Читать книгу Puerto España, mi ciudad - Pedro Nolasco Salvador - Страница 8

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El calor era sofocante aquel 28 de enero de 1956, en Villa Alberdi, localidad de Puerto España, provincia de Misiones, a las 13:30 horas, aproximadamente. Rosalía Albrecht estaba a punto de dar a luz a su sexto hijo, el quinto varón. No habían pasado siquiera dos horas de su regreso de la carnicería del pueblo perteneciente a don Ino, luego de un largo galope montada en el viejo caballo de nombre Macho perteneciente a la familia Salvador. La ceremonia del nacimiento se llevaba a cabo, como ya era costumbre, asistida por doña Pascuala, comadrona muy allegada a la familia. Dentro de la oscura pieza de la humilde casa de madera, piso de ladrillos y techo de paja, construida por don Ciriaco Salvador, de profesión carpintero, padre del niño por nacer.

Habían pasado prácticamente diez años desde que Rosalía Albrecht y el silencioso Ciriaco cruzaran el majestuoso río Paraná, a bordo de una vieja canoa, procedentes de la vecina República del Paraguay. Junto a sus nuevas esperanzas y sueños, traían en brazos a dos pequeños hijos: Miguel, de dos años, y Máximo, con unos pocos meses de vida. Fue inevitable aquel exilio de don Salvador, a causa de la Revolución de 1947 en el vecino país y debido a su inclinación política a favor de los liberales. Así dejaron su querida Paraguay natal para asentarse en este tranquilo paraje de Puerto España, provincia de Misiones.

Pero… ¿qué acontecía en esa misteriosa pieza de la vieja casa, a la que estaba prohibido el acceso por estricta orden de la comadrona?...

En el patio grande, de tierra, rodeado de nísperos, naranjos, jazmines, cedrones y azucenas, se encontraban reunidos cual foro infantil: Miguel, el hermano mayor de los hermanos Salvador, Máximo, Francisca, Mingo y Simón, todos con dos años de diferencia en edad entre sí, dado que Rosalía Albrecht solía parir cada setecientos treinta días, aproximadamente. Ahí estaban en el patio, pues sabían que algo excepcional estaba ocurriendo ese caluroso 28 de enero que los sacaba de sus acostumbrados juegos sestiles.

La ceremonia del parto continuaba casi en secreto, a no ser por esa puerta de la pieza que abría o cerraba únicamente cuando don Salvador entraba o salía de ella dando cumplimiento a algún pedido de la partera, quien al final de su larga, delicada y fatigada labor y sin mayores explicaciones, autorizaba el ingreso de los ansiosos y curiosos congresales del patio mayor, quienes ya dentro de la aún misteriosa pieza, conocían al nuevo integrante de la familia, quien recién bañado se exhibía en los cansinos brazos de mamá Rosalía Albrecht. Acababa de nacer Pedro Nolasco, el nombre tal cual rezaba en el calendario del almanaque que colgaba en la cocina de la casa. Don Ciriaco Salvador, padre hasta ese momento de seis hijos, era un hombre alto, más bien delgado y buen mozo, de tranco largo al caminar, se caracterizaba por ser silencioso, de poco hablar, todo un pensador, con su silencio, parecía que hablaba con el viento, con el mismo silencio o con el imponente monte verde que mostraba como paisaje aquel paraje de Villa Alberdi en Puerto España. Ciriaco caminaba diariamente la distancia de dos kilómetros que había de su casa al trabajo “La Carpintería” perteneciente a la empresa yerbatera; ahí lo esperaban las maderas y aserrín, martillos, el sinfín y el garlopín. Construía casas para los trabajadores de la compañía, muebles, canoas, hasta cruces y ataúdes para los difuntos del pueblo, en fin, todo lo requerido por la empresa. Estos dos kilómetros de caminata diaria de Ciriaco, habrá que multiplicarlos por cuatro, debido a que volvía a su casa para almorzar, luego regresaba a la carpintería a terminar su jornada laboral, entrada la noche el arribo a casa y el descanso que comenzaba generalmente con unos mates amargos cebado por Rosalía, su compañera. Los diálogos entre ellos generalmente eran en idioma guaraní, pero con sus hijos usaban el castellano. Al observar las laboriosas hormigas trajinar con sus pesadas cargas, me recuerdan la imagen de mi padre Ciriaco en su constante ir y venir laboral. Además de su oficio como carpintero, tenía habilidad como talabartero, peluquero, guitarrero y excelente bailarín. En la década del sesenta, tuve la suerte de ver bailar a mis padres en las reuniones del floreciente Puerto España, llevadas a cabo en el Club Guayrá o en algún galpón de la empresa. Cómo olvidar esas noches muy cerca del río, aún guardo imágenes en mi mente, con el Paraná de fondo y el sonido del bandoneón en algún quejoso tango, la música de Juan Carlos Soria o las polkas de los Triunfadores del Paraguay. Al finalizar la reunión bailable regresábamos a nuestra casa de Villa Alberdi caminando en familia y acompañados por la negra noche y la mágica luz de la linterna de don Salvador. En el pueblo le atribuían cierta fama de poder para curar picaduras de víboras, arañas y otras alimañas, existen numerosos casos al respecto, con solo preguntar a un puerto españero le sabrá contar de las curas llevadas a cabo con éxito por don Ciriaco.

Puerto España, mi ciudad

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