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UNA VISITA AL MONASTERIO DE YUSTE
III
ОглавлениеDelante de la actual entrada, que es la antigua de la Huerta del Monasterio, y por la que se regía el Emperador cuando salía á caballo, elévase un añoso y corpulento nogal, tenido en gran veneración histórica, y del que no hay viajero que no se lleve algunas hojas como recuerdo de su peregrinación á Yuste.
Es que aquel nogal data de un tiempo muy anterior á la fundación del convento; es que á su sombra fué donde, según la tradición, se sentaron los anacoretas Bralles y Castellanos la tarde que eligieron aquel sitio, entonces desierto, como el más á propósito para establecerse, y es que el mismo César, en tiempo de verano, solía pasar largas horas bajo su espesísimo ramaje, viendo correr el agua del arroyo que fluye á su pie y respirando el fresco ambiente de un lugar tan umbroso, ameno y deleitable.
Después de rendir el debido acatamiento á aquel árbol, cuya edad no bajará de seis siglos, llamamos á la mencionada puerta del Monasterio, ó sea á la puerta rústica del que fué Palacio del Emperador. Un campesino acudió á abrirnos, y como ya se hubiese recibido allí recado del Administrador (que reside en Quacos) avisando nuestra visita y anunciando que él llegaría inmediatamente á hacernos los honores de aquella mansión de los recuerdos, dejósenos pasar adelante.
Agradabilísima emoción nos produjo el noble cuanto gracioso aspecto del primer cuadro que apareció á nuestros ojos. – Gigantescos naranjos seculares, cuajados de rojas naranjas, sombreaban la especie de atrio ó compás en que habíamos entrado. Sus ramas subían hasta los arcos de un elegante mirador que teníamos enfrente y que sirve de fachada al único piso alto de un modesto aunque decoroso edificio. A aquel mirador ó salón abierto, cuyo interior descúbrese completamente por los amplios arcos que constituyen dos de sus lados, se sube, no por escaleras, sino por una suave rampa construída sobre otros arcos de progresiva elevación. Debajo del salón-mirador vense también al descubierto los pilares, arcos y bóvedas que lo sustentan, de modo que la tal morada aparecía á nuestros ojos en una forma aérea, calada, abierta, luminosa, sin otra defensa contra el sol y el viento que el verdor de los próximos árboles ó de las enredaderas y rosales que trepaban por pilastras, balaustres y columnas.
Aquel risueño edificio era el Palacio del Emperador, al cual servía de vestíbulo el descubierto y alegre aposento que estábamos mirando, aposento restaurado recientemente por el Sr. Marqués de Miravel, mediante costosísimas obras, en que se ha respetado religiosamente la primitiva forma y disposición de la parte arruinada.
La extensa rampa que teníamos delante, y por la cual se sube á dicho vestíbulo, es la misma que se construyó para que el valetudinario Carlos V pudiese montar á caballo á la puerta de sus habitaciones, ó sea en el propio piso alto, librándose así de la incomodidad de las escaleras, que le eran ya insoportables. – También han sido reforzados sus arcos en estos últimos tiempos con tal arte y habilidad, que no falta ni una sola piedra del sitio que ocupaba hace trescientos años.
Viejísimas hiedras, contemporáneas, sin duda, del primer convento, visten por completo las recias tapias que forman el compás ó atrio en que nosotros echamos pie á tierra, y desde donde contemplábamos la morada del César. – De una de estas tapias sale un brazo de agua sonora y reluciente, que con su eterno murmullo presta no sé qué plácida melancolía á aquel sosegado recinto. La hiedra y el agua, con su perdurable existencia, parecían encargadas de perpetuar las huérfanas memorias de tantas grandezas extinguidas. El agua, sobre todo, fluyendo y charlando hoy como fluía y charlaba en 1558, sin respetar ahora el silencio de muerte que ha sucedido en aquella soledad al antiguo esplendor y movimiento, recordábanos estos hermosos versos con que nuestro inmortal Quevedo acaba un soneto titulado: A Roma sepultada en sus ruinas:
«Sólo el Tibre quedó, cuya corriente,
Si ciudad la regó, ya sepultura
La llora con funesto son doliente.
¡Oh Roma! En tu grandeza, en tu hermosura,
Huyó lo que era firme, y solamente
Lo fugitivo permanece y dura.»
Atado que hubimos nuestros caballos á los recios troncos de los naranjos susodichos, emprendimos la subida por la rampa, que nos condujo al salón-mirador, estancia verdaderamente deliciosa, más propia de una villa italiana ó de un carmen granadino que de un monasterio oculto en los repliegues y derivaciones de una sierra de Extremadura.
Cuatro son los grandes arcos que ponen el mirador en relación directa con el rico ambiente y esplendorosa vegetación de aquel amenísimo barranco. Dos de ellos dan á la parte donde subíamos, sirviendo el uno de entrada á la rampa, y el otro como de balcón, desde el cual se tocan con la mano los bermejos frutos de los naranjos del compás, y se descubre, al través de sus ramas, un elegantísimo ángulo de la contigua iglesia, de perfecto estilo gótico, cuyas gentiles ojivas, esbeltos juncos y erguidas agujas, todo ello de una resistente piedra dorada por los siglos, infunden en el ánimo, en medio de aquellas abandonadas ruinas, arrogantes ideas de inmortalidad.
Los otros dos arcos miran al Mediodía, y desde ellos se goza de la apacible contemplación de la Huerta y del bosque de olmos y de todos los suaves encantos de aquel breve y pacífico horizonte. De dicha Huerta trepan, como hemos apuntado, hasta penetrar por los arcos dentro de aquel salón, rosales parietarios y escaladoras enredaderas con sus elegantes campanillas, que todavía no se habían cerrado aquella mañana: además, los dos grandes balcones determinados por ambos arcos tienen el antepecho en la parte ó cara interna del recio muro, dejando destinado todo el ancho de éste á dos extensos arriates ó pensiles que cultivaba Carlos V, y que hoy se cultivan también cuidadosamente. Geranios, rosales de pitiminí y clavellinas, todo florido, pues ya he dicho que estábamos en Mayo, vimos nosotros en aquellos dos jardinillos tan graciosamente imaginados y dispuestos. – Cuando al poco rato llegaron el Administrador y su señora, supimos que ésta, madrileña de pura raza, aficionadísima, por consiguiente, á macetas, era la autora del milagro de que continuasen consagrados á Flora los dos arriates que cuidó en otro tiempo Carlos de Austria.
Llevo descritos dos lados del salón-mirador, bien que aun me falte decir que, entre el arco que comunica con la rampa y el otro contiguo, hay un poyo de piedra, de dos cuerpos, mucho más ancho el de abajo que el de arriba, que se construyó allí para que Carlos V montase á caballo más cómodamente…
Por cierto que, según refiere Fr. Prudencio Sandoval en su Historia del Emperador, las cabalgaduras que éste usaba en Yuste no tenían nada de cesáreas ni de marciales, pues consistían en una jaquilla bien pequeña y una mula vieja. – ¡Tan acabado de fuerzas estaba aquel que tantas veces había recorrido la Europa á caballo!
Pero ya que de esto hemos venido á hablar, oigamos describir al mismo historiador la manera cómo montó á caballo por última vez el protagonista del siglo de los héroes, el vencedor de mil combates, el hombre de hierro.
«…Puesto en la jaquilla, apenas dió tres ó cuatro pasos cuando comenzó á dar voces que le bajasen, que se desvanecía, y como iba rodeado de sus criados, le quitaron luego, y desde entonces nunca más se puso en cabalgadura alguna.»
Considerad ahora cuántas reflexiones no acudirán á la mente al contemplar aquel poyo de piedra, terrible monumento que acredita toda la flaqueza y rápida caducidad de esta nuestra máquina humana, tan temeraria, impetuosa y presumida en las breves horas de la juventud, si por acaso le presta sus alas la fortuna… – Mas sigamos nuestra descripción.
La pared que da al Norte, sólo es notable por lindar con el muro de la iglesia y porque en aquel lado del salón-mirador hay una pequeña y preciosa fuente, labrada en la forma y estilo de las que adornan los paseos públicos ó los jardines de los palacios.
Esta fuente tendrá unas dos varas y media de altura, y se compone de un pilar redondo, del centro del cual sale un recio fuste ó árbol, que luego se convierte en gracioso grupo de niños, muy bien esculpido; todo ello de una sola pieza y de piedra bastante parecida al mármol, aunque de la especie granítica. El grupo de niños sostiene una taza redonda, de la cual fluye por cuatro caños un agua cristalina, sumamente celebrada por sus virtudes higiénicas. – El Emperador no bebía otra, y nosotros la probamos también, aunque llevábamos á bordo un vino de primer orden.
Porque debemos advertir que, mientras llegaba ó no llegaba el Sr. Administrador, nos permitimos desplegar las provisiones que habíamos sacado del Baldío y almorzar como unos… jerónimos, haciendo mesa del poyo de piedra en que se encaramaba el Emperador para montar en la jaquilla ó en la mula… – Pero, volviendo á la fuente, diré que del libro de Fr. Luis de Santa María (que después leímos) consta que «se la regaló á Carlos V el ilustre Ayuntamiento de la ciudad de Plasencia».
Vamos á la cuarta pared. – En ella está la puerta de entrada al Palacio, y á su lado existe hoy un banco muy viejo de madera (en el mismo lugar que había antes un asiento de piedra), sobre el cual se lee la siguiente inscripción, pintada en la pared en caracteres del siglo xvi muchas veces retocados:
«Su Mag.ª El Emper.or D. Carlos
Quinto nro. Señor en este lugar
estava asentado quando le dió
el mal á los treynta y uno
de Agosto á las quatro de la
tarde. – Fallesció á los Veinte
y uno de Septiembre á las dos
y media de la mañana. Año
del S.or
de 1558.»
El mal á que alude la precedente inscripción consistió en que, habiendo comido al sol Carlos V, en aquel propio salón-mirador, sintióse acometido de frío, no bien dejó la mesa, y luego le entró calentura. – «Pónenos en cuidado (escribía dos días después su mayordomo Luis Quijada á Juan Vázquez de Molina8), porque ha muchos años que á S. M. no le ha acudido calentura con frío sin accidente de gota. El frío casi lo tuvo delante de mí todo; mas no fué grande, puesto que tembló algún tanto; duró casi tres horas la calentura: no es mucha, aunque en todo me remito al doctor, que escribirá más largo. – Yo temo que este accidente sobrevino de comer antier en un terrado cubierto, y hacía sol, y reverberaba allí mucho, y estuvo en él hasta las cuatro de la tarde, y de allí se levantó con un poco dolor de cabeza y aquella noche durmió mal.»
Esta carta es de 1.º de Septiembre. – Por consiguiente, la inscripción preinserta está equivocada, y donde dice 31 de Agosto debe leerse 30 de Agosto.
Sobre ella se ven las armas imperiales, pintadas en la pared; obra, sin duda, del mismo autor de aquella leyenda conmemorativa.
Con lo cual terminan todas las cosas que hay que notar en el salón-mirador ó vestíbulo del humilde Palacio de Yuste.
* * *
Entramos, pues, en el Palacio.
Ya he dicho que se compone de cuatro grandes celdas, situadas dos á cada lado de un pasillo ó galería que atraviesa el edificio de Oeste á Este y al cual dan las puertas de las cuatro.
Las dos celdas de la izquierda, entrando, estaban destinadas en tiempo del Emperador, la una á Recibo, y la otra á Dormitorio, y se comunican entre sí. Las dos de la derecha, que también tienen comunicación por dentro, eran el Comedor y la Cocina.
Y á esto se reducía el alojamiento del César.
Su servidumbre, compuesta de sesenta personas, habitaba el piso inferior de aquel llamado Palacio, ó varias dependencias del convento, residiendo en Quacos los empleados que no tenían que asistir continuamente á S. M.
En la actualidad no hay ni un solo mueble en dichas celdas; y como, por otra parte, carecieron siempre de toda ornamentación arquitectónica sus lisas paredes, blanqueadas con cal á la antigua española, la revista que nosotros les pasamos habría sido muy corta, si recuerdos históricos y consideraciones de una mansa y cristiana filosofía no nos hubieran detenido largo tiempo en cada estancia.
Nuestra visita principió por el Recibo, donde sólo había que ver una gran chimenea, digna de competir con las llamadas de campana: tan enormes eran su tragante y su fogón. Entre la puerta de entrada, la de comunicación con el Dormitorio, la reja que da paso á la luz del salón-mirador y otra puertecilla de que hablaré luego, no quedaba más que un puesto resguardado del aire, ó sea un único rincón que ocupar cerca de la chimenea. No podíamos, pues, equivocarnos respecto de cuál sería el sitio que ocuparía el Emperador en aquella sala, durante la estación del invierno, cuando iban á visitarlo San Francisco de Borja, el Conde de Oropesa, el Arzobispo de Toledo y otros antiguos amigos suyos.
Pero no seguiré adelante sin hacer una advertencia de gran importancia…
Si yo me hubiese propuesto referir la Vida de Carlos V en Yuste (escrita ya con suma minuciosidad y conciencia en un notable capítulo y en un apéndice muy curioso de la Historia de España por D. Modesto Lafuente), podría enumerar aquí, sin más trabajo que copiar algunos documentos del Archivo de Simancas, insertos en la obra de aquel historiador, los muebles, los cuadros, las alhajas y hasta las ropas que tenía el Emperador en su retiro, así como sus hábitos, entretenimientos y conversaciones; pero, no siendo, ni pudiendo ser, tal mi propósito, sino meramente fotografiar, por decirlo así, el estado actual del Monasterio, me limitaré á remitiros á la obra mencionada y aconsejaros que no deis crédito á lo que otros historiadores cuentan acerca de los actos del Emperador en Yuste.
Desconfiad, sobre todo, de las noticias de Fr. Prudencio Sandoval y de Mr. Robertson, quienes, en esta parte íntima de sus célebres historias, fueron sin duda mal informados, ó fantasearon á medida de su deseo. Así lo demuestra el Sr. Lafuente con irrebatibles razones y documentos originales de primera fuerza. – Es falso, por ejemplo, que Carlos hiciese sus exequias en vida; falso que estuviese sujeto á la misma regla que los frailes de la casa; falso que se flagelase hasta teñir de sangre las disciplinas; falso que no atendiese á las cosas políticas de España y del resto de Europa, y falso que se dedicase á la construcción de juguetes automáticos y otras puerilidades con su relojero de cámara y famoso mecánico Juanelo Turriano. – Leed á Lafuente, repetimos, y allí veréis, auténticamente probado, que Carlos V, en Yuste, fué el hombre de siempre, con sus cualidades y sus defectos y con la sabida originalidad de su condición, festiva y grave á un tiempo mismo, dominante, vehemente, voluntariosa, y á la par llana y sencilla, como la de Julio César.
Sigamos nuestra exploración.
La ya mencionada puertecilla de la sala de Recibo conduce á un diminuto é irregular aposento, que es aquel retrete ó gabinetillo de que ya he hablado también, en que apenas cabe una cama, y donde durmió Felipe II la última vez que estuvo en Yuste, en señal de respeto… ó miedo á las habitaciones que habían sido de su difunto padre. – ¡Curioso fuera saber lo que pensó allí el hombre del Escorial durante las dos noches que pasó, como quien dice, emparedado cerca de la cámara mortuoria de Carlos de Gante! – Pero la historia ignora siempre las mejores cosas.
Del Recibo volvimos á salir al pasillo ó galería, dejando para lo último la visita al Dormitorio, y pasamos al Comedor del más comilón de los emperadores habidos y por haber… excepto Heliogábalo.
Carlos V era más flamenco que español, sobre todo en la mesa. Maravilla leer (pues todo consta) el ingenio, verdaderamente propio de un gran jefe de Estado Mayor militar, con que resolvía la gran cuestión de vituallas, proporcionándose en aquella soledad de Yuste los más raros y exóticos manjares. Sus cartas y las de sus servidores están llenas de instrucciones, quejas y demandas, en virtud de las cuales nunca faltaban en la despensa y cueva de aquel modesto palacio los pescados de todos los mares, las aves más renombradas de Europa, las carnes, frutos y conservas de todo el universo. Con decir que comía ostras frescas en el centro de España, cuando en España no había ni siquiera caminos carreteros, bastará para comprender las artes de que se valdría á fin de hacer llegar en buen estado á la sierra de Jaranda sus alimentos favoritos.
Pero nos metemos sin querer en honduras pasadas, olvidando que aquí no se trata sino de lo presente. Pues bien: en el Comedor sólo hay de notable otra chimenea como la susodicha; un gran balcón-cierre, ó tribuna volada, que da á la huerta y mira al Mediodía, donde el viejo Emperador tomaba en invierno los últimos rayos del sol de sus victorias… y una puerta de comunicación con la Cocina.
La Cocina es digna del imperial glotón, propia de un convento de Jerónimos y adecuada á los grandes fríos que reinan en aquel país durante el rigor del invierno. En torno del monumental fogón, que ocupa casi la mitad de aquel vasto aposento, bien pudieron calentarse simultáneamente con holgura los sesenta servidores de S. M. En cuanto á las hornillas, puede asegurarse que infundirían verdadera veneración cuando estaban en ejercicio, así como hoy su yerta desnudez y triste arrumbamiento infunden melancólicas reflexiones.
Pero estas reflexiones nos llevan como por la mano al Dormitorio del Emperador, ó sea á su cámara mortuoria.
Es una pieza del mismo tamaño que las tres mencionadas, con otra enorme chimenea. Una alta reja le da luz por la parte de Levante, y tiene además tres puertas, de las cuales una da á la iglesia, otra al Recibo y otra á la galería.
No cabe ni puede caber duda respecto del sitio que ocupaba el lecho de S. M. y en que lanzó el último suspiro, puesto que lo indica matemáticamente la puerta de comunicación con la iglesia, que se rasgó frente por frente á la cama del César, á fin de que, acostado y todo, pudiese ver el altar mayor y oir Misa cuando sus achaques le impedían dejar el lecho. Trazóse, pues, dicha puerta, oblicuamente, sobre el recio muro del templo, en el ángulo opuesto á aquel en que dormía y había de morir Carlos V, y allí sigue, y desde ella se determina fijamente tan histórico paraje.
A mayor abundamiento, en aquel rincón del Dormitorio hay un cuadro que representa á San Jerónimo viendo llegar á Carlos V á la gloria eterna y arrodillarse á los pies de la Santísima Trinidad. – Debajo de este cuadro se ve un tarjetón dorado que dice lo siguiente: «S. A. R. el Infante Duque de Montpensier regaló al Monasterio de Yuste este cuadro, sacado del original que á la muerte del Emperador Carlos V, su glorioso abuelo, se hallaba á la cabecera de su cama.»
Decir los pensamientos que acudieron á mi mente en aquel sitio, donde expiró (en hora ignorada por sus propios hijos durante algunos días) el que tantas veces desafió la muerte á la faz del universo en los campos de batalla, fuera traducir pálidamente lo que el lector se imaginará sin esfuerzo alguno.
Hágole, pues, gracia de mis reflexiones, y le invito á que me siga á la iglesia y á las ruinas del convento, donde todo hablará aún más alto y más claro el severo lenguaje de aquellas verdades eternas: Verumtamen, universa vanitas… Verumtamen, in imagine pertransit homo.
8
Archivo de Simancas, Estado, leg. núm. 128. – Esta cita es del historiador D. Modesto Lafuente.