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I. Tristan Corbière
ОглавлениеTristan Corbière era un bretón, un marino y el desdeñoso por excelencia, caudal triple. Era un bretón sin asomo de práctica católica, pero creyente endiablado. Nada tenía de marinero ni de militar, menos aún de mercader; tan sólo, furioso amante del mar, era el jinete de su excesivo ímpetu, y en la más briosa de las grupas montaba en horas de tormenta. (Cuéntanse de él prodigios de loca imprudencia.) Despreciaba el Éxito y la Gloria hasta el punto de aparentar retarles, y creía eran imbéciles en cuanto al poder de moverle a compasión, tan sólo fuera un instante.
Dejemos al hombre que tan alto estuvo, y hablemos del poeta.
Como rimador y prosista, nada tiene de impecable, es decir, de abrumador y cargante. Ninguno de los Grandes como él ha sido impecable, desde Homero, que dormita a veces, hasta Goethe, el muy humano (digan lo que quieran), pasando por Shakespeare, algo más que irregular... Los impecables son Fulano y Zutano. Tarugos y leños. Corbière era un ser de carne y hueso. Así como suena.
Sus versos viven, ríen, lloran poco, se mofan a las mil maravillas y se chancean aún mejor. Además es salobre y amargo como su muy querido Océano, y a diferencia de este su turbulento amigo, no breza a ningún momento, sino que revuelve siempre los rayos del sol, los de la luna y los de estrellas en la fosforescencia de la marejada y de las enfurecidas olas.
Llegó un momento en que se hizo hombre de París, pero sin espíritu sucio y mezquino. ¡Hipos, vómitos, ironía feroz y rozagante, conversión de la fiebre y de la bilis, exasperadas en genio, alegría suprema e inverosímil!
Ejemplo:
AUXILIO
Si tú, guitarra mal templada,
kriss indio, bárbaro tres veces,
caja en los suplicios versada,
con mi pobre voz no enalteces
la dulzura de mi martirio,
y tú, cigarro, si a otros yerros
no me llevas, cual faro o cirio...
– ¡Maldito este oficio de perros...!
Si la tromba de mi amenaza
pasajera cuando maldigo,
todo lo enturbia o deslavaza,
– La mudez sea conmigo...
Y si es mi alma un encendido
mar que no tiene ola ni brisa,
– Por estar helado y cocido...
escurro el bulto a toda prisa.
Antes de pasar al Corbière que preferimos –aun cuando estemos chiflados por todos sus aspectos–, es menester insistir en el Corbière parisiense, en el Desdeñoso y el Chancero de todo y de todos, incluso de sí mismo.
Leed todavía este
EPITAFIO
Se extinguió de entusiasmo y murió de pereza;
si vive es por olvido; no ser en una pieza
él mismo y su querida fue su única tristeza.
No nació de ningún modo;
va donde el viento le deja;
es cual bazofia compleja,
mezcla adúltera de todo.
Hecho de “qué se yo”. Un lince
en cuanto a vista. Oro y poco dinero.
Muchos alimentos y... un esguince
si el brío ha de ser duradero.
Un alma inmensa para quien no tiene violón.
Demasiado amor para un mal garañón.
Muchos hombres y... ninguna demostración.
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Omitimos trozos de los más regocijantes.
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Sin empaque. Sólo engreído
por lo único. Cínico y bobo.
Creyendo a todos, descreído.
Gustó el hastío con arrobo.
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Alma seca, beoda mollera.
Tan suyo, que a sí mismo era
fuerza el poderse tolerar;
murió mirándose vivir,
y por no saber acabar
vivió dejándose morir.
Aquí yace este corazón,
flor de fracaso y perfección.
Desde luego, sería menester citar toda la parte correspondiente del volumen, o el tomo entero, o mejor aún, reeditar la obra única, Los amores amarillos (Glady frères), publicada en 1873, hoy difícil o imposible de hallar (reedición Messein), en la cual Villon y Piron se solazarían viendo un rival a menudo afortunado, y los más ilustres de los verdaderos poetas contemporáneos encontrarían un maestro, cuando menos de su talla.
¡Y eso que aún no queremos abordar al bretón y al marino sin poner de manifiesto algunos versos sueltos de la parte de Los amores amarillos a que hacemos mención!
Acerca de un amigo a quien mató la bebida, el postín o la tisis, dijo: “Aquel que tan alto silbó el falsete de su cancioncilla”.
Probablemente, a propósito del mismo era aquello:
Cuán exacto a sí mismo era el mancebo fuerte.
Áspero con la vida, dulce con sus ensueños.
Y cuán bien y con cuántos pensamientos
risueños erguía la cabeza o la doblaba inerte.
También este soneto endiablado, de un ritmo tan bello:
HORAS
Tenga limosna el malandrín,
un hurgón el espadachín;
humille la mala mirada
otra peor. Mi alma no se halla inmaculada.
Soy el orate de Pamplona.
Temo a la luna, hipocritona,
que ríe bajo el negro crespón.
Todo está bajo un apagaluces. ¡Maldición!
Oigo un estruendo de carraca.
La hora suprema se destaca.
Caen campanadas fúnebres en la noche a compás.
Escucho más de catorce horas.
Lágrimas son las horas. ¡Lloras,
corazón mío! ¡Anda, canta...! No cuentes más.
Entre paréntesis, admiremos humildemente este lenguaje robusto, simple en su brutalidad, encantador, pasmosamente correcto, a la par que toda la ciencia del verso que hay, en el fondo, y el tesoro de la rima rara, por no decir rica hasta el exceso.
Y ya es hora de que hablemos de un Corbière más magnífico aún.
¡Vaya un bretón de cepa dando muestras inconfundibles de su estirpe! ¡Cómo se ve al hijo del monte bajo, del encinar y las riberas! ¡Y cuán arraigado tenía aquel falso escéptico alarmante el recuerdo y el cariño de las fuertes creencias, asaz supersticiosas, de sus rudos y tiernos compatriotas de la costa!
Escuchad, o mejor, echad una mirada, o si preferís, escuchad (ante él, ¿cómo expresaremos nuestras sensaciones?) estos fragmentos, tomados al azar, de su Perdón de Santa Ana:
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Madre de talla desigual,
duro y buen corazón de roble,
bajo el oro de tu brial
hay un alma bretona y noble.
Faz vieja y verde, desgastada
como la piedra del torrente
por la lágrima enamorada
y el llanto sangriento y ardiente.
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Madre de la Virgen divina,
cayado de ciego. Muleta
de las viejas. Dulce madrina
del pobre y del niño de teta.
Flor de la nueva doncellez,
fruto de la fecunda esposa
y consuelo de la viudez
prolongada y menesterosa.
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Apiádate de la madre-hija
y el niño, que en la senda están;
que si alguien les tira la guija
las piedras se cambien en pan.
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Es imposible reproducir más de ese Perdón, teniendo en cuenta los restringidos límites que nos hemos impuesto. Mas nos parecería mal despedirnos de Corbière sin ofrecer completo el poema, que encierra todo el mar, titulado
EL FIN
¡Cuántos hombres del mar, oh, cuántos capitanes! VICTOR HUGO.
Todos –los capitanes como los marineros–
para siempre en el grande Océano han caído.
Se fueron inconscientes según sus derroteros
y han muerto –exactamente como habían partido.
Tal es su oficio que han muerto con las botas
puestas, en sus capotes envueltos, y unas gotas
de aguardiente en el alma. Mas la Desnarigadano
se acuesta con ellos; es más bien su criada.
No son muertos. Enteros van en las olas rotas
bajo la turbonada.
¿Se parece a la muerte un turbión? El velamen
batido por el agua: Tal es cabecear... y si la arboladura a las olas que braman azota derribada: Eso es zozobrar...
Analizad el término zozobrar... Vuestra “Muerte” es muy poquita cosa bajo el temporal fuerte. Al marino que lucha no le produce efecto y sonríe con pena… ¡No debes estorbar, fantasma! Ya la muerte toma mejor aspecto: ¡El mar...!
Ellos no son ahogados, pues los ahogados son de agua dulce. No; echados a pique. El estrago alcanza vida y bienes. Con una maldición escupen el chicote en un estertor vago y beben sin arcadas el más amargo trago como al beber el bucarón...
Ni tumbas de seis pies, ni ataúdes, ni ratas.
Del tiburón son pasto, y su alma, al quedar sola,
en vez de rezumarse en míseras patatas,
respira en cada ola.
La marejada sigue sublevando la onda.
Parece el vientre inquieto de amor y de embeleco
de alguna prostituta embriagada y cachonda...
¡Para todos hay hueco!
Escuchad, escuchad la tormenta que brama.
Ese es su aniversario repetido. ¡Poeta,
guárdate tus romances de ciego, porque clama
el mejor De profundis el viento en su trompeta!
Dejadles en los ámbitos en donde sólo yerra
la muerte de los hombres desnudos y cobrizos
sin féretro, sin cirios... ¡Zascandiles de tierra,
dejad que siempre boguen, pobres advenedizos!