Читать книгу Amor traicionero - Penny Jordan - Страница 6
Capítulo 2
ОглавлениеMÁS café, Beth…?
—Sí…
—Pareces preocupada. ¿Te ocurre algo? —le preguntó Dee con inquietud mientras dejaba la cafetera sobre la mesa.
Habían terminado de cenar y estaban en ese momento sentadas en el salón de la casa de Dee, rodeadas de catálogos y revistas de decoración. Dee tenía pensado decorar su salón y le había estado pidiendo a Beth su opinión sobre la elección que había hecho.
—El brocado color crema me encanta —Beth se apresuró a decirle a Dee—. Y si optas por una alfombra del mismo tono podrás luego poner los cojines en colores más vivos….
—Sí, eso era lo que había pensado. Me he enamorado de una tela preciosa y he conseguido localizar al fabricante, pero es una compañía muy pequeña. Me han dicho que solo aceptaran el pedido si lo pago por adelantado y, por supuesto, estoy un poco reacia a hacerlo, por si acaso no pueden o simplemente no me la sirven. Le he pedido a mi banco que investigue las operaciones financieras de esta empresa y que me den los resultados cuanto antes. Será una lástima si el informe no es favorable, porque la tela es maravillosa y estoy segura de que otra ya no me va a gustar tanto. Pero por supuesto, una debe tener cuidado con estas cosas, ya sabes. Seguro que estuviste rezando mientras esperabas que el banco te verificara que la empresa checa era de fiar para hacer negocios con ellos.
—Esto… Sí, claro…
Beth dio un sorbo de café.
¿Qué diría Dee si Beth le confesara que no había hecho tal cosa, sino que se había sentido tan emocionada al pensar en vender la cristalería que ni siquiera había pensado en un detalle tan importante como el estado de las finanzas de una empresa?
—Kelly me ha llamado hoy. Me ha dicho que ella y Brough esperan poder prolongar el viaje hasta Australia…
—Sí, me lo ha contado también… —concedió Beth.
Debería haberle pedido a su banco que investigara el estado de las finanzas de la empresa checa. No solo para asegurarse de que era bueno, sino para saber si cumplían con los pedidos a tiempo. Incluso recordó que el director de su banco se lo había aconsejado cuando lo llamó para pedirle el crédito. Y, si no hubiera estado a punto de marcharse de vacaciones la misma tarde que ella había llamado, se habría asegurado de que lo hacía.
Pero él se había ido y ella no lo había hecho, y la pequeña e inquietante duda que la inhabilidad para comunicar con la fábrica había sembrado en su mente estaba ya echando raíces de miedo y sospecha.
—¿Cómo te las vas a arreglar en ausencia de Kelly? Tendrás que meter a alguien para que te ayude…
—Sí. Sí, lo haré —Beth contestó distraídamente, preguntándose con histerismo qué diantre diría Dee si le reconociera que su peor pesadilla se había hecho realidad y que realmente no necesitaría a nadie para que le echara una mano puesto que no habría nada que vender.
¿Y si no tenía nada que vender, cómo iba a pagarle el alquiler a Dee?
No tenía absolutamente nada ahorrado, sobre todo después de haber gastado tanto dinero en el cristal checo.
Sus padres siempre podrían echarle una mano, eso lo sabía, y también tenía la certeza de que podría hacerlo Anna, su madrina. ¿Pero cómo podría presentarse ante ninguno de ellos y admitir lo inocente y tonta que había sido?
No. Ella se había metido sola en ese lío y de algún modo tenía que salir de él por su cuenta.
Y el primer paso era localizar al proveedor e insistir en que la fábrica le enviara los artículos que había pedido.
—¿Beth, estás segura de que estás bien…?
De pronto Beth se dio cuenta que la mujer le había estado hablando y que ella no había escuchado ni una sola palabra de lo que le había dicho.
—Esto… Sí, perfectamente…
—Bueno, si te sirve de ayuda, yo podría ir a la tienda algún día para echarte una mano.
—¡Tú! —Beth miró a Dee con perplejidad y la mujer se puso colorada.
—No hace falta que te sorprendas tanto —Dee le dijo un poco a la defensiva—. Debes saber que trabajé en una tienda cuando estaba en la facultad.
¿Habría herido los sentimientos de Dee? Dee siempre se comportaba con mucha serenidad, pero desde luego había una sombra de dolor en su mirada.
—Si me he mostrado sorprendida ha sido porque sé lo ocupada que estás —Beth le aseguró sin mentir.
Tras la muerte de su padre, Dee se había puesto al mando de su gran imperio comercial, controlando no solo las grandes sumas de capital que su padre había amasado mediante hábiles inversiones, sino también administrando las diversas instituciones benéficas que había creado para ayudar a los más necesitados de la ciudad.
El padre de Dee había sido un filántropo a la antigua usanza, muy en consonancia con los valores victorianos, que siempre había querido ayudar a sus vecinos y habitantes de su ciudad.
Había sido un hombre tradicional en muchos aspectos además de, según había oído Beth, un devoto cristiano y un padre cariñoso que había educado él solo a su hija Dee tras la prematura muerte de su esposa.
Dee estaba entregada apasionadamente a preservar la memoria de su querido padre y cada vez que alguien le agradecía el trabajo que hacían las distintas instituciones benéficas que ella ayudaba a financiar, siempre respondía con prontitud que lo único que hacía ella era actuar en representación de su padre.
Cuando Beth y Kelly se fueron a vivir a Rye on Averton se habían preguntado con curiosidad por qué Dee nunca se había casado. Debía de tener alrededor de treinta años y, sorprendentemente, para ser una sagaz mujer de negocios, un gran instinto maternal. Además, era muy atractiva.
—A lo mejor no ha encontrado al hombre adecuado —Beth le había sugerido a Kelly.
—Ya… O quizá, a sus ojos, ningún hombre puede compararse a su padre —había sugerido Kelly con perspicacia.
Fuera lo que fuera, una cosa estaba clara: Dee no era el tipo de persona en cuya vida privada uno pudiera meter la nariz si ella no quería. Y en cambio esa noche parecía más vulnerable; incluso se la veía más joven, quizá porque se había dejado el pelo suelto.
Desde luego sería imposible no reparar en ella, ni siquiera entre una multitud. Tenía un físico y unos modales que inmediatamente atraían la atención de los demás… No cómo ella, Beth decidió con desprecio hacia su persona.
Su suave cabello color rubio ceniza jamás haría que nadie volviera la cabeza para mirarla, ni siquiera cuando el sol le había dejado, como había hecho unos meses atrás, durante el verano, aquellos delicados mechones rubios.
De jovencita había rezado desesperadamente para crecer un poco más. Con su metro cincuenta y cinco centímetros era desde luego bastante baja…
—Menuda —le había dicho Julian en una ocasión.
Menuda y tan exquisitamente delicada como una muñeca de porcelana. Y ella que había pensado que aquellos eran elogios. ¡Qué asco! Era baja, cierto, pero también muy esbelta, y tenía una suavidad y un encanto que le daban un atractivo muy especial.
Impulsivamente, antes de salir de viaje a Praga, se había cortado el pelo, que lo llevaba largo. La melena corta y cuadrada le quedaba bien, incluso si a veces le resultaba algo molesta porque el pelo no dejaba de caérsele en la cara cuando estaba trabajando.
—Eres preciosa —le había dicho Alex Andrews cuando la tuvo entre sus brazos—. La mujer más bella del mundo.
Ella supo que él le había mentido y, por supuesto, la razón para ello. Ni por un momento la había engañado, a pesar del dolor que como un cuchillo la había rasgado por dentro al escucharle decir tales mentiras.
¿Por qué iba a pensar él que era bella? Después de todo, él era un hombre que a cualquier mujer le parecería extraordinariamente apuesto. Alto y fuerte, parecía irradiar un fiero y sensual magnetismo. Incapaz de ignorarlo, o a él, Beth había experimentado a ratos una sensación mareante, como si la privara de su voluntad, como si la fuerza de su sensualidad fuera superior a su resistencia.
También poseía unos hipnóticos ojos color gris plateado; unos ojos que cada vez que pensaba en ellos sentía un extraño calor por dentro…
—¿Beth…?
—Lo siento, Dee —se disculpó, sintiéndose culpable.
—No pasa nada —Dee le aseguró con una inesperada y cálida sonrisa—. Kelly me dijo que habías recogido tu pedido en el aeropuerto y que lo estabas desembalando. Debo confesarte que estoy deseando verlo. Mañana tengo un rato libre. ¿Qué te parece si…?
Beth notó que empezaba a ponerse nerviosa.
—Esto… No quiero que nadie lo vea hasta que las luces de Navidad se enciendan oficialmente —se apresuró a decirle—. No lo he colocado en las estanterías y…
—Quieres darle una sorpresa a todo el mundo con una maravillosa exposición —adivinó Dee, sonriendo de oreja a oreja—. Bueno, hagas lo que hagas, sé que va a quedar precioso. Eres una persona muy creativa y artística —elogió a Beth de corazón—. Cosa que a mí no me pasa —añadió con pesar—. Por eso te necesito para que me ayudes a amueblar el salón.
—Yo creo que tienes muy buen ojo —le aseguró Beth—. Solo necesitas ayuda en los pequeños detalles —Beth echó un vistazo a su reloj de pulsera; era hora de marcharse.
—No lo olvides —le dijo Dee en tono apremiante—. Si de verdad necesitas ayuda en la tienda, por favor dímelo. Sé que Anna a veces os sustituye cuando tú o Kelly no estáis, aun así…
—No creo que Ward permita a Anna que se pase varias horas de pie en estos momentos. Según Anna, a pesar de las veces que le ha dicho que estar embarazada es un estado totalmente normal y que no debe preocuparse por nada, sigue tratándola como si ahora estuviera más débil.
Dee se echó a reír con ganas.
—Desde luego se muestra muy protector con ella. El otro día se enfadó conmigo cuando se enteró de que habíamos estado en el vivero y que le había dejado cargar con una caja de plantas. Pero también sospecho que aún no me ha perdonado por enviarle a freír espárragos cuando vino en busca de Anna antes de casarse.
—Tan solo intentabas protegerla —protestó Beth.
Le gustaba Ward y estaba contenta de que su madrina hubiera encontrado con él la felicidad después de llevar viuda tanto tiempo, pero entendía que dos caracteres tan fuertes como los de Dee y Ward pudieran chocar de vez en cuando.
De ser un hombre de carácter fuerte y lleno de determinación a ser un hombre mandón y dominante, tan solo había un paso. Ward, afortunadamente, sabía controlarse; Alex Andrews no.
Alex Andrews.
Él estaría disfrutando de lo lindo si supiera de su sufrimiento presente, y también se regocijaría aún más recordándole que él la había avisado.
¡Alex Andrews!
Beth aparcó su pequeño vehículo a la puerta de la tienda y entró por una puerta contigua que llevaba a la vivienda del primer piso que originalmente había compartido con Kelly.
Mientras se preparaba una taza de té seguía todavía pensando en Alex Andrews. Alex Andrews o, más exactamente, Alex Charles Andrews.
—Me llamaron así por este puente —le había dicho en voz baja el día en el que habían paseado por el legendario Puente Charles de Praga—. Para recordar siempre, como solía decir mi abuelo, que yo soy medio checo.
—¿Es por eso por lo que estás aquí? —Beth le había preguntado, a pesar de su empeño en mostrarse distante con él.
—Sí —le había contestado—. Mis padres llegaron aquí después de la Revolución del Terciopelo de 1933 —su mirada se había tornado sombría—. Desgraciadamente, mi abuelo murió demasiado pronto para ver libre la ciudad que tanto había amado. Salió de Praga en 1946 con mi abuela y mi madre, que entonces era una niña de dos años. Ella apenas recuerda nada de su vida aquí, pero mi abuelo… —se había callado y sacudido la cabeza, y a Beth se le había formado un nudo en la garganta al ver el brillo de dolor en su mirada—. Deseaba tanto volver aquí. Después de todo, era su hogar y, por muy bien situado que estuviera en Inglaterra o lo feliz que estuviera de haber podido educar a su hija, mi madre, en libertad, siempre llevó a Praga en el corazón.
Recuerdo una ocasión en la que fue a visitarme a Cambridge y salimos a dar un paseo en batea por el río Cam. Me dijo que era precioso, pero que no podía hacerle sombra al hermoso río que fluye por Praga. Hasta que estés sobre el Puente Charles y lo veas con tus propios ojos no entenderás lo que quiero decir… —le había dicho su abuelo.
—¿Y tú? —Beth le había preguntado con delicadeza—. ¿Entendiste lo que quería decir?
—Sí —Alex le contestó en el mismo tono—. Hasta que vine aquí me había tenido a mí mismo como un británico de pies a cabeza. Conocía mi herencia checa, por supuesto, pero tan solo a través de las historias que mi abuelo me había contado. Para mí no eran reales, tan solo historias. Los relatos que me había contado del castillo que su familia había poseído y de la tierra que lo rodeaba, de los bellos tesoros y del exquisito mobiliario…
Alex se encogió de hombros.
—Para mí no era una pérdida personal. ¿Cómo podía sentirlo así? Pero cuando llegué aquí… Entonces sí. Supe que me faltaba una parte de mí mismo. Entonces me di cuenta que subconscientemente había estado buscando esa parte.
—¿Te vas a quedar aquí? —le había preguntado Beth que, muy a su pesar, se vio envuelta en la intensidad emocional de lo que le estaba contando.
—No —le había dicho Alex—. No puedo… Ahora no.
Fue entonces cuando había empezado a llover torrencialmente, con lo que él la agarró del brazo y corrieron a cobijarse bajo un hueco peligrosamente íntimo que había en el arco del puente. Y fue entonces cuando le declaró su amor.
Inmediatamente a Beth le entró el pánico; era demasiado pronto y demasiado imposible de creer. Debía tener algún otro motivo para decirle tal cosa. ¿Cómo podía estar enamorado de ella? ¿Y, además, por qué iba a estarlo?
—¡No! No, eso no es posible. No quiero que me digas eso, Alex —le dijo de modo cortante, apartándose de él y saliendo del amparo del hueco, provocando que él la siguiera.
Beth había conocido a Alex en el hotel donde ella se había hospedado. El personal del establecimiento, al pedir ella los servicios de un intérprete, le había respondido con evasivas y luego informado de que, debido a que en ese momento se estaban celebrando varias convenciones de negocios en la ciudad, todas las agencias de renombre tenían mucho trabajo durante los días siguientes. No podía hacer lo que había ido a hacer a la República Checa sin un intérprete, y eso era lo que le había dicho al joven recepcionista.
—Lo siento mucho —se había disculpado el hombre—, pero no hay intérpretes.
No había intérpretes. Beth había estado a punto de echarse a llorar, sobre todo porque aún estaba muy sensible después del engaño del que había sido víctima por parte de Julian Cox. Mientras Beth luchaba por contener las lágrimas, vio a un hombre que estaba de pie a unos metros de ella apoyado sobre el mostrador y mirándola con curiosidad.
—No he podido evitar escuchar lo que ha estado hablando con el recepcionista —le dijo a Beth mientras se separaba del mostrador—. Y aunque sé que no es demasiado ortodoxo, me preguntaba si quizá yo pudiera resultarle útil de alguna manera…
Su inglés era tan fluido que Beth adivinó al instante que debía ser su lengua materna.
—Es inglés, ¿verdad? —le preguntó.
—De nacimiento sí —concedió inmediatamente, esbozándole una sonrisa que podría haber desarmado hasta una cabeza nuclear.
Beth se recordó a sí misma que estaba hecha de un material muy duro. No pensaba permitir que ningún hombre, aunque fuera uno tan carismático y peligroso como aquel, la engatusara.
—Yo hablo inglés —Beth le dijo con amabilidad y, por supuesto, innecesariamente.
—Desde luego, y noto en su habla un bonito deje de Cornualles, si me permite aventurar —comentó con una sonrisa, sorprendiendo mucho a Beth—. Sin embargo —dijo antes de que ella abriera la boca—, parece que usted no habla checo, mientras que yo sí…
—¿En serio? —Beth le dedicó una sonrisa fría y algo desdeñosa y echó a andar en dirección contraria a él.
Había sido avisada de los peligros de contratar a los falsos guías o intérpretes que ofrecían sus servicios a los turistas en las calles de Praga.
—Bueno… Mi abuelo me enseñó a hablarlo. Él nació y se crió aquí.
Beth se puso tensa al notar que el extraño estaba caminando junto a ella.
—Ah, ya entiendo. Usted no se fía de mí. Muy inteligente —aprobó con sorprendente aplomo—. Una bella joven como usted, sola en una ciudad extraña, siempre debe sospechar de cualquier hombre que se acerque a ella.
Beth lo miró furiosa. ¿Acaso se creía que era tonta?
—No soy… —había estado a punto de decir bella, pero decidió no trasmitirle su enojo—. No me interesa.
—¿No? Pero le dijo al recepcionista que necesitaba un intérprete desesperadamente —le recordó en tono cordial—. El director del hotel, estoy seguro, responderá por mí…
Beth se detuvo.
En una cosa tenía razón: necesitaba un intérprete desesperadamente. Había ido a Praga en parte para recuperarse del daño que Julian Cox le había hecho y, sobre todo, para comprar cristal checo de buena calidad para su tienda.
A través de Dee había obtenido de la Cámara de Comercio Local algunas direcciones y contactos, pero le habían dicho que la mejor manera de encontrar lo que deseaba era haciendo sus propias averiguaciones una vez que llegara a la ciudad, y no iba a poder hacerlo sin ayuda. Se dio cuenta que no solo necesitaba un intérprete sino que también le hacía falta un guía. Alguien que pudiera llevarla hasta las diversas fábricas que tenía que visitar, aparte de traducirle lo que se hablara una vez allí.
—¿Y por qué iba usted a ofrecerme ayuda? —le preguntó en tono sospechoso.
—A lo mejor se trata de que sencillamente no me queda otra alternativa —le respondió con una sonrisa enigmática.
Beth decidió ignorar la sonrisa. En cuanto al comentario, quizá esperaba que se compadeciera de él por insinuar que andaba falto de dinero.
Mientras se preguntaba qué hacer, una mujer morena muy elegante de unos cincuenta y pocos años se apresuró hacia ellos.
—¡Ah, Alex, estás aquí! —exclamó, dirigiéndose al acompañante de Beth—. Si estás listo para salir, el coche está aquí…
Estudió a Beth con la mirada y esta se sintió incómoda al ser consciente de pronto de su informal atuendo frente a la inmaculada elegancia de la mujer. Poseía el estilo de una parisina, desde las uñas cuidadosamente pintadas hasta el brillante y elegante moño. Unas perlas, lo suficientemente gordas como para ser falsas pero que Beth intuyó que no lo eran, adornaban las orejas de la mujer y el collar de oro que llevaba tenía pinta de ser igual de valioso.
Quienquiera que fuera, estaba claro que era una mujer muy rica. Si ese hombre era el intérprete de esa mujer, debía de ser de fiar, Beth razonó, porque después de mirarla a la cara tan solo una vez, Beth se dio cuenta que no era de las que se dejaban engañar por nadie… ni siquiera por un hombre tan apuesto y tan sexy como aquel.
—No tiene que decidirse ahora mismo —el hombre le estaba diciendo a Beth con tranquilidad—. Aquí está mi nombre y un número donde puede localizarme —se metió la mano en el bolsillo interior de la americana y sacó un bolígrafo y un papel donde apuntó algo antes de pasárselo a Beth.
—Estaré aquí en el hotel mañana por la mañana. Puede decirme entonces lo que haya decidido.
No iba a aceptar su oferta, por supuesto, Beth se dijo para sus adentros cuando él y la señora se hubieron marchado. Incluso de haber sido un intérprete acreditado de una agencia respetable, habría tenido sus dudas.
Porque era demasiado sexy, demasiado masculino y ella era demasiado vulnerable, oyó que una voz le decía en su interior. Se suponía que era ya inmune a los hombres, que Julian Cox le había curado de volver a enamorarse otra vez.
No. Eso no volvería a ocurrir, se dijo para sus adentros críticamente. Era imposible que ni siquiera corriera el peligro de enamorarse de un hombre como él, un hombre que sin duda tendría un montón de mujeres revoloteando a su alrededor como moscones. ¿Por qué diablos iba a interesarse en alguien como ella?
Quizá por la misma razón por la que se había interesado Julian Cox, pensaba Beth. Tal vez para él no fuera más que una mujer sola, vulnerable. No debía olvidar lo que le habían dicho antes de salir de casa.
Beth estaba decidida a no aceptar la oferta de Alex, pero por la mañana, cuando bajó de nuevo a la recepción del hotel y volvió a insistir en lo del intérprete el hombre volvió a sacudir la cabeza con pesar, repitiendo lo que Beth había escuchado el día anterior.
—Lo siento pero no podemos —le había dicho a Beth—. Como ya le dije ayer, están las convenciones.
A Beth se le ocurrió por un momento que quizá se viera obligada a dejar de lado sus planes de hacer compras y dedicarse a hacer turismo. Pero eso significaría tener que volver a casa y reconocer que había vuelto a fracasar… Había ido a Praga a buscar las cristalerías y no iba a volver a casa con las manos vacías.
Incluso si ello significara aceptar los servicios de un hombre como Alex Andrews.
Había desayunado sola en su habitación; el hotel estaba lleno y, a pesar de las duras advertencias que se había hecho a sí misma, no se sentía lo suficientemente segura para comer en el comedor sola.
En ese momento pidió un café y sacó del bolso la guía que había comprado al llegar a Praga. En realidad ni siquiera sabía si Alex Andrews iba a aparecer o no. Bien, si no lo hacía, había otros muchos estudiantes extranjeros buscando trabajo, se recordó estoicamente para sus adentros.
Se sentó en un rincón del vestíbulo del hotel donde no estaba escondida, pero tampoco demasiado a la vista. ¿Por qué se estaba medio escondiendo? ¿Por qué tenía tan poca confianza en sí misma, por qué era tan vulnerable, tan insegura? No tenía razón de ser así; formaba parte de una familia cariñosa y unida, y sus padres siempre la habían apoyado y protegido. Tal vez se tratara de eso; tal vez la hubieran protegido demasiado, decidió con pesar. Desde luego, su amiga Kelly siempre se lo había dicho.
—El camarero no recordaba lo que había pedido, así que le he traído un capuchino.
Beth estuvo a punto de caerse del asiento al oír la sensual y masculina voz de Alex Andrews. ¿Cómo la había visto en aquel rincón? ¿Y, sobre todo, cómo sabía que había pedido un café? Entonces dejó la bandeja sobre la mesa delante de ella y Beth adivinó lo que había hecho. Había dos tazas de café y dos croissants. ¡Sin duda todo ello cargado a su habitación!
—El café lo pedí negro —le dijo en tono cortante, sin decir la verdad.
—Oh —la miró de reojo, sonriendo—. Qué extraño. Hubiera jurado que era usted una chica de capuchino. La verdad es que me la imagino con un pequeño bigote de leche y chocolate.
Beth lo miró con una mezcla de irritación e incredulidad. Ese hombre se estaba tomando demasiadas libertades, comportándose con demasiada confianza.
—Como mujer —le dijo con frialdad— no me parece un comentario demasiado halagador. Son los hombres los que tienen bigote.
—No del tipo al que yo me refería —le respondió al momento mientras se sentaba a su lado, mirándola con una pícara sonrisa mientras se inclinaba hacia delante; tenía los labios tan cerca de su oreja que sentía el calor de su aliento mientras le susurraba provocativamente—. Los que yo me refiero se retiran con un beso, no se afeitan.
Beth abrió los ojos como platos, indignada. Aquel hombre estaba coqueteando con ella, como si la encontrara atractiva.
Empezó a ponerse de pie, demasiado furiosa incluso como para molestarse en comunicarle que no iba a necesitar de sus servicios, cuando de repente, por el rabillo del ojo vio unas preciosas arañas de cristal que la chica colocaba en los estantes del escaparate de la tienda de regalos del hotel. La luz se reflejaba a través de las lágrimas de cristal, despidiendo delicados destellos; inmediatamente Beth deseó poder comprarlas.
—¿Qué le pasa? —oyó que Alex le preguntaba con curiosidad.
—El cristal… las lámparas —le explicó Beth—. Son tan bellas.
—Mucho, y me temo que también muy caras —le dijo Alex—. ¿Estaba pensando comprarlas para regalo o para usted?
—Para mi tienda —le dijo distraídamente, sin apartar la vista de las lámparas.
—¿Tiene una tienda? ¿Dónde? ¿De qué? —le dijo con menos dulzura; más bien en un tono ciertamente interesado… demasiado interesado como para tratarse de simple curiosidad.
—Tengo una tienda en una pequeña población de la que no habrá oído hablar. Se llama Rye on Averton… Yo, bueno, vendemos porcelana, alfarería y cristalería. Para eso he venido a Praga. Estoy buscando nuevos proveedores aquí, pero la calidad debe ser buena, y los precios…
—Bueno, no creo que encuentre mejor calidad que la de esas lámparas —Alex le dijo con certeza.
Beth lo miró, pero antes de que pudiera contestar nada él empezó a hablar.
—Se le está enfriando el café. Será mejor que se lo beba y creo que yo debo presentarme como es debido. Como sabe, me llamo Alex Andrews.
Le tendió la mano y Beth se la estrechó con cierto recelo. No sabía por qué se sentía tan reacia a tocarlo. Cualquiera otra mujer se habría mostrado más que ansiosa por hacerlo, de eso estaba segura. Pero ella se estaba comportando como un conejillo asustado… ¿Estaría demasiado aterrorizada para tocar a un hombre tan guapo y tan sexy porque temía el efecto que pudiera causarle? No, por supuesto que no.
Le estrechó la mano con rapidez y la retiró del mismo modo, consciente de que se le había acelerado el pulso y que se había puesto colorada.
—Beth Russell —le contestó.
—Sí, lo sé —Alex le confesó—. Lo pregunté en la recepción. ¿De qué es diminutivo?
—De Bethany —le dijo Beth.
—Bethany… Me gusta; creo que le va muy bien. Mi abuela también se llamaba Beth. Su verdadero nombre era Alzbeta, pero ella lo anglicanizó cuando se marchó a Gran Bretaña con mi abuelo. Se murió antes de nacer yo, mi abuelo solía decir que fue de pena, por el país y la familia que había tenido que dejar atrás.
Cuando mis padres finalmente visitaron Praga, después de la Revolución, mi madre dijo que la enterneció mucho oír a su familia hablar de ella. Dijo que fue como una manera de revivir a su madre. Mi abuela murió cuando mi madre tenía ocho años…
Beth soltó una exclamación de angustia involuntaria.
—Sí… —dijo Alex, confirmándole que la había oído y que estaba de acuerdo—. Yo siento lo mismo. Mi madre se perdió tanto… La amorosa presencia de su madre y el consuelo de ser parte de una gran familia, a la que habría conocido de haberse criado aquí en Praga. Pero también, por supuesto, como solía decir mi abuelo, el lado más oscuro de todo eso era que por sus ideas políticas quizá lo hubieran procesado o incluso matado.
El resto de la familia no salió indemne del asunto. El hermano mayor de mi abuelo debería haber heredado tanto las tierras como el título de su padre, pero el Régimen le quitó todo a la familia.
Ahora, por supuesto, todo les ha sido devuelto. Hay muchas familias hoy en día en la República Checa que han recuperado viejos castillos y no saben lo que hacer con ellos.
Afortunadamente, en el caso de mi familia, solo tenemos uno. Te llevaré a que lo veas. Es muy bello, aunque no tan bello como tú.
Beth lo miró, sin saber qué decir. Podría decir que era británico, y su pasaporte así podría probarlo, pero desde luego tenía mucho de checo. Beth había leído bastante antes de viajar a la República Checa; sabía que los checos se enorgullecían de ser artísticos y sensibles, grandes poetas y escritores, idealistas y románticos. Alex desde luego era muy romántico. Pero ella no merecía ser llamada bella y se enfureció al pensar que él la creyera lo suficientemente estúpida como para tragárselo. ¿Por qué lo estaba haciendo?
Estaba a punto de preguntárselo cuando las lámparas le llamaron de nuevo la atención. Alex tenía razón; serían muy caras en un hotel como aquel, pero debía de haber fábricas que no cobraran precios tan altos como los del hotel. Sin embargo, si no llevaba un intérprete, no podría encontrarlas.
Beth se volvió hacia Alex Andrews.
—Sé exactamente cuáles son las tarifas actuales de los intérpretes —lo advirtió con dureza—. Y tendrá que conducir también. Además, tengo la intención de comprobar que el director del hotel está dispuesto a responder por usted…
La forma en que Alex le sonreía hizo que el corazón le hiciera cosas raras y empezara a retumbarle como si tuviera un tambor dentro del pecho.
—¿Qué está haciendo? —protestó, al ver que Alex iba a tomarle de la mano.
—Sellando nuestro trato con un beso —le dijo con delicadeza mientras se llevaba la mano de Beth a los labios—. Aunque, pensándolo mejor… —le dijo antes de rozársela.
Beth se sintió de repente aliviada, pero su alivio no le duró mucho tiempo porque, en cuanto empezó a retirar la mano, Alex se inclinó sobre ella y le dio un beso en los labios.
Beth se quedó inmóvil.
—¡Me ha besado…! —exclamó con un hilo de voz—. Pero…
—Tenía ganas de hacerlo desde que la vi por primera vez —Alex le dijo en tono sensual.
Beth se lo quedó mirando. El sentido común le decía a gritos que no contratara sus servicios como intérprete, sobre todo después de lo que acababa de hacer, pero sus hipnóticos ojos grises la cautivaron de tal modo que le fue imposible decir lo que debería haber dicho.
—Necesitaremos alquilar un coche —le estaba diciendo Alex, como si acabara de hacer la cosa más natural del mundo—. Yo me encargaré.