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CAPÍTULO I

UNA ESPIRITUALIDADPARA EL MUNDO DE HOY

EL PRINCIPIO

Mantengamos intacto el principio:

El que se abre a sí mismo hacia el exterior

debe no menos abrirse hacia el interior,

esto es, hacia Cristo.

El que tiene que ir más lejos

para socorrer necesidades humanas,

dialogue más íntimamente con Cristo.

El que tiene que llegar a ser contemplativo

en la acción procure encontrar en la intensificación

de esta acción la urgencia

para una más profunda contemplación.

Si queremos estar abiertos al mundo, debemos

hacerlo como Cristo, de tal manera que

nuestro testimonio brote, como el suyo,

de su vida, de su doctrina.

No temamos llegar a ser, como Él, señal de

contradicción y escándalo…

Por lo demás, ni siquiera Él

fue comprendido por muchos.

Pedro Arrupe, S. J., 1983


Lamet, Pedro Miguel. Arrupe. Testigo del siglo XX, profeta del XXI. Bilbao: Ediciones Mensajero, 2014, p. 111.

En este primer capítulo se transcriben algunos apartes de discursos del padre Arrupe, en los que él precisa los fundamentos de la espiritualidad que debe animar y caracterizar la vida y obra de los jesuitas y de los laicos comprometidos en una misma misión de servicio a Dios y a la sociedad.

Estos textos han sido tomados de importantes discursos dirigidos a jesuitas y a laicos, en diversas ocasiones y por diversos motivos, con la única intención de recordar que nuestra inspiración debe estar siempre puesta en la persona y el corazón de Cristo, vivirse en clave de salida, de peregrinaje e inspirarse en el dinamismo del amor de Dios Trinidad.

1. Jesucristo, inspiración del jesuita*

El padre Arrupe siempre tuvo muy claro que el “modo de proceder” del jesuita en las circunstancias en que se encuentre, debe inspirarse en el modelo de vida de Cristo.

La imagen del jesuita ha estado marcada siempre por la ambivalencia y no se trata aquí, repito, de juzgar el pasado, sino de encontrar la versión actual de nuestro modo de proceder en su globalidad, como el fundador lo haría, para —reteniendo los perennes elementos que trascienden toda época— conseguir la imagen más adaptada a este nuestro mundo del posconcilio. En otras palabras: rehacer la ignaciana contemplación de Cristo desde el mundo contemporáneo, pues solo Cristo es el modelo nunca marchito y la fuente de inspiración del jesuita. De él debe recoger todos los rasgos que compongan su ser y actuar apostólico de hoy como de ayer, los rasgos de seguridad y los de la audacia, los de espiritualidad en acción y la presencia en el mundo (La identidad de los jesuitas en nuestros tiempos, Sal Terrae, Santander, 1980, p. 67).

El Cristo que San Ignacio nos invita a seguir en los ejercicios espirituales, es el Cristo que porta “el estandarte de la cruz”, un Cristo pobre, humilde, perseguido y crucificado por causa del Evangelio.

El Jesucristo del Evangelio es visto y sentido en los ejercicios espirituales como el Cristo de la Kénosis (vaciamiento – renuncia), hecho como uno de tantos, como el hombre al que debe redimir; como el Cristo de la bienaventuranza y de la cruz. A los discípulos que envía para continuar su misión, los envía cercanos al hombre, servidores incondicionales de todos los hombres en cumplimiento de la voluntad del Padre, los envía en pobreza, a que sean humillados como él y a que como él sufran y padezcan por la redención del mundo (La identidad de los jesuitas en nuestros tiempos, Sal terrae, Santander, 1980, pp. 67; 109).

2. Una espiritualidad en clave de éxodo*

El padre Arrupe en un discurso en la IV Semana Nacional de Reflexión para Religiosos, en el Instituto de vida Religiosa de Madrid, el 16 de abril de 1977 anticipó, para los religiosos de distintas comunidades y para la Compañía de Jesús, el llamado del Papa Francisco a ser una “Iglesia en salida”.

La Iglesia y la vida religiosa viven hoy (de alguna manera han vivido y vivirán siempre) en situación de éxodo gigantesco: de salida de una cultura, de unos conceptos, de unas seguridades, de unas ideologías, de un orden social, que obliga a roturas y desprendimientos unas veces violentos y dolorosísimos, otras veces inconscientes, para comenzar algo nuevo, desconocido, que se va generando espontáneamente y fuera de control del hombre, precisamente cuando este se creía capaz de dominar el mundo y de configurarlo con su creatividad.

Un éxodo al mismo tiempo del cuarto y del tercer mundo hacia el primero y el segundo, en busca de ayuda para su tecnificación y progreso económico y de nuevas fórmulas para el propio desarrollo. Un éxodo total, de todos y de todo… hacia un país desconocido que aparece como un no-man-land [tierra sin hombres], que se puede convertir o en la tierra prometida o en un campo de concentración en el que el hombre se convierte en su propio verdugo, ¡una especie de Dachau [campo de concentración] gigantesco!

Pero también un éxodo espiritual muy íntimo de cada uno, que tiene que salir de su mundo interior, de sus ideas, sus esquemas mentales, sus apegos, sus hábitos, para sustituirlos por otros nuevos, desconocidos, no probados aún… Y así como para poder caminar por el desierto y arribar con seguridad al país de la promesa fue necesario el contacto con el Dios acompañante, que hacía la historia con su pueblo, sea como interlocutor de los profetas, sea como conductor invisible de la totalidad del pueblo —y el pueblo caminó seguro mientras vivió ese encuentro y relación personal, y se desorientó en los momentos del olvido—, así también un contacto similar, una experiencia de Dios es la que nos ha de conducir y dirigir en este nuestro éxodo, individual y colectivo, darle sentido y hacernos llegar seguros al nuevo país de la promesa (Conferencia en la IV Semana Nacional de Reflexión para Religiosos en el Instituto Vida Religiosa de Madrid, en La Iglesia de hoy y del futuro, Mensajero, Bilbao, 1982, pp. 670-671).

Lo mismo que para poder caminar por el desierto y arribar con seguridad al país de la promesa fue necesario el contacto con el Dios acompañante, que hacía la historia con su pueblo, sea como interlocutor de los profetas, sea como conductor invisible de la totalidad del pueblo —y el pueblo caminó seguro mientras vivió ese encuentro y relación personal y se desorientó en los momentos de olvido— así también un contacto similar, una experiencia de Dios, es la que nos ha de conducir y dirigir en este nuestro éxodo, individual y colectivo, darle sentido y hacernos llegar seguros al nuevo país de la promesa. (“Experiencia de Dios en la vida religiosa”, conferencia en la Semana Nacional de Religiosos de España, en Madrid del 12 al 16 de abril de 1977, en La Iglesia de hoy y del futuro, mensajero, Bilbao, 1981, p. 671).

3. Una espiritualidad inspirada en el amor de Cristo*

El padre Arrupe en su conferencia “El corazón de Cristo, centro del misterio cristiano y clave del mundo”, en 1981, resalta la importancia de una cristología centrada en el amor de Cristo.

Cristo no puede ser entendido sino desde su ser divino: en esto consiste la fe en él. A la libre donación que de sí mismo hace, debe corresponder en el hombre la libertad de haberle aceptado. En Cristo coincide la oferta de Dios al hombre y la más alta respuesta del hombre a Dios. Esta es, creo yo, la respuesta que debe darse al moderno convencionalismo que habla de “cristología desde abajo” o ascendente y “cristología desde arriba” o descendente. Cristo es el punto de conjunción y, expresamente, concebido como lugar de encuentro del amor recíproco entre Dios y los hombres.

Cristología desde abajo y desde arriba es una distinción que en la fertilísima cristología actual puede ofrecer ventajas metodológicas, pero que hay que manejar con sumo cuidado y sin rebasar ciertos límites para no objetivar divisiones en algo que no puede disociarse. El Cristo que baja del cielo es el mismo que, consumado el misterio pascual, está a la derecha del padre (cfr. 3,13). Nuestro conocimiento y experiencia de su persona no puede hacerse solamente tomando el Verbo [a Cristo], como punto de partida o arrancando de la historia de Jesús de Nazaret. Es peligroso pretender hacer teología partiendo exclusivamente de Jesús para conocer a Cristo, partiendo de Cristo para conocer a Jesús.

Es inevitable, en este tema, la mención del padre Teilhard de Chardin1, que en Cristo Jesús ve la meta unitaria del universo. Por supuesto, no hay por qué estar de acuerdo en todos y cada uno de los pasos del razonamiento teilhardino. Pero aduzco su recuerdo porque inspira respeto esta figura que hizo compatible la más honesta investigación científica con una increíble ternura y penetración espiritual. Teilhard profesó una apasionada adhesión al corazón del Cristo. Y esto, a dos niveles. Uno, la devoción pura y simple al corazón de Jesús, entendida a la manera más típica de presentación de esta devoción en el periodo de fines del siglo XIX y primer tercio del XX. Sin rebozo ni concesión alguna. Es el corazón de Jesús de su vida espiritual personal y el aliento en las no ordinarias dificultades con que hubo de contar en sus actividades de hombre de ciencia. Es el Sagrado Corazón de su diario, de su correspondencia, de su dirección espiritual.

Otro nivel —y quizá a él le irritaría esta distinción— es el del Cristo punto Omega del universo que él intuía, y que solamente se define, como tentativa, en un acto de amor. Partiendo del convencimiento de que el universo evoluciona, y de que cada etapa solo tiene sentido por su relación con las precedentes, Teilhard concluye que el conjunto del proceso ha de tener una razón y un término, un “punto omega” que, contenido ya virtualmente en el mismo proceso, lo dirige desde dentro y le da dinamismo y sentido. (“El corazón de Cristo, centro del misterio cristiano y clave del mundo”, en el aniversario de la fundación de los Misioneros del Sagrado Corazón, 1981, en La Iglesia de hoy y del futuro, Mensajero, Bilbao, 1982, p. 577).

4. La Trinidad como centro de su espiritualidad*

El padre Arrupe, en una conferencia del acto de clausura de curso del Centro Ignaciano de Espiritualidad, en Roma, el 8 de febrero de 1980, destaca los principales rasgos de una espiritualidad centrada en el misterio de la Trinidad.

Deseo añadir una observación que considero necesaria: no me parece objetivo el caracterizar la espiritualidad ignaciana por su ascética, cosa que consciente o inconscientemente se ha venido haciendo, quizás más en épocas pasadas que en la nuestra. La espiritualidad ignaciana es un conjunto de fuerzas motrices que llevan simultáneamente a Dios y a los hombres. Es la participación en la misión del enviado del Padre en el espíritu, mediante el servicio, siempre en superación, por amor, con todas las variantes de la cruz, a imitación y en seguimiento de ese Jesús que quiere reconducir a todos los hombres, y toda la creación, a la gloria del Padre (La identidad del jesuita en nuestros tiempos, Sal Terrae, Santander, 1981, pp. 421-422).

Si la contemplación del misterio de la Santísima Trinidad permitió a Ignacio llegar a resoluciones prácticas proporcionadas a las necesidades de su tiempo —la función de la Compañía, con su determinado carisma, poner en luz aquel hecho, y ponernos también nosotros a la misma luz, nos permitirá también a nosotros revivir en toda su pureza aquel carisma y hacernos más aptos para las necesidades de nuestros días. Si lo hacemos así, habremos conseguido, como deseaba el Concilio Vaticano II, nuestra actualización mediante el retorno a las fuentes más altas de nuestra generación como religiosos.

Me pregunto si la falta de proporción entre los generosos esfuerzos realizados en la Compañía en los últimos años y la lentitud con que procede la esperada renovación interior y adaptación apostólica a las necesidades de nuestro tiempo en algunas partes —tema del que me he ocupado reiteradamente— no se deberá en buena parte a que el empeño en nuevas y ardorosas experiencias ha predominado sobre el esfuerzo teológico-espiritual por descubrir y reproducir en nosotros la dinámica y contenido del itinerario interior de nuestro fundador, que conduce directamente a la Santísima Trinidad y desciende de ella al servicio concreto de la Iglesia y “ayuda de las ánimas”.

¿Parecerá a alguno que todo esto es un tema demasiado arcano y alejado de la realidad de la vida cotidiana? Tanto valdría cerrar los ojos a los fundamentos más profundos de nuestra fe y de nuestra misma razón de ser. Hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios, que es uno y trino. Nuestra vida de gracia es participación de esa misma vida. Y nuestro destino es ser asumidos, por la redención del Hijo, en el Espíritu Santo, en la gloria de Dios Padre. Cristo, a quien y con quien servimos, tiene esa misión de llevarnos al Padre y enviarnos el Espíritu Santo que nos asiste en nuestra santificación, es decir, en la perfección en nosotros de esa vida divina. ¡He aquí las grandes realidades!

Como la inserción de servicio en el mundo vigoriza nuestro celo apostólico, porque nos da a conocer las realidades y necesidades en que se opera la redención y santificación de los hermanos, así una penetración en el significado que la Trinidad tiene en la gestión de nuestro carisma nos proporciona una participación vivencial de esa misma vida divina que es conocimiento y amor y da al celo apostólico impulso en el rumbo cierto. Más aún: en el plano de las realidades terrenas, la experiencia confirma y, a lo más, profundiza el conocimiento; pero a nivel de contemplación espiritual, el conocimiento vivo de Dios es ya participación y gozo. Vía ad illum [Camino hacia él], como se llama a la Compañía en la fórmula de Julio III, es la vía a la Trinidad. Ese es el camino que debe seguir la Compañía; camino largo que no terminará sino cuando lleguemos a la plenitud del reino de Cristo. Pero el camino está trazado y debemos recorrerlo siguiendo las huellas de Cristo que retorna al Padre, iluminados y vigorizados por el Espíritu que habita en nosotros.

Sí, este sublime misterio de la Trinidad tiene que ser objeto preferente de nuestra consideración, de nuestra oración. Esta invitación no es ninguna novedad. Nadal, el mejor conocedor del carisma ignaciano, la hizo a toda la Compañía, hace más de cuatro siglos. Su voz llega también hasta nosotros: “Tengo por cierto que este privilegio concebido a nuestro padre Ignacio es dado también a toda la Compañía; y que su gracia de oración y contemplación está preparada también para todos nosotros en la Compañía, pues está vinculada con nuestra vocación. Por lo cual, pongamos la perfección de nuestra oración en la contemplación de la Trinidad, en el amor y unión de la caridad, que abraza también a los prójimos por los ministerios de nuestra vocación”. (Conferencia del acto de clausura del Curso Ignaciano del Centro Ignaciano de Espiritualidad, el 8 de febrero de 1980, en Información S. J., n.º 67, mayo-junio 1980, p. 106).

* Alcover, Norberto. Pedro Arrupe. Memoria siempre viva. Bilbao: Mensajero, 1999, pp. 52-53.

* Alcover, Norberto. Pedro Arrupe. Memoria siempre viva. Bilbao: Mensajero, 1999, pp. 69-70; 182-183.

* Alcover, Norberto. Pedro Arrupe. Memoria siempre viva. Bilbao: Mensajero, 1999, pp. 102-103.

1 Jesuita, paleontólogo, filósofo y teólogo que aportó importantes reflexiones para la comprensión cristiana de la materia y la evolución de las especies. Nació en Francia en 1881 y murió en Nueva York, en 1955. Escribió muchos libros y artículos científicos y teológicos, entre los que se destacan: El fenómeno Humano y El Medio Divino.

* Alcover, Norberto. Pedro Arrupe. Memoria siempre viva. Bilbao: Mensajero, 1999, pp. 182-185.

Testigo del siglo XX

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