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Capítulo 1

Un antes y un después

La vida a veces se muestra hosca, pero sabia

Nací en la primavera del 64, en Santiago de Chile. Fui criada en un ambiente tradicional y muy conservador, lo que incluía estudiar en un colegio de monjas para niñas. Estudié Ingeniería Civil en la Pontificia Universidad Católica de Chile. El mundo universitario al que llegué fue radicalmente opuesto a todo lo que había conocido. Había cambiado el colegio para señoritas por la facultad más machista de mi universidad.

Si bien se asomaron atisbos de rebeldía en mi adolescencia, fui cumpliendo las metas de lo que se suponía que debería hacer para tener una vida feliz. A pesar de todo, un gran sin sentido llegó a mis 13 años como un invasor o un usurpador de sueños, y se mantendría como un huésped en mi vida hasta que el Universo interrumpió mi levedad rescatándome de una comodidad insípida.

El inicio de mi camino

Si bien mis historias se tienden a confundir en el pasado, el año 1997 dejó una impronta que hasta hoy el tiempo no ha logrado borrar.

En agosto de ese año murió mi tía Inés, después de un cáncer rápido y certero, que casi no nos dejó tiempo para aflicciones ni agonías. Sentí su sorpresiva partida como un cambio de Era. Muchas cosas se estaban gestando sin siquiera poder vislumbrarlas. Por una casualidad maldita, esa semana mi corazón se rompió de dolor por la traición de quien sería uno de mis grandes amores. ¿Cómo sostenerme en pie? O mejor dicho, ¿cómo levantarme y seguir sin siquiera saber para qué?

Recuerdo haber estado sentada en la Costanera escuchando el murmullo del río Mapocho como un calmante, mientras el resto de los mortales aprovechaba su hora de almuerzo. Venían a mi mente preguntas que jamás habían sonado en mi adoctrinada y rígida concepción de lo correcto.

 ¿Y si todo esto fuera una gran mentira?

 ¿Y si Dios no existiera y Jesús hubiera sido un hombre común y corriente, astutamente marqueteado por los siglos de los siglos?

El solo hecho de permitirme hacer estas preguntas, sin reproche ni culpa, sería el preludio de una nueva concepción de vida para mí.

Tocando un poquito de cielo

A inicios de septiembre, la primavera regalaba una mañana excepcionalmente luminosa. Al respirar podía sentir la exquisita frescura del aire, entremedio de mis suspiros, por la profunda pena. En este espléndido escenario y, estando en la oficina, comenzó un dolor en mi pecho que casi me inmovilizó. La certeza en mi buena condición de salud pudo contrarrestar el temor de estar sufriendo algún tipo de ataque al corazón. Afortunadamente vivía cerca de la oficina, así que decidí ir a descansar a la hora de almuerzo. Simplemente no tenía ganas de comer.

Camino al departamento el dolor al pecho comenzó a incrementarse conforme me acercaba a mi destino. Con dificultad pude llegar a tenderme en mi cama. Cerré los ojos y traté de no pensar en nada, solo respiraba esperando que el dolor amainara. Después de unos minutos comencé a sentirme más aliviada. En un momento empecé a ver y sentir una luz que suavemente ingresaba y se expandía hasta llegar a todos los rincones de mi cuerpo. Mi corazón estaba inundado de alegría y por primera vez en mi vida sentí plenitud. Sentí amor por todos y por todo, era tan grande que me desbordaba. No podía y no quería controlarlo; dejé que fluyera libremente. Era tal la vibración que no sentía la cama.

Fue curioso. Durante un breve extracto de tiempo recordé las aburridas clases de religión de mi colegio. Las monjas trataban de cautivarnos repitiéndonos un repertorio de frases clichés. En particular recordé cuando nos decían que el paraíso era “La eterna contemplación del Padre”. Para una chica cuasi rebelde sonaba patético pensar que el paraíso era estar mirando a un noble caballero, de barba blanca, por toda la eternidad. A pesar de todo mi murmullo interno, en ese sublime momento dije: “Si esto es estar en la presencia de Dios, esto es lo que yo quiero y elijo”.

Con una sensación de regocijo por todo lo que eso representaba en mi vida, me levanté con el deseo de compartir mi presencia con cada ser que estuviera en el camino. De regreso a la oficina noté que mi caminar era notablemente diferente al tedio que normalmente me acompañaba en mi cotidiano. Mis pies avanzaban, pero casi no sentía el suelo. En ese momento me percaté de que sentía amor hasta por quienes habían destrozado mi corazón. ¿Qué me estaba pasando?

Entendí que cualquier cuestionamiento o racionalización a esta maravillosa experiencia haría que se diluyera. Lentamente, por casi una semana, esta exquisita sensación se fue desvaneciendo. Mi pequeño cosmos no era capaz de mantenerla. Decidí que sin importar cómo, cuándo y dónde, desde ese momento sería prioridad aprender El Perdón.

El llamado

En noviembre de ese año comenzó a aparecer en mi mente una imagen, como una postal, que estaba acompañada de un llamado: “Pame, tienes que ir a Cochiguaz”. Mi única referencia de ese lugar: una pequeña localidad cerca de Pisco, en el Valle del Elqui. Allí iban personas que creían en la energía y otros temas tabúes para mí. La imagen que tenía asociada a lo esotérico era la de una mujer madura con turbante, detrás de una gran bola de cristal. Esta escena era comprensible dada la intensa contra propaganda que había escuchado por años en el colegio de monjas y en mi propia familia. Una amalgama de temor, culpa y deslealtad se mezclaba con mi racionalidad, la que lograba acallar el llamado, afirmando que era insensato.

La extraña orden me siguió día tras día, semana tras semana, hasta que por fin cedí y me dije: “voy a ir a Cochiguaz a buscar el eje magnético, pararme sobre él y sentir la energía, aunque quede carbonizada en el intento”. Invité a mi amiga Diana a esta aventura. Ella también tenía su corazón vapuleado y entusiasmada se unió a esta pequeña locura. Para ambas siempre tan fijadas en lo correcto, la palabra locura sonaba sexy. Nos regaló un alivio que iría in crescendo conforme íbamos dándole forma.

Nuestro plan comenzaría para mí el 20 de diciembre, arriba de mi 4x4 cargado con lo básico: mi carpa, un saco de dormir, lámpara de camping y cachivaches de Diana. El día 26 se uniría mi partner, que se quedaba en Santiago, para compartir la Navidad con su familia.

Después de casi un día de viaje apareció el letrero para el Valle del Elqui. En ese momento reparé en que nunca había estado en Cochiguaz, así que tendría que preguntar en el camino dónde quedaba.

Cerca del desvío a Pisco apareció la silueta de un hippie a un costado del camino. Pensé: “este sí o sí debe saber cómo llegar”. El hippie se llamaba Patricio y me preguntó por qué quería ir a Cochiguaz. Le dije que estaba en búsqueda del eje magnético. Fue inevitable. Soltó una carcajada que no pudo contener.

Patricio resultó ser una persona muy cálida que se dio el tiempo de escuchar el relato sobre mi quiebre amoroso. A esa altura la sentía como una historia añeja que me estaba aburriendo contar. Me explicó que el Valle del Elqui era famoso porque un eje de la tierra había tenido un desplazamiento y ahora se ubicaba en esa área. Me confidenció que él estaba sentado en su casa, que quedaba a un costado del camino y sin razón alguna salió, se había parado afuera a nada. Estaba intrigado preguntándose para qué había salido. En ese momento vio que alguien se acercaba en vehículo, mi 4x4, para preguntarle dónde quedaba Cochiguaz. Nos reímos de buena gana.

Patricio ofreció hacerme una terapia de energía, pero necesitaba que me quedara hasta el otro día. Nunca había recibido terapia de ese tipo. Después, de los cinco minutos que duraba su canalización, comencé a armar mi carpa en su patio. Fue la primera noche bajo el firmamento estrellado del Valle del Elqui.

Al otro día, después de la segunda parte de la terapia, mi improvisado anfitrión me dijo que mucha gente había llegado buscando algo, y que otras tantas personas estaban ofreciendo lo que fuera para satisfacer esa búsqueda. Me advirtió: “Pame: la energía es universal, por lo que no aceptes que te cobren”. Me habló de Ramón, alguien en quien confiaba para ayudarme en ésta búsqueda. Me dio las señas para poder llegar donde Ramón quien, coincidentemente, vivía en Cochiguaz.

La comunidad

Finalmente logré llegar a la Escuela Esotérica Universal. Ramón era un hombre sereno de barba blanca que había decidido, después de la muerte de su esposa, dedicarse a la espiritualidad en su último tramo de existencia. Con los ahorros de su vida se compró ese terreno, entre la falda de un cerro y un estero de aguas cristalinas. Construyó su casa, un pequeño espacio para ceremonias y dos habitaciones que arrendaba por día. Yo estaba tan cansada que tomé una de las habitaciones, lo que me daba derecho a una vela para la noche, desayuno y una ducha con agua quitadita de hielo. Al otro día comenzaría mi entrenamiento en ese extraño mundo de las energías, un conocimiento vetado por la Santa Iglesia Católica. Para mis oídos pechoños sonaba casi subversivo, contestatario. ¿Dónde me había metido?

En la mañana del segundo día compartí el desayuno con Ramón y el matrimonio formado por Alex y Norma. Cuando me preguntaron por qué estaba ahí, medí mis palabras y dije que quería conocer el mundo de las energías, porque estaba en una fase de apertura. Sonaba cursi, pero al menos pude evitar las carcajadas. La conversación matinal giró en torno a los extraterrestres, que según mis contertulios serían maestros universales y que nos querían entregar enseñanzas. Según mis compañeros de mesa, existían libros de sabiduría que habrían sido entregados por ellos para ayudar a la humanidad. En ese momento pensé seriamente en arrancar de vuelta a Santiago, pero mi curiosidad fue más fuerte. Me contuve y terminé el desayuno con huevos revueltos y pan amasado casero, poniendo cara de interés.

Después del desayuno, Ramón se acercó y me dijo que cerca del mediodía había reservado un tiempo para conversar conmigo. Él se había tomado muy en serio lo de guiarme en mis primeros acercamientos al mundo esotérico. Llegó con unas varillas para ver cómo estaban mis chakras. “¿Qué es eso?”, le pregunté. Me explicó que los chakras son centros energéticos por donde ingresa la Energía Divina al cuerpo. Resultó que las varillas se abrían o cerraban conforme el estado de apertura del chakra. En mi caso, del cuello para abajo mis chakras lograban abrir un poco las varillas, pero de ahí para arriba se cerraban completamente. Quedé conmocionada. Rápidamente Ramón me explicó que los chakras superiores casi siempre están cerrados porque tienen que ver con la conexión directa con lo divino. En nuestra sociedad lo espiritual o sentido de divinidad está dejado de lado. Entendí que, en mi caso en particular, estar imbuida en la religión católica, que cuenta con un gran contingente de intermediarios, me había inhabilitado para creerme digna de conectarme directamente con Dios.

Después de la breve introducción al mundo esotérico, Ramón me sorprendió al sugerirme, como primera tarea de novata, leer la Biblia completa desde el Génesis. Acepté la misión como un desafío y me dediqué el resto de la semana a leerla. Como conclusión pude decir que, si los héroes del Antiguo Testamento fueron capaces de estafar a su hermano, como Jacob, vender como esclavo al favorito del clan, que era José, o arrasar a pueblos completos para honrar a Yavé, era lógico entender por qué el mundo estaba tan convulsionado.

Lo mágico comenzaba en las noches cuando nos reuníamos en un círculo. Escuchábamos con los ojos cerrados una hermosa melodía en la que sonaban campanas lejanas. Después Ramón nos guiaba en meditación hacia un jardín: un espacio lleno de flores y un sendero que conducía a un río donde nos quitábamos la ropa para purificarnos. Una vez que llegábamos a la otra orilla nos esperaba un Maestro, quien nos daría un mensaje. Ramón, curioso, me preguntó: “¿viste a tu Maestro?”. Mi respuesta era otra pregunta: ¿El Maestro Jesús? Esta meditación se repetiría todas las noches y la pregunta también.


Con los ahorros de su vida se compró ese terreno, entre la falda de un cerro y un estero de aguas cristalinas

La noche previa a la Navidad compartimos una sencilla cena. Nuestra conversación, los chistes y anécdotas nos hicieron sentir en familia. Fue extraño, me sentí contenida por esta pequeña comunidad y el cielo estrellado del Valle del Elqui, que me abrazaba mostrándome su magnificencia haciéndome sentir pequeña, pero parte de un todo. Por fin estaba sintiendo lo que era vivir el momento. Sentía mi vida en Santiago como otra vida.

Después de Navidad la llegada de Diana coincidió con la de Rafael y Nicole. Rafael era un maestro de Tai Chi en busca de un período de reflexión. Nicole era una chica bien que quería vivir de la fotografía y la artesanía en el Valle del Elqui. Su especialidad era todo lo referente a la marihuana, como los matacolas y pipas. Nicole llamaba la atención porque sus relatos inevitablemente terminaban con la frase: “Esto es una volá súper heavy, ¿cachai?”. La emocionalidad estaba dada por la pausa y el tono que usaba al pronunciar su frase. Rápidamente quedó bautizada como: “La Heavy”.

Fueron días de luz con un calor implacable, por lo que entre todos logramos revivir unas pequeñas piscinas donde compartíamos nuestros sueños, historias sin resolver o definitivamente resueltas. Nos poníamos tareas, dentro de las que destacó nuestra ascensión al cerro que nos cobijaba.

La premisa era que, si lográbamos llegar a la cima, todos nuestros sueños se volverían realidad. Es así como en la última mañana del año 1997 iniciamos la travesía, que resultó bastante más difícil de lo que pensábamos. Cuando hicimos cumbre y pudimos ver el paisaje que estaba al otro lado, todo el cansancio, las pequeñas caídas y los rasguños quedaron en el olvido. Aún recuerdo como mi corazón palpitaba a más no poder. Ante mí se mostraba toda una vida nueva que me estaría esperando cuando me decidiera a dejar atrás la antigua.

La cena de Año Nuevo consistió en preparar unos choripanes que habíamos comprado en el pueblo. Jugamos al amigo secreto regalándonos unos presentes que tenían como condición ser elaborados por nosotros mismos. La ceremonia de entrega de regalos tuvo toda la formalidad que se espera de un evento como este. Fui la amiga secreta de La Heavy, y como regalo recibí un matacola hecho de bambú. Si bien no fumo marihuana, quedé profundamente agradecida de Nicole, que me dijo: “Este es para si algún día te animas”.

Mi última noche en la escuela participé de la meditación guiada como todos los días. Pero al momento de atravesar el río no quise imaginar a nadie sino solamente sentir. Esta vez, en la calma previa a la despedida, pude ver una gran luz y dentro de ella, la silueta de una mujer. Ramón se acercó para preguntarme si había visto a mi Maestro.

–Vi a una mujer–, respondí.

–Ramón, ¿hay Maestras?­–, pregunté.

Él solo me sonrió.

Al momento de partir, Ramón me regaló un cassette con la música que usábamos en la meditación para que no me sintiera sola en mi regreso a Santiago. Desgraciadamente extravié el cassette, pero esa melodía quedó guardada en mi memoria. Pasaron más de veinte años para volver a reencontrarme con esos sonidos.

El encuentro

A mi regreso a Santiago, retomar mis actividades me fue enredando en la vorágine de lo inmediato. A pesar de la rutina, me sentía más liviana. Había logrado perdonar, aceptar y liberarme de lo que no fue. El regalo de mi viaje fue haber enfrentado a uno de mis mayores tabúes: el mundo esotérico.

Cada vez me sentía más desconectada de los dogmas católicos. No respondían a ninguna de mis inquietudes. Una vez me encontré con uno de los curas de la parroquia donde asistían mis padres. Sin ninguna contemplación le pregunté: “¿Qué piensa de la reencarnación?”. Su respuesta me sorprendió al contarme que había estudiado a fondo el tema, había leído mucho -porque siempre le había hecho ruido- hasta convencerse de que no era posible, o no hubiera podido seguir su camino como sacerdote.

Con el tiempo pude ver que mi tibia permanencia al alero de la iglesia católica se debía a mi profundo amor al maestro Jesús. Mi respuesta llegó a mediados del año 2000. Sin saber para qué un día entré a la iglesia El Bosque, donde antaño solía asistir. Cerré mis ojos y claramente me vi afuera de la iglesia, en la vereda. Caminando hacia mí un hombre me sonreía amablemente. Usaba barba y cabello largo amarrado. Estaba vestido de jeans y camisa deportiva con las mangas arremangadas hasta los codos. Reconocí enseguida su transparente mirada, él era el Maestro Jesús versión 2.0. Ese encuentro significó para mí su invitación a seguirlo por caminos diferentes a los que conocía. Me sentí liberada.

En una clase de danza hindú las alumnas estábamos tratando de mantener el ritmo vigoroso de la profesora. Destacaba una chica muy joven a quien se le hacía fácil seguir las coreografías. Durante el descanso ella contó que su mamá “daba energía”. Recordé las instrucciones de Patricio, el hippie del Valle del Elqui. Le pregunté si su mamá cobraba por dar terapia y me respondió que no, porque la energía era universal. Me dio el teléfono de Irene, su madre con quien me comuniqué al otro día. Ella era una enfermera muy jovial, que junto con darme terapia me invitó a tomar unos cursos, para que aprendiera a canalizar la energía directamente.

Tomé los cursos de energía que eran preparación para el encuentro con la Maestra de la enseñanza en julio del 2001. Que agradable sorpresa fue encontrarme con una mujer vital y moderna hablando de las cosas de la energía con un desplante y soltura que nunca había visto.

En la meditación de despedida y cierre del curso la reconocí: ella era la Maestra que me estaba esperando al otro lado del río en la meditación de mi última noche en Cochiguaz. Fui su discípula por 18 años hasta que ella decidió retirarse de la vida activa.

En todo el tiempo que compartimos como Maestra y discípula me guio para que pudiera ir entendiendo el porqué de las cosas que había vivido. Las buenas y las malas. Para que descubriera el sentido de la trascendencia y la belleza de lo sagrado. Este maravilloso caminar nunca ha cesado, siempre una nueva aventura, una nueva conexión con lo que fue, lo que es y lo que será.

Una invitación

Con los años fui desarrollando mi parte espiritual y creativa en paralelo a mi vida profesional. Después comenzaron las invitaciones a dar talleres de crecimiento personal e inteligencia espiritual. Con el tiempo descubrí que las personas me compartían sus historias para que les diera otra mirada a lo que estaban viviendo. Al principio lo tomaba como una especie de talento en bruto, pero con el tiempo entendí que tenía que ver con mi propósito de vida.

Después de 28 años mi vida laboral entró en una fase de desgaste irreversible. Yo amé mucho a la ingeniería, pero con el tiempo nuestra complicidad dio paso al desdén. En los últimos años comencé a odiarla porque me hacía sentir atada a la nada. Ambas habíamos transmutado: la ingeniería cada vez más cambiante, más millennial y yo cada vez más sosegada, buscando pausas y descubriendo la delicadeza de los detalles. Cada una buscando nuevos horizontes. Mi intuición me advirtió que nuestra separación era inminente y que debía prepararme, porque ya no habría vuelta atrás.

El año 2018 tomé un curso de psicodrama que resultó ser una maravillosa terapia. Pude cerrar algunos pendientes que todavía se resistían a marcharse definitivamente. En uno de los talleres trabajamos nuestra adolescencia. Nos conectamos con esa energía que es inspiración y aventura.

Fue mágico. Al término de la sesión formamos un círculo alrededor de una gran olla virtual. Ahí se estaba cocinando nuestro futuro, a fuego lento. Como ingredientes básicos pusimos nuestros sueños y lo que queríamos vivir más adelante. Era extraño. No tenía claro dónde quería estar, sino más bien donde no quería estar. Me dije: “No más de lo mismo”. Sabía cómo quería sentirme en el futuro: libre. Empapada de este sentimiento, puse en la gran olla las emociones de libertad y satisfacción por ser quien era.

El director del taller nos pidió que cerráramos los ojos y no pensáramos en nada, sólo sentir cómo el Universo estaba preparando una poción mágica para cada uno. En un instante el director nos dijo que nos fijáramos en las imágenes que íbamos a recibir. Yo recibí dos imágenes: en la primera, estaba sentada con una polera a rayas azul y blanco, con pantalones y alpargatas blancas. El lugar era en una playa que no conozco. Me veía en unos cuatro o cinco años más, serena y feliz. En la segunda imagen estaba dentro de una acogedora casa retro, en una sala llena de libros. Estaba escribiendo con una máquina antigua un texto que me tenía sumergida. Me llamó la atención que no estuviera usando mi computador o algo más moderno. Dos semanas después mi jefe me comunicó que la compañía había decidido prescindir de mis servicios.

Decidí profesionalizarme estudiando coaching ontológico en la Escuela Newfield Network, donde me entregaron herramientas para ser un apoyo a quienes lo piden en mis charlas, talleres o directamente en sesiones de coaching. El trabajo realizado para mi sanación me permitió descubrir los regalos de la búsqueda de la armonía y el equilibrio.

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Aquí me encuentro escribiendo mi libro. Es mi entrega. Un regalo para quienes les interese compartir un punto de partida. Una invitación, o un pequeño empujoncito para el descubrimiento del maravilloso mundo interior a través de observar la propia vida.

Despertar en armonía y equilibrio

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