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SOÑADORES DE FUTURO

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Hacer predicciones es muy difícil, especialmente acerca del futuro. (Proverbio danés atribuido a Niels Bohr)

En su número de marzo de 1949 la revista estadounidense Popular Mechanics, que se vendía por 35 centavos, mostraba en su portada un ingenioso vehículo capaz de transitar por el hielo y el agua. En las páginas interiores, de principio a fin, abundaban los anuncios comerciales de todo tipo; cursos de técnico de radio y televisión, o de mecánica del automóvil al principio; anuncios de baterías Eveready, bujías Champion, motores fueraborda, cortacéspedes y algún increíble remedio contra la calvicie hacia el final de la revista. Y en medio, una serie de artículos sobre tecnología y ciencia aplicada: uno sobre usos militares de las microondas, otro sobre lluvia artificial, sobre seguridad aérea o el artículo sobre el scooter híbrido capaz de desplazarse sobre agua o hielo, ideal para perseguir furtivos en los bosques de Canadá.

En la página 162 arrancaba un artículo firmado por Andrew Hamilton titulado «Brains that Click» acerca de las máquinas computadoras de la época, cerebros electromecánicos de diversos tipos, algunos de ellos basados en la última tecnología electrónica de la época capaces de multiplicar dos números de diez dígitos en tres milésimas de segundo a base de tubos de vacío. Muchos tubos de vacío. La maravilla tecnológica del momento en cuestión de cálculo era el ENIAC (Electronic Numerical Integrator And Computer), construido en la Universidad de Pensilvania por John Mauchly (1907-1980) y Presper Eckert (1919-1995) para ser utilizado por el Laboratorio de Investigación Balística del Ejército de Estados Unidos. Se trataba de una compleja máquina de cálculo digital, construida con más de 17.000 válvulas electrónicas o tubos de vacío, que pesaba 27 toneladas y requería la operación manual de miles de interruptores. Pero el autor del artículo tenía claro en qué sentido iban a evolucionar aquellas máquinas y se atrevió a pronosticar que «mientras que una máquina calculadora como el ENIAC está equipada hoy en día con 18.000 tubos de vacío y pesa 30 toneladas, los ordenadores del futuro podrían tener solo 1.000 tubos de vacío y pesar quizá tan solo 1,5 toneladas».1


Fig. 1.1 Cubierta (izquierda) y predicciones de futuro tecnológico en Popular Mechanics (1949).

Dicen que fue Niels Bohr (1885-1962) quien dijo que hacer predicciones es muy difícil, especialmente cuando se refieren al futuro. La predicción del articulista Andrew Hamilton parece confirmar esa irónica aseveración. Y ciertamente no fue el único en infravalorar la magnitud de los cambios que habrían de darse en el campo de los ordenadores. Gente mucho más directamente involucrada en el propio desarrollo de estos pudo haber patinado a la hora de predecir el futuro de su propio sector. Por ejemplo Thomas J. Watson, presidente de IBM en los años cuarenta, a quien a menudo se le atribuye la frase «Creo que en el mundo hay mercado para quizás cinco ordenadores» (1943). Pero con independencia de si Watson lo dijo o no, o de si fue en público o en privado, lo cierto es que en aquella época, seis años antes incluso del artículo de Popular Mechanics del que hablábamos antes, hubiera sido extremadamente difícil predecir que sesenta años después las siglas PC serían universalmente asociadas a Personal Computer. Ni siquiera tres décadas después los grandes ejecutivos de las grandes compañías de ordenadores lo vieron claro. Por ejemplo, en 1977 Ken Olsen, cofundador de la Digital Equipment Corporation (DEC) impartió una conferencia en la World Future Society en Boston en la que públicamente expresó que no veía ninguna razón para que alguien pudiera tener un ordenador en su casa.

No solo los ordenadores sino también muchos otros inventos fueron infravalorados o considerados inviables por personas de gran prestigio. El teléfono, la radio, las máquinas voladoras más pesadas que el aire o Los Beatles fueron todos ellos juzgados como artículos sin futuro por gente muy importante. Por ejemplo, el muy prestigioso físico e ingeniero británico Sir William Thomson (1824-1907) conocido como Lord Kelvin, fue un genio de la termodinámica y el primer científico en ser admitido en la Cámara de los Lores. Pero el 8 de diciembre de 1896, en una carta dirigida a Baden Powell, en respuesta a la invitación de este para integrarse en la sociedad aeronáutica, confesaba no tener la más mínima fe en la navegación aérea que no fuese en globo.2 Tan solo siete años después, el 17 de diciembre de 1903, en Kitty Hawk (Carolina del Norte), Orville Wright (1871-1948) se convertía en la primera persona en volar sobre una aeronave más pesada que el aire propulsada por medios propios.

Con estos episodios en mente resulta todavía más asombrosa la reconocida capacidad de soñadores de futuro como Julio Verne para adelantarse a su época y vislumbrar con acierto la evolución tecnológica por venir y se comprende fácilmente la fascinación del mundo entero por sus obras.

En efecto, Julio Verne (1828-1905) fue una de esas raras personas con una proyección internacional tan intensa que no solo vio traducidos sus libros a numerosos idiomas, sino también su propio nombre. Nacido en Nantes, Francia, el 8 de febrero de 1828, fue bautizado como Jules Gabriel Verne, pero después de alcanzar el éxito fue conocido como Julio en España, en Italia Giulio, Júlio en Portugal o Juliusz en Polonia, un privilegio que se diría reservado a los papas. Hay que ser muy universal y muy popular para que una sociedad haga suyo a un autor de esa manera. Pero Verne lo fue, y lo sigue siendo, cuando se cumplen los 150 años de la publicación de su libro De la Tierra a la Luna (1865).

Predecir la llegada de los norteamericanos a la Luna cuando aún faltaban 46 años para que los noruegos conquistaran el Polo Sur tiene mucho mérito. Y aunque fue una de sus anticipaciones más espectaculares, el viaje a la Luna no fue ni mucho menos la única. Viajes submarinos o ciudades flotantes fueron también fruto de su imaginación antes que realidades. Estas audaces predicciones serían suficientes para considerar justamente a Verne como uno de los mayores y más acertados soñadores de futuro de nuestra especie.

Pero hay más; porque las grandes visiones son solo parte de las anticipaciones de Verne. Muchos detalles de sus novelas son el resultado de su avidez lectora y de su obsesión por los descubrimientos científicos del momento, combinados por supuesto con su prodigiosa imaginación.

Por ejemplo, los dispositivos que hoy conocemos como pilas de combustible o pilas de hidrógeno, todavía demasiado caros para su explotación generalizada pero ya en uso en aplicaciones aeroespaciales, cumplen en la estación espacial internacional la visión de Verne del hidrógeno del agua como combustible. Efectivamente, en su novela La Isla Misteriosa escribía:

Sí amigos míos, creo que el agua se usará un día como combustible, que el hidrógeno y el oxígeno que la constituyen, utilizados aislada y simultáneamente, producirán una fuente de calor y de luz inagotable y de una intensidad mucho mayor que la de la hulla.


Fig. 1.2 Portadas de diversas ediciones de la novela de Julio Verne De la Tierra a la Luna en español, italiano, portugués, griego, polaco y ruso. En todas ellas también aparece el nombre del autor traducido. De la Tierra a la Luna, Julio Verne, Club Internacional del Libro, Edición especial (2007). Dalla Terra a la Luna, Giulio Verne, Editrice Lucchi Milano, Traduzione di Attilio Landi (1961). Da Terra à Lua, Júlio Verne, Publicaçoes Europa-America, Portugal (2009). Από τη Γη στη Σελήνη, Ιούλιος Βερν (1973). Z Ziemi na Księżyc, Juliusz Verne. С Земли на Луну, Жюль Верн.

Es improbable que Verne conociera de primera mano los trabajos de Anthony Carlisle (1768-1840) y William Nicholson (1753-1815) de 1800, en los que describían el proceso de descomposición electrolítica del agua mediante el uso de la electricidad generada con una pila similar a la que Alejandro Volta (1745-1827) había creado poco antes. También es muy dudoso que Verne supiera acerca de los trabajos de Christian Friedrich Schönbein (1799-1868) en 1838 y de William Robert Grove (1811-1896) en 1840-1845, que demostraban cómo el hidrógeno y el oxígeno podían producir a su vez electricidad al combinarse de forma controlada para producir agua.3 Pero pudo haber leído ecos de esos descubrimientos. Y quizá, con mayor osadía que los propios descubridores, se atrevió a soñar el futuro.

Porque lo cierto es que muy a menudo los descubridores, los creadores de futuro, no son plenamente conscientes de las implicaciones que sus descubrimientos pueden llegar a tener. Veamos por ejemplo el caso del mencionado Volta, cuyas motivaciones para inventar la pila eléctrica en 1800 tuvieron más que ver con una pura disputa intelectual que con cualquier visión de futuro.

Todo empezó el 26 de enero de 1781, cuando el abuelo de Julio Verne, Gabriel Verne (1765-1846), no había cumplido aún los 16 años. Sucedió en el laboratorio de Luigi Galvani (1737-1798), donde uno de sus asistentes indujo por casualidad la contracción espasmódica de la pata de una rana diseccionada «del modo habitual» al tocar un nervio con un escalpelo. Como buen científico, Galvani no cejó hasta conseguir reproducir el fenómeno y asociar correctamente la contracción muscular con un impulso de tipo eléctrico. Pero erró en la relación causa-efecto. Galvani sostenía la hipótesis de la existencia de una «electricidad animal» como origen del fenómeno, y en sus conferencias invitaba a sus colegas científicos a reproducir sus experimentos y observar aquel fenómeno. Entre los que respondieron a su invitación estaba Alessandro Giuseppe Antonio Anastasio Volta (1745-1827), más conocido en España como Alejandro Volta (aquí tenemos otro personaje universal con su nombre traducido), quien consiguió reproducir los experimentos de Galvani pero que discrepaba en la interpretación de los resultados. La prolongada disputa inicial entre caballeros que supuso la confrontación entre ambos científicos constituye un documentado episodio de Historia con mayúsculas, historias de la ciencia y la tecnología pero también de la civilización.4 El médico y fisiólogo Galvani, nacionalista italiano, de Bolonia, hombre del Antiguo Régimen, caracterizado por su tradicional peluca, armado con su hipótesis de la electricidad animal, frente al más joven Volta, afrancesado, vestido a la moda, y armado con su revolucionaria hipótesis de que la electricidad que originaba el movimiento muscular en la rana tenía su origen en el contacto indirecto entre dos metales diferentes.

Para demostrar su hipótesis Volta diseñó un elegante experimento en el que sustituyó el tejido que había sido vivo por uno inanimado. Apiló discos de cinc y de plata separados por fieltros impregnados en disolución salina y llevó a cabo su inventivo y más conocido descubrimiento. La pila eléctrica no se inventó para alimentar dispositivo alguno ni se diseñó soñando en futuras repercusiones, sino para refutar la hipótesis de otro científico.

Y sin embargo el camino que conecta el anca de rana de Galvani con la pila de Volta constituyó el inicio no de una, sino de dos revoluciones científicas cruciales. Por una parte supuso el nacimiento de la moderna neurofisiología. Antes de Galvani el sistema nervioso se consideraba uno más de nuestros sistemas orgánicos transitados por fluidos a través de complejas conducciones y tubos en cuerpos con automatismos neumáticos. Pero sus experimentos demostraron la naturaleza eléctrica de los impulsos nerviosos y de la relación nerviomúsculo. Por otra parte está la revolución científica que Volta inició sin pretenderlo. Porque la pila de Volta se convirtió, literalmente, en el pilar tecnológico sobre el que se iba a construir el desarrollo empírico inicial del electromagnetismo y de la electroquímica. Efectivamente, después de aquel 20 de marzo de 1800 en que Volta envió una carta a Sir Joseph Banks, el entonces presidente de la Royal Society, en Londres, se produjo una verdadera explosión de trabajos publicados por científicos que hacían uso de la pila voltaica. No solo los ya mencionados Carlisle y Nicholson sobre la electrólisis del agua, que hicieron públicos sus resultados antes incluso del reconocimiento oficial del descubrimiento de Volta por parte de la Royal Society. Se publicaron también numerosos trabajos firmados por científicos de toda Europa con apellidos sospechosamente parecidos a las unidades que hoy empleamos para magnitudes relacionadas con la electricidad y el magnetismo. Por ejemplo, el danés Hans Christian Oersted (1777-1851), con su observación serendípica de la brújula desviada por una corriente eléctrica en 1819; el francés André-Marie Ampère (1775-1836), con sus cuantificaciones electrodinámicas en 1825; el alemán Georg Simon Ohm (1789-1854), con su famosa ley en 1827; o el inglés Michael Faraday, con tantas y tan importantes contribuciones al desarrollo del electromagnetismo y la electroquímica que no caben en una frase, pero que lo convirtieron en el único científico con dos unidades nombradas en su honor.5 Todos ellos y algunos más tuvieron mucho que ver en el desarrollo del motor eléctrico, los fenómenos de inducción o la electroquímica que hoy impregnan una larga lista de artilugios domésticos, desde la lavadora al mando a distancia.

La pila de Volta no se inventó para alimentar ningún artilugio práctico. Y una vez inventada no se empleó para alimentar ningún artilugio práctico. Su utilidad, verdaderamente inconmensurable, derivó de poder ofrecer a una comunidad científica madura una fuente continua de electricidad con la que poder jugar a descubrir nuevos fenómenos, nuevos procesos, nuevos materiales, nuevos elementos (los metales alcalinos, por ejemplo). La pila de Volta constituye un ejemplo con una perspectiva histórica suficientemente larga como para poder apreciar de forma manifiesta la importancia de la exploración del conocimiento en sí misma, sin la excusa de ninguna aplicación inmediata. Primero fue la pila. La linterna eléctrica no llegaría hasta cien años después.

Las consecuencias del invento de la pila de Volta en nuestras vidas no pudieron ser previstas por nadie. Ni siquiera por el maestro Verne, que a pesar de su avidez por las noticias científicas y tecnológicas de su época logró sus anticipaciones más acertadas en el ámbito de los viajes y la exploración.


Fig. 1.3 Dos revoluciones científicas por el precio de una. En la parte superior aparecen algunos de los desarrollos subsecuentes a la invención de la pila de Volta y su traducción en aparatos domésticos.

Y, precisamente, de entre los viajes soñados por Verne quizá el más audazmente premonitorio fue el que llevó al hombre a la Luna. En esa novela también especula con predicciones de tipo técnico, como el método para el lanzamiento de la cápsula espacial o el material idóneo para construirla. Para el lanzamiento optó por un potente cañón de tamaño descomunal. Como material para la nave eligió el aluminio. A pesar de que en ninguno de estos casos acertó plenamente es muy interesante recordar el punto de la novela en el que se plantea el uso del aluminio. Porque habla de su precio.


Fig. 1.4 Julio Verne (1828-1905).

Cuando Julio Verne escribió su novela De la Tierra a la Luna, publicada en 1865, el aluminio era efectivamente extremadamente caro, aunque no tanto como unas décadas antes, cuando su precio superaba al del oro.

[...]

– Use otro metal en lugar de hierro.

– ¿Cobre? –dijo Morgan.

– ¡No!, sería demasiado pesado. Tengo algo mejor que proponerles.

– ¿Entonces qué? –preguntó el mayor.

– ¡Aluminio! –replicó Barbicane.

– ¿Aluminio? –exclamaron sus tres colegas a coro.

– Sin duda, mis queridos amigos. Ese valioso metal es blanco como la plata, indestructible como el oro, tenaz como el hierro, fusible como el cobre y ligero como el vidrio. Se trabaja fácilmente y es abundante por doquier, ya que constituye la base de numerosas rocas, es tres veces más ligero que el hierro, y parece haber sido creado con el expreso propósito de proporcionarnos el material para nuestro proyectil.

– Pero, mi querido presidente –dijo el mayor–, ¿no es el precio del aluminio extremadamente alto?

– Lo era –respondió Barbicane–, poco después de su descubrimiento la libra de aluminio costaba entre 260 y 280 dólares, después cayó a 27 dólares, y hoy, por fin, vale 9 dólares.

– Pero 9 dólares la libra –respondió el mayor, que no se rendía fácilmente– es todavía un precio enorme.

– Sin duda, mi querido mayor, pero no inabordable [...].

Extracto de la novela De la Tierra a la Luna (cap. 7).


1. «Where a calculator like the ENIAC today is equipped with 18,000 vacuum tubes and weighs 30 tons, computers in the future may have only 1,000 vacuum tubes and perhaps weigh only 1.5 tons». Andrew Hamilton: «Brains that Click», Popular Mechanics, marzo de 1949, p. 258.

2. «Dear Baden Powell. I am afraid I am not in the flight for “aerial navigation”. I was greatly interested in your work with kites; but I have not the smallest molecule of faith in aerial navigation other than ballooning or of expectation of good results from any of the trials we hear of. So you will understand that I would not care to be a member of the aëronautical Society. Yours truly Kelvin». Carta al mayor Baden Powell, del 8 de diciembre de 1896.

3 R. Meldola, Nature, vol. 62(1596), 1900, pp. 97-99.

4 The Ambiguous Frog: The Galvani-Volta Controversy on Animal Electricity de Marcello Pera y Jonathon Mandelbaum (1992).

5 El faradio (F), unidad de capacitancia eléctrica, y el faraday, o carga de un mol de lo que hoy conocemos como electrones.

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