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ОглавлениеAntes del Paraíso
No me reprocho no haberle querido lo bastante. Me reprocho no haberle comprendido.
Jules Renard
Mi padre era católico e iba siempre a misa. Mi madre no iba mucho. Eso no quiere decir que ella no fuera católica. Tampoco quiere decir que sí lo fuera: bueno, estoy seguro de que el solo hecho de preguntárselo la pondría muy nerviosa.
En realidad era mi padre el que mantenía vivo aquello en nuestra casa. Él era, de alguna forma, el encargado: de niños, nos acostaba por las noches y rezaba con nosotros, nos llevaba a misa los domingos y también, por Navidad, antes de la cena, nos ponía a rezar una oración delante de las figuras del belén. Sí, él se ocupaba. Mi madre se limitaba a oír su voz («Vamos a rezar») y a seguirlo dócilmente, con la inercia de esas cosas que se hacen sin ninguna resistencia, pero también sin ninguna convicción.
El dios personal. Esa era la expresión que Ramón nos había enseñado en clase; Ramón o, por mejor decir, el cura. Ahora los curas son así: jóvenes, malhablados; visten chamarra, vaqueros, deportivas. Hablan de un dios personal como si la alternativa fuera un dios impersonal. No se sabe, nadie sabe, exactamente, qué pretenden. Son tan inconcretos que no solo no parecen curas, sino que te enteras de que lo son por accidente, a mediados de curso. Esos curas modernos, cuando llegaba la adolescencia, se encargaban de la clase de religión. Intentaban parecer más jóvenes de lo que eran, tan jóvenes como nosotros, y en clase acometían el tema de la religión con tantos reparos, tanto pudor, tanta autocrítica, que acababan desembocando, sin que supiéramos muy bien cómo, en aquella cantinela del dios personal. Era inevitable concluir que esa cosa no existe.
–Papá, yo no creo en un dios personal.
Llegó un día en que creí que debía decirle aquello a mi padre, cara a cara. Fui al estudio donde escribía y le solté la frase, aquella frase que casi se parecía a las frases que decía Ramón. Yo sabía que, si Ramón me hubiera oído, casi me habría felicitado, pero a mí no me importaba la opinión de aquel cura en vaqueros: a mí me importaba la opinión de mi padre.
Cuando lo dije creí que él iba a abofetearme, a insultarme o a castigarme sin salir. De hecho, yo estaba preparado para que ocurriera cualquiera de esas cosas. Pero todo fue mucho más fácil, asombrosamente fácil. Mi padre me miró con detenimiento, como examinando cada uno de los rasgos de mi cara, como buscándose a sí mismo en el fondo de mis ojos. Entonces me abrazó. Me pareció que, más que escandalizado, él ya estaba esperando escuchar algo así. Quizás se había preparado desde hacía mucho tiempo; sí, quizás había preparado aquella escena tanto o más que yo.
Después de abrazarme, mi padre me dio un beso en la mejilla. Me dijo que pensara lo que quisiera, que yo tenía derecho a pensar lo que quisiera. También me dijo que rezaría por mí. A partir de entonces decidió ir a misa todos los días. Yo lo conocía y sabía por qué lo hacía. Cuando dijo que rezaría por mí no estaba bromeando: ahora iba a misa cada día para rezar por mí, para pedir a Dios que yo volviera a creer en Él, en el dios personal, el dios del que hablaba Ramón y que, de algún modo, también era el de mi padre, aunque él nunca lo llamaría dios personal, aunque él, de haber conocido a Ramón, le habría cruzado la cara por llenarnos la cabeza con tonterías.
Mi padre mantuvo su nueva costumbre de la misa diaria durante unas cuantas semanas. Luego se cansó y se limitó a ir los domingos, pero ya nunca volvió a pedirme que lo acompañara a la iglesia.
Mi padre y mi madre trabajaban muy duro, pero el fin de semana bebían, bebían hasta perder el sentido. Creo que no podría decirse de otro modo. Seguro que no les habría gustado que yo hablara de todo esto; les parecería injusto e innecesario. Pero decir que bebían demasiado era la verdad, o al menos parte de ella.
Todos los días, mi padre iba a la universidad. Se pasaba el día entero, en un campus del extrarradio, atado a un trabajo de oficinista que, por muchos años que pasaran, nunca dejó de ser eventual. No sé si le espantaba o le gustaba, porque a veces regresaba muy contento y a veces con una sombra de tristeza que oscurecía su frente inclinada. Por las noches, sobreponiéndose al agotamiento que había dejado una larga jornada de trabajo, nos preparaba la cena, cruzaba algunas frases con mi madre, nos acostaba y después se encerraba en su estudio y se ponía a escribir.
Mi madre también iba a la universidad, a una universidad distinta. Trabajaba solo por las mañanas. Pasaba las tardes con nuestra abuela, a bastantes kilómetros de casa. La abuela llevaba años postrada en la cama, con esa obstinación de la gente que no tiene ganas de vivir pero que parece dispuesta a no morirse nunca. Mi madre volvía a casa después de un largo viaje en metro y entonces, agotada, cuando ya era de noche, intentaba ayudarnos con los deberes. Yo creo que mi madre se sentía culpable de algo. Tendrían que pasar algunos años hasta que me diera cuenta de que todas las personas se sienten culpables de algo, de algo que solo ellas conocen, de algo que nunca dirán a nadie, quizás ni siquiera a sí mismas.
A mi padre, a mi madre, les faltaba alguna cosa. A lo mejor alguna cosa no iba exactamente bien, o a lo mejor iba bien, pero no tan bien como debía. Si a lo largo de la semana la nuestra era una familia organizada, los días de fiesta se producía una transformación: mis padres, que salían bastante poco, empezaban a beber. Cuando éramos pequeños, mi hermana y yo nos quedábamos jugando en nuestro cuarto, pero iban pasando las horas y nadie nos llamaba para cenar. De repente nos dábamos cuenta de que se había hecho muy tarde, teníamos hambre y no sabíamos qué hacer. El pasillo oscuro era un túnel que daba miedo. En el otro extremo, un punto de luz surgía de la sala. Era la luz parpadeante e irreal de los televisores, que envían fantasmas imaginarios por los pasillos oscuros de las casas, fantasmas que susurran con voces inconcretas, extraídas de películas antiguas o de canales prohibidos y nocturnos. Asustados, llamábamos en voz alta a nuestros padres, pero ellos no venían. Después de reunir valor, emprendíamos la marcha en su busca, mi hermana y yo, cogidos de la mano, gimoteando, atravesando aquel pasillo interminable, lleno de huecos negros y fantasmas. Y allá los encontrábamos, en el salón, tirado cada uno en un sofá, profundamente ausentes, silenciosamente aletargados.
Cuando me hice mayor llegué a la conclusión de que quedarse dormido es la forma más gentil, más honorable, de concluir una borrachera. No, ellos nunca incumplieron sus obligaciones diarias, pero creo que lo lograban gracias a la expectativa de que, allá donde la semana termina, les esperaba un refugio doméstico y tranquilo, un lugar en el que emborracharse metódicamente, premeditadamente, hasta olvidarlo todo. Nunca rompían nada, nunca se insultaban en voz alta, nunca uno de ellos salió dando un portazo. Ni se arañaban, ni se pegaban, ni se agredían. Yo creo que habían aprendido a hacerse daño en silencio.
Las obsesiones de mi padre. Si ibas a meter en la bolsa de basura algún envase vacío, antes debías llenarlo de más basura para aprovechar bien el espacio. Mi madre decía que aquello era ridículo. A veces discutían por cosas como esa: el uso de las bolsas de basura, el nivel del termostato, las funciones del horno o el microondas. Mi padre insistía en rellenar los envases antes de tirarlos. Mi madre se empeñaba en tirarlos aunque estuvieran vacíos. Nadie levantaba la voz, pero en esos momentos el ambiente en la cocina se volvía trémulo, convulso, electrizante. A mí me hubiera gustado tirar el envase a la basura vacío y lleno al mismo tiempo.
Mi padre escribía por las noches, pero arrastraba un lastre invisible que le impedía convertirse en escritor. No, no era escritor, aunque en casa pasara la mayor parte del tiempo leyendo y escribiendo. Se atareaba construyendo edificios de palabras o visitando los edificios que otros habían construido antes que él, unos años antes que él o muchos siglos antes que él. Y de aquellas laboriosas travesías, que emprendía a lo largo de la semana, descansaba también los días de fiesta, bebiendo en el salón, junto a mi madre, hasta caer rendido.
Cuando me convertí en adolescente, empecé a sentir curiosidad por las largas reclusiones de mi padre. A veces entraba en su despacho y lo veía sentado, de espaldas a la puerta, percutiendo furiosamente sobre el teclado del ordenador. Solo por la convicción con que lo hacía alguien podría imaginar, erróneamente, que allá se ventilaba algo importante.
Un día me sintió, sintió que habían entrado en su pequeño reino de palabras. Dejó de teclear y, sin darse la vuelta, sabiendo que yo estaba allí, pronunció lo siguiente:
–Llevo treinta años con esto, Jorge. Siempre escribo lo mismo, siempre son las mismas historias y siempre las escribo del mismo modo. Hubo un tiempo en que creí que tanto trabajo serviría para algo, pero no ha pasado nada, nunca ha pasado nada. Con suerte, me quedan veinte años por delante, veinte años más para escribir lo mismo, escribir las mismas historias, escribirlas del mismo modo. Ya no hay ni miedo ni esperanza: sé que no pasará nada bueno, pero al menos sé también que nada malo pasará por escribirlas.
Las obsesiones de mi padre. Que no comiera en su despacho, y menos aún en su mesa de trabajo, sobre el teclado del ordenador. Eso era lo que más le encolerizaba. En el planeta podía haber corrimientos de tierras, inundaciones, maremotos, epidemias, pero si mi padre veía una sola miga de pan sobre su mesa era capaz de crucificarme con la mirada y castigarme después. Cuando él estaba en el trabajo, yo utilizaba su ordenador, allí hacía los deberes o me distraía con juegos, pero también merendaba sobre la mesa. Y aunque luego trataba, con sumo cuidado, de limpiarlo todo, siempre quedaba alguna miga delatora, una miga microscópica, imperceptible, que en su diminuta blandura yo no había detectado, pero que más tarde mi padre localizaba, al percibir bajo el antebrazo una bola pequeña y endurecida.
Y se enfadaba.
Mi padre y mi madre nunca iban juntos a la cama. Era como si el ritmo de sus vidas lo marcaran relojes distintos y, ante las cosas que uno hiciera, el otro reaccionara a destiempo.
En los días laborables, mi padre escribía de madrugada, pero qué podía hacer. Era el momento que arrancaba a la vida para ocuparse de sus cosas. Y al mismo tiempo, mi madre, en la sala de estar, se iba quedando dormida, acunada por el rumor narcótico de la televisión, un artefacto atiborrado de productos iguales y previsibles: teleseries, telefilmes, teletiendas. Cuando ya era muy tarde, ella se despertaba, se levantaba y caminaba por el pasillo, tropezando, hasta el dormitorio.
Mi padre también leía en sus vigilias nocturnas, pero solía estar tan cansado que al día siguiente no se acordaba de nada. Yo jamás lo hubiera sospechado hasta que una vez, cuando ya había cumplido catorce o quince años, me habló de aquella íntima tragedia:
–No me acuerdo de nada, ¿sabes, Jorge? Es terrible. Ayer leí durante más de una hora y no me acuerdo de nada.
Sentí pena por él, esa pena que sienten los hijos, como la punción de un afilado acero, cuando ya han pasado unos años y las derrotas de sus padres se vuelven imposibles de ocultar. Cuando dijo aquello su voz asomó algo quebrada, conteniendo en la garganta una marea de líquido que pugnaba por salir. Años después, cuando era yo el que volvía a casa de madrugada, encontraba a mi padre dormido en su sofá, con un libro abierto sobre el pecho, y me lo imaginaba en las horas precedentes, intentando leer, parpadeando, cabeceando, luchando contra el sueño, contra el tiempo, contra todo.
Mi madre se parecía en esto a las anfitrionas señoriales de otro tiempo: le gustaba ver su casa llena de gente, agasajar a decenas de invitados con manjares exquisitos. Organizaba varias veces al año cenas espectaculares, que empezaba a preparar con días de antelación y sobre las que concentraba enormes esfuerzos de intendencia. Yo sabía que esa noche mis padres beberían como siempre, pero que al menos lo harían en compañía de más gente, lo cual borraría la sordidez de las otras veces. Antes se sucedían las compras en el supermercado y en la carnicería, o la consulta por internet en busca de fantásticas recetas: ella asumía el desafío de superarse y sorprender, una vez más, con nuevos platos a viejos invitados.
Mi padre aceptaba aquellas reuniones porque a menudo los agasajados eran sus propios amigos. Cuando llegaban, la casa experimentaba una detonación de voces altisonantes, risas compulsivas, espasmódicas reacciones en cadena y bromas que seguramente llevaban veinte o treinta años repitiendo, al tiempo que revivían, en charlas interminables, historias narradas, escuchadas, aplaudidas, jaleadas infinidad de veces a lo largo de los años, historias que rescataban viejas aventuras: aquellas borracheras, aquellos estropicios, aquellas novias perdidas, aquel amigo muerto. Entonces se hacía el silencio.
Las cenas en casa de mis padres eran expediciones más allá de las montañas, un viaje a lejanos continentes, una larga marcha hacia el pasado. La velada se prolongaba en los sofás, con copas que se llenaban y se vaciaban a velocidad de vértigo mientras ellos seguían hablando y derivaban, ahora, a recurrentes discusiones de política o de sexo, de historia o de religión. Las discusiones acababan, de puro agotamiento, a las cuatro o las cinco de la mañana. El ambiente se relajaba, alguien hacía un comentario melancólico, alguien mencionaba a aquel amigo muerto. Entonces, de nuevo, se hacía el silencio.
Y todo el mundo, exhausto, se iba a casa.
Las obsesiones de mi padre. El viernes por la tarde, cuando él consideraba que ya había cumplido con su duro trabajo y sus deberes familiares, bajaba al supermercado y compraba alcohol para el fin de semana. Compraba alcohol en grandes cantidades. Cuidaba de que no quedara estación del día sin su correspondiente dosis: vermú para la mañana, vino para la comida, licor para la sobremesa, más vino para la cena, ron y ginebra para la noche.
Venía del súper con su ingente cargamento y siempre lo acompañaba de otra cosa, algún producto insignificante que había comprado invadido por la culpa y que servía, en la censora cola del supermercado, para certificar su condición de padre de familia y acompañar aquella exposición de vidrios de distintos colores con algún aditamento alimenticio. Así, podía traer media docena de manzanas, o un paquete de espaguetis, o unos cuantos yogures.
–Te da vergüenza –le decía mi madre, con más sorna de la debida, mientras él sacaba de las bolsas, en silencio, todas las botellas que juntos, rabiosamente, beberían después.
Hace años que mis padres han muerto. Me cuesta traer a la memoria el color de su mirada, su modo de moverse o de llamarme. Hay gente que asegura acordarse del pasado y de aquellas personas que en él quedaron varadas para siempre. A mí no me parece tan fácil. Los rostros de mis padres se van desfigurando poco a poco. Las fotografías, si sirven para algo, debería ser para fijar la imagen de las personas que amaste y que ya no están aquí, pero en ellas anida una traición, como si fueran una muleta documental, un burocrático instrumento. Además, mi padre diría que, para saber algo de él, cualquiera de sus historias sería más importante que una fotografía, una grabación o una película. Por eso me esfuerzo en conservar, al margen de las fotos, el recuerdo de mis padres, porque ese recuerdo, por vago que sea, sí me pertenece. Ellos viven en mi memoria del mismo modo que viven en la sangre que les debo. Mi hermana y yo somos su verdadero legado. Lo más real que existe de ellos no son esas fotos, ni siquiera todos aquellos cuentos que construyó mi padre, infatigablemente, de madrugada, hasta que las fuerzas le faltaron: lo que de verdad queda de ellos somos mi hermana y yo.
Ahora he aprendido a quererlos tanto como ellos me quisieron. Eso tiene que ver con una de las frases favoritas de mi padre: cuando yo le desobedecía, o cuando hacía algo que no le gustaba, él siempre recurría a la misma sentencia, esa frase de cristiano que primero busca agrandar la culpa y persigue después la redención: «cuando me muera, solo cuando me muera, Jorge, me querrás tanto como ahora te quiero yo». Las frases de mi padre eran así de conmovedoras. O así de teatrales, quién sabe.
Espero que exista algún lugar donde mi padre y mi madre sigan bebiendo juntos, un lugar donde consigan amarse con algo menos de torpeza. Espero que ahora mismo se dirijan, tambaleándose, hacia algún tálamo celeste donde librarse del cansancio que cargaron a lo largo de esta vida. Espero que reproduzcan allá su admirable forma de beber, pacífica y cortés, que nunca intentó perturbar el orden divino.
–Los hombres rechazan a Dios recurriendo a argumentos racionales –decía mi padre–, pero lo que de verdad les anima es una vulgar superstición: la existencia de un lugar mejor les parece imposible porque eso sería demasiado bueno. Opinan que no puede haber nada mejor que esta miseria. ¿Te das cuenta? Se dicen racionales, pero solo son pesimistas.
Sin embargo hubo un día, cuando yo ya había decidido hablar con él de igual a igual, en que me atreví a contradecir sus ingeniosas paradojas:
–Y si es de esa manera, si crees tan firmemente, ¿por qué bebes así?
Los hijos arrastran en la conciencia una porción onerosa de sus padres, y los padres asumen una carga parecida, allá donde nada se ve. Los padres sostienen a sus hijos con una mano invisible, mientras con la otra se sostienen a sí mismos, y esa doble tarea, tan penosa, les ocupa hasta morir. Pero hay un momento en que la identidad de unos y de otros se confunde, un momento en que cambian los papeles, o que quizás se superponen. Escribo ahora para dejar constancia de todo lo que les quise y aún les quiero, para dejar constancia de que supe de sus debilidades y fracasos, y para dejar constancia de que ellos, ¿por qué ocultarlo?, lo sabían también.