser concebidas como pasajes que resultan de la posición de los sujetos en relación con las estructuras que los interpelan y a partir de una posibilidad de compatibilización y síntesis que les otorgan las tradiciones que ellos reconocen y movilizan.
El proceso de conversión da lugar a formas emergentes que pueden explicarse como efecto del funcionamiento del principio de “sincretismo” (entendido de un modo específico). Sanchis, despojando este concepto de cualquier impronta normativa, ortodoxia o pertenencia exclusiva al campo de lo religioso, lo define como
la tendencia a usar relaciones tomadas del mundo del otro para resemantizar su propio universo. O también el modo por el cual las sociedades humanas (sociedades, subsociedades, grupos sociales; culturas, subculturas) son llevadas a entrar en un proceso de redefinición de su propia identidad, al confrontar con el sistema simbólico de otra sociedad, sea o no de nivel clasificatorio homólogo al suyo (Sanchis, 1994a: 7).
De este modo, sincretismo es una forma de caracterizar los procesos de innovación, elaboración de síntesis y compatibilización entre sistemas simbólicos que, por un lado, pueden ser religiones y, por otro, ideologías políticas, nociones terapéuticas, etc.
A través de este mecanismo, las conversiones actualizan un diálogo en el que se encuentran las perspectivas de líderes y de fieles potenciales que en ese marco activan, reconocen e integran la sensibilidad plural que los constituye. Esto da lugar a religiosidades que hibridan el dogma oficial con las más variadas determinaciones sociales y culturales. De aquí en más veremos el contexto y el resultado de esos diálogos y su sentido en la trayectoria de lo que solo podemos llamar secularización si la entendemos como un trabajo de reinvención permanente de la religión que en este caso, además, se da bajo el manto de una sensibilidad cosmológica.
El recorrido de la investigación
Entre 1991 y 1994, después de graduarme en Sociología, hice una investigación sobre el desarrollo del pentecostalismo en la ciudad de Buenos Aires. De un estudio general de su desarrollo histórico pasé al análisis de tres iglesias importantes. Al principio, trabajé en las versiones del pentecostalismo que se desprendían del testimonio de los principales líderes de organizaciones que agrupaban iglesias (o líderes de grandes iglesias) y en los materiales emergentes de una densa cultura evangélica. En un segundo momento entrevisté a los pastores y, sobre todo, a sus seguidores, y asistí sistemáticamente a los cultos y las actividades que se desarrollaban en las iglesias que seleccioné. Mi interés por el pentecostalismo pasó por dos etapas: si primero me impresioné por la imposibilidad de mi medio cultural para entender esa experiencia sin denigrarla, luego me interesé por sus enormes variaciones. Ni eran anormales, ni eran homogéneos. Pero tampoco tan distintos ni tan contrastivamente separados de los católicos sobre los que presuponemos tantas cosas.
Este proceso de investigación estimuló mi interés en los enfoques de la antropología. El planteo inicial, basado en entrevistas con los creyentes de diferentes iglesias y lugares de congregación, tenía un límite que se hizo visible en el tiempo. Por un lado, valoré el contexto de las prácticas como parte de la realidad social que trasciende el registro verbal de la respuesta inmediata a un cuestionario; por el otro, el hecho de que la experiencia religiosa tiene sus raíces en una experiencia vital que la sobredetermina. La comprensión de esa experiencia generó la necesidad de acompañar la vida cotidiana de los creyentes y no despreciar estos datos amparándome en la “crítica al empirismo” o la “exhaustividad no sustancial”.
Poco después de terminar esa investigación, a fines de 1994, fui admitido en el Programa de Posgraduación en Antropología Social de la Universidad Federal de Rio Grande do Sul, lo que me permitió vincular mi interés incipiente en nuevas investigaciones con el conocimiento de las perspectivas analíticas y metodológicas de la antropología desarrolladas en Brasil. En 1996 volví a Buenos Aires para llevar a cabo una investigación definida por un doble propósito. Uno fue poner de relieve una percepción de la cultura de los sectores populares. El otro era desarrollar una experiencia etnográfica que no eludiera requisitos como la corresidencia y la inmersión situada no en una iglesia, sino en el terreno de la vida cotidiana de las personas que tienen experiencias religiosas. Este anclaje implicaba también un estudio comparativo de sujetos pertenecientes a diferentes grupos religiosos.
La investigación iniciada entre octubre y diciembre de 1996 tuvo dos etapas. Llegué al vecindario a través de un colega amigo de residentes. Inicialmente me presenté como un profesor interesado en la vida de las personas del lugar y con curiosidad por las experiencias religiosas. En la primera etapa, me dispuse a conocer a las familias y las instituciones religiosas. Realicé entrevistas con los católicos y con los evangélicos, con el sacerdote de la parroquia, con los laicos consagrados, con los pastores de las iglesias pentecostales en el área y con los curanderos. Las entrevistas no tenían una secuencia demasiado estructurada, aunque presentaban una serie de temas que se examinaban de manera sistemática en el marco de un diálogo biográfico que informaba tanto sobre las experiencias como sobre los aspectos objetivos de la trayectoria de los fieles. Estos últimos aparecieron, también, como resultado de los análisis de todas las entrevistas y el contraste con la información histórica recogida: objetividades que remitían a circunstancias históricas que cada generación de mis informantes tuvo que enfrentar. En esa primera etapa, la recolección de datos se complementaba con el registro en el diario de campo de mis interacciones en el barrio, así como con las observaciones de la vida cotidiana de algunos vecinos que comencé a acompañar más sistemáticamente y de los cultos e iglesias que había escogido para una observación metódica de la vida ritual.
En ese periodo realicé ciento veinte entrevistas divididas en cupos iguales de hombres y mujeres, que comprendían cuotas iguales de tres tramos de edad (15-30, 30-50 y más de 50 años). En el texto, muy pocas veces afirmo predominios cuantitativos relativos a la totalidad, a la mayoría de los hombres o las mujeres o a las distintas distintas edades o cruces de esas tres categorías. Todas esas afirmaciones tienen como fuente esa base de datos: no constituyen una muestra representativa, sino más bien una fuente que permite entender que las diversidades relevadas son recurrentes. Vistas en su conjunto, pueden dar un panorama de las diferencias generacionales y de las que surgen por las distintas relaciones entre generación y ciclo histórico (tema que elaboramos detalladamente en el capítulo final).
En la segunda etapa predominó este último tipo de registro: hacia 1997, se tornó nítida la presencia de los atravesamientos entre experiencias sociales y religión, que terminé seleccionando como objeto de una indagación más profunda. En esa época alquilé un cuarto en el barrio y compartí mi tiempo, todo lo que pude, con los vecinos. Los acompañé en las más diversas circunstancias: duelos, casamientos, separaciones, reconciliaciones, problemas de empleo, adicciones, que se constituían o resolvían a través de mediaciones religiosas.
En mi diario de campo anoté mi vida en el lugar, mis observaciones de los cultos y prácticas religiosas y mis conversaciones con distintos interlocutores. Y si bien proseguí con las entrevistas biográficas, abandoné el grabador y sus efectos de intimidación más insidiosos para acompañar más de cerca a algunos de los interlocutores que –en forma independiente de su pertenencia religiosa– tenían trayectorias que se apoyaban en secuencias específicas de conversión o apropiación de un legado familiar, político, cultural, y que daban lugar a formas muy específicas de sensibilidad religiosa.
Como resultado de las dos etapas de investigación, tuve en mis manos dos tipos de material complementario. Por un lado, simbolizaciones y actos, que interactuaban con lo que emergía del otro lado: el conocimiento adquirido inicialmente en el estudio de la trayectoria de un conjunto más extenso de interlocutores. Entre esas dos masas de datos se fue definiendo el objeto de análisis y exposición de este libro: las diversas sensibilidades de los fieles, católicos y pentecostales, de un barrio popular del Gran Buenos Aires. En ellas aparecían sistemáticamente distintos entrecruzamientos que caracterizaban la experiencia religiosa. En este trabajo, las diferencias relativas al grupo religioso no constituyen un foco primario o único de análisis. La definición más precisa de lo que hice con ellas es dejarlas en relativo suspenso para privilegiar otro ángulo analítico. Sin negar la relevancia de esas diferencias, no concentré mis esfuerzos en demostrar hasta qué punto son o dejan de ser importantes en la articulación de la experiencia religiosa. En su lugar, me pareció importante mostrar que las experiencias religiosas surgen en atravesamientos políticos y culturales que son tan sustanciales como las determinaciones que imponen las identidades basadas en el dogma (católico o evangélico) en abstracto.
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He establecido el anonimato de las personas con las que dialogué a lo largo del proceso de investigación. No solo porque en la época en que escribí la mayor parte del texto esa era una práctica usual, sino por algo que atañe a los efectos del uso del grabador y que una breve anécdota me permitirá explicar mejor. Conversaba grabador mediante con un interlocutor que luego fue mi amigo y en un momento, inesperadamente, se largó a llorar. Yo hubiera querido romper el grabador, pero apenas lo oculté. Dos horas después, ya más tranquilo, mi amigo me dijo: “Si apagás el grabador, te digo una cosa”. “¿Qué?”, le pregunté sorprendido. Y una vez que lo apagué, me dijo: “Perón… Perón era un hijo de puta”. Más allá de lo que pueda implicar este episodio en términos de la presencia incuestionable del peronismo en los sectores populares, me llamó la atención por otras razones. Como dicen algunos investigadores, hay interlocutores que piden el grabador. Pero a mí me pareció que la situación ilustraba que hay cosas que se ocultan cuando la confianza construida no es todavía sólida. Nunca más volví a usar el grabador en esa investigación, y en las que siguieron solo lo hice cuando fue estrictamente necesario. De hecho me fue solicitado, muchas veces, un anonimato que aquí, por norma general, respetamos. De la misma manera que han quedado fuera de la exposición decenas de situaciones, detalles, confesiones y vivencias.
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No nos detengamos más en la antesala. Vayamos al mapa y empecemos el recorrido de este libro. El capítulo 1 describe las características del barrio en el que realicé la investigación, la composición social, la historia y las peculiaridades de las instituciones religiosas que inciden en la práctica de los informantes. Este capítulo condensa informaciones, de manera que es posible pasar, en los capítulos siguientes, a una consideración basada, casi con exclusividad, en los sujetos. Los capítulos 2, 3, 4 y 5 definen y exponen las formas en que las experiencias de ser católico o pentecostal son afectadas por aquellas derivadas de las terapéuticas populares, la psicología, la política y las culturas juveniles. Esos son los capítulos centrales de mi argumento. En el último capítulo, una suerte de epílogo, recupero la información histórica del barrio y las experiencias de los sujetos a fin de conectarlas con el conjunto de los datos que fueron recogidos en un momento inicial, de manera más sistemática, atendiendo a horizontes generacionales y por lo tanto a conjunciones de factores que promueven diferencias regulares en las formas de ser religioso. Allí podrá apreciarse, en referencia a un contexto específico, una dinámica social y temporalmente más amplia de la religiosidad popular.
[1] En Semán (2000, 2006) di cuenta de forma exhaustiva de esas discusiones desde el punto de vista que sostenemos en este libro.
[2] En el capítulo 1 describimos las características sociales del barrio en que sucedieron este y todos los hechos descriptos.
[3] El Frepaso fue la agrupación política en la que se reunieron algunos dirigentes peronistas disidentes de las orientaciones del gobierno de Menem. A ellos se sumaron referentes políticos provenientes de la izquierda. La agrupación conformó una alianza con la Unión Cívica Radical y se impuso en las elecciones presidenciales de 1999.