Читать книгу Quebrar el tiempo - Pedro Agudelo Rendón - Страница 10
INTRODUCCIÓN
ОглавлениеAumentar el lenguaje, crear lenguaje, valorizar el lenguaje, amar el lenguaje son otras tantas actividades en las que se aumenta la conciencia de hablar.
Gaston Bachelard
El ser humano es, donde quiera que se asiente, hablante, y al hablar hereda la cultura que define, en buena medida, su devenir histórico. De ahí que las humanidades (ciencias humanas para unos, blandas para otros) se instauran desde sus propios orígenes en la reflexión de lo que es constitutivo o propiamente humano. Pero ¿qué son las humanidades? ¿cómo se las puede entender? Esta pregunta, que ha sido formulada por importantes autoridades del campo de la filosofía, la historia, la antropología o la educación, entre otros, ha tenido variadas respuestas.
El sentido arqueológico de Michel Foucault no riñe con el arqueogenético de Carlos París, ni este con el neotecnológico y de la comunicación de Martín Barbero. El carácter hermenéutico de la experiencia formulado por Hans George Gadamer no impide comprender el sentido semiótico y filosófico que Charles Sanders Peirce le otorga al amor evolutivo; ni tampoco impele la reflexión sobre el rostro del que habla Emmanuel Levinas, pues es cierto que el otro rompe la conciencia que tengo de él y por eso el fundamento de la humanidad es esta responsabilidad escrita en nuestra carne.
Ser humano no significa que he sido parido por un cuerpo que es carne y que mi carne es fruto de su carne; significa, más bien, que al llegar al mundo este no se adapta a lo que puedo ser, sino que mi posibilidad de ser se adapta al mundo para que, en algún momento, yo pretenda adaptar el mundo a lo que soy. En cualquier caso, la humanidad —como suele decir muy bellamente Martín Barbero— se construye día a día. Esta idea, por supuesto, no es nueva, pues en ella hay un sustrato que proviene de los griegos y de la paideia que definió su sistema de educación y de concepción de la realidad.
Entonces las humanidades tienen que ver con la práctica pedagógica que supone vincular diferentes realidades. Desde el punto de vista hermenéutico, lo humano se construye por el significado que le podamos otorgar a nuestras formas de interpretar; de ahí que el universo del sentido solo se abra al intérprete cuando en él se esclarece su propio mundo i.e., el que comprende abre, podríamos decir, los vasos comunicantes entre el mundo tal como él se nos presenta y el mundo tal como lo percibimos. Allí está la tradición, en el sentido de Gadamer, que aplica el sujeto a sí mismo y a su situación para abrir la experiencia.
Pero las humanidades, por más que algunos intelectuales inscritos en lo que llaman poshumanismo o transhumanismo se opongan a ello, tiene que ver con la tecnología y los desarrollos científicos. Esto es así porque el hombre es el único animal que no se adapta al medio, sino que busca adaptar el medio ambiente a sí mismo. Entonces la tecnología, como fase moderna de la técnica, es también un mundo que los humanos han adaptado para vivir en él, y ella —lo sabemos hoy más que nunca— reelabora lo real e introduce nuevas maneras de construir y adquirir conocimiento, pero también ofrece otras formas de relacionarse con el otro. Por eso la bioética tiene hoy un lugar preponderante, ya que formula una pregunta que antes no estaba tan clara: ¿cómo hacer que colabore el desarrollo científico con la responsabilidad moral? Esta pregunta es importante porque habitamos en el mundo artificial tecnológico y además vivimos de él. La tecnología le ha permitido a la especie alcanzar grandes logros, pero también le ha generado enormes problemas.
De modo que hoy la reflexión sobre todas estas problemáticas es un imperativo.
Dicho de otra manera, el uso de la tecnología impele una reflexión bioética que comprende todos los campos, incluido el artístico. De hecho, hoy, cuando el mundo enfrenta una pandemia, quedan al descubierto las limitaciones tecnoeducativas, y las restringidas acciones estatales que han dejado un quiebre histórico y que hacen aflorar la enorme desigualdad social en plena crisis pública. Desde otro punto de vista, la pregunta por lo humano aparece en esa necesidad de armonizar las condiciones que hombres y mujeres crean para tener bienestar, y los efectos que esta búsqueda tiene en la naturaleza y el planeta. Lo humano es, a su vez, una pregunta por las relaciones entre los seres humanos, pero también entre los humanos y la naturaleza. En tal sentido, la humanidad no está en la configuración de formas mal llamadas otrora «civilizadas» o «desarrolladas», sino en la posibilidad de habitar el planeta en armonía.
El arte y la literatura no escapan a estas reflexiones y, de hecho, son amplios los casos en los cuales los artistas han tomado actitudes en favor o en contra de estas discusiones; o bien han generado sonadas polémicas por las maneras de proceder. Los fuertes comentarios de escritores como Fernando Vallejo no dejan de resonar en Colombia, e incluso las alusiones políticas y neoliberales del eximio Premio Nobel Vargas Llosa resiente el amor que a muchos lectores les suscita su obra. Por su parte, en el mundo del arte se encuentran casos en los cuales se pasa de un extremo a otro de la discusión. El arte transgénico, por ejemplo, generó en su momento una polémica que, en algunos casos, llegó a los estrados jurídicos.
Algunos artistas como Orlan —incomprendida por algunos y atacada por otros— se exhibe a través de distintos medios, en algunos casos para generar conciencia social y en otros para promocionar su obra. Mientras que otros artistas —anónimos y desconocidos para las esferas públicas del arte— renuncian a producir, dadas sus convicciones ético-artísticas, toda vez que el arte contamine al producir cosas bellas, genere basura al buscar un ideal y «destruya lo útil para crear algo inútil o, por lo menos, disfuncionalizado. Hay quienes, como Rosemberg Sandoval, apelan a un arte que, de haber nacido en los últimos años, se habría llamado «ecológico», gracias al uso de materiales reciclables y de acciones que buscan impugnar a los espectadores indiferentes a la realidad social en la que están sumergidos.
Este libro aborda algunas de estas problemáticas. Más que dar una respuesta, abre algunas reflexiones, desde una perspectiva filosófica, sobre lo que implican las humanidades, la literatura y el arte en la actualidad. Quedan, por supuesto, muchos puntos que podríamos llamar de inflexión, en el que una línea parece separar la forma cóncava de la convexa. De ahí también que cada parte del libro se abra con una imagen y un texto poético que buscan activar otras formas de comprender aquello que la razón es incapaz de intuir. No se trata de una limitación que se pueda imputar al lector o al modo de exposición de las ideas del texto, es un juego que el autor busca instaurar en el diálogo virtual que crea con quien lee sus páginas: un guiño que, por demás, sintetiza una idea de Gadamer acerca del arte como juego: «El juego aparece como el automovimiento que no tiende a un final o una meta, sino al movimiento en cuanto movimiento, que indica, por así decirlo, un fenómeno de exceso, de la autorrepresentación del ser viviente» (Gadamer, 1998, p. 67). Esto no implica que se quiera sacar al lector de una textura (la del texto) racional (la lectura), sino que busca armonizar; esto significa, como señala el filósofo alemán, que el juego en sí mismo incluye a la razón y, en ella, tanto como en las palabras, tiene lugar el encuentro: el jugar siempre es un «jugar con»”.
Al examinar la tabla de contenido se puede observar que en la primera parte se busca comprender las dimensiones de aquello que llamamos humanidades, y por eso el signo, la estética, el lenguaje y el arte parecen los punteros que atraviesan cada uno de los capítulos. En la segunda parte hay un juego que vincula lenguaje, arte, tecnología y ética; de modo que lo que en la primera parte se llamaba convencional aquí se entiende como aquello que hace parte de la tradición. Quizá en este juego de contrapunto radique el título, pues Quebrar el tiempo implica también romper con la tradición o asumirla de forma fragmentaria, ir y venir en el tiempo para observar la condición de aquello que somos o que devenimos en el tiempo.
Es posible que al final queden más zonas oscuras que no se pueden aclarar en este momento histórico que vivimos, pero esto hace parte del ejercicio permanente del pensamiento. En esto los filósofos han sido los mejores maestros, pues más que responder interrogantes, abren preguntas. Quizá esto significan las palabras de Bachelard al hablar de la fenomenología del lenguaje, pues al amar y al crear un movimiento en las palabras que se dicen, se crea también una conciencia de aquello que hablamos.
O bien puede suceder que al final, solo al final, queden las palabras y las imágenes ondeando en el mar oleoso de los interrogantes, de esas preguntas que somos todos los días, minuto a mi-nu-to.
Leticia, Jardín, Medellín