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Capítulo 2: Parada

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Búfalo, Wyoming

18 de septiembre de 1976, 10:00 a.m.

Susanne

Susanne sabía que debería sentirse culpable, pero no podía.

Trish seguía aserrando troncos y Perry se había colocado frente al televisor, donde estaba viendo el fútbol universitario. Miró a su hijo. Estaba boca abajo en la alfombra marrón y sólo llevaba los calzoncillos de Supermán. Tenía la barbilla entre las manos, las rodillas dobladas y los pies balanceándose en el aire. Un mini Burt Reynolds en su alfombra de piel de oso, pensó, y soltó una risita. Ninguno de los dos niños estaba listo para irse. Ninguno de los dos había hecho las maletas. Ella tampoco, por cierto.

Dio un sorbo a una taza caliente de lo que Patrick llamaba su "agua color café". Eran las diez y estaba en la mesa de la cocina con un caftán rojo brillante que había hecho ella misma. Un programa de radio local de intercambio promocionaba cachorros, artículos de esgrima y arneses para caballos de trabajo. Competía con la televisión de la otra habitación y con los ronquidos de Ferdinand, su lobero irlandés, que se comía toda la casa y olía siempre como si se hubiera revolcado en un perro de la pradera muerto. A través del ventanal del fondo de la sala de estar y el comedor, podía ver las hojas doradas del otoño en los álamos del patio trasero, que brillaban con la brisa y el sol. A pesar de la insistencia del reloj, no se movió. Echaba de menos a su madre y a su hermana de forma paralizante. Ya había agotado su presupuesto mensual para llamadas de larga distancia hablando con ellas en las dos primeras semanas de septiembre. Les escribía cartas, pero sólo le respondían una de cada tres que les enviaba. Ella lo entendía. Se tenían la una a la otra y a su familia, amigos y a la comunidad. Ella era la solitaria.

¿Por qué Patrick tuvo que alejarlos tanto de todas las personas que le importaban? Sólo se tenían el uno al otro. Parecía que estaba intentando recuperar un elemento –el norte- del sueño que había abandonado en favor de la facultad de medicina: ser un biólogo especialista en fauna silvestre o un guardabosque pobre pero feliz. Claro que había hecho algunos amigos en Búfalo, pero no era lo mismo que en casa. Bueno, excepto por Evangeline Sibley. La esposa embarazada del ranchero era lo más parecido a tener su propia hermana aquí. Patrick también era muy amigo del marido de Vangie, Henry. Pero, a decir verdad, el resto de las mujeres nativas de Wyoming eran demasiado rudas y campestres para Susanne. La mayoría de ellas nunca había conocido un lápiz de labios o un colorete. Cazaban y pescaban con -o sin- los hombres. Susanne estaba orgullosa de ser una dama sureña. No quería ser como las mujeres del lugar, pero seguía sintiéndose de alguna manera... insignificante... cerca de ellas.

Como para confirmar sus pensamientos, el locutor de la radio dijo: "Becky Wills ha sacado una marca de alce cerca de Jackson y está buscando a alguien que cuide a sus hijos, de tres, cinco y siete años, durante unos diez días mientras ella y su marido se van de cacería".

Sólo en Wyoming una mujer se anunciaría en la radio para encontrar a alguien que cuidara a sus hijos para poder ir a cazar. Susanne nunca habría dejado a sus hijos con extraños. Al menos no en Texas. Quizá hubiese hecho lo mismo si tuviera que salir de la ciudad a toda prisa por una emergencia, pero seguro que nunca lo hubiese hecho solo por irse de cacería.

¿Cómo se suponía que iba a convivir con mujeres como Becky Wills? Y todas eran como ella.

Trish entró en la cocina, frotándose los ojos. Parte de su cabello rubio formaba un marco borroso alrededor de su cabeza y su rostro, habiéndose soltado de dos largas trenzas francesas. "¿Qué hay para desayunar?".

Ferdinand se levantó. Estiró su cuerpo flaco y desaliñado de poni en una postura de perro boca abajo. Luego, como un galgo, rebotó y flotó hacia Trish. Ella lo abrazó por el cuello y le arrulló.

"Perry, Ferdie y yo comimos hace dos horas. Hay cereales en la despensa".

Los ojos de Trish se entrecerraron y frunció la nariz, pero cogió un tazón y una cuchara, y los posó con fuerza sobre la gruesa mesa. Susanne se estremeció. La mesa era especial para ella, junto con el aparador a juego que había al lado. Nogal pulido, herrajes de latón y puertas de cristal. Eran los primeros muebles nuevos que ella y Patrick habían comprado. Por suerte, el mantel individual absorbió el impacto del bol. Trish se dio la vuelta para buscar los cereales y la leche.

"Tu padre está en el hospital. Va a querer irse en cuanto vuelva".

"Bien por él".

"Trish". El tono de su voz decía: "Basta ya". Ella suspiró. "No eres demasiado mayor para darte unos buenos azotes". No estaba orgullosa de ello, pero Susanne había roto varas de medir, cucharas de madera, cepillos de pelo y palos en los traseros de sus hijos. Esto no los había frenado mucho.

"Si es que puedes atraparme".

Susanne señaló el cabello de su hija. "Para eso están las colas".

Trish echó los cereales y la leche en su cuenco. Hizo sonar la cuchara contra sus dientes y luego sorbió la leche de un gran bocado. "¿A qué hora llegará?".

"Modales, Trish. Debe estar por llegar".

"Gracias por despertarme".

Susanne fingió no notar el sarcasmo. "De nada".

El teléfono sonó. Esperando que fuera su madre o su hermana, Susanne se lanzó a por él. No fue tan rápida como su hija.

"Residencia Flint, habla Trish". La adolescente puso los ojos en blanco mientras decía el saludo que sus padres le exigían. Escuchó un momento. "No está aquí ahora mismo. Déjame llamar a mi madre". Tendiendo el teléfono a Susanne, dijo: "Quieren dejar un mensaje, ya sabes".

"No digas 'ya sabes'. No lo sé si no me lo dices tú". Susanne gruñó pero le arrebató el teléfono a su hija. "Soy Susanne Flint".

"Hola, señora Flint. Soy Hal Greybull, el forense del condado".

"Hola, Sr. Greybull. Nos conocimos en el desayuno de panqueques para los bomberos, creo".

"En efecto, lo hicimos. Intenté comunicarme con Patrick llamando al hospital, pero no lo he localizado. ¿Puede decirle que me llame?"

"Lo siento. Debe estar de camino a casa. ¿Él sabrá de qué se trata?".

"Tengo algunas preguntas finales para él antes de dar a conocer la autopsia y el informe de Jones". Recitó un número de teléfono.

Susanne sabía de qué caso se trataba. Su marido había estado fuera de sí desde el día en que no pudo salvar la vida de la anciana. Patrick era brillante, y ella sabía que había hecho todo lo posible. A veces las cosas malas simplemente suceden. Sin ningún motivo. Los humanos viven, los humanos mueren, y los médicos no son Dios, pero muy poca gente entiende eso. "No hay problema".

"Gracias".

Susanne colgó el teléfono. Su mente se trasladó a la noche en que Bethany Jones murió. Patrick había llorado en los brazos de Susanne. Sus ojos ardían. Había tenido mucha suerte con su marido en muchos aspectos. Quizá Wyoming no fuera para siempre.

La cuchara de Trish cayó a la mesa, fuera del mantel. Con la boca llena, dijo: "¿Por qué papá nos hace ir a cazar alces con él?"

Buena pregunta. Una que prefirió ignorar. Las discusiones con las adolescentes debían evitarse a toda costa. "Quita tu cuchara de mi mesa".

Trish lo hizo, lentamente.

Un pensamiento golpeó a Susanne. Entendía por qué Patrick quería ir. Le encantaba cazar. Incluso entendía lo mucho que quería pasar tiempo con los niños y compartir con ellos esa actividad que tanto le gustaba. Pero, ¿por qué tenía que ir ella? Ella estaba con los niños todo el tiempo. En su mente marcó los puntos en contra de la caza. Odiaba, sin ningún orden en particular, pasar frío, dormir en el suelo, disparar, los caballos y las cosas muertas. En un instante, supo por qué no había hecho que los niños empacaran o terminaran de preparar sus propias cosas.

Ella no iba a ir.

"Mamá, ¿me has oído? He preguntado por qué papá nos hace ir".

La puerta principal se abrió y se cerró. Patrick estaba en casa. Ferdinand bajó trotando a saludarlo. Oyó a Patrick saludar y luego sacar al perro.

"Pregúntale a tu padre".

Perry estaba tan absorto con la televisión que no oyó entrar a su padre. De haberlo hecho, habría saltado y apagado el aparato. Patrick y Susanne solían limitar a los niños a El mundo submarino de Jacques Cousteau o El reino salvaje, y a un dibujo animado a la semana. En su desasosiego, Susanne había olvidado supervisar la adición de Perry a la televisión.

La silueta de Patrick apareció en lo alto de la escalera, que daba al salón, y Perry. "¿Quién está listo para la caza?" Su apuesto rostro lucía un poco demacrado, pero su voz sobaba alegre.

"Hola, cariño", dijo Susanne. "¿Una noche larga?".

Trish volvió a su cereal. Cada sorbo de leche y cada chasquido de dientes avivaban la ira de Susanne. Se sentía al borde de un feo cambio de humor, así que forzó una sonrisa.

"Fue una noche larga y difícil. Te lo contaré todo de camino a las montañas". Patrick frunció el ceño mientras se acercaba a Susanne. Se agachó para evitar una lámpara que colgaba del techo bajo. Sólo medía un metro ochenta, pero la luminaria estaba colocada de forma extraña. "¿Por qué está Perry viendo el fútbol?".

Al oír su nombre, Perry detectó por fin la presencia de su padre y se puso en pie de un salto. Retrocedió hasta el televisor y lo apagó.

"Sólo dejé que lo encendiera un segundo mientras comía". Susanne cruzó los dedos en su regazo y esperó que los niños no la delataran.

Patrick besó la mejilla de Susanne y luego puso su cartera y sus llaves en la encimera de la cocina. "¿Está el equipaje listo para cargarlo en el camión?".

Perry se acercó a la mesa. Agachó la cabeza. "Todavía no".

"Creí que estabas emocionado por ser finalmente lo suficientemente mayor para cazar, amigo".

"Lo estaba. Lo estoy. Estaré listo rápidamente. Pero, papá, ¿cómo es que no puedo jugar al fútbol? También soy lo suficientemente mayor para eso".

"Porque no quiero que rompas el cráneo. Ya hemos hablado de esto. Podrás jugar cuando estés en octavo curso". Apartó la mirada de su hijo y miró a Trish y Susanne a su vez. "Ahora, vayan a prepararse. Todos. La luz del día se agota y nos vamos de caza". Casi cantó sus últimas palabras e hizo unos cuantos pasos malos de baile.

"¿Tengo que hacerlo?" Preguntó Trish, con su voz sibilante.

El baile se detuvo. "Fingiré que no acabas de preguntar eso. Muévete".

Los chicos salieron en fila, Perry de puntillas y emocionado, Trish con los hombros encorvados y el ceño fruncido.

"¿Qué le pasa?" Preguntó Patrick, mientras se servía un tazón de cereales y una taza de café.

"Es una niña de quince años. Quiere estar con sus amigos. Y creo, por la forma en que salta cada vez que suena el teléfono, que le gusta un chico".

"Es demasiado joven para los chicos".

"La misma edad que tenía yo cuando empecé a salir contigo".

"Exactamente, ese es mi punto".

Susanne le sonrió. "Quizá sea como yo en más de un sentido".

"¿Qué quieres decir?"

No hay manera de que lo que estaba a punto de decirle saliera bien, pero tenía que acabar con ello. "Odio la caza".

"No odias la caza".

Ella se preparó. "Sí la odio. No me gustan nada las armas. O los caballos. Cindy tropieza todo el tiempo. Me da miedo. Y he decidido que no voy a ir al viaje".

El cuenco de Patrick se estrelló contra el suelo, salpicando leche y cereales sobre el linóleo, los armarios y hasta la alfombra. "¿Que has dicho?", dijo mirándola con furia.

Sí, la cosa no iba nada bien.

Curva Peligrosa

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