Читать книгу En manos del dinero - Peggy Moreland - Страница 6

Capítulo 2

Оглавление

Tras una ducha fría y unas cuantas aspirinas, Ry empezó a sentirse humano de nuevo.

No le apetecía nada ir al rancho, pero era domingo y hacía muy buen tiempo, así que ir al campo resultaba tentador.

Dejó Austin atrás, se puso las gafas de sol, puso el piloto automático del coche a la velocidad reglamentaria y se reclinó dispuesto a disfrutar del paisaje.

Las carreteras que conducían al rancho le resultaban tan familiares como los pasillos del hospital por los que se había movido durante los últimos ocho años, pero eran mucho más bonitas.

Estaban en invierno y los árboles aparecían desnudos, pero Ry sabía que en pocos meses aquel mismo paisaje estaría lleno de flores silvestres de todos los colores que cubrirían la tierra confiriéndole la apariencia una colcha multicolor.

Recordó cómo su madre solía llevarlos de paseo por el campo en primavera y cómo jugaban a ver quién reconocía más flores.

Normalmente, solía ganar Ace y los demás se enfadaban, pero era normal que ganara él; era el hermano mayor y el que más sabía porque era el que más veces había salido de paseo con su madre.

Aun así, los demás se enfadaban y, aunque al volver a casa su madre les daba galletas a todos, los demás no olvidaban que había ganado Ace.

A Ry, la rivalidad entre hermanos le parecía horrible, pero lo cierto era que en su casa había existido y todo el mundo lo sabía.

Había empezado con inocentes juegos infantiles y desgraciadamente, había ido a más.

Los chicos Tanner, como los llamaban por allí, habían tenido rivalidades durante toda la adolescencia y lo habían demostrado pegándose en el colegio, en los rodeos y muchos otros lugares, ansiosos por demostrar quién era el más inteligente, el más valiente, el más fuerte.

Quién era el más querido.

Aquello último hizo que Ry apretara el volante con fuerza, un gesto defensivo que no se dio cuenta de estar haciendo hasta que no comenzaron a dolerle los nudillos.

Entonces, se relajó y se recordó que su madre nunca había tenido favoritos. Ella quería a todos sus hijos por igual y siempre les demostraba su amor, a diferencia de su padre, que rara vez les ofrecía su afecto.

Al pensar en su padre, Ry frunció el ceño y se dijo que no se lo merecía porque había vivido su vida sin importarle la de sus hijos ni la de la mujer que los había parido.

Menos todavía le había importado su segunda mujer y el hijo que había aportado al matrimonio.

A su padre, lo único que le importaba era ligar con otras mujeres y acostarse con ellas. Al fin y al cabo, era un Tanner, digno descendiente del Tanner que había fundado Tanner’s Crossing.

Su padre creía que eso de ser un Tanner le daba derecho a la riqueza y al poder, y lo cierto era que todos en la ciudad lo odiaban o lo querían, pero todos le tenían envidia.

Claro que a su padre le daba igual lo que la gente pensara, porque hacía siempre lo que le venía en gana.

¿Qué más daba destruir unas cuantas vidas o romper unos cuantos corazones? Para él, las personas eran como moscas, criaturas molestas de las que uno se podía deshacer con facilidad.

Desde luego, desentenderse de sus hijos no le había costado mucho.

Para cuando Ry llegó al final del largo camino de grava que conducía desde la carretera a su hogar familiar, tenía los pensamientos y los recuerdos controlados.

Cuando llegó, comprobó que todos sus hermanos ya estaban allí, puesto que estaban sus coches.

Para empezar, estaba el Dodge Ram de Rory, su hermano pequeño, todo nuevo y reluciente, con tapacubos negros para impresionar a las chicas, que era lo que más le gustaba.

A continuación, el de Woodrow, completamente cubierto de barro, algo que lo sorprendió porque Ry creía que, tras haberse casado con Elizabeth, que era médico y chica de ciudad, su hermano habría cambiado sus malos hábitos; pero, por lo visto, su mujer había aceptado aquella parte de él.

También estaba la vieja camioneta de Whit, la que la utilizaba para transportar los caballos con los que trabajaba.

Supuso que era el último en llegar, así que se apresuró a bajar del coche.

–¡Hola, Ry!

Ry se giró hacia el porche y vio a Maggie y a Elizabeth con un bebé.

«Laura».

Ry todavía no podía creer que, poco antes de morir, su padre hubiera engendrado una hija y ahora tuvieran que hacerse cargo ellos porque la madre también había fallecido.

Menos mal que Ace y Maggie la habían adoptado.

Así, lo habían salvado de responsabilizarse de la niña. Ahora, sólo era su tío… o su hermano…

Ry saludó a las mujeres con la mano.

–¿Dónde están los chicos? –preguntó.

–En el salón –contestó Maggie–. Como no te des prisa, te vas a quedar sin tarta de chocolate.

Ry sintió náuseas al pensar en el famoso postre de Maggie.

–Gracias, pero no quiero –se excusó con una sonrisa–. Estoy a dieta.

Una vez dentro, se quitó el sombrero y lo colgó en el colgador que llevaba allí desde que lo había hecho su abuelo con el primer árbol que se taló en sus tierras.

–¿Eres tú, Ry?

Al oír la voz de Ace, Ry suspiró y se preguntó qué malas noticias tendría que darles aquella vez.

Desde la muerte de su padre, cada vez que su hermano mayor los había reunido, había sido para hablarles de problemas.

–Sí, soy yo –contestó.

Al llegar al salón, se quedó en la puerta observando a los cuatro hermanos con los que había crecido, con los que se había pegado y defendido cuando había sido necesario y a los que, al final, había abandonado.

Sintió un nudo en la garganta y se preguntó qué había ocurrido entre ellos para que los vínculos que los habían unido tanto en el pasado se hubieran roto.

«Papá».

Ry se negó a pensar en su padre, el hombre que les había dado la vida, pero que también les había dado la espalda y que había hecho que terminaran dándosela los unos a los otros.

–Siéntate –le indicó Ace.

Ry asintió y se sentó.

–¿Qué tragedia hace que nos volvamos a reunir?

Ace chasqueó la lengua.

–Esta vez no se trata de una tragedia –les explicó–. Os he llamado para deciros que me han ofrecido hacer un reportaje fotográfico en el norte de Dakota. Voy a estar fuera más de un mes y Maggie y la niña se vienen conmigo, así que el rancho se va a quedar vacío. Hasta ahora, como ejecutor del testamento de papá, me he sentido responsable del rancho y me he quedado aquí hasta ponerlo en marcha de nuevo, pero no quiero dejar pasar esta oportunidad –les contó paseándose por el salón–. Si tuviéramos un capataz que se hiciera cargo de las cosas, no habría problema, pero no lo tenemos, así que uno de vosotros va a tener que venirse aquí.

–¿Qué quieres, que hagamos turnos? –preguntó Woodrow.

–No, uno de vosotros debería instalarse en el rancho –contestó Ace–. Ya sé que es mucho pedir, pero me parece completamente necesario. Espero que uno de vosotros pueda aparcar sus responsabilidades personales durante un mes.

–¿Estás de broma? –dijo Rory con los ojos muy abiertos–. ¿Cómo voy a dejar mi cadena de tiendas? –rió–. Y, de paso, echo el cerrojo y bajo las persianas. Si hiciera eso, en un mes, mi negocio se iría al traste.

–¿Y tú, Woodrow? –preguntó Ace–. Tú eres el que más cerca vive. ¿Crees que podrías hacerte cargo del Big T y de tu rancho a la vez?

–¿Cuándo queréis iros?

–Mañana –contestó Ace–. Ya sé que es muy pronto, pero ya sabéis que a mí nunca me encargan los proyectos con mucha antelación.

–Me encantaría ayudarte, pero ésta es la peor época del año para mí porque tengo cien cabras a punto de parir –recapacitó Woodrow–. Me va a ser imposible hacerme cargo de los dos ranchos.

Ace asintió comprendiendo la situación de su hermano.

–¿Y tú, Whit?

–Lo siento, pero me voy el miércoles a Oklahoma. Me han contratado para domar a seis caballos. Voy a estar fuera más tiempo que tú.

Ry se puso a sudar mientras escuchaba las excusas de sus hermanos porque sabía que, tarde o temprano, le iban a preguntar a él y no quería pasar un mes en el rancho.

Las veces que había tenido que alojarse allí desde la muerte de su progenitor habían sido más que suficientes.

No podía soportar dormir en la casa en la que había crecido, destapar los recuerdos, tener que ver a la gente del pueblo y darse cuenta de que su apellido, que todos respetaban, no había sido más que una herramienta de la que su padre se había servido para conseguir todo lo que había querido.

Ver el rencor en los ojos de los demás cuando lo miraban era terrible.

No, no podía y no lo iba a hacer.

Ya tenía suficientes problemas.

Así que se le ocurrió que lo más fácil sería contratar a un capataz. El dinero no era un problema porque lo tenían pero, ciertamente, encontrar a una persona cualificada y de confianza en tan poco tiempo era imposible.

Mientras intentaban pensar en otra solución, volvió a recordar las palabras de Kayla.

«¡Cambia de vida!».

Ry intentó apartar aquel recuerdo de su mente.

«Si eres infeliz o estás triste, tienes que hacer algo para remediarlo. ¡Cambia de vida!».

Pero irse a vivir al rancho no lo haría feliz, se dijo de manera obstinada. Más bien, con sólo pensarlo se moría de la depresión.

Claro que vivir en Austin tampoco lo hacía feliz.

«Si eres infeliz o estás triste, tienes que hacer algo para remediarlo. ¡Cambia de vida!».

Le pareció sentir el aliento de Kayla diciéndole al oído que se presentara voluntario.

–Yo me encargo –se ofreció.

–¿Tú? –le preguntó Ace sorprendido.

–¿Qué pasa? –contestó Ry enarcando una ceja–. ¿Te crees que no soy capaz?

Ace levantó la mano para que entendiera que no tenía ganas de discutir.

–No lo digo por eso sino por tu trabajo. ¿No tienes operaciones ni pacientes?

Ry se dijo que tendría que haberse mantenido callado y, así, aquella pregunta no habría surgido.

Ninguno de sus hermanos sabía que había vendido la consulta, porque no se lo había contado.

¡Lo cierto es que no les había contado nada!

¿Cómo explicarles el descontento que se había apoderado de él y que le había hecho abandonar una carrera para la que se había preparado durante años?

Había llegado el momento de hacerlo. No había ninguna otra manera de justificar que pudiera hacerse cargo del rancho durante un mes.

–He vendido la consulta.

–¿Cómo? –exclamó Ace.

–Madre mía –comentó Woodrow–. Esto sí que es fuerte.

–¿Por qué? –preguntó Rory–. Te estabas haciendo de oro con los implantes de silicona y los estiramiento faciales, ¿no?

Ry miró a su hermano pequeño de manera cortante. Las bromas de sus hermanos sobre su forma de ganarse la vida lo tenían harto desde hacía muchos años.

–No ha sido por el dinero.

–Entonces, ¿por qué ha sido?

Ry se puso en pie y se acercó a la ventana sin saber qué contestar. Se metió las manos en los bolsillos y se quedó mirando la tierra en la que había crecido y de la que había terminado huyendo e intentó encontrar la manera de explicarles su descontento a sus hermanos.

Pero era imposible explicar algo que ni siquiera él entendía.

–Porque me cansé –dijo por fin–. Así que, a menos que creas que no soy capaz de hacerme cargo del rancho, creo que soy el hombre que buscas –añadió mirando a Ace.

Ry no se entendía a sí mismo.

En lugar de maldecirse mientras volvía a Austin a recoger sus cosas, estaba encantado con la idea de mudarse al rancho.

–Cambia las cosas –murmuró.

A continuación, se rió al pensar en la camarera y en lo que pensaría si se enterara de que había seguido su consejo.

Sin embargo, se entristeció al pensar que no la iba a volver a ver ya que, al trasladarse al rancho, se iban a terminar sus visitas al River’s End.

Iba a echar de menos su radiante sonrisa.

Desde luego, aquella mujer era especial.

Ry no sabía si su consejo de cambiar de vida le iba a dar o no buen resultado, pero era obvio que a ella le iba bien así.

Jamás había conocido a una mujer tan feliz.

Cualquier otra persona en su lugar, teniendo que trabajar y estudiar a la vez, se hubiera quejado una y otra vez, pero a ella jamás le había oído una queja.

Ry recordó haber leído en algún lugar: «La sonrisa se contagia, infecta a todo el que puedas».

Desde luego, las sonrisas de la camarera eran definitivamente infecciosas y, cuando uno se sentía contagiado por ellas, se sentía mucho más feliz.

Excepto aquel tipo desagradable que no le había dejado propina y que la había tratado de malas maneras.

Ry pensó que podría haber sido un poco más generoso con ella.

Acto seguido, se dijo que él también podría ser generoso.

Era el doctor Ry Tanner.

Tenía mucho dinero.

¿Por qué no compartirlo? ¿Por qué no hacerle la vida más fácil a alguien? Se lo podía permitir y a la camarera le vendría muy bien.

¿Pero cómo podía darle el dinero sin avergonzarla y sin herir su orgullo? Ry sospechaba que sería fácil hacerlo si no trataba aquel tema con mucha delicadeza.

Mientras se adentraba en el tráfico, se dijo que tenía que dilucidar la manera de hacerlo.

Estaba claro que aquella chica se merecía un descanso.

Cuando Ry vio un sitio libre para apartar justo enfrente de la puerta del River’s End, se lo tomó como una buena señal.

Aquello sólo podía querer decir que la decisión que había tomado mientras hacía las maletas era la apropiada.

Se puso la cazadora y comprobó que el sobre que se había metido en el bolsillo seguía allí.

Ansioso por entregar su regalo y seguir su camino, bajó del coche, entró en el local y fue directamente a la barra con la esperanza de encontrar allí a Kayla.

Sin embargo, encontró solamente al dueño del bar, muy ocupado sirviendo cervezas.

–Perdone, ¿está Kayla por aquí?

–Su turno empieza a las seis –contestó el hombre limpiándose las manos en el delantal.

Ry consultó la hora y le entregó el sobre al jefe de Kayla.

–¿Le importaría darle esto?

–Están jugando Texas y Kansas. ¿Por qué no se queda a ver el partido y se lo da usted mismo?

–Se lo agradezco, pero me voy de viaje –contestó Ry dejando el sobre en la barra.

–Como quiera –contestó el dueño del local encogiéndose de hombros y guardándose el sobre.

Ry asintió y se fue.

Kayla entró corriendo en la barra, abrochándose el delantal a la espalda.

–Siento mucho llegar tarde, Pete. Mi madre me ha llamado justamente cuando estaba saliendo por la puerta –se disculpó.

Acto seguido, se fue a un extremo de la barra y comenzó a colocar los cubiertos y las servilletas, algo que le gustaba hacer antes de que llegaran los clientes.

Pete se colocó enfrente de ella por el otro lado y se quedó mirándola.

–Ha venido tu novio hace un rato.

–Ya sabes que yo no tengo novio –rió Kayla.

–Sí, el vaquero.

–Pobrecillo, me da pena –contestó Kayla dejando las servilletas a un lado.

–¿Por qué?

Kayla se quedó pensativa, intentando dilucidar por qué aquel hombre le inspiraba compasión, y se encogió de hombros.

–No lo sé. Parece triste, como si necesitara un amigo.

–A mí me parece que sólo es un borracho.

–No, tiene problemas y está intentando solucionarlos con el alcohol, pero no es un borracho –opinó Kayla–. Seguro que esta mañana el pobre se ha levantado con una buena resaca –añadió recordando cómo lo había dejado la noche anterior.

–No tenía tan mal aspecto –le dijo Pete entregándole un sobre–. Ha dejado esto para ti.

Kayla miró el sobre, vio el logo del Driskill Hotel con su nombre escrito en el centro y se preguntó por qué el vaquero le habría dejado una nota.

Se encogió de hombros mientras se guardaba el sobre en el bolsillo del delantal.

–¿No lo vas a abrir?

Kayla colocó otra servilleta sobre la barra y puso un tenedor y un cuchillo dentro.

–Supongo que no será más que una nota dándome las gracias. Ayer, cuando terminé de trabajar, me lo encontré en la calle. No era capaz de tenerse en pie, así que lo acompañé hasta su hotel.

–¿Y?

Kayla golpeó a su jefe cariñosamente con los cubiertos en la cabeza.

–Y nada más –contestó.

–Demuéstramelo –dijo Pete cruzándose de brazos.

–¿Y cómo quieres que te lo demuestre? –preguntó Kayla.

–Lee la nota –contestó Pete–. En voz alta.

–Muy bien –accedió Kayla abriendo el sobre.

Acto seguido, se quedó mirando el interior con los ojos muy abierto.

–¿Qué es?

–Un cheque –contestó Kayla mirando a su jefe–. Un cheque de treinta mil dólares.

–A ver –dijo su jefe arrebatándoselo de las manos–. Será una broma. Si ese vaquero tiene treinta mil dólares para regalar… madre mía –murmuró al leer quién era el titular del cheque–. ¿Pero tú sabes quién es ese hombre?

Kayla intentó recuperar el cheque, pero Pete no se lo devolvió.

–Es el doctor Ry Tanner, el cirujano plástico –le dijo–. Madre mía, Kayla –rió–, ¡te has ligado a un millonario!

Kayla apretó los dientes y le quitó el cheque.

–Yo no me he ligado a nadie –le aseguró mirando el cheque de nuevo–. Treinta mil dólares –murmuró confusa–. ¿Por qué me iba a dar treinta mil dólares?

–Y yo que sé, pero a caballo regalado no le mires el diente. Acepta el dinero.

–No –contestó Kayla guardándose el cheque en el bolsillo–. No puedo aceptar treinta mil dólares. Una propina de cincuenta dólares sí, pero esto no. Se lo voy a devolver.

Pete la miró sorprendido.

–¿Te has vuelto loca? ¡Quédatelo! A él no le importará porque tiene mucho dinero.

–Me da igual que tenga mucho dinero, pero yo no acepto regalos así –contestó Kayla desabrochándose el delantal–. Ahora mismo vuelvo.

–¿Adónde vas?

–Al Driskill.

Kayla salió del ascensor y fue corriendo hacia la puerta de la suite de Ry, ansiosa por devolverle el cheque y volver al trabajo.

Llamó a la puerta con los nudillos, se cruzó de brazos y esperó. Transcurridos unos segundos, volvió a llamar con más fuerza.

En ese momento, pasó una camarera y la miró con curiosidad. Kayla sonrió educadamente y siguió esperando.

–¡Doctor Tanner! –dijo acercándose a la puerta una vez a solas–. Soy yo, Kayla, la camarera del River’s End –añadió pegando la oreja a la puerta.

Rezando para que no hubiera empezado a beber de nuevo y se hubiera desmayado, golpeó la puerta con fuerza.

–¡Doctor Tanner!

–No está, señorita.

Kayla se dio la vuelta sorprendida y se encontró con la camarera.

–Madre mía –comentó asustada llevándose la mano al pecho–. No sabía que estaba usted detrás de mí. ¿No sabrá por casualidad cuando va a volver?

–No creo que vuelva porque pagó su cuenta hace horas.

–¿Y adónde ha ido? –preguntó Kayla presa del pánico.

–No lo sé, yo sólo limpio habitaciones, pero puede usted preguntar en recepción por si alguien le puede decir algo.

–Gracias –murmuró Kayla volviendo al ascensor.

No había nada que hacer porque, aunque en recepción supieran dónde se había ido el doctor Tanner, Kayla no creía que se lo fueran a decir.

Seguramente, la política del hotel impedía facilitar aquel tipo de información.

A Kayla no le gustaban los misterios y ni siquiera veía las series de detectives que estaban tan de moda en la televisión.

Ahora deseaba haberlas visto. Así, tal vez, tuviera una idea de por dónde empezar a buscar al doctor Tanner y no hubiera tenido que saltarse las clases para intentar lo obvio.

El listín telefónico.

Aunque su nombre figuraba en él, Kayla no llamó porque, a pesar de que Ry le había dicho que estaba divorciado, no sabía si lo creía del todo y no le apetecía tener que explicarle a su ex mujer, o mujer o lo que fuera, por qué quería hablar con el doctor Tanner.

Siguió buscando y encontró el número de su consulta, al que llamó. Allí, una enfermera la informó de que todos los pacientes del doctor Tanner los llevaba ahora el doctor Martin.

Kayla le explicó que no era una paciente y que lo que necesitaba era su número privado o, mejor todavía, su número móvil, pero la enfermera le dijo que no podía darle esa información.

El lunes por la tarde, frustrada por no haber podido localizar al doctor Tanner para devolverle el cheque, Kayla caminó hasta el trabajo.

Al llegar, vio que había un montón de coches en la puerta y se preguntó qué pasaría. Al entrar, vio a un montón de gente en la barra.

–¿Qué pasa? ¿Ha dicho Pete que hay barra libre o algo así? –le preguntó a Jill, una de sus compañeras, al llegar al vestuario de las camareras.

Jill se giró hacia ella y la abrazó.

–¡Oh, Kayla! –exclamó–. ¡Cuánto me alegro por ti!

Kayla puso los ojos en blanco.

–Supongo que Pete os ha contado lo de la propina.

–¡Por supuesto que sí! Nadie se lo merece más que tú –le dijo su amiga con lágrimas en los ojos–. Te voy a echar de menos.

–Pero si no me voy a ninguna parte –contestó Kayla confusa.

–Sí, claro –insistió su amiga secándose las lágrimas con un pañuelo de papel–. Como si necesitaras trabajar. Pete nos ha dicho cuánto dinero te ha dado el doctor. Todo el mundo habla de ello. Hay periodistas por todas partes esperando a que llegaras.

Kayla sintió que el corazón le daba un vuelco.

–¿Periodistas?

–Sí, con cámaras y todo –la informó su amiga–. Hay cien personas en el bar, han venido de todas partes. Ése de ahí es de los informativos de Dallas y también está Adrian Tyson, la presentadora de ese programa en el que todos terminan pegándose.

–Oh, no –se lamentó Kayla dejando caer la cabeza entre las manos–. ¡Voy a matar a Pete! –exclamó–. Me voy.

–¡No puedes irte! –gritó Jill–. Llevan horas esperando para hablar contigo.

Kayla se giró hacia la puerta rápidamente, pero el grito de su amiga había llegado hasta los oídos de los periodistas, que se abalanzaron al vestuario de camareras y le impidieron salir.

–¡Ya ha llegado! ¡Está aquí!

A Kayla no le dio tiempo ni a girar el pomo de la puerta y ya tenía cientos de micrófonos y de cámaras delante de la cara.

–Cuéntanos qué ha pasado, Kayla –dijo alguien.

–Sí, ¿qué se siente cuando te dan una propina de treinta mil dólares? –preguntó otra persona.

Kayla se dio cuenta de que estaba atrapada y se giró hacia las cámaras con una educada sonrisa.

–La verdad es que me quede muy sorprendida.

–¿Y qué vas hacer con todo ese dinero?

–No me lo voy a quedar –contestó tapándose los ojos ante los flashes de las cámaras de fotos.

–¿Por qué? El doctor Tanner te lo ha dado, ¿no?

–Sí, pero…

–¿Es la primera vez que te da dinero?

–Sí –contestó Kayla preguntándose por qué iba a creer alguien que el doctor le hubiera dado dinero antes.

–¿Te ha regalado en otras ocasiones joyas o abrigos de pieles? –gritó alguien desde el fondo.

Aquello sonaba tan absurdo que Kayla se rió. Imaginarse a Kayla Jennings envuelta en diamantes y pieles era para estallar en carcajadas.

–Me gusta más ir en vaqueros y con camiseta de algodón –contestó.

–¿Qué se siente al pasar de fregona a rica? –le preguntó una reportera metiéndole el micrófono en la cara.

Kayla sintió que la sonrisa se le borraba ante aquel golpe a su dignidad.

–No lo sé porque yo las únicas fregonas que conozco son las de fregar el suelo –contestó sin embargo.

–¿Sabes cuál es el estado civil del doctor Tanner? –insistió la misma reportera.

–No –contestó Kayla–. Bueno, sí –añadió al recordar que le había dicho que estaba divorciado.

–¿Sí o no? ¿En qué quedamos?

Kayla se masajeó las sienes pues le parecía que le estaba empezando a doler la cabeza. Las preguntas se sucedían de manera demasiado vertiginosa como para poder pensar la respuesta con tranquilidad.

–No me enteré de que estaba divorciado hasta el sábado por la noche.

La reportera enarcó una ceja.

–¿Ah, sí? ¿Y qué pasó de especial el sábado por la noche?

–Nada, que bebió demasiado y lo acompañé a la habitación del hotel.

–¿Y fue entonces cuando te lo contó?

–Sí –contestó Kayla rezando para que aquella mujer terminara el interrogatorio.

–¿En la cama?

Kayla se quedó mirándola con la boca abierta.

–Me parece que eso no es asunto suyo –contestó apretando los dientes.

La reportera sonrió. Obviamente, estaba satisfecha por haber conseguido enfurecerla.

–Entonces, doy por hecho que estaban en la cama.

–De eso nada –gritó Kayla indignada–. Él estaba en la cama, pero yo…

Al darse cuenta de que estaba despertando demasiado interés en los allí reunidos, decidió callar.

–Sin comentarios –dijo.

Pero la reportera no estaba dispuesta a darse por vencida.

–La esposa del doctor Tanner estuvo hace poco en mi programa para hablar de la exposición que ella y otras mujeres estaban organizando para recaudar fondos para el servicio de pediatría del hospital local. Cuando le pregunté por su divorcio, dio a entender que había habido otra mujer. ¿Qué sabes tú de eso?

Kayla sintió que la rabia se apoderaba de ella pues no creía merecer que la trataran así.

Ella no le había pedido al doctor Tanner el dinero.

De hecho, lo único que quería era devolvérselo.

Sabía que los reporteros ya se habían hecho una idea de lo que había ocurrido y que, por mucho que ella dijera, publicarían lo que les diera la gana.

¿Qué era destrozar la reputación de una mujer comparado con la audiencia y todas las revistas que podrían vender?

Aunque le costó un gran esfuerzo, sonrió radiante.

–Lo siento, pero no he visto la entrevista de la que habla porque a esas horas estoy trabajando para ganarme la vida y no tengo costumbre de ver esos ridículos programuchos.

La reportera se quedó mirándola con la boca abierta y Kayla aprovechó para apartar el micrófono de su rostro como si fuera algo que le diera asco.

–Sí me perdonan, tengo que ir a hablar con mi jefe.

Ignorando los gritos de «¡a por él!» de los cocineros, Kayla atravesó la cocina del restaurante en dirección al despacho de Pete.

Una vez allí, dio un portazo y lo miró en jarras.

–¿Cómo has podido? –lo acusó furiosa–. Sabías que no tenía intención de quedarme con el dinero.

Muy satisfecho consigo mismo, Pete se echó hacia atrás y descansó la cabeza sobre las manos.

–Ya lo sé.

–Entonces, ¿por qué les has dicho a los periodistas que sí?

–Yo no les he dicho eso. Sólo les he dicho que te lo había dado.

–¿Por qué has llamado a los periodistas? No lo entiendo –gritó Kayla–. Esto no tiene nada que ver con ellos ni contigo.

–Te equivocas. Ha ocurrido en mi bar –le recordó Pete–. Piensa en la publicidad gratis para el restaurante. Esto se va a llenar de gente. Probablemente, voy a tener que contratar a más camareras.

Kayla se quedó mirándolo con incredulidad.

–¿Me estás diciendo que has llamado a los periodistas solamente para hacerte publicidad?

–Por supuesto que sí –contestó Pete frunciendo el ceño–. ¿Por qué se lo iba a decir si no?

–¿Y has pensado en lo que iba a ser de mí cuando se lo dijeras? –le preguntó Kayla–. ¡Me van a crucificar! Se creen que el doctor Tanner y yo estamos liados y que se ha divorciado por mí. ¡Van a arrastrar mi nombre por el fango!

Pete hizo un gesto con la mano como diciéndole que no era para tanto.

–En un par de días, ni siquiera se acordarán de ti –le aseguró–. Piensa en la cantidad de propinas que te vas a ganar cuando empiece a venir más gente –añadió guiñándole un ojo.

–Si me importara más el dinero que mi reputación, me quedaría con el cheque del doctor Tanner y dejaría este horrible trabajo –le dijo desabrochándose el delantal.

–¿Qué haces? No te puedes ir. Te toca trabajar esta noche.

–No me voy –contestó Kayla tirándole el delantal a la cara–. Dejo el trabajo.

–¿Qué?

–Lo que has oído. No quiero trabajar para alguien que me tiene en tan poca estima que no duda en sacrificar mi reputación en su beneficio.

–¡Pero no te puedes ir ahora! Van a venir de una emisora de radio para hacer un programa en directo con preguntas de oyentes y todo.

–Qué pena que no me lo preguntaras antes de comprometerte con ellos.

–Kayla, por favor, no me hagas esto –suplicó Pete poniéndose en pie–. Voy a quedar como un imbécil.

Kayla enarcó una ceja.

–¿Acaso te parecería mejor que yo quedara como una fulana? –contestó Kayla dándole la espalda–. Lo siento, Pete, te has metido en este lío tú solito, así que a ver cómo sales –añadió cerrando la puerta al salir.

En manos del dinero

Подняться наверх