Читать книгу Pedacitos de tu alma mujer - Patricia Ramírez Aranda - Страница 4
II. UN CORAZÓN ROTO
Оглавление12 de abril 2012.
Dicen que todo en la vida tiene un tiempo. Tiempo para crecer, para amar, estudiar, trabajar y también para procrea, en el caso de las mujeres.
Nunca pensé ser madre a temprana edad, ni tampoco consideré la posibilidad de ser madre soltera; me tocó acompañar a diferentes amigas, primas, compañeras de trabajo y vecinas, a vivir ese momento de sus vidas y pude ser testigo de cómo algunas lo disfrutaban, otras realmente sufrían y para otras parecía no estar pasando algo precisamente extraordinario, nunca pude entenderlo; lo único que sabía, aún sin haberlo vivido, es que se trataba de un momento único de transformación en la existencia de una mujer; paradójicamente, nunca supe con exactitud en qué momento también cruzó por mi mente, o tal vez en mi corazón, un presentimiento; algo en mi interior me decía que, a diferencia de mis congéneres, yo no viviría esa experiencia y que tendría que aprender a vivir con eso.
Lo cierto es que conforme pasaban los años, me resistía también a aceptarlo, pero después de conectar con el dolor, supe que sería huérfana de hijos, y la última gota de esperanza se derramó, la vez que llegó a mi mente la idea de escribir una carta de despedida al hijo que no había dado a luz.
Así comienza el diario que Catalina hojea hoy, que ha decidido emprender el viaje que la ayudará a cerrar el duelo y a reencontrarse consigo misma, con su esencia femenina, para hallar respuestas y sanar la fractura que aún lastima la fibra más sensible de su ser.
La mañana del 17 de marzo del 2012 resulta un parteaguas para ella y para Edmundo. Escogen la playa de Puerto Progreso para vivir unos segundos de privacidad. Ese veraniego lugar, que ha sido escenario de alegres momentos, hoy es mudo testigo de un doloroso adiós. Ambos necesitan liberarse de un pesar que cargan en silencio.
Llegan cuando está por despuntar el alba, en el cielo, la mezcla de tonos azul claro y oscuro contrasta con la luz del muelle fiscal y su faro. Entran por la calle principal que conduce al malecón. Apenas se percatan de cómo la luz del faro ilumina las viejas construcciones de aquel lugar pesquero, donde gracias al trabajo matutino de algunas mujeres, que barren las calles del puerto, los visitantes pueden caminar tranquilamente. Casi todos los negocios lucen cerrados. La pareja da la vuelta en la esquina donde el vendedor de periódicos apenas comienza a instalarse; se introducen en ese lugar solitario que Edmundo conoce perfectamente. Casi no hay automóviles circulando, ni gente a pie. Al llegar a la glorieta, donde se aprecia el mástil, Edmundo suelta el jet ski que remolca, debido a que ya no es posible continuar por la avenida y necesitan llegar mar adentro.
Con toda la precaución de que son capaces, él arrastra la moto acuática en el agua, mientras ella toma entre sus manos la planta de flamboyán que el día anterior escogieron en su vivero acostumbrado. Comienza a amanecer y aunque el azul del Golfo de México resplandece, en el cielo apenas logran verse algunas aves, parece que la naturaleza conoce el motivo por el cual, esa pareja ha decidido visitar la playa y plantar ese pequeño árbol. Ambos se colocan el chaleco salvavidas. Como puede, Catalina se abraza a Edmundo para no soltar la diminuta planta y unos kilómetros más adelante se orillan y siguen a pie. Escogen el lugar más alejado posible y con sus propias manos cavan un hoyo en la arena, entonces plantan el flamboyán con un pesar, tan profundo en su alma, como si estuviesen enterrando a ese bebé que no llegó a sus vidas; las lágrimas que escurren de sus ojos parecen regar, por primera y única vez, esa plantita que simboliza una existencia, cuyas hojas ellos no verán crecer ni dar fruto. Están solos y tienen a Dios por testigo. Una vez que terminan, en completo silencio, cómo autómatas, se toman de la mano. Con la mirada baja y el paso lento, se retiran sin volver la vista, con la promesa de nunca más regresar a Progreso. Cumplieron el cometido y emprenden el regreso a su casa, en el centro de Mérida.
Mientras él se concentra en la carretera, poniendo atención a los señalamientos y cuidando la distancia entre los demás autos y tráileres ocasionales que encuentra a su paso, ella, con la mirada perdida en el mangle y la vegetación, deja que sus pensamientos se fuguen en el infinito; se siente como una extraña viajando de copiloto, es el viaje menos placentero de su vida.
Durante ese trayecto viene a su mente la imagen del día que salió del hospital con las ilusiones destrozadas: llegó a su casa conteniendo su frustración y experimentó el incontrolable impulso de romper todo lo que encontraba a su alcance, parecía imposible creer que fuera la protagonista de esa historia; ¿cómo calmar la aflicción de saber que algo muy preciado dentro de su ser y que cariñosamente llamaba “mi vidita” se había desintegrado? Recordaba una y otra vez el difícil momento que pasó en el quirófano; quería borrar de su mente esas imágenes, pero no podía; sentía como si tuviera un tatuaje marcado en el alma, que una y otra vez repetía las mismas escenas de dolor, de angustia y espera, como si no pudiese apagar la película; y se decía a sí misma: “no deseo volver a vivir algo así”.
Ya más relajada le dice a Edmundo que necesita estar sola, no tiene deseos de nada: de comer, de bañarse, de trabajar y mucho menos de estar en pareja; en esos instantes su cuerpo y su vida son terreno árido, donde lo único vivo es una pena tan profunda, que no tiene idea de cómo manejarla.
Transcurren los días y una mezcla de coraje, tristeza e incredulidad se apoderan de ella; por momentos es como si estuviera viviendo una terrible pesadilla de la cual desea despertar y es imposible; a veces siente un intenso enojo hacia Dios y hacia la vida, que no le permiten estar en paz, y ante la contradictoria gama de emociones que la embargan, lo único que reconoce es la confusión y la impotencia que la paralizan.
Poco a poco, la sabiduría de su cuerpo empieza a “desembarazarse”. Los senos que no amamantaron dejan de estar duros para regresar a su tamaño normal, lo que con su corazón jamás sucederá, pues la herida, aún abierta, sangra con cada recuerdo.
Con la llegada de la menstruación vuelve a sentir el sabor dulce y amargo que paradójicamente le recuerda estar sana y viva, porque la naturaleza de su cuerpo sigue su curso, pero ella está con los brazos vacíos. Entonces opta por aislarse de vecinos y conocidos, pues no soporta las miradas de lástima de quienes se enteraron de que venía un bebé en camino y ya no lo verán nacer. Se da cuenta de que hasta mirar mujeres embarazadas que caminan por la calle la incomoda, es la resonancia de su pérdida; y encontrar bebés a su paso le produce una profunda tristeza.
Se encuentra exactamente en el día cuarenta, cuando las paredes de su habitación parecen estremecerse, al escuchar los sonidos agudos del dolor que el llanto amargo produce y, tras implorar un poco de justicia divina, sosteniendo en sus manos el único par de zapatitos que aún conserva, misteriosamente, sin darse cuenta, cae en un sueño muy profundo:
Se ve emprendiendo un viaje de mochila al hombro por el sureste mexicano. Camina por las calles empedradas de San Cristóbal de las Casas con su cámara fotográfica, captando las imágenes de mujeres indígenas que andan a pie, con sus hijos pequeños de la mano o bebés envueltos en rebozo sobre la espalda, sus rostros transmiten la valentía característica de esas jóvenes madres luchadoras.
Se detiene frente a los arcos para percibir la frescura del aire frío sobre la cara, y seducida por ese olor a carbón y café de grano, saluda a una viejecita que rebasa los ochenta años, conocida como doña Meche. A pesar de la huella que el paso del tiempo ha dejado en ese cuerpo, extremadamente delgado, y la dificultad para mantenerlo erguido, la mujer proyecta una misteriosa fuerza, como la misma madre tierra. La anciana la invita a entrar a una humilde casa de adobe y teja. El olor a sencillez, acompañado del temor y la duda, la hacen titubear; sin embargo, cuando se da cuenta ya está sentada sobre un catre, a su lado; basta con que las manos sabias de esa mujer toquen un vientre, a veces joven y otras maduro, para que algo suceda… por una extraña razón… Le platica diferentes anécdotas, como la de aquella mujer que tardó años en concebir y gastó enormes cantidades en tratamientos costosos y largos sin resultado, pero después de una “sobada” con doña Meche quedó preñada… tal vez casualidad, coincidencia o ¡milagro!, lo cierto es que esas manos son el instrumento a través del cual Dios se manifiesta. “Con mis pomadas”, le dice, “gracias a Dios he levantado a muchas mujeres; puedo saber si tu matriz está de lado, caída o salida”.
Le cuenta que desde chamaca fue partera. Tenía quince años cuándo “le tocó quemar las tripas de una criatura por primera vez”, pues fue Dios quien la armó de valor para ayudar a una vecina en el pueblo. “Nunca fui a la escuela”, le dice, “pero tampoco se me murió ‘naiden’ en el parto, ni su cría”. Y así le narra historias de distintas mujeres, algunas capaces de pasar todo su embarazo acostadas, que desarrollaron, incluso, llagas en la espalda por no levantarse durante meses con tal de tener un hijo, y entonces le pide permiso para tocar su vientre. Después de poner sus manos pronuncia la mágica frase, que solo enseñan y transmiten los que saben: “En cada herida hay un regalo; las heridas se curan y los regalos se agradecen. Necesitas rodearte de las mujeres sabias de tu vida, para fortalecerte. Si esa almita se sacrificó para no florecer, entonces necesitas encontrar algo que te apasione, pues la vida sin pasión no puede existir”.
En ese momento le parece ver el rostro que en su mente ya tenía su bebé y siente que el amor más grande de su vida, a través de las palabras de doña Meche, le está dando una gran lección, enseñándole que hay sacrificios que valen la pena. Comprende entonces que si ella está viviendo todo esto, es por algo.
La noche la sorprende caminando en medio de un frío abrumador. Se ve a sí misma desapareciendo, entre la peculiar neblina que cubre las solitarias calles de San Cristóbal de las Casas…
Despierta de manera repentina, sobresaltada, y encuentra a Edmundo sentado junto a ella. La miraba en silencio. Ella le cuenta, asombrada, que acaba de recibir un mensaje. Necesita reunirse con tres mujeres muy importantes para ella, mujeres a quienes ama. Mariela, su mejor amiga, que vive Xalapa; su hermana, que vive en Ciudad de México y su querida madre, que desde hace tres años se mudó, otra vez, para vivir en Tepoztlán.
A la mañana siguiente, muy temprano, él la sorprende con el desayuno en la cama y, junto al jugo de naranja y el cóctel de frutas, está la clave de reservación de un boleto de avión con destino a Xalapa.
—Es para hoy y no tiene fecha de regreso. Sé que de ahí te quieres mover a Ciudad de México, así que tómate los días que necesites. Estaré depositando en tu tarjeta continuamente. Ya no soportaba ver cómo te ibas marchitando.
Los ojos de Catalina se nublan y, con voz entrecortada por la emoción, balbucea “gracias, amor”. Tras un beso prolongado y tierno, su rostro vuelve a iluminarse, después de más de un mes de melancolía. Salta de gusto como lo hubiera hecho una chiquilla. Nada la había vuelto a entusiasmar desde que salió del hospital.
Se apresura a preparar el equipaje, por cierto, muy ligero. Edmundo solo la observa. Él tampoco hablaba mucho de lo que sentía, pero también lloraba en silencio, quizá en la regadera, donde no sería visto. Entre el trabajo y cargar con el paquete de ser la parte “fuerte” de la casa, por las noches, cuando regresaba, le decía que solo pensaba en ella. Sin embargo, Catalina, invadida por el mar de emociones que la rebasan, parecía no escuchar. Por segundos él tenía deseos de decirle que ya olvidara todo y que había que seguir adelante; pero comprendía que eran dolores diferentes. Quizá, también se estaba acostumbrando a que amigos y conocidos solo preguntaran por ella; de repente el dolor de un hombre es imperceptible y parece que carece de importancia. Él mismo decía que su sentir no se comparaba con el de Catalina. Quizá porque, a diferencia de ella, él ya era padre. Tal vez por eso, como muestra de caballerosidad, amor o comprensión, decidió que era mejor ceder, dar tiempo al tiempo; su luto existía, aunque no se hablara de ello y en su impotencia de no saber cómo ayudar o qué hacer, solo podía darle su espacio, así que si su esposa, en esos momentos, siente que va a estar mejor junto a las mujeres de su vida, él lo entiende y lo respeta. De seguro también él necesita estar solo y poner sus ideas en orden, pues hay muchas preguntas en el aire: ¿Qué falló? ¿Qué hicimos mal? Y aunque no encontrara respuestas, sabe que difícilmente hablará de lo que sintió. Para él solo existe el concepto: perdí un hijo.
Unas horas más tarde se despiden en el aeropuerto. En cuanto él se marcha de la sala de espera, Catalina sube por las escaleras eléctricas para dirigirse a la salida que corresponde. Ni siquiera se detiene a observar las tiendas de souvenirs y ropa típica que hay a su alrededor, que antes llamaban su atención y disfrutaba. En automático se dirige al área de abordaje, camina a toda prisa por ese pasillo de columnas cromadas.
Tiene más de cinco años de no ver a Mariela, su gran amiga; habían estudiado juntas la preparatoria, eran cómplices de aquellos días de estudios, habían compartido tantos momentos, sueños, viajes, proyectos, una infinita confianza las unía, junto a ella no necesitaba aparentar fortaleza. En esos momentos necesita mucho sentir el abrazo sincero de una verdadera amiga.
Una parte de ella, quizá, también desea huir. Lo cierto es que en medio de tanta confusión, puede reconocer la breve alegría que le provoca tomarse un tiempo exclusivo para ella, el necesario y suficiente para sanar y emprender su propia travesía.