El incendio del templo de San Antonio en Ciudad Cuauhtémoc, Chihuahua en 1961
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Pedro Castro. El incendio del templo de San Antonio en Ciudad Cuauhtémoc, Chihuahua en 1961
Отрывок из книги
A principios de los años sesenta del siglo pasado dos fantasmas recorrían México: uno, de estructura semi-corporativa y mineral, de feroz verbo anticomunista; y el otro, imaginario, un fantástico y poderoso comunismo soviético-chino-cubano, listo para arrebatar la libertad, la fe, la propiedad y hasta la vida. En las más altas esferas el anticomunismo criollo se tejió la alianza entre Washington, el Vaticano y los sectores más reaccionarios de la sociedad, tanto al interior como fuera del gobierno, en una construcción político-ideológica de explosiva efectividad. Muchos medios –periódicos, televisoras, radiodifusoras– se unieron a esa Santa Alianza, de tal manera que se logró crear una “tormenta perfecta”, arrasando con todo lo que fuera, supiera, oliera o pareciera “comunista”. Nadie mejor que el expresidente Lázaro Cárdenas, cabeza de la defensa de Cuba frente a las agresiones de los Estados Unidos a la isla, conocía el alcance de esta alianza: la sinrazón más evidente de esta alianza fueron los “avances” del comunismo, de la Unión Soviética, China y más recientemente Cuba como “puntas de lanza por el dominio del mundo.” A la consigna que coreaba la izquierda ¡Cuba sí, Yanquis no!, la derecha opuso la de “¡Cristianismo sí, comunismo no!” Así, dos polos en conflicto recorrían México de cabo a rabo a principios de los años sesentas. Más allá de las fronteras nacionales, existía una campaña de largo alcance contra el Estado cubano, en alianza con los grupos más reaccionarios del continente: los Estados Unidos se encontraban al timón del barco del anticomunismo mundial, con presidentes, sus Departamento de Estado, la CIA y el FBI, pasando por los restos del macartismo, y la constelación de fuerzas en torno a la Iglesia Católica de este país, con sus adlátares entre los que figuraban –por supuesto– el poderoso Cardenal Francis Joseph Spellman, arzobispo de Nueva York entre 1939 y 1967. Este activísimo prelado, amigo personal de los presidentes Roosevelt, Truman, Eisenhower, Kennedy y Nixon, además de J. Edgar Hoover (director del FBI) y el Senador Joseph McCarthy, fue el arquitecto de la unión entre la Iglesia Católica norteamericana y mexicana, y los sectores más conservadores y anticomunistas de Estados Unidos en la Casa Blanca y fuera de ella. Actualmente defenestrado por indecencia y abuso de menores y casi borrado de la historia eclesiástica como consecuencia de lo anterior, fue un cruzado infatigable del anticomunismo. Y a partir de aquí el ambiente general del continente americano, merced en buena parte a las maniobras de los medios de comunicación, se encontraba entonces contaminado por los efluvios paranoicos contra la Unión Soviética, China y Cuba, “creaciones demoníacas” a destruir. Sería difícil aunque no imposible, por la fuerza de las circunstancias que también son evidencia, encontrar el punto de encuentro de esfuerzos coordinados entre el Vaticano (penetrado hasta la médula por la doctrina de Pío XII), el gobierno de los Estados Unidos y la Iglesia Católica Mexicana.
Para entender mejor el ambiente que rodeó esta situación es necesario ver atrás. Así recomiendo la lectura de este libro, pero quien así lo desee puede empezar con la segunda parte, la que tiene que ver con el anticomunismo en acción en Ciudad Cuauhtémoc, Chihuahua, y al confluir, regresar a la primera parte. Cuando yo tenía siete años –en 1961– se hablaba cada vez más, en un estilo de alto volumen, de “Fidel Castro”, “el comunismo”, “Moscú”, en un sentido muy negativo. Pero nada para preocuparse, ya que la Unión Soviética y La Habana se encontraban bastante lejos de esta población, más allá del mar, un mar lejanísimo para esta población, pero mi padre y otras personas pronto iban a estar contra la pared en una disputa seudoideológica contra su voluntad y de manera inopinada, de la que iban a ser víctimas inermes de un ataque masivo con los agravantes tradicionales de la premeditación, alevosía y ventaja. Antes del siniestro del incendio del Templo Parroquial de San Antonio, pocos hablaban de Cuba o del comunismo más que de una manera remota, y mucho menos de los peligros que significaban para sus vidas. Para cualquier mexicano Cuba se asociaba con la música y sus espectaculares rumberas, con el exotismo tropical de muchas películas que se filmaron en este lugar. La mayoría de los cuauhtemenses, estoy seguro, ni siquiera sabía ubicar fácilmente esta isla, ni los puntos del mapamundi donde se encontraban la Unión Soviética o China. Las llamas que destruyeron el Templo Parroquial de San Antonio se alimentaron con un hálito histérico de anticomunismo al que el país no escapaba. Este siniestro envenenó las mentes de los pobladores, en la certeza de que había sido producto de un plan malévolo urdido en Moscú, Pekín o La Habana. De este incendio del templo se pasó a otra quemazón simbólica, la del tejido social merced a la indignación popular nutrida desde varias partes. Conviene remontarse al activismo político de la Iglesia Católica Mexicana y sus aliados, principalmente el Partido Acción Nacional (PAN) y a algunos personajes ultracatólicos que gozaban –y gozan sus descendientes– de privilegios, poder e influencia. Esta derecha había abrazado el anticomunismo y antisovietismo primero, y el anticastrismo después. Siguiendo el ejemplo estadounidense, la Iglesia abrazó una doctrina patética contra el llamado “comunismo”, y echando una red al agua y que igual atrapaba a un masón que a un ateo, a un liberal, a un protestante, a un comunista del partido o a un simpatizante de la Revolución Cubana, a algún católico despistado, o a cualquiera que se apartara de la línea del “mandato divino” tal como lo instruían los obispos y sacerdotes. Según ellos los “enemigos de la fe” pretendían acabar con las “sagradas creencias” del pueblo mexicano “en Dios y en su Iglesia.” La catástrofe que apenas se vislumbraba –si no se hacía algo al respecto– causó el efecto deseado: paranoia e histeria colectiva en muchos católicos, sobre todo entre los más pobres y adoctrinados (e ignorantes) de otros sectores de la sociedad, a los que la Iglesia llamó a una virtual “guerra santa”. La Iglesia Católica cumplía un doble papel: ser la administradora por excelencia de la homilía anticomunista, y constituirse en la clave del éxito de la lucha “contra los comunistas”. Toda la reserva de “paz armada” de la Iglesia salió a relucir. El anticomunismo eclesiástico declaró, en sermones aterciopelados y trufados con alusiones divinas, una guerra sin cuartel contra los enemigos de Dios. La Iglesia insinuaba que la violencia era un riesgo que podían tomar las personas y no se debía negar a ningún país el derecho a la legítima defensa contra las amenazas exteriores. La Iglesia priorizó su idea de la justicia sobre su idea de la paz; en otras palabras, un manejo torcido del argumento de la “legítima defensa” de Santo Tomás hizo trizas, en el plano doctrinario, la paz, una necesidad de las sociedades para poder vivir y desarrollarse. Su agresividad fue desatada por un plan discurrido por la CIA, de acuerdo a su “experiencia” en Guatemala en 1954. En México tanto la CIA como la Embajada de los Estados Unidos dispusieron de un amplio poder y autonomía, y un generoso presupuesto para actuar. De manera similar a Guatemala con la llamada “Operación Éxito”, el “plan de guerra” se encauzó con la ayuda indispensable de la Iglesia Católica, ésta siguiendo orientaciones del Vaticano y en pleno entendimiento con la CIA afincada en México. Su discurso básico hablaba de la maldad intrínseca de los comunistas, que quemaban templos y etc., con la idea de acabar con la religión y la iglesia de Dios. El anticomunismo eclesiástico y de sus aliados desempeñaron su papel de una manera más que inapreciable. Se logró convencer a muchos de que la URSS y China, aliados a Cuba revolucionaria, se iban a posesionar del país en cualquier momento, con la colaboración de los “comunistas” nativos. La Iglesia dijo defender la fe y las tradiciones de México, contra éstos que tenían un plan bien trazado para trastornar la República.
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9 Orbe y Urquiza, Pbro. Jesús de, Acción Católica, apostolado seglar organizado, México, Editorial Patria, 1950, p. 494.
10 Kinzer, op. cit., p. 102.
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