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I

Directamente del pasado. La moda, el orientalismo, el cuerpo

1. Las mil y una noches

El 24 de junio de 1911, el renombrado modisto Paul Poiret organizó la fiesta de la Milesimosegunda Noche, para celebrar su nuevo estilo «oriental». El orientalismo había sido un elemento básico de la cultura visual francesa durante todo el siglo XIX, pero, en 1899, recibió un nuevo giro y un nuevo periodo de vida gracias a la traducción de Las mil y una noches realizada por el Dr. J.-C. Mardrus y publicada por la principal revista de la vanguardia, la simbolista Revue Blanche, en forma de serie, volumen a volumen, durante los siguientes cinco años[1]. Toda la traducción se dedicó a la memoria de Mallarmé y cada uno de los volúmenes llevaba dedicatorias a Valéry, Gide y otros simbolistas y escritores decadentes. Poiret era amigo íntimo de Mardrus (que procedía de Oriente Próximo) y el tema y la escenografía fantástica de la fiesta y de la moda derivaban de la traducción realizada por éste.

En la fête de la Milesimosegunda Noche, Poiret se disfrazó de sultán, arrellanado sobre cojines bajo un baldaquín, vestido con un caftán rematado en piel, un turbante de seda blanca, un fajín verde y babuchas de terciopelo adornadas con piedras preciosas. En una mano, sostenía un látigo con empuñadura de marfil y, en la otra, una cimitarra. Cerca se encontraba una enorme jaula de oro en la que estaba confinada su esposa, Denise Poiret, su «favorita», junto con las mujeres encargadas de atenderla. Cuando se reunieron todos los invitados, vestidos con trajes inspirados en los cuentos orientales (absolument de rigueur), Poiret liberó a las mujeres. Denise Poiret llevaba la «túnica pantalla» (reducido miriñaque sobre pantalones sueltos) que, posteriormente, formó la base del «estilo minarete» de Poiret. Toda la fiesta giró en torno a esta pantomima de la esclavitud y la liberación, ambientada en un fantasmagórico Oriente de fábula.

El resto de la fiesta mantenía el tema oriental. Claude Lepape describió la escena:

Al entrar, los invitados nos encontrábamos al entrar debajo de una enorme carpa. Allí nos saludaban seis negros como el ébano, desnudos de cintura para arriba y con bombachos de muselina de seda en verde veronés, limón, naranja y bermellón. Nos hacían una profunda reverencia: «¡Entren!», y uno pasaba por los salones, en los que había esparcidos cojines de todos los colores, y llegaba a los jardines en los que se habían extendido alfombras persas. Había loros en los árboles y pequeñas bandas de músicos asiáticos y flautistas ocultos entre los arbustos. El camino estaba discretamente alumbrado con velitas titilantes. Al avanzar, íbamos encontrando casetas como las que se ven en los zocos árabes, artesanos trabajando y acróbatas de todo tipo. Los pasos quedaban silenciados por las alfombras, pero se oía el roce de los trajes de seda y de raso […]. De repente, un fuego de artificio en miniatura resplandecía detrás del seto, y, después, otro y otro. Era como el país de las hadas[2].

En otras partes, había almeas, esclavos negros, circasianos. La inmensa carpa, con un área de más de 100 metros cuadrados, la había pintado Raoul Dufy. Durante la fiesta, el famoso actor Édouard De Max (primer mecenas de Cocteau) recitó fragmentos de Las mil y una noches. Había bandas que tocaban música oriental, fuentes iluminadas, braseros para quemar incienso, un exceso y una extravagancia casi increíbles. La fiesta consolidó a Poiret en su fama de Le Magnifique, en referencia a Solimán el Magnífico. A partir de entonces, junto con la influencia generalizada del Ballet Ruso de Serge Diáguilev, la tendencia oriental dominó el mundo de la moda y las artes decorativas.

Durante los años anteriores, Poiret había transformado la moda francesa. Fue principalmente él quien selló el destino del corsé y puso fin a una época en la que el cuerpo femenino se había dividido en dos masas con una cintura marcadamente estrecha. «Era todavía la época del corsé. Lancé una guerra contra él […]. En nombre de la Libertad, provoqué mi primera Revolución, sitiando, deliberadamente, al corsé». (La unión que Poiret hacía de las imágenes de Revolución, Libertad y sitio sirvieron para equiparar la desaparición del corsé con la caída de la Bastilla.) La nueva tendencia de Poiret resaltaba los colores llamativos, el movimiento físico, una imagen reducida y unificada del cuerpo, con ropa que caía desde los hombros. La cintura se trasladó hacia arriba, inmediatamente debajo de los senos, y se diseñaron vestidos que seguían la línea del cuerpo, recuperando el estilo Directorio. Esta tendencia neoclásica estuvo influida por las innovaciones que Isadora Duncan efectuó en la danza y en el vestido, y, a su vez, Duncan acudió a Poiret para que le diseñara la ropa y le decorara su apartamento de París[3].

En 1911, tras el estilo Directorio, Poiret introdujo el primer estilo oriental. Había resumido su trabajo de los tres años anteriores en el álbum ilustrado Les choses de Paul Poiret, obra de George Lepape. La última sección de este lujoso folleto, dedicada a las modas «del mañana», mostraba cuatro imágenes de mujeres en pantalones, con motivos de jardinería y deportes. Los «pantalones de odalisca» posteriores permitieron a Poiret lanzar un estilo bifurcado en la esfera de la alta costura. El modisto dio, también, el paso crucial que suponía la abolición del miriñaque y la falda ancha diseñando «quatre manières de culotter une femme», basadas en la idea del vestido oriental. Así recapituló, en un contexto completamente diferente, tanto los «bombachos» de Amelia Bloomer como la falda «oriental», o falda pantalón, de lady Harberton, diseñadas en la década de 1880, para la Rational Dress Society [Asociación para el Vestido Racional][4].

Pero Poiret siempre negó que hubiera sido influido por el Ballet Ruso. Había estudiado en la Escuela de Lenguas Orientales Modernas de Berlín. En una visita realizada en 1908 a Inglaterra, invitado por la esposa del primer ministro, Margot Asquith, le impresionaron la colección de miniaturas orientales del Victoria and Albert Museum, así como los turbantes indios. Incluso, envió a un ayudante de París para hacer copias de los turbantes (originalmente se usaban à la Madame Tallien, para potenciar el estilo Directorio). Poiret también viajó por el norte de África en 1910. Pero el enorme éxito de la Scheherazade de Diáguilev en París ese mismo año fue un prerrequisito para la influencia de la moda oriental. Es difícil creer que Poiret no supiera nada de ello: Lepape, por ejemplo, pintó mientras trabajaba para él un cuadro al gouache de Nijinski interpretando Scheherazade. El Ballet Ruso lanzó el nuevo orientalismo, Poiret lo popularizó, y Matisse lo canalizó hacia la pintura y las bellas artes.

Diáguilev diseñó Scheherazade para mantener el éxito que había conseguido con Cleopatra y las danzas polovtsianas (tártaras) de El príncipe Igor representadas el año anterior, el de su presentación en París. El espectáculo de Scheherazade se diseñó para que encajara, libremente, en el poema sinfónico de Rimski-Korsakov. Mostraba, de forma concentrada, la fantástica escenografía del «despotismo oriental». En el acto primero, el sah, rechazando los ruegos de su favorita, Zobeida, y la atracción de tres odaliscas, parte a una expedición de caza. En el acto segundo, las mujeres del harén se enjoyan y sobornan a los eunucos para que dejen entrar a esclavos negros (vestidos con trajes de color verde y rosa, y cubiertos con pintura corporal). Finalmente, Zobeida pide al Eunuco Jefe que abra la tercera puerta y deje salir al Esclavo de Oro (interpretado en París por Nijinski). Las bailarinas inspiran pasión y la escena se convierte en una orgía, todos girando y saltando en una frenética danza. En el acto tercero, el sah vuelve y los jenízaros masacran, con rápidas cimitarras, a las mujeres y a los esclavos. El Esclavo de Oro es el último en morir, girando sobre la cabeza como un bailarín de break dance. Por último, el sah duda si matar a su favorita, y ésta se suicida. Él se cubre el rostro con las manos[5].

Este ballet, con el que Diáguilev conquistó París, fue, de hecho, la cuarta de sus empresas. Ya había introducido la pintura, la música orquestal y la ópera rusas en Francia, con éxito aunque sin un triunfo abrumador. Este giro hacia Occidente comenzó después de la revolución de 1905. En 1899, la ruina del magnate ferroviario Mamontov provocó en la revista de Diáguilev, El mundo del arte (Mir Iskusstva), una crisis de la que fue rescatada por amigos y gracias a una subvención del zar (cuyo retrato fue pintado por un colaborador de la revista, Somov). En 1901, Diáguilev fue cesado de su cargo en la administración de los teatros imperiales, después de perder la lucha por el poder. Cayó en desgracia y se le privó de la obtención de cualquier empleo en la burocracia artística imperial. En 1904, como resultado de la guerra ruso-japonesa, el zar retiró la subvención a El mundo del arte, que quebró. La revolución del año siguiente profundizó las divisiones ideológicas, políticas y personales en el entorno de Diáguilev. El giro hacia el Oeste le proporcionó una salida.

El éxito de Scheherazade se debió al diseño, al baile y al argumento: primeramente, el público quedaba impresionado por el decorado y el vestuario de Leon Bakst. Bakst se formó como pintor y conoció a Diáguilev en San Petersburgo, donde ambos formaban parte del círculo de Alexandre Benois, los denominados «Nievski pickwickianos». Diáguilev llegó a dominar el grupo y se lo llevó con él, primero, a El mundo del arte, para la que Bakst trabajó; después (tras una cierta decadencia), al Ballet Ruso. Las raíces de Bakst se encontraban en el simbolismo del grupo de El mundo del arte, cuya ala izquierda estaba influida por el Decadentismo[6]. (Del bolsillo de Nourok, amigo de Bakst, asomaba, normalmente, un libro del marqués de Sade.) Sus primeros diseños de escenarios para Diáguilev fueron los de Cleopatra en 1909, también un espectáculo oriental, y, al año siguiente, Scheherazade. El impacto de este último se debió, sobre todo, a las llamativas e inesperadas combinaciones de color concentrado: verde esmeralda, azul ultramar, rojo anaranjado. (Tras su éxito, Cartier engastó esmeraldas y turquesas juntas por primera vez.) Los trajes de los bailarines eran de colores igualmente llamativos, con huecos que permitían ver el cuerpo y pliegues unidos con cordones y cuerdas de joyas.

En este escenario, Mijail Fokine ideó una coreografía que dependía de tres elementos innovadores. En primer lugar, era fundamental el bailarín masculino, Nijinski, a un tiempo atlético y «afeminado»; en palabras de Benois, «mitad gato, mitad serpiente, diabólicamente ágil, femenino y, sin embargo, completamente aterrador»[7]. En segundo lugar, la coreografía de las escenas en grupo, la orgía y el baño de sangre, incluía a toda la compañía en la acción de la danza, en vívidos movimientos geométricos, en lugar de utilizarla, simplemente, en segundo plano. El tercer elemento fue la reforma que Fokine hizo de la mímica, especialmente en la interpretación del papel de Zobeida por parte de Ida Rubinstein, en la que usaba gestos expresivos, no convencionales, y se mantenía completamente inmóvil, congelada, durante la masacre hasta su propio suicidio. (En esto, a Fokine le ayudó inmensamente la presencia, en el escenario, de Rubinstein, que encarnaba la visión decadente de la femme fatale.) Fokine, que se había sentido crecientemente atado en San Petersburgo, frustrado en sus intentos de reformar el Ballet Imperial (bajo la influencia, como Poiret, de Isadora Duncan), encontraría su oportunidad con Diáguilev.

Por último, la fascinación causada por Scheherazade derivaba del guión y de la escenografía. Desde tiempos de Montesquieu, en el siglo XVII, el mito del «despotismo oriental» había servido para proyectar los temores internos en la pantalla del Otro. Occidente se describía el Este en términos que, sencillamente, reflejaban sus propias ansiedades y pesadillas políticas: un absolutismo exagerado que prescindía del gobierno de la ley. Lo que Montesquieu temía era que el régimen de Luis XIV degenerara hacia los peligros gemelos de un monarca que gobernase sin control ni contrapeso, o hacia un monarca débil que permitiera que el poder se deslizase en manos de una corte corrupta. Más tarde, para Voltaire, crítico de Montesquieu y admirador de Luis XIV y del despotismo «ilustrado», fue el papado el que se tradujo en una fantasía del Este islámico atemorizador.

Después llegó Hegel, y le tocó a Robespierre y al Terror inspirar miedo: «En este caso el principio era la religion et la terreur, como en Robespierre la liberté et la terreur. El islam se había convertido ahora, mediante otra inversión, en la imagen refleja de la Ilustración francesa, «una idea abstracta que sostiene una postura negativa respecto al orden establecido de las cosas»[8]. Por último, en el siglo XX, se produjo otra oleada revolucionaria y Wittfogel escribió su polémica obra posmarxista, El despotismo oriental. Estudio comparativo del poder totalitario (1957), contra Stalin. También Hitler tuvo su momento. «Encarnada en la persona del líder (en Alemania se ha utilizado, a veces, el término propiamente religioso de profeta), la nación desempeña así la misma función que Alá, encarnado en la persona de Mahoma o el califa, desempeña para el islam.» Esto escribió George Bataille, en un ensayo de 1933 titulado «La estructura psicológica del fascismo»[9].

Como, de diferente modo, han demostrado Edward Said (en Orientalismo) y Perry Anderson (en El Estado absolutista), Oriente es el espacio de la fantasía científica y política, desplazado de la política corporal de Occidente, un campo libre para interpretaciones desvergonzadamente paranoicas, elaboraciones oníricas de una sucesión de traumas occidentales[10]. En el siglo XIX, Oriente se convirtió, cada vez más, en ámbito de proyección erótica y política. Ahora sobre la pantalla no se proyectaba puro temor, sino puro deseo. (Presumiblemente, esto se debió a la firme subyugación política del norte de África y Oriente Próximo durante este periodo, a partir de la campaña de Napoleón en Egipto.) En esta época comenzó a ejercer su peculiar influencia en la imaginación occidental Las mil y una noches, un relato laico y licencioso, prácticamente sin vestigios de moralismo (ni siquiera de islam), pero lleno de cuentos de sexualidad desviada, transgresora y extravagante.

Figuras clave de esta transición fueron Flaubert y Gérome, un escritor y un pintor, que ampliaron el anterior ejemplo de Byron y Delacroix. Linda Nochlin describe la atmósfera «insistente, cargada de sexualidad» que inunda las pinturas orientalistas, en su artículo «The Imaginary Orient»[11]. En él explica de qué maneras la fantasía erótica se combinó con la escenografía del despotismo para producir un teatro visual perverso y sádico, que puede sugerir «la conexión entre la posesión sexual y el asesinato como aserción del placer absoluto». Deberíamos recordar que Flaubert, después de poseer a la almea Kuchuk Janem, durante sus viajes por Egipto, se caracteriza a sí mismo como el déspota en un escenario oriental:

Me entregué a una intensa ensoñación, llena de reminiscencias. Sintiendo su estómago contra mis nalgas. Su pubis, más caliente que su estómago, me calentaba como hierro candente. Otra vez dormité con los dedos asiendo su collar, como para sujetarla en caso de que se despertara. Pensé en Judith y Holofernes durmiendo juntos[12].

2. Scheherazade

La escenografía de Scheherazade derivaba, directamente, de una visión erótica y sadomasoquista del Oriente imaginario. Pero el escenario era, a un tiempo, más complejo y vívido. Hasta dos años después, en 1912-1913, Freud no escribiría Tótem y tabú, versión definitiva de la fantasía del macho todopoderoso con control monopolístico sobre todas las mujeres. La fantasía de Freud, presentada como mito de los orígenes, se estructuraba en torno a los polos gemelos del terror (castración, ausencia de Ley, esclavitud) y deseo (gratificación inmediata contrastada con la completa frustración para los machos, total disponibilidad y subyugación para las hembras). En Scheherazade, el sah (el falo) se sitúa en el ápice. A un lado se encuentran los jenízaros (castradores) y al otro, los eunucos (castrados). En medio están las mujeres (que desean) y, finalmente, los esclavos (deseados pero a los que se les prohíbe reconocer el deseo, bajo amenaza de castración, porque el falo debe parecer monopolio del sah).

La fantasía dominante (tanto en Tótem y tabú como en Scheherazade) es la de una «familia» (ya se presente como unidad familiar, horda de parentesco o serrallo) ajena o anterior a la Ley edípica (el orden simbólico). Esta fantasía se proyecta después en el Estado, le grand sérail, combinando el mito del despotismo oriental con el de un patriarcado fundamental y libre de ataduras, combinando el monopolio político del poder con el sexual. La principal diferencia entre la fantasía de Freud y la de Diáguilev radica en la función asignada al deseo de las mujeres. En el ballet, es la mujer quien desea y el esclavo, el deseado. Esto sigue el curso de la introducción de Las mil y una noches, principal fuente del relato, y la imagen decadente de la femme fatale, las cuales resaltan el poder libidinoso de la mujer, una vez liberado su deseo. En Tótem y tabú a quien matan es al patriarca polígamo, instituyendo así la Ley, la organización social y la familia monógama, mientras que, en Scheherazade, son las mujeres y los esclavos, sujetos y objetos del deseo, los que mueren, con lo que se mantiene así el falo regio a costa de eliminar el deseo y reducir a la propia sociedad a una dialéctica completamente masculina de castradores y castrados.

Como ha mostrado Alain Grosrichard en su brillante estudio Estructura del harén, el concepto de despotismo se origina en la idea de confusión de la autoridad patriarcal doméstica con el poder político del Estado[13]. En un despotismo, los ciudadanos no tienen más derechos que las mujeres y los esclavos de una unidad familiar patriarcal. Así, la imagen del serrallo es crucial para la escenografía del Oriente, precisamente porque reúne Estado y unidad familiar. El patriarca y el sah se funden en uno: el déspota. (Dado que no hay ley y, por consiguiente, tampoco legitimidad, la estructura de la familia no da importancia a ninguno de los niños.) Al mismo tiempo, el déspota (macho) es singular y las mujeres (el harén, la multitud de esposas) son plurales[14].

Hay una fantasía extrañamente similar del macho como singular y la hembra como plural en la obra de Poiret. Para la Exposición de Artes Decorativas de 1925 situó tres elaboradas barcazas de muestra en el Sena, una para la moda, otra para el diseño de interiores y el perfume, y la tercera era un restaurante flotante. Se llamaban Amours, Délices y Orgues, tres palabras que, en francés, son masculinas en singular pero femeninas en plural. Así, Poiret traducía la economía de la moda a la del falo masculino singular y a la interminable lista de nombres de mujer dada por Leporello en el relato de don Juan. En Scheherazade, el deseo plural de las mujeres resulta intolerable para el patriarcado: de ahí la salida del sah en una partida de caza, su impotencia y crueldad, su despiadada venganza y, después, su soledad final, perdido en el duelo y la melancolía.

Hay muchas formas de interpretar Scheherazade alegóricamente. En un nivel, es un drama contemporáneo: el esposo ausente en el trabajo, el deseo de la esposa, el criado erotizado (una premonición de El amante de lady Chatterley). En otro nivel, se podría interpretar como un festival orgiástico de los oprimidos, las mujeres y los esclavos, seguido de una sangrienta contrarrevolución. En esta lectura, recuerda a 1905 y anticipa en la fantasía a 1917. En el tercer nivel, se podría contemplar en función del propio Ballet Ruso, recordando la función tradicional del Ballet Imperial de San Petersburgo prácticamente como un harén para el zar y su familia, así como la propia relación de Diáguilev con Nijinsky, como mecenas y amante. Como su amigo y asesor musical Nouvel le preguntó: «¿Por qué siempre le haces interpretar a un esclavo? Espero que lo emancipes algún día». Todos estos niveles están presentes en una compleja imbricación de lo sexual y lo político, reflejando la crisis del Estado y la de la familia (la amenaza que suponen el deseo femenino y la homosexualidad).

Toda la acción de Scheherazade giraba en torno al papel decisivo de Zobeida, la reina. Ida Rubinstein no era una bailarina profesional, sino una rica heredera decidida a usar su inmensa fortuna personal para convertirse en estrella por derecho propio. Dejó la compañía de Diáguilev después del éxito de Scheherazade, para financiar y protagonizar una serie de «dramas mímicos» en los que interpretó a san Sebastián, Salomé y La Pisanelle (asfixiada por las flores). Sus nuevos asociados fueron los sumos sacerdotes del Decadentismo, de Montesquieu y d’Annunzio. También fue amiga íntima de Romaine Brooks y figura dominante en el medio lésbico que abarcaba desde Brooks y Natalie Barney (amante de la esposa del Dr. Mardrus, Lucie Delarue) hasta Gertrude Stein, homólogo femenino del mundo homosexual masculino que Diáguilev dominaba.

Rubinstein había comenzado su carrera en San Petersburgo, donde fue, primero, presentada a Fokine (por Bakst) porque quería que éste le diera clases de baile para poder interpretar el papel de Salomé en la versión que ella misma produjo de la obra de Oscar Wilde. Ansiaba especialmente, recordaba Fokine, aparecer en la Danza de los Siete Velos. Fokine «sentía que podría hacer algo inusual con ella, al estilo de Botticelli», es decir, tanto el Botticelli gracioso que influyó en Isadora Duncan como el Botticcelli «satánico, irresistible, aterrador» del fin de siècle que inspiró el Hermaphroditus de Beardsley[15]. Al final, la producción se prohibió debido a los rumores de que Rubinstein aparecería desnuda después de retirar el último velo, «una situación inusual para una joven perteneciente a una familia convencional y acomodada», como señaló Benois.

Al año siguiente, 1909, Bakst y Fokine convencieron a Diáguilev, tras cierta oposición, de que se arriesgara a contratar a Rubinstein para que representara el papel protagonista de Cleopatra (basada en Las noches egipcias de Pushkin) en la primera temporada del productor en París. Después, transpusieron la Danza de los Siete Velos al nuevo ballet, convirtiendo en 12 el número de velos. Rubinstein era transportada a hombros de seis esclavos, en un sarcófago que, cuando se abría, la mostraba vendada de pies a cabeza como una momia. Cocteau describió la escena: «Cada uno de los velos se desenvolvía de una manera propia; uno exigía innumerables toques sutiles; otro, la deliberación necesaria para pelar una nuez; el tercero, el etéreo deshoje de los pétalos de una rosa, y el undécimo, el más difícil, salía de una pieza, como la corteza de un eucalipto». Rubinstein se quitaba el último velo y se mantenía «inclinada hacia delante con un movimiento parecido al de las alas del ibis»[16]. Cecil Beaton describió su memorable aparición:

Mujer increíblemente alta y delgada, el proverbial «saco de huesos», la esbelta estatura de Ida Rubinstein le permitía llevar los trajes más extravagantemente llamativos, a menudo con faldas de tres capas que partirían en dos cualquier otra figura. En la vida privada era tan espectacular como en el escenario, y conseguía parar el tráfico en Piccadilly o en la Place Vendôme cuando aparecía como una amazona, calzada con zapatos largos y puntiagudos, cola y plumas muy altas en la cabeza, que no hacían sino aumentar su ya gigantesca figura[17].

La vestían Bakst y Poiret (la falda de tres capas, un tocado en forma de lira). Rubinstein se convirtió de por sí en objeto de fascinación, una trampa para la mirada, tanto fuera como dentro del escenario. Con ojos redondos y alcohólicos, y el pelo «como un nido de serpientes negras», a Beaton le recordaba a la Medusa. Fokine comentaba la importancia de la «falta de masculinidad» de Nijinksy para el éxito de Scheherazade, en contraste con la «majestad» y las «líneas hermosamente alargadas» de Rubinstein. «Junto a la altísima Rubinstein, sentía que él habría parecido ridículo si hubiera actuado de manera masculina.» Esta inversión sexual fue crucial para el efecto abrumador del ballet. Al mismo tiempo, Fokine sintió que la escena más dramática era la de la «completa quietud» de Zobeida durante la masacre. «Espera majestuosamente su destino; en una pose inmóvil.» Aquí, «majestuosamente» califica a la misma «frialdad superior ante la provocación sensual extrema» que Sardanápalo muestra en el gran cuadro de Delacroix que Fokine tanto admiraba. A un tiempo petrificadora y petrificada, castradora y castrada, Rubinstein encarnaba a la mujer fálica del Decadentismo, rodeada de energía, color y «barbarie».

Los orígenes del Ballet Ruso eran tanto la cultura rusa (la tradición orientalista nativa de Pushkin y Rimski-Korsakov) como la francesa, especialmente, el Simbolismo francés. Ya en San Petersburgo, quienes pertenecían al grupo de El mundo del arte que rodeaba a Diáguilev leían la Revue Blanche, empapándose de Baudelaire, Huysmans y Verlaine. (Eran placeres prohibidos: tanto Las flores del mal como Al revés estaban prohibidos en Rusia.) El San Petersburgo «civilizado» y «occidental» era el centro de la importación clandestina de la cultura francesa más actual. Benois siempre contrastó San Petersburgo con Moscú, la odiada rival «oriental», que representaba a «los elementos oscuros» frente a la ilustración y el cosmopolitismo de la primera. «Por naturaleza, todos pertenecíamos a Europa, no a Rusia.» Pero, por una extraña reversión, la tendencia cambió y, en forma de Ballet Ruso, París (capital cultural de Europa, «Occidente») empezó a importar Rusia y el «Este», en una inundación de orientalismo exagerado.

El Este conquistado. Beaton describió cómo «el mundo de la moda, que había estado dominado por corsés, encajes, plumas y tonos pastel, pronto se encontró en una ciudad que, de la noche a la mañana, se había convertido en un serrallo de colores vivos, faldas de harén, cuentas, flecos y voluptuosidad». Benois, como podríamos esperar, reaccionó a este triunfo con sentimientos encontrados:

El lector sabe que soy occidental […]. Pero, ahogando en mi corazón el resentimiento por la próxima victoria de los «bárbaros», sentí, desde nuestros primeros días de trabajo en París, que los salvajes rusos, los escitas, habían traído a la «capital mundial», para que lo juzgase, el mejor arte que existía en el mundo.

Por supuesto, los «bárbaros», los «escitas», eran presagios de los revolucionarios que se habían levantado en 1905 y que, finalmente, triunfarían en octubre de 1917, menos de una década más tarde.

Diáguilev consiguió llevar a los parisinos una versión del propio pasado absolutista de Francia, combinada con los recuerdos de las propias revoluciones francesas. Llegó a Francia atravesando un bucle en el tiempo, de un país en el que el absolutismo seguía siendo el presente y en el que el futuro próximo de los escitas podía anticiparse en términos reales. No se trataba, meramente, de una escenografía de temor y deseo, sino también de nostalgia política desplazada y de presentimiento político, desplazado no sólo de Francia a Rusia, el «preoriente», sino, también, al propio «Oriente», un Este doblemente fantasmagórico. La propia política de Diáguilev era compleja. Quería «modernizar», pero, todavía en San Petersburgo, dependía del mecenazgo de la corte imperial. Su madrastra, una Filosofov, procedía de una familia con un pasado político radical, por el que Diáguilev se vio enormemente influido. Además, su homosexualidad lo impelía hacia los márgenes y al otro lado de los límites de la cultura oficial.

Durante la revolución de 1905, una exhaustiva muestra de retratos históricos rusos, organizada por Diáguilev, se presentaba en el Palace Tauride. Se exponían más de 3.000 retratos, dominados por los de los zares y la gran aristocracia. Se organizó un banquete en honor de Diáguilev, y él aprovechó la oportunidad para dar el siguiente discurso: «No cabe duda de que todo tributo es un resumen y todo resumen es un final […]. Pienso que coincidirán ustedes conmigo en que las ideas de resumen y final se vienen cada vez más a la mente en estos días». Diáguilev describió la era del absolutismo que estaba acabando en términos de lamento estético, de nostalgia por su brillantez teatral, por un encantamiento como el de las leyendas orientales, ahora reducido a cuentos de viejas en los que «ya no podíamos creer». «Aquí se revela el final de un periodo, en esos palacios melancólicos y oscuros, aterradores en su difunto esplendor, y habitados hoy por personas encantadoras y mediocres, incapaces ya de soportar el esfuerzo de antiguos desfiles. Aquí están terminando su vida no sólo las personas, sino también las páginas de la historia.» Y concluyó como sigue:

Somos testigos del mayor momento de síntesis de la historia, en nombre de una cultura nueva y desconocida, que nosotros crearemos, y que también nos barrerá. Por eso, sin temor ni recelo, brindo por las paredes ruinosas de los hermosos palacios, así como por los preceptos de la nueva estética. El único deseo que yo, como sensualista incorregible, puedo expresar, es que la próxima lucha no dañe los placeres de la vida, y que la muerte sea tan hermosa e iluminadora como la resurrección[18].

Así, con un desdén típico de un dandi, un fervor decadente y un hedonismo convencido, Diáguilev resumió su postura ante la crisis revolucionaria que afectaría a Rusia. La política del Decadentismo, como las de la modernidad en general, fue a menudo ambivalente y se mantuvo indecisa entre derecha e izquierda. Diáguilev, al considerase situado en un momento decisivo de la historia, pudo mirar hacia ambos sentidos y acomodarse a ambas tendencias.

3. «Mi revelación llegó de Oriente»

La verdadera importancia política del Decadentismo radica, por supuesto, en su política sexual, en el rechazo de lo «natural», en la retextualización del cuerpo en términos que anteriormente se habían considerado perversos. Avanza paralelamente a la obra de Freud, cuyo discurso era científico, no artístico[19]. A este respecto, el Ballet Ruso va mucho más allá que Matisse, a pesar de que podemos encontrar puntos de comparación en el orientalismo de ambos. No cabe duda de que Matisse estuvo influido por el Decadentismo (después de todo, fue alumno de Gustave Moreau), pero, aunque se apartó de la pintura descriptiva y empleó un vocabulario personal de signos pictóricos, cuidó de conservar un respeto tradicional por la belleza, la armonía y la composición. En su entusiasmo por el color audaz es donde más se acercó a Bakst.

Los sentimientos de Matisse respecto a Scheherazade eran encontrados.

El Ballet Ruso, especialmente la Scheherazade de Bakst, bullía de color. Profusión sin moderación. Se podía decir que los había arrojado por tubos […]. No es la cantidad lo que cuenta, sino la elección y la organización. La única ventaja que se sacó de él fue que, a partir de entonces, el color tuvo libertad universal, hasta en las tiendas.

Para Matisse, que también decía «mi revelación vino de Oriente», Bakst era, al mismo tiempo, un ultra y un vulgarizador. Las lecciones que Matisse aprendió de Oriente fueron el uso de las áreas planas de tonos brillantes y saturados para producir formas de un patrón decorativo y una organización espacial con pocos precedentes en Occidente, y el uso de una línea arabesca ornamental en el dibujo. Esto supuso una inversión de la relación tradicional de prioridad entre el color y el diseño, de forma que Matisse podía decir que el dibujo era «pintura realizada con medios reducidos» (Matisse creía firmemente que «el negro es un color»)[20].

Su primer encuentro significativo con el arte oriental fue en una exposición presentada en el Pavillon de Marsan en París en 1906, pero el punto de inflexión se produjo con su visita a Munich para ver la gran exposición de arte islámico organizada allí en 1910, un viaje que también realizó Roger Fry. Matisse visitó Marruecos en 1906, pero, después de la exposición de Munich, viajó al sur año tras año, primero, a Andalucía y, después, dos veces más a Marruecos.

Encontré los paisajes de Marruecos tal como se describían en los cuadros de Delacroix y en las novelas de Pierre Loti. Una mañana en Tánger, yo cabalgaba por un prado; las flores llegaban al morro del caballo. Me pregunté dónde había experimentado ya una sensación similar: fue leyendo una de las descripciones de Pierre Loti en su libro Au Maroc.

Era un contacto con la naturaleza a un tiempo déjà vu y déjà lu.

Estos cruciales años orientalizadores fijaron a Matisse como artista. En 1950, todavía produjo un recortable titulado Las mil y una noches, con palabras de Scheherazade, «en este punto vi aproximarse la mañana y me quedé discretamente en silencio». Entretanto, por supuesto, realizó una interminable serie de odaliscas. Tras las grandes primeras obras –El desnudo azul (memorias de Biskra), El estudio rojo, Los marroquíes– poco más le quedaba por hacer que aprovechar las lecciones aprendidas. En contraste con orientalistas del siglo XIX como Tissot o Gérome, pintaba significados orientales con significantes orientales, en un estilo adaptado del arte islámico contemplado a través de ojos occidentales; esto lo llevó más allá de Gauguin o Cézanne. Matisse desconfiaba del exceso, de la prodigalidad, de la «profusión sin moderación» de Bakst y el Ballet Ruso. Quería reducir la figura del caprichoso y fanático sultán (que Poiret y Diáguilev interpretaban en su vida privada además de en su escenografía de Oriente) a la del patriarca burgués en su sillón. La importancia de Matisse radica en la manera en que encontró en la pintura de caballete una expresión del mismo entusiasmo y la misma conmoción que galvanizaron las artes decorativas.

En 1927, la revista The New Yorker ofreció un perfil de Paul Poiret, convertido, entonces, en figura legendaria, observando una carrera que se aproximaba a su fin:

Poiret ha sido uno de los europeos continentales que han ayudado a cambiar la retina moderna. Trabajando más cerca del crisol que Bakst o Matisse, los otros dos grandes coloristas, reintrodujo todo el espectro en la vida del siglo XX […]. Más que Bakst o Matisse, limitados al lienzo y al bastidor, Poiret, en cuanto decorador y costurero dominante, ha conseguido que sus ideas se perciban popularmente.

Los tres –Paul Poiret, Leon Bakst y Henri Matisse– tenían más en común, y cosas más significativas, que el color, por muy importante que éste fuera. En los fundamentales años inmediatamente anteriores a la Primera Guerra Mundial, cada uno de ellos creó una escenografía de Oriente que le permitió redefinir la imagen del cuerpo, especialmente, aunque no de manera exclusiva, el cuerpo femenino.

Los tres eran artistas decorativos. «La decoración –dijo Clement Greenberg– es el espectro que persigue a la pintura contemporánea»[21]. La primera oleada de modernidad histórica desarrolló la estética del ingeniero, obsesionada por la forma de las máquinas y dirigida contra el atractivo de lo ornamental y lo superfluo. Usando los términos de Veblen, el arte de la clase ociosa, dedicada a un conspicuo derroche y a exhibirse, dio paso al arte del ingeniero: preciso, concienzudo y orientado a la producción. Esta tendencia, que creció junto a una interpretación del Cubismo, culminó en una oleada que barrió toda Europa: el Constructivismo soviético, la Bauhaus, De Stijl, el Purismo, el Esprit Nouveau. Todas ellas eran variantes de un funcionalismo subyacente que consideraba la forma artística como algo análogo (incluso idéntico) a la forma de la máquina, gobernado por la misma racionalidad funcional.

«La evolución de la cultura es sinónimo de eliminación del ornamento en los objetos utilitarios.» El grito de batalla de Adolf Loos, oído por primera vez en Viena en 1908, se mantuvo durante décadas[22]. Para Loos, el ornamento era un signo de degeneración y atavismo, incluso de delincuencia. Era como el tatuaje o el graffiti sexual. No tenía cabida en el nuevo siglo XX. De hecho, el famoso ensayo de Loos retomaba y repetía una serie de artículos que había escrito para Neue Freie Press diez años antes. Uno de ellos especialmente, acerca de «la moda femenina», parecía el primer borrador del posterior Ornamento y delito[23].

De acuerdo con Loos, las mujeres se vestían para resultar sexualmente atractivas, no de manera natural, sino perversa. La moda predominante era la coqueta, la que más lograba suscitar el deseo. Los hombres, por su parte, habían renunciado al oro, al terciopelo y a la seda. Los mejor vestidos llevaban discretos trajes ingleses, hechos de los mejores materiales y con el corte más fino. Su cuerpo se movía libremente, mientras que el vestido de las mujeres impedía la actividad física. Loos recibió con agrado las prendas para que las mujeres montaran en bicicleta, y esperaba el día en el que «el terciopelo y la seda, las flores y los lazos, las plumas y la pintura dejen de tener su efecto. Entonces desaparecerán». Un año más tarde, Thorstein Veblen, en su obra Teoría de la clase ociosa, presentó, más o menos, los mismos argumentos[24]. El vestido de las mujeres demostraba «la abstinencia del empleo productivo por parte de las portadoras». Tacones altos, faldas largas, encajes y, sobre todo, corsés «estorban a la portadora a cada paso y la incapacitan para todo esfuerzo útil».

Tanto Loos como Veblen aplaudieron lo que los historiadores de la moda denominan la «gran renuncia masculina», el abandono de la exhibición de la sastrería en la ropa de los hombres hacia comienzos del siglo XIX[25]. En efecto, Loos dedicó su carrera profesional a generalizar la gran renuncia masculina, sacando el ornamento no sólo de la ropa sino también de las artes aplicadas, la arquitectura y, por extensión, hasta de la pintura. De hecho, muchos de sus primeros proyectos arquitectónicos fueron para tiendas de ropa masculina vienesas. Cuando, en la Primera Guerra Mundial, lo llamaron a filas, hizo que su sastre le confeccionara un traje especial, con un cuello flexible en lugar de rígido y botines de piel de vaca en lugar de pesadas botas. (Estuvieron a punto de formarle consejo de guerra.) En su mente, el proyecto de la modernidad estaba inextricablemente ligado al de la reforma en el vestir.

Y Loos no era el único en pensar así. En la Unión Soviética, el gran constructivista Vladimir Tatlin decidió diseñar ropa funcional para hombres. Walter Gropius, el director de la Bauhaus, sostenía que la casa moderna debería seguir los mismos principios que la sastrería moderna. Oud, arquitecto perteneciente al grupo De Stijl, explicaba que la ropa de hombre y la ropa deportiva poseían en sí mismas, «como la más pura expresión de su tiempo, los elementos de un nuevo lenguaje de la forma estética». Los modernos aplaudían la uniformidad, la simplificación del atuendo masculino, su falta de ornamento y decoración, su adaptación al trabajo productivo. La gran renuncia masculina se consideraba ejemplar.

La segunda oleada vanguardista que se produjo en Estados Unidos después de la Segunda Guerra Mundial abandonó la estética de la máquina. La abstracción geométrica de líneas duras utilizada por los artistas abstractos estadounidenses, herederos de De Stijl, se dejó a un lado. Pero el arte que la sucedió y que triunfó internacionalmente, después del asombroso éxito de Jackson Pollock, pronto se acercó a una estética igualmente simplificada y reductora. De hecho, el lema de Mies van der Rohe, «menos es más», podía perfectamente servir para los pintores de campos de color estadounidenses que sobresalieron en la década de 1950. Clement Greenberg, que se erigió en su principal publicista y teórico, era resueltamente reductor en su propio enfoque. Exigía no sólo la renuncia a las imágenes figurativas (e incluso a la sugerencia de imágenes) sino también que se pusiera fin a la profundidad, el encuadre, el dibujo y el contraste de valores. Debía analizarse la indispensabilidad de cada rasgo de la pintura en aras de una simplificación radical, excluyendo y desnudando hasta que sólo quedara lo óptimamente irreducible.

A pesar de su actitud de «el arte por el arte», Clement Greenberg siguió siendo funcionalista, aunque consideraba la función de la pintura como algo intrínseco, más que extrínseco. La pintura debía seguir las leyes inmanentes de la propia pintura. Tenía sus propias leyes cuasicientíficas y proporcionaba su propio fin. La idea kantiana de «intencionalidad sin propósito» fue adaptada a un «funcionalismo sin función» programático. La única función de un cuadro debía ser la esencialmente «pictórica», no ser nada más que él mismo. Esto condujo a un despojo y a una renuncia aún más compulsivos que la estética de la máquina a la que sustituyó. Cada vez más elementos se consideraban superfluos e innecesarios, no funcionales para la pintura en sí.

Al principio, Greenberg se apoyó en Cézanne y Picasso para validar el avance de Jackson Pollock, pero, después, cuando apareció la pintura de campos de color, empezó a recurrir a Monet y a Matisse para proporcionar una tradición alternativa subsidiaria. Como resultado, se vio obligado a abordar directamente el problema de lo «decorativo». Concluyó que la decoración sólo podía evitarse fundiendo la imagen óptica con el soporte material de la pintura. Así, en un artículo sobre «Picasso a los setenta y cinco años», Greenberg llamó la atención al pintor por aplicar el estilo cubista a lienzos que seguían siendo «meros» objetos. «El cubismo aplicado, el cubismo como acabado, actúa para convertir el cuadro en un objeto decorado»[26]. Este lienzo «cubista» es el objeto ornamentado de Loos en un nuevo aspecto: el aspecto de un objeto aparentemente no utilitario cuya verdadera función es la de trascenderse a sí mismo y convertirse en cuadro al sellar su decoración dentro de sí. Ya no debía aplicarse la «mera» decoración al «mero» lienzo, sino que un cuadro debía ser la unidad fusionada y trascendente de ambos. Así, la decoratividad podía justificarse en nombre de valores más elevados, para demostrar –como él escribió de Matisse– «que también la carne es capaz de alcanzar la virtud y la pureza».

A Matisse, sin embargo, no le molestaba que lo considerasen decorativo. No veía nada que justificar o superar. «Lo decorativo es algo tremendamente precioso para una obra de arte. Es una cualidad esencial. No desmerece el decir que los cuadros de un artista son decorativos.» De hecho, casi siempre se considera un desmerecimiento, ciertamente desde el punto de vista de la modernidad. Como mucho, lo decorativo se considera un medio al servicio de valores más elevados. La antinomia establecida por Greenberg entre lo «pictórico» y lo «decorativo», como la establecida entre lo «funcional» y lo «ornamental», es básica para la estética moderna dominante. Es una de una serie de antinomias similares que se pueden proyectar juntas en una serie de analogías: técnicos/clase ociosa, principio de la realidad/principio del placer, producción/consumo, activo/pasivo, masculino/femenino, máquina/cuerpo, oeste/este… Por supuesto, estas parejas no son exactamente homólogas, pero forman una cascada de oposiciones, cada una de las cuales sugiere otra, paso a paso.

4. El ascetismo masculino frente a la gran cocotte

Los finales reescriben los comienzos. Cada nuevo punto de inflexión en la historia del arte trae consigo un proceso retrospectivo de reevaluación y redramatización, con nuevos protagonistas, nuevas secuencias, nuevos portentos. Descubrimos pasados posibles al mismo tiempo que captamos la apertura de posibles futuros. Ahora que nos acercamos al final del periodo moderno –en las artes visuales, al menos–, necesitamos volver a esos años heroicos de comienzos del siglo XX en los que comenzó a tomar forma el relato.

La modernidad escribió su propia historia del arte y su propia teoría del arte, desde su propio punto de vista. Determinó su propio momento mítico de origen, principalmente con el Cubismo y Picasso (dejando así de lado al Fauvismo y a Matisse). Junto con esto, dio a la propia carrera de Picasso una interpretación particular, resaltando algunos aspectos de su obra y relegando otros. Este proceso depurador comenzó muy pronto. Cocteau ha recordado que, cuando le pidió a Picasso que trabajara con Diáguilev en 1917:

Montparnasse y Montmartre estaban bajo una dictadura. Atravesábamos una fase de Cubismo puritano […]. Era una traición pintar un decorado escénico, especialmente para el Ballet Ruso. Ni siquiera el abucheo de Renan fuera del escenario podría haber escandalizado más a la Sorbona que el hecho de que Picasso contrariara a los asiduos de La Rotonde al aceptar mi invitación[27].

La modernidad percibía una teleología en la convergencia del Cubismo con las técnicas y los materiales industriales y en su evolución hacia el arte abstracto. La verdadera situación, como hemos visto, era mucho más compleja. En los años inmediatamente posteriores a 1910, Poiret, Bakst y Matisse fueron mucho más ampliamente conocidos que Picasso o los cubistas. Influyeron mucho más. Poiret fue el diseñador más famoso de su época, el líder indiscutible de la moda innovadora. El Ballet Ruso barría todo lo que se le ponía por delante en París y allí donde se presentaba. Matisse aumentó constantemente el escándalo de los fauvistas, consolidando su propia reputación con una serie de obras nuevas y asombrosas. Todos ellos representan un momento esencial en la aparición de la modernidad, del que éste renegaría posteriormente. Sólo ahora, quizá, cuando la modernidad se encuentra en decadencia, podemos captar nuevamente su importancia. Fueron fundamentales y con rostro de Jano, mirando hacia el siglo XIX en el que se formaron, y, al mismo tiempo, subvirtiendo y, finalmente, destruyendo los supuestos básicos de dicho siglo. Matisse tenía formación académica: fue alumno de Bougereau, dibujando a partir de moldes de escayola; después, se formó en la Académie Julien, copiando de modelos vivos; más tarde, con Gustave Moreau, copiando durante años en el Louvre: Rafael, Carracci, Poussin, Ruysdael, Chardin. Las raíces del Ballet Ruso estaban en la San Petersburgo imperial, donde el ballet era un arte oficial, directamente administrado por la corte y bajo el mecenazgo del zar. Poiret aprendió su arte en la Belle époque, y su clientela siempre procedió de la aristocracia y la alta sociedad. Poiret y Matisse fueron los últimos orientalistas (en el arte) y los primeros modernos. Rompieron con el arte oficial que los había formado, pero sin abrazar el funcionalismo o rechazar el cuerpo y lo decorativo.

Como ha sostenido Perry Anderson, la modernidad se erigió en «campo de fuerza cultural triangulado por tres coordenadas decisivas»: primero, el arte oficial de regímenes todavía enormemente influidos, y a menudo dominados, por las cortes dinásticas y las antiguas clases aristocráticas y terratenientes (incluso al oeste del Elba); segundo, el incipiente impacto de las nuevas tecnologías aportadas por la segunda revolución industrial, y tercero, la «esperanza o la aprensión» experimentadas ante la revolución social[28]. El esquema de Anderson se basa en La persistencia del antiguo régimen, de Arno Mayer, donde se presenta el mismo argumento de manera más implacable y con un enorme detalle documental. En efecto, Mayer afirma que la realización de la «revolución burguesa» se vio retrasada hasta después de la Segunda Guerra Mundial. La modernidad se desarrolló junto a esta transferencia de poder durante tanto tiempo pospuesta. Sus primeros pasos los dio en una época en la que las perspectivas distaban mucho de estar claras y las líneas de fisura se vieron a menudo tentadoramente desplazadas.

Parecía cierto que los anciens régimes debían ceder el paso, que su acción de retaguardia dinástica debía terminar, pero no estaba claro qué los iba a sustituir. Observando el futuro, Adolf Loos y Thorstein Veblen ofrecen un pronóstico ejemplar para la modernidad: la utilidad suplantará al ornamento, el técnico suplantará a la clase ociosa, la producción sustituirá al consumo. Decodificado, esto significaba la suplantación de la aristocracia por la burguesía, tanto en la cultura y la política como en la economía. Pero la participación exacta de la burguesía y la influencia cultural de las nuevas tecnologías seguían siendo una cuestión abierta. Durante el periodo inmediatamente anterior a la Primera Guerra Mundial, se produjo un vigoroso debate acerca de las probables consecuencias que tendría la nueva fase del capitalismo sobre la superestructura cultural y política, ejemplificada, más llamativamente, por las teorías opuestas planteadas por Max Weber y Werner Sombart[29].

Las opiniones de Weber son ahora bien conocidas. Sostuvo en La ética protestante y el espíritu del capitalismo que este espíritu derivaba del ascetismo de los puritanos: originalmente una llamada, después una compulsión. Este ascetismo «actuaba poderosamente contra el disfrute espontáneo de las posesiones; restringía el consumo, especialmente de objetos de lujo». El puritanismo repudiaba el lujo y el erotismo por considerarlos «tentaciones de la carne», estimaba la frugalidad y la disciplina de trabajo, fomentaba un punto de vista racionalista y utilitario. Se prefería una «simplicidad sobria» al «brillo y la ostentación». En último término, para Weber, el espíritu del capitalismo había derivado de un protestantismo ascético y evolucionado hasta alcanzar su modo actual de «utilitarismo puro».

La opinión de Sombart era diametralmente opuesta a la de Weber. En su «impreciso y extravagante» Lujo y capitalismo, publicado en 1913, criticó a Weber sin siquiera mencionarlo. Sostenía que el gasto y el lujo eran los verdaderos motivos del desarrollo capitalista. Los grandes centros del lujo eran la corte y la ciudad, que atraían a toda la economía hacia su órbita. Sobre todo, el lujo era un espacio de las mujeres. Para Sombart, el sexo era el motor del capitalismo, en la medida en que todo consumo placentero es una forma de erotismo. Sostenía que:

Todo lujo personal deriva de un placer puramente sensual. Todo lo que hechiza a la vista, al oído, al olfato, al paladar o al tacto, tiende a encontrar una expresión cada vez más perfecta en los objetos de uso diario. Y es precisamente el gasto en dichos objetos lo que constituye el lujo. En último término, es nuestra vida sexual la que radica en el fondo del deseo de refinar y multiplicar los medios para estimular nuestros sentidos, porque el placer sensual y el placer erótico son esencialmente lo mismo. Indudablemente, la principal causa de la aparición de cualquier tipo de lujo debe buscarse más a menudo en impulsos sexuales consciente o inconscientemente operativos. Por esta razón, encontramos que el lujo aumenta allí donde la riqueza empieza a acumularse y la sexualidad de una nación se expresa libremente. Por otra parte, allí donde se niega expresión al sexo, la riqueza empieza a ser acumulada en lugar de gastada.

Quizá en cierto aspecto Weber y Sombart tuvieran mucho en común. Ambos eran románticos anticapitalistas procedentes del mismo círculo intelectual de Heidelberg. Ambos consideraban el capitalismo como algo materialista, un desprendimiento del ideal masculino romántico. Weber achacaba esto a la mecanización, a lo puritano metamorfoseado en máquina, y Sombart, a la feminización, la gratificación sensual, que acaba conduciendo a la depravación y a la perversión. Pero las concepciones que ambos tenían del espíritu capitalista esencial eran completamente opuestas: el ascetismo masculino frente a la grande cocotte. Sombart describía a la amante de corte, la cortesana y la actriz como figuras clave en la evolución del lujo, que imponían el ritmo a otras mujeres, hasta que, al final, el lujo era domesticado en el hogar: «ricos vestidos, casas cómodas, joyas preciosas». De nuevo, encontramos el contraste entre un modelo de producción y un modelo de consumo del capitalismo proyectado en la distinción de género entre lo masculino y lo femenino. Cada uno de ellos refleja una teoría distinta de la dinámica económica que subyacía a la modernidad, y estas dos teorías corresponden a los dos modelos estéticos rivales que hemos analizado.

Sombart criticaba y elogiaba a Veblen. «Para que el lujo se convierta en lujo personal y materialista, debe basarse en una sensualidad despierta y, sobre todo, en un modo de vida decisivamente influido por el erotismo.» Veblen negaba la participación del hedonismo y que la demanda contribuyese al crecimiento económico. Pero Sombart, como Veblen, resalta la importancia de la moda como fenómeno social. Aunque no hace una referencia directa a la gran renuncia masculina, podemos imaginar que la habría considerado parte de la «contratendencia» de «la respetabilidad de clase media» derivada de los sermones de los puritanos, cuya influencia ascendente él sentía, pero a la cual tachaba de diversión temporal. Quizá, pero todavía no había alcanzado su cenit.

El cuerpo femenino de 1900 estaba cubierto y rellenado. Como dijo Veblen, se había convertido en fetiche, en objeto de exhibición para el macho: el «principal ornamento» de éste, como decía Veblen. El cuerpo femenino era el objeto de la «parada» masculina, en el lenguaje de la exhibición sexual empleado por Lacan, más que sujeto de mascarada femenina. Flügel explicó esto como formación reactiva contra la represión del exhibicionismo que supuso la gran renuncia masculina. El exhibicionismo masculino fue desplazado y proyectado en el cuerpo de la mujer, en algo que Flügel consideraba una especie de travestismo por poderes. (Las otras formaciones reactivas presentes, de acuerdo con Flügel, eran la sublimación del exhibicionismo masculino en el rendimiento y en el trabajo, y su reversión a la escopofilia.) Para cumplir esta función de parada, de exhibición masculina por poderes, había que suprimir el cuerpo femenino. Había que ocultarlo y constreñirlo al mismo tiempo. Jean Cocteau calificó a las mujeres que seguían la moda en la Belle époque de raide: tensas, rígidas, ceñidas. La imagen dominante de la mujer era disciplinada, fálica, retentiva[30].

Este cuerpo dio finalmente paso al «cuerpo moderno»: como lo expresó Lazenby Liberty, en Aglaia, una revista que propugnaba la reforma del vestido, un cuerpo «sano, inteligible y progresista»[31]. La forma femenina fue liberada, regulada y despojada de prendas. Cuando el estilo Belle époque fue derrocado y las mujeres ya habían sido liberadas del corsé por Poiret y otros, pronto se abrió paso la nueva apariencia que asociamos con Coco Chanel y Patou, una transformación completada a finales de la década de 1920. Se descartaron el ornamento y el artificio para producir una figura más natural y funcional, una imagen más «controlada» e «insinuada» de diferencia sexual y centro de la exhibición sexual y el deseo. Esto suponía adoptar diversas disciplinas nuevas, internas más que externas: ejercicio, deporte y dieta, en lugar de corsé y ballenas. En realidad, el cuerpo «moderno», aun siendo sano e higiénico, aun siendo «natural», simplemente trajo consigo nuevas formas de escultura corporal. El ejercicio y la manía por la delgadez sustituyeron a las apreturas como formas de artificio extremo.

Colette, en 1925, calificó la nueva imagen de «corta, plana, geométrica y cuadrangular […]: el perfil del paralelogramo». El mismo año, Patou situó sus diseños en un contexto explícitamente funcionalista: «Cada elemento contribuye a la formación de un todo muy homogéneo. No estamos realmente cómodos y no nos sentimos completamente satisfechos si no es en medio de la maquinaria moderna. Ésta ha sido perfeccionada hasta el punto de alcanzar una verdadera belleza, en la que se sostiene el estilo de la época». O, citando a la Bauhaus, «que nuestros muebles, nuestra ropa, la maquinaria que usamos, pertenezcan prácticamente a la misma familia»[32]. Patou usó motivos cubistas y, aunque nunca llegó tan lejos como los constructivistas rusos, el impulso es el mismo. Como podríamos esperar, junto con el culto al sol y a los deportes, al funcionamiento del cuerpo como una máquina eficiente y de suave manejo, encontramos el culto a la máquina en sí como objeto de belleza, además de su utilidad y adaptación a un fin, y, de hecho, debido a ellas[33].

Ángulos y líneas, como explicó Cocteau, permanecían ocultos bajo las amplias faldas del siglo XIX, hasta que un día «el arte negro, el deporte, Picasso y Chanel barrieron las nieblas de la muselina y animaron a la otrora triunfante parisina a volver al hogar o a vestir al ritmo del sexo más fuerte». Cocteau consideró que la década de 1920 era un periodo de masculinización después de la época «femenina» que lo precedía. Sería más preciso decir que la gran renuncia masculina se extendió del traje masculino al femenino, así como por todo el ámbito de las artes: arquitectura, pintura, diseño. La utilidad, la función, la buena forma física y la máquina sustituyeron al ornamento, al lujo y a la exhibición erótica.

5. «¡Quemadlo, digo, quemadlo todo!»

La estrategia de Cocteau para la época posterior a la Gran Guerra de 1914-1918 fue la de aunar la modernidad con el neoclasicismo. Las raíces de su política se encuentran en el periodo de la guerra, cuando Francia, tierra de Descartes y de la Ilustración, se atribuyó las virtudes de la razón clásica, frente a la oleada de supuesta sinrazón y Kultur irracionalista representada por Alemania. Además, en lugar de representar, simplemente, la civilización francesa y latina, la razón podía presentarse como el valor supremo de la propia Europa. Francia podía entonces situarse como el portaestandarte de Occidente, mortalmente amenazado desde el Este por la bárbara Alemania. De ahí se deducía que, bajo la tensión de la guerra, Francia debía abandonar su decadencia y su frivolidad, y volver a los valores masculinos y clásicos del orden, la disciplina y la razón. La razón se convirtió, de hecho, en la consigna de la reacción chauvinista, alimentada por la guerra, pero decidida a reducir los avances conseguidos por la vanguardia en los años de preguerra. Ya en noviembre de 1914, Cocteau pedía, prudentemente, acuerdo y comedimiento («el tacto de comprender en qué medida propasarse»)[34], y, gradualmente, surgió una táctica de reinterpretación del Cubismo, para considerarlo no un asalto iconoclasta contra valores antiguos, sino como una vuelta a la razón, la imposición de un nuevo orden geométrico, arraigado en el espíritu de la Grecia antigua.

En agosto de 1915, un año después de que empezara la guerra, la revista política y cultural La Renaissance publicó un ataque ad hominem contra Paul Poiret, basándose en la interpretación hecha por dicha revista de un dibujo aparecido en el periódico cómico alemán Simplicissimus, que presentaba a un ama de casa alemana cuyo marido militar le aseguraba que pronto le llevaría un vestido de Poiret. Ergo los vestidos de Poiret eran deseables para los alemanes; gustaban a las mujeres alemanas. «¿Qué piensa al respecto el señor Poiret? ¿Será que, a su pesar, tenía un gusto boche para que los alemanes lo reconocieran como uno de los suyos? Después de la guerra, los franceses tendrán que perdonar a Poiret; ciertamente, lo necesitará.» En octubre, la misma revista volvió al ataque, denunciando a la Maison Martine, el taller de diseño de Poiret, en particular, y pidiendo que sus detestables diseños, su «basura alemana», fueran arrojados al fuego: «¡Quemadlo, digo, quemadlo todo!». Los colores repelentes –«negros, verdes, rojos, amarillos»– fueron considerados objeto de insulto[35].

En esencia, como ha señalado Kenneth Silver, los ataques contra Poiret combinaban la acusación abierta de germanismo, de «gusto de Munich», con la encubierta, pero bien entendida, de orientalismo. Las dos iban, simplemente, unidas en la mente del público. Por ejemplo, un amigo escribió al pintor y diseñador art decó André Mare en 1917 que «Marruecos es hermoso a pesar de los orientalistas, hermoso en sí mismo, hermoso por los marroquíes, hermoso por la decoración marroquí. Soy consciente de que la gente consideraría estos interiores munichois en el sentido que tú sabes»[36]. El escritor de derechas Léon Daudet denunció, de manera similar, al orientalismo alemán, tachándolo de «vanguardismo chirriante» que producía «monstruos discordantes». Llegó a relacionarlo con «las aspiraciones del imperialismo alemán, con las miras puestas en Bagdad y en otras partes. El sello que se ponía en estas turqueries teatrales tenía un significado político». También Diáguilev fue emplumado con la misma brocha –después de todo, Scheherazade fue el principal ejemplo de lo oriental, lo exótico, lo fantástico– e incluso Matisse, de acuerdo con Silver, rebajó prudentemente el tono orientalista de su paleta y su diseño[37].

Poiret retiró una demanda contra sus difamadores, y el caso, finalmente, se solventó fuera de los tribunales. La carrera del diseñador, sin embargo, nunca se recuperó plenamente. Muchos artistas concienciados salieron en su defensa, atestiguando su patriotismo y la cualidad «parisina» de su fantasía. Jacques-Emile Blanche, amigo de Misia Sert, distinguió cuidadosamente en su defensa de Poiret entre lo «germánico» y lo «oriental», atribuyendo la «influencia beneficiosa» de Poiret y Diáguilev al «genio ruso» de los ballets. Rusia, por supuesto, era aliada de Francia. Pero conspicuamente ausente de las filas de los defensores incondicionales de Poiret estaba Jean Cocteau. Sus comentarios hacían meramente referencia a una «era de malentendidos» y concluían con «¡Desgraciadamente, no hay nada que hacer! Debemos esperar». Él también era vulnerable y pronto se vería gravemente afectado por el escándalo sobre Parade, el ballet que organizó con Picasso y Satie para Diáguilev, y que fue abucheado en el escenario con gritos de boche, munichois, etc., como un ejemplo de la mismísima decadencia que Cocteau intentaba evitar.

A pesar de que actuaba con lo que él consideraba grado imprescindible de tacto, Cocteau calculó muy mal. Su objetivo había sido reunir a Picasso y a la vanguardia cubista con Diáguilev y el Ballet Ruso en un intento de crear un frente unido, por el cual la bohemia de la Rive Gauche, representada por Picasso, sería elevada al éxito social de la Rive Droite, representado por Diáguilev, y el exotismo de Diáguilev sería disciplinado por la geometría y el rigor cubista. De hecho, Parade resultó ser demasiado extrema para un público en época de guerra. En lugar de constituirse en el entretenimiento ligero que Cocteau había pensado, con sus referencias cuidadosamente escogidas a la profundamente latina commedia dell’arte, al público le resultó un frívolo vodevil. El americanismo que Cocteau ya había propugnado no era todavía admisible como alternativa aceptable al orientalismo. Cocteau aprendió bien la lección. Después de la guerra, cambió más hacia un neoclasicismo explícito, en el que los elementos de vanguardia y americanistas se presentaban en el registro menos intimidatorio de lo que Lynn Garafola ha denominado «modernidad en el estilo de vida»[38]. En lo referente a moda y decoración, Coco Chanel sustituyó a Pablo Picasso (y no digamos a Léon Bakst) como diseñadora preferida por Cocteau.

En 1929, Diáguilev murió en Venecia y Poiret cerró su salón de moda. El mismo año, Elsa Schiaparelli expuso su primera gran colección y puso fin al ascendiente del que Chanel había disfrutado durante una década. Schiaparelli se había inspirado, primeramente, en Poiret y, en 1934, en el momento culminante de su éxito, fue descrita por Harper’s Bazaar como «la Paul Poiret femenina». Pero, aunque a veces mostraba una clara influencia orientalista, obtuvo su inspiración más intensa del Surrealismo. En la década de 1920, fue protegida de Gaby Picabia, a través de la cual conoció a Francis Picabia y Paul Poiret, pero,también, a Marcel Duchamp, Tristan Tzara y Man Ray, todos ellos ex dadaístas. Sus primeras relaciones con el Dadaísmo la prepararon, en la década de 1930, para el Surrealismo como movimiento tanto de pintores como de escritores. Estuvo especialmente influida por Salvador Dalí, que le pintó una langosta carmesí en un vestido de raso blanco e inspiró su famoso sombrero en forma de zapato. En 1936 diseñó un «vestido pupitre», con hileras de bolsillos bordados para hacerlos parecer cajones, y botones imitando tiradores, basado en dibujos de Dalí. Schiaparelli devolvió a la moda la fantasía y los colores ricos, resumidos por su característico «rosa impactante», que Dalí utilizó para la tapicería del sofá llamado «los labios de Mae West». Reintrodujo el atroz ornamento y una concentración de accesorios ocurrentes y desproporcionadamente llamativos, dando al traste con el comedimiento y el buen gusto. La simplicidad neoclásica y el funcionalismo elegante de Chanel fueron superados en novedad por el profuso y extravagante mundo onírico de Schiaparelli[39].

6. Lo crudo, lo cocinado y lo podrido

El Surrealismo fue el principal sucesor del orientalismo en su calidad de vehículo para rechazar la razón instrumental desde el interior de la vanguardia. De hecho, en sus primeros años, se produjo, dentro del propio movimiento surrealista, una fuerte corriente orientalista de transición. En La révolution surrealiste (1925), Antonin Artaud pidió ayuda a Oriente contra el binarismo de la «Europa lógica», y Robert Desnos pidió a los bárbaros del Este que se unieran a él en una revuelta contra el opresivo Occidente. En abril de 1925, Louis Aragon retomó, nuevamente, el Oriente en la conferencia pronunciada en Madrid en la Residencia de Estudiantes, titulada Surréalisme:

Mundo occidental, estás condenado a muerte. Somos los derrotistas de Europa […]. ¡Que Oriente, tu terror, responda por fin a nuestra voz! Despertaremos en todas partes las semillas de la confusión y de la incomodidad. Somos los agitadores de la mente. Todas las barricadas son válidas; todas las cadenas a tu felicidad, malditas. ¡Judíos, salid de vuestros guetos! ¡Haced que la gente padezca hambre para que por fin conozca el sabor del pan de la ira! ¡Levántate, India de los mil brazos, gran Brahma legendario! ¡Es tu turno, Egipto! ¡Y que los traficantes de drogas se lancen sobre las naciones aterrorizadas! ¡Que los blancos edificios de la distante América se desplomen sobre sus ridículas prohibiciones! ¡Levántate, oh mundo!

Después, en junio, el futuro antropólogo Michel Leiris provocó una revuelta al rugir desde una ventana a la calle: «¡Larga vida a Alemania! ¡Bravo, China! ¡Arriba el Rif!»[40].

No es sorprendente que se produjera una enérgica respuesta a estos excesos de orientalismo, no sólo desde la izquierda sino también desde la derecha. A comienzos de 1926, el escritor marxista Pierre Naville, con cuyo grupo, Clarté, habían establecido los surrealistas una alianza táctica, publicó una crítica al «uso abusivo del mito de Oriente», sosteniendo que los surrealistas debían escoger entre el interés anárquico e individualista por la «liberación de la mente» y la entrega colectiva a la lucha revolucionaria en «el mundo de los hechos» contra el poder del capital. No existía verdadera diferencia entre Oriente y Occidente, sostenía Naville: «Los salarios son una necesidad material a la que están atadas tres cuartas partes de la población mundial, independientemente de las preocupaciones filosóficas o morales de los denominados orientales u occidentales. Bajo el látigo del capital, ambos están explotados». En septiembre, Breton respondió con uno de sus más enérgicos tratados, Légitime défense.

Breton sostenía, como siempre, que era necesario luchar contra la opresión material y moral. No debía privilegiarse ninguna de ellas. Advertía contra la confianza en la tecnología occidental: «No es la “mecanización” la que podrá salvar a los pueblos occidentales; la consigna de la “electrificación” tal vez esté a la orden del día, pero no es ella la que los permitirá escapar de la enfermedad moral que los está matando». Para contrarrestar esta «enfermedad», era todavía bastante admisible usar ciertos «términos de choque», con valores negativos y positivos, tales como el grito de batalla de «Oriente», que «debe corresponder a una especial ansiedad de este periodo, a su más secreto anhelo, a un presentimiento inconsciente; no puede reaparecer con tanta insistencia sin razón alguna. En sí mismo, constituye un argumento tan bueno como otro, y los reaccionarios de hoy lo saben muy bien, y nunca pierden la oportunidad de polemizar con el tema de Oriente». Breton citaba, a continuación, una serie de ejemplos de la retórica antioriental del momento, que relacionaban el hechizo del Este, como hemos visto, con el «germanismo» y, más en general, con la monstruosidad, la locura y la histeria. «¿Por qué, en estas condiciones, no deberíamos seguir proclamando nuestra inspiración en Oriente, incluso en el “pseudo-Oriente” al que el Surrealismo no concede más de un momento de homenaje, como el ojo revolotea sobre la perla?»[41].

Al final, por supuesto, el momento pasó, y la idea de Oriente perdió su fuerza subversiva. A los surrealistas les había servido de metáfora de un lugar mayor y más extraño, arraigado en el concepto freudiano del inconsciente y en la posibilidad política de que existiera una alternativa al productivismo regido por la tecnología. El orientalismo tardío de Breton no denotaba el dominio de un Otro nato por medio de la razón instrumental (y mucho menos, del poder político), ni siquiera la proyección en el otro de una fantasía idealizada, reduciendo su objeto. Para Breton, el hecho de que los reaccionarios advirtieran continuamente contra el peligro de la influencia oriental, como advertían contra cualquier amenaza a la estabilidad de su propia cultura occidental, significaba, simplemente, que aquellos mismos que deseaban desestabilizar la cultura dominante podían y debían usar el mito de Oriente como cualquier otra fuerza potencialmente subversiva. Este concepto de Oriente era el grito de batalla de aquellos que querían crear una estética alternativa, que se mantenían apartados de la oposición binaria de la modernidad occidental y el cambio social frente al academicismo occidental y el ancien régime. Para Breton, era uno de varios términos similares, parte de un léxico subterráneo, como el de la novela gótica, la filosofía en la cama y el legado de la poesía simbolista, así como el arte de los autodidactas y los dementes.

Oriente pasó a primer plano precisamente porque era el negativo que amenazaba con sembrar dudas sobre el mito que el movimiento moderno estaba creando acerca de sus orígenes, más obviamente en la necesidad de suprimir el papel crucial desempeñado por el Ballet Ruso. Una y otra vez, los adjetivos usados para describir al Ballet Ruso son «bárbaro», «frenético», «voluptuoso». Lo que los críticos querían decir realmente era que el ballet erotizaba el cuerpo e inundaba el escenario de color y movimiento. De igual manera, llamaban bestias salvajes a los fauvistas y Poiret decía de sus propias innovaciones del color que eran «lobos arrojados en medio del rebaño de ovejas»: rojos, anaranjados, violetas, representaban a los depredadores salvajes, atacando a los lilas, los azulados y los malvas ovejunos. Diáguilev, Poiret y Matisse estaban erotizando descaradamente el cuerpo femenino al mismo tiempo que las artes se disponían a entrar en el mundo deserotizado de la máquina y del arte no figurativo. Diáguilev, por supuesto, también erotizó el cuerpo masculino y golpeó a la gran renuncia masculina en su región vital; véase a Nijinski con sus colores brillantes, su sostén, su cuerpo maquillado y sus joyas.

El Ballet Ruso fue, a un tiempo, «ultranatural» (salvaje, indómito, apasionado, caótico, animal) y «ultraartificial» (fantástico, andrógino, enjoyado, decorativo, decadente). Fue calificado de bárbaro y de civilizado, de salvaje y de refinado, de inconexo y de disciplinado. Así, Vogue, en 1913, publicó lo siguiente:

La barbarie de estos bailarines rusos es joven, con la juventud del mundo […], pero la técnica de su arte es adiestrada y civilizada. Aquí, como en el caso de la música rusa, observamos el enorme y desaforado impulso refrenado y enjaezado por un sentido de la ley. El mensaje de este arte puede ser semiasiático; el método es más semieuropeo. El material puede ser bárbaro; la destreza, de ser algo, es supercivilizada[42].

Para el ancien régime, el espectáculo era demasiado desordenado, demasiado desaforado, demasiado sensual, liberaba demasiados anhelos ocultos dentro del fetiche. Era demasiado natural, en el sentido de «pasiones animales», o de impulsos libidinosos manifiestos. Para la modernidad, por otra parte, era demasiado artificial, demasiado decorativo, demasiado afectado (es decir, demasiado textualizado), demasiado extravagante[43].

Extravagancia, derroche, exceso: éste es el ámbito erótico-político del que se apropió Georges Bataille[44]. Bataille sostenía que toda «economía restringida» basada en la producción, la utilidad y el intercambio es ensombrecida por una «economía general», en la que el exceso o superávit se gasta o despilfarra libremente, sin esperanza de beneficio. Éste es el ámbito de lo sagrado y lo erótico, en cuya economía «el sacrificio humano, la construcción de un templo o el regalo de una joya no tienen menos importancia que la venta de grano». Bataille se basó en la costumbre del potlatch mantenida por los nativos de la costa noroccidental estadounidense, el gasto voluntario del excedente por parte de un jefe, en lugar de su uso para el intercambio o la inversión productiva, para crear un modelo de «economía general» que pudiera contrastarse con la «economía restringida» del capitalismo contemporáneo.

«El odio al gasto es la raison d’être y la justificación de la burguesía; es, al mismo tiempo, el principio de su horrible hipocresía.» Así, Bataille le daba la vuelta a Veblen. Como señala Allan Stoekl, «para Bataille, el “consumo conspicuo” no es un remanente pernicioso del feudalismo que deba ser sustituido por la utilidad total». Por el contrario, es una perversión del impulso de gastar, de derrochar y, en último término, de destruir[45]. Lo que Bataille celebraba es esta negatividad transgresora, no la negatividad dialéctica de Hegel y Marx. La revolución, para Bataille, era una forma de gasto desde abajo, liberar a las masas de las restricciones impuestas por la economía de intercambio, en una orgía de dépense.

Bataille proyectó una apasionada economía política sobre la teoría del erotismo anal. La mierda es la forma física del gasto y de la pérdida. El placer que produce la prodigalidad deriva del «placer de evacuar», por usar la expresión de Borneman, un placer que debe ser reprimido si se quiere inscribir en la psique los rasgos obsesivos necesarios para fomentar la frugalidad, la disciplina de trabajo y la acumulación[46]. El burgués ascético de Weber es un personaje de ese tipo, ahorrador más que despilfarrador, regular más que irregular, higiénico y preciso en lugar de delincuente y profuso. Desde este punto de vista, la renuncia al ornamento no sólo constituye una negación del exhibicionismo, sino, también, un rasgo de erotismo anal, una limpieza ordenada de lo superfluo y una aversión mezquina hacia lo excesivo y lo innecesario. Para Bataille, por el contrario, el derroche es un placer, una huida de la disciplina y la regulación propias de la economía del intercambio. Defiende las joyas: «Las joyas, como el excremento, son la materia maldita que fluye de una herida». Las joyas son, a un tiempo, materia baja, siempre preferible a los ideales elevados, y derroche brillante.

Bataille combinó la nostalgia por los excesos y la fastuosidad medievales con el optimismo acerca de la multitud revolucionaria[47]. Como señala Michèle Richman en su libro Reading Georges Bataille, «en nuestra propia cultura, la adolescencia manifiesta una dépense susceptible de interpretación psicoanalítica. Su prodigalidad “juvenil”, sin embargo, apenas intuye las consecuencias del éxtasis de dar en “un cierto estado orgiástico”»[48]. Pero, a través de Georges Bataille, quizá podamos percibir una relación entre el Ballet Ruso y el movimiento punk, entre el exceso radical de los últimos años del ancien régime y el de la cultura callejera posmoderna, con su propia escenografía de sumisión, exhibición osada y redistribución decorativa de la desnudez corporal.

De hecho, cuando el Ballet Ruso llegó a Londres, inmediatamente antes de la Primera Guerra Mundial, los alumnos de la escuela Slade que formaron el «grupo marcial» que sobresaltó Londres con un «sabbath de brujas del Fauvismo», los «terrores del Soho», eran entusiastas de Bakst y Fokine, al menos de acuerdo con Ezra Pound, quién escribió en su poema «Les Millwin» que

La turbulenta e indisciplinada hueste de estudiantes de arte –

la rigurosa diputación de «Slade» –

estaba ante ellos.

Con los brazos exaltados, con los antebrazos

cruzados en grandes X futuristas, los estudiantes de arte

se regocijaban, contemplaban los esplendores de Cleopatra[49].

La extravagancia del Ballet Ruso fue también, por supuesto, una premonición del camp. (No olvidemos que Erté trabajó como ayudante de Poiret en 1912-1914, y fue responsable de buena parte del «estilo minarete», incluido, por ejemplo, uno de los diseños de más éxito de Poiret, «Sorbete». Vio muchos de los ballets de Diáguilev, incluida la Scheherazade de París, y le fascinaba Rubinstein.)[50] En la década de 1960 se produjo la segunda revuelta contra la gran renuncia masculina, esta vez en el crepúsculo, no en la aurora, de la modernidad. Se recuperó, nuevamente, la moda oriental, con muchas de las mismas ambigüedades. Warhol parecía un Diáguilev de bajo cuño; Jagger desempeñaba, más o menos, el papel de Nijinski pastiche. En un nuevo despliegue de consumismo hedonista, mientras las antiguas industrias fabriles decaían, aparecieron, una vez más, la fascinación por la androginia, la vuelta de lo decorativo y lo ornamental, y la insistencia en el deseo femenino, celebrado o problematizado.

No deseo ni convertirme en un nuevo Veblen desencantado (como el primer Baudrillard, con sus interminables, amargas pero cómplices denuncias contra el fetichismo de la mercancía y contra el espectáculo)[51], ni adoptar la actitud de un iluso partidario de la posmodernidad, siguiendo los gestos surrealistas y disidentes de Bataille. La recuperación de lo decorativo y lo extravagante es sintomática del declive de la modernidad, pero no una alternativa ejemplar ni un antídoto. Fue la sombra sintomática de la modernidad desde el principio. El problema al final, sin embargo, es cómo encontrar modos de desenmarañar y desglosar la cascada de antinomias que constituyeron la identidad de la modernidad y cuyos hilos he ido siguiendo: funcional/decorativo, útil/derrochador, natural/artificial, máquina/cuerpo, masculino/femenino, Occidente/Oriente. Pero el desglose siempre tiene que empezar desde el lado de lo negativo, el Otro, lo suplementario: lo decorativo, lo derrochador, lo hedonista…, lo femenino, Oriente. (Se podría decir, desde la proyección más que desde la negación del deseo.) La naturaleza híbrida y contradictoria de este «otro» arte de nuestro siglo refleja las antinomias de la modernidad y, ocasionalmente, les produce fisuras y les saca astillas. Además de lo cocinado y lo crudo, existe también lo podrido.

En 1913, Paul Poiret dio un ciclo de conferencias en Estados Unidos. Parecía un déspota, decía, sólo porque sabía leer los deseos secretos de las mujeres que se consideraban a sí mismas esclavas. Tenía antenas que le permitían anticipar y leer las «intenciones secretas» de la propia moda. «No os hablo como amo, sino como un esclavo deseoso de adivinar vuestros pensamientos secretos.» La moda, como el inconsciente, «hace lo que quiere, sin importar qué. Incluso tiene, en todo momento, derecho a autocontradecirse y a tomar el bando opuesto a las decisiones que tomó el día anterior»[52]. En esta dialéctica de amo y esclavo (similar a la del analista y el analizado, como nos ha recordado Lacan), el amo es esclavo de los deseos del esclavo, porque puede leer ese deseo por sus indicaciones sintomáticas, y se ve, asimismo, atraído por su «influencia astral». Tomada al pie de la letra, la observación de Poiret es, simplemente, una forma de autojustificarse, asignando el poder al consumidor, y no al productor, en una economía de mercado. Pero, en un plano más profundo, nos recuerda que la fascinación perversa de un productor por los escenarios de Oriente puede corresponder, en grado significativo, al deseo de las mujeres de remodelar su propio cuerpo, de darle un nuevo significado. En último término, la escenografía que Poiret dio a la dialéctica hegeliana sólo puede superarse cuando la esclava sabe leer y escribir los signos de su propio deseo.

[1] La traducción de Mardrus la menciona Marcel Proust; la madre del narrador lamenta habérsela dado a su hijo. Cocteau también se vio influido. En 1906 sacó una revista poética de corta vida llamada Scheherazade, con una portada del ilustrador de Poiret, Iribe, que mostraba a una sultana desnuda.

[2] Claude Lepape y Thierry Defert, The Art of Georges Lepape – From the Ballets Russes to Vogue, Londres, Thames & Hudson, 1984.

[3] Véase la autobiografía de Poiret, My First Fifty Years, Londres, Gollancz, 1931. Entre el estilo Directorio y el oriental, Poiret lanzó la falda trabada. Posteriormente, organizó a un grupo de modelos con pantalones de odalisca que se mofaban de otras con faldas trabadas en el hipódromo y, después, escapaban tranquilamente. Es importante resaltar que, además de diseñar prendas de vestir, Poiret dominaba la decoración de interiores mediante su escuela de artes decorativas, Martine. El libro de Sara Bowman, A Fashion for Extravagance, Londres, Bell & Hyman, 1985, contiene fascinante material sobre Martine. Véase también el libro de Palmer White, Poiret, Londres, Studio Vista, 1973.

[4] Sobre la reforma del vestido, véase el libro de Stella Mary Newton, Health, Art and Reason, Londres, Murray, 1974. David Kunzle, Fashion and Fetishism, Totowa (Nueva Jersey), Rowan & Littlefield, 1982; y Valerie Steele, Fashion and Eroticism, Oxford, Oxford University Press, 1985, proporcionan suficiente información detallada sobre la moda del siglo XIX, especialmente sobre la función del corsé y de la apretura, como para que los lectores se hagan una idea de todas las cuestiones históricas, estéticas, éticas y psicopatológicas que se han convertido en temas de apasionada controversia especializada.

[5] Aunque el ballet recibe su nombre, el personaje de Scheherazade no aparece en él. En realidad, se basa en el relato inicial, en el que el rey Sahriyar descubre la infidelidad de su esposa y decide ejecutarla. A partir de entonces, Sahriyar ejecuta cada mañana a la mujer con la que ha dormido la noche anterior, para evitar la posibilidad de que se produzcan nuevas traiciones. Scheherazade encuentra la forma de evitar este drástico destino distrayendo a Sahriyar con un cuento diario durante 1.001 noches, tras lo cual es indultada.

[6] La influencia de Mijaíl Vrubel sobre Bakst fue particularmente importante. Vrubel realizó una serie de pinturas de la reina Tamara que, como Cleopatra, de acuerdo con la leyenda, mataba a todos los hombres con quienes se acostaba (una inversión de Las mil y una noches). Bakst diseñó posteriormente sobre este tema para Diáguilev un ballet al que, aparentemente, estimaba mucho.

[7] Alexandre Benois, Reminiscences of the Russian Ballet, Londres, Putnam, 1942. Se pueden encontrar otras reacciones a la actuación de Nijinski en la biografía escrita por Richard Buckle, Nijinsky, Londres, Weidenfeld & Nicolson, 1972.

[8] G. W. F. Hegel, Lectures on the Philosophy of History, Londres, Bell, 1900 [ed. cast.: Lecciones sobre filosofía de la historia universal, Madrid, Alianza, 1980].

[9] Georges Bataille, Visions of Excess, Manchester, Manchester University Press, 1985.

[10] Edward Said, Orientalism, Nueva York, Panteón, 1978 [ed. cast.: Orientalismo, El Escorial (Madrid), Ediciones Libertarias, 2002]. Perry Anderson, Lineages of the Absolutist State, Londres, Verso, 1974 [ed. cast.: El Estado absolutista, Madrid, Siglo XXI, 2002]. Anderson concluye su capítulo sobre «El “modo de producción asiático”» diciendo: «Únicamente en la noche de nuestra ignorancia adquieren el mismo color todas las formas extrañas». Said demuestra lo deliberada, interesada y continua que fue –y sigue siendo– la «ignorancia».

[11] Linda Nochlin, «The Imaginary Orient», Art in America 71 (mayo de 1983).

[12] Flaubert in Egypt, traducido y editado en inglés por Francis Steegmuller, Londres, Michael Haag, 1983.

[13] Agradezco a Olivier Richon que me hablara del libro de Alain Grosrichard, Structure du Sérail, París, Seuil, 1979 [ed. cast.: Estructura del harén, Barcelona, Petrel, 1981]. Véase, también, Olivier Richon, «Representation, the Despot and the Harem», en Francis Barker, Peter Hulme y Margaret Iversen (eds.), Europe and its Others, Colchester, University of Essex, 1985.

[14] Jon Halliday me dice que, en 1968, Jacques Lacan le deletreó por teléfono la dirección en la que podía encontrarlo en Roma, usando nombres de mujer para todas las letras (A de Antoinette, N de Nanette, etc.) hasta que llegó a la L: «Comme dans Lacan, n’est-ce-pas?», con un claro cambio de voz.

[15] Mijail Fokine, Memoirs of a Ballet Master, Boston, Little, 1961. Respecto al Botticelli fin-de-siècle, véase Francis Haskell, Rediscoveries in Art, Oxford, Phaidon, 1976. Todo comentario sobre el Decadentismo está en deuda, por supuesto, con el clásico de Mario Praz, The Romantic Agony, Londres, Oxford University Press, 1933 [ed. cast.: La carne, la muerte y el diablo en la literatura romántica, Barcelona, El Acantilado, 1999]. Veáse también Ian Fletcher (ed.), Decadence and the 1890s, Londres, Arnold, 1979.

[16] Citado en Charles Spencer, Leon Bakst, Londres, Academy, 1973, que incluye un capítulo dedicado a Ida Rubinstein.

[17] Cecil Beaton, The Glass of Fashion, Londres, Weidenfeld & Nicolson, 1954 [ed. cast.: El espejo de la moda, Barcelona, Parsifal, 1990]. La descripción hecha por Beaton se corrobora en las fotografías de Ida Rubinstein desnuda incluidas en la colección de Romaine Brooks, una de las cuales se reproduce en Meryle Secrest, Between Me and Life, Londres, MacDonald, 1976.

[18] Citado en diferentes versiones en Richard Buckle, Diaghilev, Londres, Weidenfeld & Nicolson, 1979 [ed. cast.: Diáguilev, Madrid, Siruela, 1991], y en Charles Spencer y Philip Dyer, The World of Diaghilev, Chicago, Regneru, 1974. He usado ambas versiones. Diáguilev recibió bien la Revolución de Febrero en Rusia. Estaba inaugurando una nueva temporada en París en mayo de 1917, con el Pájaro de fuego en el programa, y «decidió alterar la escena final de ese ballet para adaptarla al espíritu de los tiempos. En lugar de presentarlo con una corona y el cetro, como lo habían presentado hasta entonces, el zarevich recibiría en el futuro una capa de la libertad y una bandera roja […]. Su idea era que la bandera roja simbolizara la victoria de las fuerzas de la luz sobre las de la oscuridad, representadas por Kashchey. Todos pensamos que este gesto de Diáguilev estaba decididamente fuera de lugar, pero él se obstinó y no nos hizo caso», S. L. Grigoriev, en sus memorias de The Diaghilev Ballet, Londres, Constable, 1953. Después de recibir varias protestas, Diáguilev defendió públicamente su innovación, pero, posteriormente, hizo caso a los críticos y retiró la bandera ofensiva. No hizo comentario alguno sobre la posterior Revolución de Octubre, pero, en 1922, conoció a Maiakovski en Berlín y le ayudó a conseguir un visado para visitar París. Maiakovski, a su vez, animó a Diáguilev a volver a la Unión Soviética y, en una segunda visita a París, le escribió a Lunacharski pidiéndole que le ayudara a conseguir un visado para Diáguilev. Éste tenía intención de volver a Rusia, y sólo se echó atrás cuando las autoridades soviéticas se negaron a dar un visado de entrada y salida a su ayudante, Kochno. En 1927, Diáguilev produjo Le pas d’acier, de Prokofiev, que indignó a Benois: «apoteosis del régimen soviético. Le pas d’acier podría, fácilmente, tomarse por una de esas glorificaciones oficiales del industrialismo y del proletariado en las que se distingue la URSS. El cínico celo de los autores y del productor había llegado, de hecho, a transmitir el triunfo de los trabajadores con una expresión de burla ante la derrota de la burguesía». Al año siguiente, sólo unos meses antes de su muerte, Diáguilev conoció a Meyerhold y le sugirió realizar una temporada conjunta. Nouvel y otros protestaron por la colaboración con los bolcheviques, pero Diáguilev escribió a Lifar que «si uno siguiera su consejo, perfectamente podría irse directo al cementerio».

[19] Podemos ver en Perry Meisel y Walter Kendrick (eds.), Bloomsbury/Freud. The Letters of James and Alix Strachey, Londres, Chatto & Windus, 1986, que el psicoanálisis y el Ballet Ruso podían resultar fascinantes para las mismas personas. Bloomsbury estaba fuertemente influido por Poiret (a través de Omega) y Matisse, y, asimismo, por Diáguilev. Keynes llegó a casarse con una bailarina de la compañía de éste, Lydia Lopokova. En el contexto de este estudio, es tentador relacionar este matrimonio con las teorías keynesianas sobre la función del consumo, el gasto y el derroche en la economía.

[20] Todas las pronunciaciones de Matisse sobre el arte y sobre su propia obra están reunidas en Jack D. Flam, Matisse on Art, Nueva York, 1978.

[21] «Si se puede decir que la decoración es el espectro que persigue a la pintura moderna, entonces parte de la misión formal de éste es encontrar maneras de usar lo decorativo contra sí mismo»: Clement Greenberg, acerca de «Milton Avery», reimpreso en su libro Art and Culture, Boston (Mass.), Beacon Press, 1961.

[22] Ornamento y delito, de Adolf Loos, se publicó por primera vez en Viena en 1908. Herwarth Walden lo reimprimió en Der Sturm, en Berlín, en 1912, y fue traducido al francés, muy recortado, en Les Cahiers d’aujourd’hui, Brujas, Imprimerie Saint-Cathérine, 1913, y nuevamente en París, en L’Esprit nouveau de Le Corbusier, en 1920, «quizá su reimpresión más influyente», de acuerdo con Reyner Banham. Está disponible en inglés en Ulrich Conrads (ed.), Programmes and Manifestos on 20th-century Architecture, Londres, Lund Humphries, 1970 [ed. cast.: Programas y manifiestos de la arquitectura del siglo XX, Barcelona, Lumen, 1973]. Además de influir sobre otros artistas, las ideas de Loos ayudaron a formar las de su amigo Ludwig Wittgenstein, como recuerdan Allan Janik y Stephen Toulmin en Wittgenstein’s Vienna, Nueva York, Simon & Schuster, 1973.

[23] Adolf Loos, «Ladies’ Fashion» [1898], reimpreso y traducido al inglés en Spoken into the Void, Cambridge (Mass.), MIT Press, 1982 [ed. cast.: «La moda femenina», en Adolf Loos, Ornamento y delito y otros escritos, Barcelona, Gustavo Gili, 1980].

[24] Thorstein Veblen, The Theory of the Leisure Class se publicó por primera vez en 1899 [ed. cast.: Teoría de la clase ociosa, diversas ediciones]. Fue el primer libro de Veblen, seguido entre otros por The Instinct of Workmanship, Nueva York, Macmillan, 1914, y The Engineers and the Price System, Nueva York, B. W. Huebsch, 1921. David Riesman, en su obra Thorstein Veblen, Nueva York, Scribner, 1953, explica que se convirtió en un «joven funcionalista» en la década de 1920 por influencia de Veblen. Theodor W. Adorno, Prisms, Londres, Spearman, 1967, contiene un brillante artículo sobre Veblen, en referencia a sus actitudes hacia las mujeres y el lujo, y sus raíces en el protestantismo radical [ed. cast.: Prismas: la crítica de la cultura y la sociedad, Barcelona, Ariel, 1962].

[25] El concepto de «gran renuncia masculina» deriva de J. C. Flügel, The Psychology of Clothes, Londres, AMS, 1930 [ed. cast.: Psicología del vestido, Barcelona, Lumen, 1972], cuyos contenidos se escribieron originalmente en forma de conversaciones para la BBC en 1928. El innovador estudio psicoanalítico de Flügel sigue siendo uno de los mejores libros teóricos sobre la vestimenta y la moda.

[26] Reimpreso en Clement Greenberg, Art and Culture, cit. Las críticas hechas por Greenberg a la obra tardía de Picasso forman parte de una denuncia general contra la pintura francesa, a la que calificaba de «hecha a medida» y «empaquetada». Los pintores de campos de color sobre los que escribió fueron Still, Rothko y Newman. El entonces discípulo de Greenberg, Michael Fried, elogió a Morris Louis, en el catálogo de «Three American Painters» (Boston, 1965), por «identificar la imagen con el fondo entretejido de su lienzo, casi como si la imagen fuera emitida sobre éste desde un proyector de diapositivas». Véase también Donald B. Kuspit, Clement Greenberg. Art critic, Madison, University of Wisconsin, 1979, especialmente el capítulo 4, «The Decorative».

[27] Citado en Tim Hilton, Picasso, Londres, Thames & Hudson, 1975 [ed. cast.: Picasso, Destino, Barcelona, 1997]. El ballet en cuestión fue Parade. Hilton comenta a continuación que Picasso «se vio perjudicado por el contacto que mantuvo con el ballet. Siempre se señala lo natural que fue para Picasso, con el placer que le producían las artes escénicas (del tipo más popular, ciertamente), colaborar con un espectáculo teatral. Ésta es una interpretación muy errónea de la naturaleza del arte moderno».

[28] Perry Anderson, «Modernity and revolution», New Left Review 144 (marzo-abril de 1984). Este artículo está marcado por el radical pesimismo de Anderson, tan radical que es imposible imaginar un arte significativo en nuestra «economía rutinizada y burocratizada, de producción universal de mercancías» y «consumismo permisivo». A veces, consigue superar en escepticismo al más sombrío crítico de la cultura, cuando contempla la morbosidad de nuestra época y la indefinida posposición de la esperanza revolucionaria. Arno Mayer, The Persistence of the Old Regime, Londres, Croom Helm, 1981 [ed. cast.: La persistencia del antiguo régimen, Madrid, Alianza, 1981], es, por contraste, un refuerzo positivo. Nos reta a reevaluar nuestras opiniones convencionales sobre la revolución burguesa y la historia del siglo XX.

[29] Max Weber, The Protestant Ethic and the Spirit of Capitalism [1904-1905], Londres, Allen & Unwin, 1930 [ed. cast.: La ética protestante y el espíritu del capitalismo, Madrid, Istmo, 1998] y Werner Sombart, Luxury and Capitalism (1913), Michigan, University of Michigan Press, 1967 [ed. cast.: Lujo y capitalismo, Madrid, Alianza, 1979]. Michael Lowy, Georg Lukács – From Romanticism to Bolshevism, Londres, Verso, 1979, evoca el medio de Heidelberg del que ambos procedían. Lukács, por supuesto, acabó intentando popularizar una visión social-higienista del arte.

[30] Kaja Silverman, «Fragments of a Fashionable Discourse», en Tania Modleski (ed.), Studies in Entertainment, Bloomington, University of Indiana Press, 1986, realiza un análisis feminista del argumento de Flügel y sus implicaciones.

[31] Lazenby Liberty fundó los almacenes Liberty’s de Regent Street, Londres.

[32] Véase Meredith Etherington-Smith, Patou, Londres, Hutchinson, 1983.

[33] El culto supremo al cuerpo-máquina fue el de la biomecánica, favorecida por Meyerhold, que había avanzado mucho desde que dirigió la producción de La Pisanelle presentada por Ida Rubinstein en París, en 1913. Meyerhold se basó en la obra de Taylor sobre los movimientos corporales en el proceso de trabajo, la cual intentaba encontrar una base científica para adaptar el cuerpo del trabajador a la máquina y así conseguir una mayor disciplina laboral y más productividad (es decir, más explotación).

[34] Jean Cocteau, Le rappel à l’ordre, París, Stock, 1926.

[35] Se puede encontrar más información sobre Cocteau, Poiret y el ataque al orientalismo, especialmente, en Kenneth Silver, Esprit de Corps. The Art of the Parisian Avant-Garde and the First World War, 1914-1925, Princeton, Princeton University Press, 1989, de donde se han tomado estas citas. Se trata de un interesante estudio revisionista sobre las maneras en las que los cubistas y sus partidarios (y la vanguardia de preguerra en general) se adaptaron a las corrientes chauvinistas y reaccionarias que salieron a la luz durante la Gran Guerra. Las citas son de Silver, a no ser que se indique lo contrario.

[36] Citado en K. Silver, op. cit. Mare, como Poiret, era un gran decorador presente en la exposición de París de 1925.

[37] Silver compara La lección de piano pintada por Matisse en 1916, en la que el arabesco es clave, aunque ya menos que en las obras realizadas antes de que estallase la guerra, con la «delicadeza de gestos y el buen gusto» que caracterizan La lección de música, pintada al año siguiente.

[38] Respecto a la «modernidad del estilo de vida», véase Lynn Garafola, Diaghilev’s Ballets Russes, Oxford University Press, 1989. Se trata de un libro sobresaliente, que no sólo trata de las dimensiones artísticas, sino también sociales y económicas de los Ballets Rusos. Es particularmente informativo respecto a los mecenas y los públicos.

[39] Véase Palmer White, Schiaparelli, Nueva York, Rizzoli, 1986.

[40] Cita de Maurice Nadeau, The History of Surrealism, Londres, Jonathan Cape, 1968 [ed. cast.: Historia del surrealismo, Barcelona, Ariel, 1975], que sigue siendo el principal estudio sobre el movimiento.

[41] André Breton, Legítima defensa, septiembre de 1926, reimpreso en M. Nadeau, op. cit.

[42] Bryan Holme et al. (eds.), The World in Vogue, Londres, Secker & Warburg, 1963.

[43] El propio Diáguilev dio un giro hacia la modernidad, a instancias de Cocteau, que se hizo irreversible después de Parade en 1917 y culminó con el constructivista La Chatte en 1927. Trabajó constantemente, no sólo con Stravinski y Picasso sino también con otros muchos modernos importantes. Casi su último acto público fue una visita a Baden-Baden para escuchar Lehrstuck, de Hindemith y Brecht.

[44] Véase, especialmente, «The Notion of Expenditure», reimpreso en G. Bataille, Visions of Excess, cit. [publicada originalmente con el título de La notion de dépense, en La critique sociale 7 (enero de 1933); en castellano está publicada como «La noción del gasto», en G. Bataille, La parte maldita, Barcelona, Icaria, 1986].

[45] Introducción de Allan Stoekl al libro de G. Bataille, Visions of Excess, cit.

[46] Ernest Borneman, The Pshychoanalysis of Money, Nueva York, Urizen Books, 1976. Borneman reúne muchos de los principales textos psicoanalíticos sobre el dinero y el capitalismo. Su introducción debe complementarse con el libro de Russell Jacoby, The Repression of Psychoanalysis, Nueva York, Basic Books, 1983, para comprender más plenamente la historia y el alcance del anticapitalismo en el movimiento psicoanalítico.

[47] Sobre la exhibición extravagante desde abajo como significante de la insurrección, véase, por ejemplo, el apartado «Dressed to Hill. The Fashionable Hoolingan», en Geoffrey Pearon, Hooligan, Londres, Macmillan, 1983, y Stuart Cosgrove, «The Zoot Suit and Style Warfare», History Workshop Journal 18 (otoño de 1984).

[48] Michèle H. Richman, Reading Georges Bataille, Baltimore, Johns Hopkins University, 1982.

[49] Ezra Pound, «Les Millwin», publicado por primera vez como parte de la serie «Lustra» en Poetry 2, Chicago (noviembre de 1913). Véase también el capítulo titulado «Student Unrest at the Slade», en Richard Cork, Origins and Development enVorticism and Abstract Art in the First Machine Age, vol. 1, Londres, Fraser, 1976. Pound vio el Ballet Ruso en Londres en 1911.

[50] Véase Erté, Things I Remember, Londres, Owen, 1975.

[51] Véase, por ejemplo, el apartado «La mode ou la féerie du code», en Jean Baudrillard, L’échange symbolique et la mort, París, Gallimard, 1976.

[52] Paul Poiret, En habillant l’époque, París, Grasset, 1930.

El asalto a la nevera

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