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Capítulo III Julius
ОглавлениеDECÍAN QUE TENÍA UN TATUAJE en el brazo izquierdo, sobre el codo, pero que no era un simple tatuaje: era una especie de inscripción, un código de barras o algo así.
Aquel rumor recrudecía y circulaba de boca en boca cada tanto, sobre todo el día del aniversario de su primer arribo a Tierra del Fuego, el 5 de septiembre de 1925. Todos los que fuimos alumnos de la escuela agrícola recordamos esa fecha, porque ese día no teníamos clases y podíamos levantarnos a las nueve. Todos los benditos 5 de septiembre Julius visitaba la escuela a las 11:30 en punto. Julius era bajito, delgado, de cara muy blanca, lampiño, con una nariz fina, filosa y ojos pequeños y hundidos, celestes. Caminaba y hablaba rápido. Hablaba bien el español, aunque se le notaba el acento, en especial cuando subía el tono. Pero se le notaba poco. Nos formaban en el patio interior. Entonces Julius nos saludaba y nosotros le respondíamos fuerte y claro. Luego, a los de la primera fila, nos daba una palmada suave en la cara y nos restregaba las orejas, para quitarnos el frío del patio. Siempre traía una buena noticia; instrumentos nuevos para el laboratorio, que estaban por llegar desde Santiago. O una segadora canadiense. U overoles térmicos. O leche reforzada con complementos vitamínicos. Era nuestro benefactor. Entonces se elegía a uno de nosotros como alumno destacado, para recibir de sus propias manos un obsequio, una distinción que casi siempre era un libro acerca del desarrollo agropecuario en el mundo. Un ladrillo que nadie leía, pero que imponía sus tapas gruesas, sus letras en dorado y sus fotografías en colores. Una vez me tocó a mí. Me sentía una superestrella. Luego Julius se metía en el laboratorio con el padre Severdey y el señor Cherubini, nuestro profesor de Ciencias Naturales y Química, y ya no salían de allí. En el laboratorio tenían clases alumnos del último año, aquellos que tenían notas más altas. Eran los privilegiados, los ungidos. El laboratorio era el área restringida de la escuela; allí estaba el instrumental delicado, los registros y archivos de los experimentos, quizás los más avanzados del país en aquella época. El padre Severdey y el profe Cherubini juraban que así era. Ese laboratorio era su orgullo. Y alimento para nuestra fantasía. Imaginábamos que allí ocurrían cosas de ciencia-ficción. De película de ciencia-ficción. O algo parecido. Pero lo cierto es que allí, desde 1968, había comenzado un programa de experimentación para el aumento de la producción de lana y carne de oveja en Tierra del Fuego. Nuestra escuela, la escuela agrícola Las Mercedes, era famosa en Chile. Habían hecho reportajes para diarios nacionales y para dos canales de televisión. Éramos la joya de la isla. El orgullo de nuestros padres. Todos nos sentíamos en deuda con Julius, aunque nadie lo dijera. En algunas épocas del año, su figura era clásica por las calles de nuestro pueblo. Pintoresca. Querida. Julius siempre andaba acompañado de su perra Stasse, una pastor alemán, bellísima. Eran inseparables. Esa perra eran los ojos de Julius.
Julius hablaba siete idiomas: alemán, español, inglés, italiano, francés, hebreo y siro. No fumaba ni bebía. Se veía atlético. Enérgico. A veces parecía mucho más alto de lo que era. Aparentaba unos 40 o 45 años. Tenía 70. Siempre se veía de un humor envidiable. O más bien, con una voluntad envidiable para enfrentar la vida, el paso del tiempo. Surgieron algunas leyendas con respecto a él. Habladurías. Por ejemplo, con eso del código que decían que tenía inscrito bajo la manga. Algunos llegaron a afirmar que Julius era un extraterrestre. Cosas de ese estilo. En realidad, daba risa oír los rumores acerca de Julius.
Uno no elige el destino. Le toca. Un día, terminando diciembre, don Armando, el auxiliar de la escuela, me buscó en los invernaderos y me dijo que el padre director quería verme al instante. Y cuando a uno lo mandaban llamar, uno iba. Qué iba a hacer a los doce o trece años. El padre Severdey te quiere en el refectorio ahora mismo, Antonio, me dijo. Tal cual. Cuando llegué estaba el padre Severdey con Julius en la oficina. Había tres alumnos más, de sexto de primaria. Yo, de primero de humanidades. El padre no anduvo con rodeos. Nunca lo hacía. Nos dijo que nos había mandado llamar porque éramos buenos, muy buenos alumnos. Los mejores. Tenía nuestros informes de notas sobre la mesa. En ese tiempo los informes de notas finales todavía se escribían con pluma. O al menos en nuestra escuela, en los informes y certificados, hasta en las libretas de notas, se usaba pluma. Me gustaba verlos escritos así. Esos trazos imponían respeto, seriedad. El padre dijo que los cuatro merecíamos un buen futuro y que ese futuro estaba fuera de la isla. Que debíamos seguir estudios, adelantarnos, para después regresar a la isla si queríamos o podíamos, aunque él estaba seguro que lo haríamos. Apostaba su cabeza a que regresaríamos, pero ahora convertidos en otra cosa, en hombres de bien, en hombres útiles. Por esa razón estaba nuestro benefactor esa mañana allí con nosotros, porque él nos ayudaría a lograr nuestras metas. Nosotros estábamos mudos, apenas si respirábamos. Hechizados. Julius habló poco, pero sus palabras pesaban. Dijo que de seguro no queríamos terminar de ovejeros o de esquiladores, viéndoles el culo a las ovejas. Habló así en el refectorio. Agregó que hablaría con cada uno de nosotros por separado y luego con nuestros padres. Nos aseguró que él tenía los medios para ayudarnos a ser mejores hombres, que lo merecíamos, porque éramos trabajadores, disciplinados. Que teníamos otra cabeza. Que pondría las manos al fuego por nosotros. Yo estaba emocionado. Y en blanco. Y también un poco asustado. Todavía era chico. Cuando habló conmigo esa misma mañana, a solas en el refectorio, me dijo que yo tenía toda la traza para ser militar, un suboficial mayor. Fui el segundo en hablar con Julius. O mejor dicho, el segundo de los cuatro escogidos al que Julius le habló del futuro. De lo que conversó con los otros tres, no supe nada. O no quise. Y si alguna vez lo supe, lo olvidé. De los otros tres me he olvidado hasta de sus nombres. En serio. Y en esta historia, como usted sabe, mi destino es el que importa.
Si algo le gustaba hacer a Julius, cuando iba a Puerto Porvenir, era ver películas antiguas en el salón de eventos del club Croata. Cuando él venía al pueblo siempre teníamos un par de films preparados. Y probados. Para el aniversario número 56 de su primer viaje a Tierra del Fuego, como recluta raso, hundido en la sala de máquinas del acorazado Stuttgart, de la Reichmarine, nos hizo un pedido especial. El hombre habló así: En cuanto pude salir del vientre del Stuttgart y contemplar la bahía, aquel verdadero vivac que era Puerto Porvenir en aquel entonces, con el cielo opalino e inmenso de septiembre y las lomas de la llanura hacia el fondo, me enamoré del lugar de inmediato. Fue instantáneo. Eso proclamaba Julius. Amor a primera vista. Entonces, aquel 5 de septiembre −que al fin y al cabo sería el último festejo de aniversario– soltó su deseo tan especial: quería ver la vieja película de José Bohr Adiós al Dresden, hoy lamentablemente desaparecida. La verdad es que la película no era gran cosa. Estaba en mal estado. Filmada en 8 mm. y muda total, sin música. Sin embargo, la película de Bohr, de apenas diecisiete minutos de duración, tenía la gracia de ser un registro in situ, filmado desde el muelle, de la despedida que le brindaran todos los habitantes de Puerto Porvenir −extranjeros y criollos– al famoso crucero SMS Dresden, en el verano de 1915. En la pantalla lograba verse aquella nube de pañuelos agitados al viento y a la tripulación, en la cubierta de la nave de guerra, respondiendo con las manos en alto, lanzando besos. Eran imágenes deslavadas, cortadas, pero que de algún modo contenían el espíritu del propio José Bohr, y de su fiel ayudante Radonich −es de justicia nombrar a Radonich, un eterno anónimo–, quienes trajeron, contra viento y marea, el séptimo arte a la isla. Julius ya había visto el film algunos años antes, pero aquella tarde quiso verlo de nuevo. Dos veces. La pantalla le iluminaba los ojos. El hombre se veía más tranquilo que de costumbre. No tenía aquel gesto enérgico, algo nervioso, que mostró siempre al saludar, o incluso mientras permanecía sentado o de pie frente a la bahía, contemplando el oleaje. Esa vez, en ese comienzo de tarde, Julius era una taza de leche acariciando la cabeza de Stasse, que permanecía a su lado, sentada y quieta. Stasse, hija de Ruske y Moggs (Puyehue), nieta de Harry y Helga (Bavaria), bisnieta de Nuk y Bera (Bavaria). Todavía rememoro aquel verso que repetíamos cuando saludábamos a Satasse, que se sentaba como niña buena y levantaba la pata izquierda. Esa perra era un espectáculo. Parecía que entendía todo. Y vivió mucho. Demasiado. Más que un perro normal. Recuerdo haberla visto con Julius desde que llegó hasta que desapareció de Puerto Porvenir, vale decir, cuando ambos desaparecieron. Algunos pibes repetían ese verso como un estribillo cuando se topaban en la calle con ellos. Creo que el propio Julius les enseñaba ese cantito para Stasse. Una especie de villancico. Entonces él les repartía confites.
Reitero: de todos los aniversarios de la llegada de Julius a Tierra del Fuego, el que recuerdo con toda claridad fue este último. Pero no lo hago porque fuera el último, sino por la forma en que terminó la fiesta: con una escandalera en la vía pública.
Todo iba de maravilla. Exhibición de la película en honor a Julius más otros invitados. Luego un intermedio. Mientras unos atendían a la plana mayor de la isla, en el mismo salón de eventos del club, otros preparábamos el comedor para la cena. Todo debía quedar impecable, elegante y brillando. Pero nosotros éramos los mejores. Un equipo. Un escuadrón. Después el festejado y los invitados salieron a dar un paseo por la bahía para respirar aire puro, para fumar en pipa, para contemplar los cisnes de cuello negro, los flamencos rosados que tanto le gustaban a Julius. En sólo cinco minutos preparamos de nuevo el salón, ahora para el concierto. Trasladamos el piano de cola, a pulso, desde la oficina de reuniones que estaba al final del pasillo. Casi se nos cayó el bendito piano. Y nosotros casi nos morimos. Pero logramos llevarlo intacto hasta el proscenio.
Cuando vi al maestro Ignacio Vera Morel, que en ese tiempo no era el famoso Vera Morel del futuro sino solo una promesa de la música chilena, sentí pena por ese muchacho. De verdad. Tenía dieciocho años, pero aparentaba quince o trece. Flaquito y largo, despeinado, sobándose las garritas para quitarse el frío. Se veía que no estaba hecho para estos climas. Quizás toda su extranjería estaba concentrada en sus zapatos rebajados, con suelitas de cuero. Nos miraba y observaba todo como si estuviera viviendo una pesadilla. O no quisiera creerse que estaba allí, pero estaba. Por Dios que estaba. El club lo trajo. El club le pagaba todo, hasta el frío y el crujir de dientes. Pero logró reponerse. Demostró por qué la prensa le llamaba el sucesor de Claudio Arrau, «el segundo piano de Chile», o más en confianza, «el Nachito de Chile».
Por un momento, el concierto fue un milagro. Creo que esa noche aquel larguirucho, con sus manos y sus deditos blancos como la harina, detuvo el viento. No exagero. De verdad que un minuto antes que comenzara el concierto corría un viento fuerte, típico de septiembre, pero apenas el maestro Vera Morel le arrancó la primera nota a ese viejo piano de la Sociedad Explotadora, paró en seco. Fue al unísono. Aquel muchachito de oro nos regaló a Mozart, Beethoven y Wagner entre los más conocidos. También algo de Liszt, Chopin. Un popurrí celestial, por llamarlo así. Fueron dos horas en que nos mantuvo suspendidos en el aire. Algunos de los asistentes no podían sofrenar sus lágrimas. Lloraban en silencio, estáticos en sus asientos, dejando que las lágrimas les empaparan las mejillas, las pecheras. Antes de comenzar el tercer bis, y rompiendo todas las reglas, el propio Julius se puso de pie y fue a saludarle. Stasse también le ofreció su patita izquierda, en medio de los aplausos. Vargas Morel, sorprendido, quizás desbordado por la escena, dudó unos segundos antes de tomarle la pata a la perra, pero finalmente lo hizo. Al finalizar el concierto, el salón estalló en un aplauso atronador, que sostuvo su potencia por más de cinco minutos.
Fue algo apoteósico. No exagero. Tal como no exagero cuando digo que aquella fiesta de aniversario de Julius –la última– habría sido perfecta, sino fuera por la escenita callejera que se despacharon don Antonio Rothenburg y su mujer, doña Iris Kropp. Sobre todo la señora Kropp. Aquel bochorno público hizo olvidar esas dos horas de belleza pura que Ignacio Vera Morel nos brindara a quienes estuvimos esa noche en el club y más allá todavía, porque el concierto se escuchó en todo el pueblo, tal como más tarde se oirían los gritos, los llantos y los insultos.
La culpa fue del alcohol. Había mucho champán y whisky, mucho coñac, mucho vino, que el propio Rothenburg, sus socios y amigos de toda la vida, don Eliecer Mirtovic y don Felipe Samaniego, trajeron desde la Viña Alcántara del valle de Colchagua; el mejor vino de Chile, reserva limitada, tres diamantes. Mientras estuvieron en el comedor, todo fue por buen carril. El festejado, como digo, se veía de excelente ánimo, en paz, rodeado por quienes conformaban su círculo más íntimo. Su famoso «círculo hermético», a saber: los ya mencionados Rothenburg, Samaniego y Mirtovic, más Lorenzo Tesich y Homero Platt. Ellos, junto a sus respectivas esposas e hijos, eran los únicos que tuteaban a Julius y que, en un ámbito privado, le llamaban Linde.
Todo era brindis y aplausos para Julius, el pianista y los organizadores. Sin embargo, el asunto se puso turbio cuando la fiesta se trasladó de nuevo al salón de eventos, ahora preparado para los bajativos, el largo adiós de la noche. El asunto partió con algunos chistes de subido tono que se despachó la señora Kropp. Primero fueron al voleo. Después los disparaba directo a su marido, don Antonio, que disimulaba como podía y que durante algunos minutos logró escabullirse entre la concurrencia. Pero doña Iris ya estaba en órbita y continuaba, ora lanzando insinuaciones acerca del magro rendimiento sexual de don Antonio, ora insinuándose a ciertos varones y señoritos que no podían esquivarla. Era una bomba de tiempo. Es cierto que la señora tenía fama de ser algo ligera de cascos, en especial cuando su marido se ausentaba de la isla por asuntos de negocio y partía por largas temporadas a El Calafate o Comodoro Rivadavia, pero aquella noche nos dejó a todos helados. Al parecer eligió la ocasión, el último aniversario de Julius, para exhibir por todo el salón sus dotes de femme fatale y de humorista. Como era de esperarse hubo reacciones, principalmente de las mujeres, cuyos maridos e incluso hijos púberes −porque doña Iris no respetó adolescencia ni juventud temprana en sus provocaciones– formaron una especie de muro de contención. De frontera infranqueable. Las señoras estaban en pie de guerra. Aun así, doña Iris Kropp no se arredró. Por el contrario, elevó aún más el tono de su numerito. Ahora les llamaba vacas a las señoras que conformaban el muro. Vacas lecheras. Sin sesos, ni hormonas. Y a los hombrones les llamó impotentes. Les llamó eunucos. Y maricones del culo. Usó aquellos términos en reiteradas ocasiones, hasta que la sangre llegó al río. De pronto comenzó un forcejeo cerca de la puerta. Había varias señoras que querían matar a doña Iris. Gritaban que era una puta. Algunos tipos, e incluso damas, se interponían para que el asunto no pasara a mayores, digamos a un linchamiento. Entonces la confusión y la brega fueron en aumento, hasta convertirse en una turbamulta que se desplazaba desde el salón hacia las puertas del club, para finalmente buscar alcanzar la calle. Como se ha dicho, intervenían mujeres y hombres, pero ahora convertidos en un bolo apretado, en movimiento, donde ya se registraban varias caídas de bruces y de espaldas. Caídas espectaculares. También volcamientos de vasos y botellas que producían sus respectivos estruendos. Esquirlas. Puñetazos. Y arañazos. Este bolo logró dar con la calle, con la costanera y continuar hacia el mar por la explanada de la bahía. Allí prosiguió el escándalo. Hubo más trompadas y gritos. Hubo chillidos que parecían querer remontar las olas, llegar a la llanura. Hubo hasta risitas histéricas, incontrolables, despertando al pueblo en horas del descanso reparador.
Visto así, el asunto iba para una batalla campal en la vía pública, de tal magnitud que una vez terminada solo quedaría contabilizar muertos y heridos. Sin embargo, por algún milagro los espíritus se aquietaron. No me pregunten cómo ni por qué. Sencillamente fue como si el peso del cielo, que a esa hora mostraba sus primeros tonos rojizos y anaranjados de un típico amanecer en Puerto Porvenir, hubiese caído sobre ellos. Todo el peso del firmamento. O algo así. El propio Antonio Rothenburg logró abrirse paso, llegar hasta donde estaba su esposa, en la explanada de la costanera, contenida por dos de sus más fieles –y ahora únicas– amigas, y tomarla del brazo con fuerza para sacarla del área de conflicto. Mientras don Antonio cargaba con ella, la señora gritaba a su marido que se cagaba en papá Rothenburg, en abuelo Rothenburg y en todos los Rothemburg; todos, putos entre putos, cornudos entre cornudos, eunucos entre eunucos. Creo que en ese momento don Antonio −don Roty, como le llamábamos cariñosamente– estuvo a punto de soltarle un sopapo a doña Iris, pero se contuvo. Como sea, por fortuna o por providencia, el caso no pasó a mayores, quiero decir que no hubo trompadas directas, persecuciones ni patadas. Quedó en eso, en empujones, arañazos, puñadas al aire e insultos de grueso calibre.
Nadie esperó que el aniversario concluyera de ese modo. Era de no creerlo. Pero ocurrió. Fue una ruina ante los ojos del propio Julius, que no intervino en la refriega y se limitó a observarla impertérrito desde la puerta del club. Stasse tampoco intervino, permaneció sentada a su lado en posición firme, con cara de querer comérselos a todos. Stasse mostraba los dientes. Junto a ellos, aunque un par de metros más atrás, algo oculto, estaba el pobre de Verita Morel bastante borracho, tambaleando, con una copa en la mano, riéndose solo. También tenía un pucho entre los dedos. Creo que se reía de puro miedo.
Estuve a punto de ajusticiar a Julius.
Un día llegó a mi taller. Andaba sin su perra. Vino a comprar un arco, flechas con punta serrada, un carcaj. Dijo que quería un arco grande para guanaco, con flechas de punta de obsidiana verde. Le mostré tres. Eran los mejores que había fabricado hasta el momento. No era la primera vez que Julius venía a mi taller. Antes ya me había comprado un par de arcos, pero de los pequeños, para ceremonias. Además me había comprado lazos trenzados, de boleadoras, y puntas de obsidiana negra. O sea que Julius y yo nos conocíamos las caras, como se dice. Perfectamente. Esta era la tercera vez que nos veíamos. Fue cuando de verdad pensé en matarlo. De un flechazo. O de dos, si se quiere. Uno, de gracia. Tenía a mano mi arco personal, con astil de coihue, punta de vidrio, timón corto y ancho, para una distancia corta. Sería una muerte por desangramiento, aunque bastante rápida. Él estaba frente al mesón probando la tensión de las cuerdas y yo detrás de él, junto a la puerta. Seis metros exactos. Sabía dónde apuntar, la tensión que precisa una distancia así, el ángulo de tiro. Todo estaba medido. Después de todo, soy un experto con el arco. Soy un auténtico selknam. Pero no me atreví. Debí hacerlo. Sé que debí tirar. Esa tarde debí matar a Julius.