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Abre-alas

¿Es Brasil aún “un extranjero enorme en un rincón de Sudamérica”, como dijera el modernista Mário de Andrade* en 1926? A casi cien años de aquella radical observación, muy probablemente –y no exentos de un cierto pesar– debamos responder que sí. En general, se habla de la cultura latinoamericana como si se tratase de una unidad bien consolidada, pero lo cierto es que muchas veces se deja fuera, en los más diversos ámbitos –incluso algunos de ellos muy latinoamericanistas–, a la enorme esfera cultural que representa el país tropical, abençoado por Deus e bonito por natureza. Ese escaso conocimiento de su variado repertorio cultural ha hecho que en nuestra manera de convivir aún parezca viva la línea de Tordesillas que nos separó antaño. Línea divisoria que muchas veces ha quedado justificada en la diferencia idiomática; sin embargo, esa misma diferencia no ha significado en ningún caso una valla que nos separe de las grandes metrópolis europeas o norteamericanas.

Aun así, han existido puentes antitordesillezcos que se han tendido a lo largo de nuestra historia: Vinicius de Moraes por ejemplo, entabló amistad con Gabriela Mistral y Pablo Neruda –a quien incluso le dedicó un libro–, y este último a su vez fue amigo de Jorge Amado; Paulo Freire trabajó en Chile en proyectos ligados a la Reforma Agraria; Glauber Rocha grabó aquí también una película durante la Unidad Popular encargada por Televisión Nacional, entre otros. Estos diálogos han definido rumbos poco conocidos de nuestra historia, y sin duda se han actualizado y continúan replicándose.

Sin embargo, desde la segunda mitad del siglo XX, la conexión más orgánica que hemos establecido con el lusófono vecino se ha dado a través de un ámbito que no se encuentra solo en los libros de historia, sino que es omnipresente y cotidiano: la música. Porque, como dice Tom Zé, en la década de 1950, Brasil pasó de ser un país exportador de materias primas a ser uno exportador de arte. ¿Cómo es que se da el salto desde la estructura más básica del desarrollo a la más sofisticada en un par de años? Ello solo puede explicarse por el genio que habita en sus poetas y músicos, y que se expresa en letras, melodías y armonías que nos remiten a las pulsaciones más originarias que han formado nuestro continente, y que además expresan el lazo inseparable que mantenemos con nuestro continente madre –la percusión africana alimentó el samba y este, a su vez, a la bossa nova–. Es en ese contexto en que debemos entender la obra y la figura de Gilberto Gil.

Gil es un heredero del asombro que causó, incluso en Brasil, el surgimiento de personajes deslumbrantes como Vinicius de Moraes, Tom Jobim y João Gilberto, quienes abrieron el camino para que el imaginario de la Mata Atlántica, el cerrado y el sertão brasileños pudiera conocerse en todo el mundo en forma de melodía y poesía. Desde muy joven comprendió que la revolución que había significado la bossa nova tenía que ver con la necesidad de un nuevo entendimiento y proyección de la música brasileña. No por casualidad Gil fue una de las figuras esenciales en la revolución cultural inmediatamente posterior que representó el movimiento tropicalista, junto con Caetano Veloso. La noción de desarrollo y evolución permanente de la música de su país ha sido patente a lo largo de toda su obra.

Sus propuestas han sido y continúan siendo diversas; pasó de ser un intérprete de clásicos de la bossa nova en su juventud a la sicodelia-pop del tropicalismo, de los ritmos africanos a las expresiones más tradicionales de la música del nordeste brasileño, del pop ochentero al reggae de Bob Marley. En su obra confluyen gran parte de las corrientes que han dado forma al lenguaje musical de Brasil y también todas aquellas que, desde fuera, lo han alimentado. Nunca encontraremos en su trayectoria un regionalismo sectario ni una entrega total a los dictámenes de la industria musical internacional, pues Gil ha sabido comprender muy bien las ventajas y los riesgos de cada uno. En gran medida, porque su lugar de enunciación en el mundo es moderado y sereno, como bien puede reflejarse en la bella “Drão”, desde el amor; en la impresionante “Não tenho medo da morte”, desde la reflexión metafísica; y en la silente “Ok Ok Ok”, desde el posicionamiento político.

Toda la energía diversa que habita en Brasil –que es indígena, africana, occidental y oriental– pulsa con una magia extraordinaria en los complejos acordes de sus canciones, que llegaron con fuerza, pero tal vez de manera tardía, a los países hispanohablantes a través del exitoso álbum Unplugged de 1994. En este se expresa con absoluta nitidez la extraordinaria capacidad técnica y conceptual de la música brasileña encarnada en su persona.

Pero la fuerza de su figura no solo se nos ha hecho patente a través de su trayectoria musical, pues es conocido su paso como ministro de Cultura en el gobierno de Lula da Silva (2003-2008), donde su perspectiva sobre el concepto mismo de cultura, su política en torno a los derechos de autor y la digitalización, así como la implementación de la política de desarrollo cultural desde los territorios (Programa Pontos de Cultura) –la cual ha sido referencia para muchos países de la región– le dieron una relevancia internacional como ningún otro ministro de Cultura del mundo ha tenido en lo que va del siglo XXI.

Gilberto Gil no es solo un músico, es la expresión más completa de lo que significa un compositor popular brasileño, alguien que conoce muy bien la técnica, pues se encuentra entre los guitarristas populares más eximios del país; y, a la vez, la carga simbólica que expresa su obra; un simbolismo que es la expresión, quizá, más completa de las fuerzas creadoras del Brasil pasado, presente y futuro. Su conocimiento se desdobla en caminos diversos que ha sabido recorrer con maestría y sensatez.

Gil es bahiano, nació en la catinga y se formó en Salvador, la ciudad con la mayor población negra fuera de África y, al mismo tiempo, la primera capital brasileña, donde confluyen la historia de América y la africana. Se proyecta desde esa Bahía que vive para dizer como é que se faz para viver. Gil es africano, es el fiel miembro del afoxé Filhos de Gandhy. Gil es carioca, el que nos da aquele abraço incluso al momento de salir de la prisión política. Gil es el que celebra el arte y la ciencia por igual, cantando a lo quântico dos quânticos, al cântico dos cânticos. Gil es hombre y es mujer, rogando porque o super-homem venha nos restituir a glória… Gil es Brasil. Como dijo el cronista Gregório Duvivier, cuando figuras como las de Gil ya no estén con nosotros, este país no tendrá otra alternativa que llamarse ex Brasil.

Y desde el Atlántico, Gil también es loco por ti, América, pues como comentó sobre la época de la gran apertura que significó el tropicalismo, “no solo nos interesaba Brasil, todos estábamos preocupados con diversas cosas, con todo, con la juventud del mundo, con los destinos de América Latina”, interés del cual nace esta fraternal canción escrita con José Carlos Capinam, en la que se propone, para todos nosotros, el cielo como bandera.

Gil encarna ese Brasil generoso, diverso y grandioso que hoy, en tiempos de oscuridad, sus vecinos añoramos profundamente. Pero que sabemos que algún día –tal vez pronto– recobrará su rumbo natural, porque debaixo do barro do chão está fuertemente arraigada la magia y la luz de personajes como Gilberto Gil, con quien a fé não costuma faiá.

Gran parte de lo que su figura y obra significan está condensado en las páginas siguientes de este número inaugural de la colección Cuadernos de música, con el que, como si fuera el Expresso 2222, empezamos un viaje en el que nos sentiremos más latinoamericanos que nunca.

Cristián Jiménez Plaza

Cuadernos de música - Gilberto Gil

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