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ESTUDIO PRELIMINAR

HISTORIA Y TEORÍA. NOTAS PARA UN ESTUDIO DE LA OBRA DE PETER BURKE

M.ª José del Río Barredo

Universidad Autónoma de Madrid

La idea de realizar un estudio de conjunto de los escritos de Peter Burke surgió en el marco de un seminario de historiografía e historia de la ciencia, celebrado en la sede madrileña del CSIC en enero de 2008. El encuentro se presentó como homenaje al reconocido historiador británico, que acababa de cumplir setenta años y de jubilarse como docente universitario. En él se puso de manifiesto la dificultad de dar cuenta completa de la amplia y variada obra debida a uno de los autores más destacados de la historia cultural reciente. Un estudio acabado de sus principales aportaciones resultaría en todo caso incompleto, puesto que la obra sigue en construcción y a muy buen ritmo. Más modesto, el objetivo de las páginas siguientes es proporcionar algunas ideas en esa dirección, partiendo de la lectura detenida de los principales escritos publicados por este historiador hasta la fecha, en especial los quince libros más importantes que ha elaborado como autor único [ver apéndice final][1].

A la hora de examinar y presentar la obra del profesor Burke consideré, en principio, adecuado seguir un criterio temático y tipológico. Por un lado, la misma variedad de sus investigaciones sobre el Renacimiento, las elites urbanas, la cultura popular, la imagen de Luis XIV, las formas de comunicación, el conocimiento y el lenguaje –entre otros temas– habla por sí sola de la contribución notable de este historiador a distintos aspectos de la cultura europea en la época moderna. Por otro, las aportaciones teóricas de carácter más general quedan agrupadas en un conjunto de trabajos claramente diferenciados del resto: los escritos dedicados a la historiografía contemporánea y a la reflexión sobre los métodos y teorías procedentes de otras disciplinas, en particular, la sociología, la antropología y la historia del arte. No obstante esta distinción inicial, es importante tener en cuenta que los trabajos teóricos constituyen nada menos que un tercio de la obra de Burke y que resultan esenciales para comprender su trayectoria en conjunto, pero también los escritos que, por contraste, podemos denominar empíricos. En éstos incluye regularmente aclaraciones más o menos extensas sobre los fundamentos teóricos y los métodos empleados (a menudo reformuladas con mayor amplitud en sucesivas ediciones y traducciones), mientras que las obras teóricas propiamente dichas pueden verse como reflexiones sistemáticas sobre su trabajo como historiador y, de forma más amplia, sobre el marco teórico (historiográfico y más allá) en el que se inscribía. En mi opinión, esta imbricación de la reflexión teórica y los estudios empíricos es, precisamente, uno de los rasgos más característicos de la obra de este historiador, que, de forma poco habitual, ha demostrado considerar igualmente indispensables las dos dimensiones –teórica y empírica– propias del oficio.

En consecuencia, he optado finalmente por seguir un criterio cronológico, en buena medida guiado por los escritos teóricos, considerados como hitos de una larga trayectoria: exposiciones sistemáticas de los problemas y soluciones que el autor ha ido enfrentando y de las posiciones que ha ido tomando durante más de cuatro décadas de intensos debates y giros de gran trascendencia. Así, enumeradas someramente, podemos distinguir tres etapas principales: la primera, comprensiva de la producción principal en las décadas de los setenta y ochenta, está caracterizada por la inspiración predominante de los historiadores de la Escuela francesa de Annales, «compañeros de viaje» a los que dedicó un estudio al final de esta etapa. La segunda, definida como de exploración de las nuevas formas de historia cultural, comprende fundamentalmente la década de los noventa, aunque su punto de arranque se encuentra en la colección de ensayos recogidos en el volumen dedicado a la antropología histórica de la Italia moderna, el libro más importante de Burke en los años ochenta. Esta obra «bisagra» y la colección de ensayos que cierra el final de la etapa (Formas de historia cultural) enmarcan y definen unos años de exploración de nuevos territorios y teorías, hasta entonces poco habituales entre los historiadores. La reflexión más importante de esos años, y posiblemente la más sofisticada que haya elaborado hasta aquí, la constituye Historia y teoría social, un libro publicado en 1992 y sustancialmente actualizado en la edición de 2005. Desde un eclecticismo consciente, en este trabajo se perfilan las posiciones a las que Burke se ha inclinado con firmeza creciente en la última década. La tercera etapa, comenzada con el cambio del siglo y quizás aún abierta en el momento actual, se define por la búsqueda de una práctica de historia total en la que el predominio de la historia cultural se combine con una atención similar a la historia social. La «venganza» de esta última constituye uno de los puntos finales de ¿Qué es la historia cultural?, un trabajo teórico susceptible tal vez más que otros de una lectura biográfica y posiblemente el más importante de esta etapa, junto con la elaboración más reciente de sus reflexiones sobre las mezclas, el hibridismo y la traducción cultural, que el lector tiene entre sus manos.

EL COMPROMISO CON LA HISTORIA SOCIAL Y LA INSPIRACIÓN DE ANNALES

En una distendida entrevista reciente, Peter Burke comentaba el entusiasmo que le había producido el descubrimiento de la historiografía francesa de la Escuela de Annales a principios de los años sesenta, cuando aún era estudiante en la Universidad de Oxford. El programa de estudios de Historia en este tradicional centro académico era muy conservador; se limitaba básicamente a la historia política nacional y se caracterizaba por un enfoque esencialmente empírico, desprovisto de preocupaciones teóricas. El joven estudioso se identificó fácilmente con el combate de los fundadores de la Escuela de Annales, a favor de una historia problematizada, que se inspiraba en la teoría social y que favorecía el análisis de las estructuras sobre la descripción de los acontecimientos. Aunque el entusiasmo no bastó para lanzarle a estudiar junto a Fernand Braudel, el principal representante de la Escuela en esos años, el nombre de este influyente historiador reaparece a lo largo de la entrevista como uno de sus principales «héroes» o «modelos», y como «interlocutor imaginario» mientras escribía alguno de sus primeros libros[2]. En 1962, Burke se incorporó como profesor en la moderna Universidad de Sussex, donde inicialmente continuó trabajando en sus primeras investigaciones sobre la escritura de la historia en los siglos XVI y XVII, comenzadas en Oxford bajo la dirección de Hugh Trevor-Roper. En algunas de las publicaciones más tempranas sobre este tema se detecta vagamente la influencia de los planteamientos franceses, por ejemplo en el recurso a la historia comparativa (entre China y Europa) y en la aspiración a un enfoque social de la historia de las ideas[3]. Pero el modelo de Annales se hizo verdaderamente influyente en la siguiente década. Como apuntaba en la citada entrevista, su libro sobre el Renacimiento italiano, publicado en 1972, combinaba los planteamientos de la historia cultural asociada con los estudiosos del arte (Jacob Burckhardt, Aby Warburg y Erwin Panofsky) con una histoire sérielle, basada en el análisis de varios centenares de biografías de artistas y escritores. Ese mismo año, el historiador británico editaba la traducción al inglés de una colección de artículos originalmente publicados en la revista Annales, colección que encabezaba el famoso ensayo de Braudel sobre la longue durée. Poco después publicó una selección de artículos de Lucien Febvre, con una introducción sobre su obra y sus principales aportaciones, que en su opinión merecían ser conocidas por los lectores ingleses tanto como los escritos de su colega Marc Bloch[4].

Ciertamente, además de Annales hubo otras influencias importantes en la primera etapa de la carrera profesional de Burke. En una breve relación de los mentores que más le han marcado, nuestro autor citaba a Christopher Hill y Lawrence Stone, ambos profesores en el Oxford de los cincuenta, a Keith Thomas, uno de sus primeros tutores, y a Eric Hobsbawm y Raphael Samuel, con los que tuvo más contacto a partir de los años sesenta y setenta. Este grupo de historiadores constituye un ejemplo excelente del empuje que la historia social, aunque todavía minoritaria, comenzaba a tener en la Inglaterra de esos años. El principal impulso para la renovación de esta disciplina era de inspiración marxista y estuvo vinculado a los primeros años de la revista Past and Present, en la que colaboraron activamente Hill y Hobsbawm, mientras que Samuel fue uno de los principales impulsores del History Workshop, un grupo de investigación y discusión políticamente muy comprometido y vinculado a una escuela para adultos de la ciudad de Oxford, que también publicó una revista del mismo nombre[5]. Por su parte, y de maneras distintas, en la historia social de Stone y Thomas tenía más peso la obra de Max Weber. Prácticamente contemporáneo de Thomas y Samuel, con los que ha tenido una relación más intensa, Burke no fue ni mucho menos ajeno a las fuentes de inspiración y problemáticas de estos, sus interlocutores directos. Sus primeros trabajos no fueron elaborados al margen de las preocupaciones principales de la historia social británica y tanto el marxismo como las ideas de Weber tienen en ellos un peso sustancial, sea como elemento de discusión o de inspiración. Con todo, el interés decidido y pionero por la historiografía francesa de Annales no sólo convirtió a Burke en su promotor en Inglaterra, supuso también que esta temprana influencia impregnara algunos aspectos notables de sus primeras obras de relieve y marcara algunas de sus posiciones historiográficas más características a largo plazo. Empecemos viéndolo a través del comentario de los libros con los que alcanzó un renombre internacional.

El Renacimiento italiano. Cultura y sociedad en Italia (1972), tenía como objeto estudiar las bases sociales de la creatividad colectiva en un momento en el que ésta se manifestó con especial intensidad. El punto de partida evidente era la primera interpretación importante sobre el tema, la realizada a mediados del siglo XIX por el historiador suizo Jacob Burckhardt, que buscaba atender a la relación entre la cultura y otros aspectos de la realidad histórica. Su tratamiento insuficiente de la sociedad y su desatención a la economía hacían esta interpretación incompleta en términos de la pujante historia social de principios de los años setenta. Más sugerentes a primera vista eran las propuestas procedentes de los estudios sociológicos sobre el tema de Alfred von Martin y de la tradición marxista de historia social del arte, representada por Frederick Antal y Arnold Hauser. Burke apreciaba en estos autores el intento de establecer una relación entre las innovaciones culturales y una nueva visión del mundo, racional, calculadora, pero le parecía escasamente fundamentada –y en buena medida anacrónica– la interpretación del Renacimiento italiano como cultura asociada al ascenso de la burguesía urbana. De ahí que hiciera suyas las críticas del historiador del arte Ernst Gombrich a un planteamiento que trataba el arte como un reflejo crudo de la sociedad y que recogiera también su propuesta de considerar ésta no en un sentido genérico, sino desde la investigación concreta de las condiciones materiales (sociales, institucionales y económicas) de la creación artística. Así, Burke se sirvió de las posibilidades que la informática entonces emergente ofrecía a los historiadores sociales interesados en el tratamiento estadístico de sus fuentes para preparar varios centenares de fichas de artistas, músicos y escritores de distintas ciudades italianas entre 1420 y 1540, para cuantificar grosso modo variables como los orígenes geográficos y sociales, o la formación y el estatus social de estos innovadores culturales. Apoyándose en los trabajos de Erwin Panofsky y en proximidad con Michael Baxandall, que entonces comenzaba a despuntar, trató también a fondo asuntos como las motivaciones de los artistas al realizar sus trabajos, las exigencias de sus patronos y clientes, los usos de las obras de arte y los gustos, las ideas y las tradiciones iconográficas y literarias de la época.

Sobre la base de esta reconstrucción de la cultura renacentista en su entorno social, Burke quiso ir más lejos de los planteamientos microsociológicos para volver a suscitar en los últimos capítulos cuestiones de carácter más general. Buscaba, además, corregir tanto la visión excesivamente homogénea y estática de la sociedad renacentista esbozada por Burckhardt, como las simplificaciones y los anacronismos de las interpretaciones marxistas. Para eso trazó un cuadro socialmente diversificado de las visiones del mundo, el marco social y los cambios a corto y largo plazo. Karl Mannheim y Max Weber le aportaron categorías útiles –como la misma «visión o concepción del mundo» y las formas de ejercer el poder– y estimularon la atención a los estilos de vida y las diferencias generacionales. Pero sobre todo, resulta en esta última parte muy notable la influencia de Annales. Braudel (además de Antal) sustanciaba la discusión sobre el proceso de «refeudalización» como tendencia de cambio social caracterizada por el predominio creciente de estilos de vida nobiliarios entre las elites urbanas y de actitudes cada vez menos innovadoras, más «rentistas» que «empresariales», mientras que Bloch inspiraba la propuesta de comparación de la Italia del Renacimiento con otras sociedades creativas, una cercana (los Países Bajos) y otra de fuera de Europa (Japón). Tanto o más importante, la noción de l’outillage mental, fundamental en el trabajo de Febvre sobre la religión de Rabelais, no sólo está muy presente en la reconstrucción de las concepciones del mundo renacentistas, atentas a las creencias, sentimientos y conocimientos existentes, sino que además impregna uno de los principales fundamentos del libro: la idea de que la tradición (el entorno, la estructura) limita a la vez que posibilita la innovación[6]. No sorprende que en la introducción de la segunda edición del libro, el propio autor insistiera en la importancia de Annales en la que denomina interpretación de vía media entre la historia cultural clásica y la historia social del arte[7].

Continuación y complemento del libro anterior fue, en cierto modo, Venecia y Ámsterdam: un estudio sobre las élites del siglo XVII (1974). La obra resultó de una apuesta firme por la historia social comparativa, en la que el autor pasaba del estudio de las elites creativas italianas a las elites políticas de dos importantes ciudades europeas entre 1580 y 1720. Siguiendo la propuesta metodológica de Bloch, se trataba de comparar sociedades similares, en este caso coincidentes en su economía predominantemente comercial y en su sistema de gobierno republicano. De nuevo, el historiador británico recurría a la biografía colectiva o prosopografía, en este caso de unos seiscientos personajes que ocupaban puestos en el senado veneciano y en el ayuntamiento de Ámsterdam. Este material, en buena medida archivístico, le permitió atender a sus papeles políticos, sus bases económicas, sus formas de reproducción social y su cultura, entendida ésta en términos de estilo de vida, actitudes, valores, educación y aficiones literarias y artísticas. El peso sustancial que tiene la cultura en la obra lleva a caracterizar este trabajo como una aproximación cultural a la historia social, a diferencia del libro anterior, que era una historia social de la cultura. Ambos coincidían, sin embargo, en la pretensión de valorar los elementos que favorecían o frenaban el cambio, en este caso las transformaciones sociales, planteadas en términos cercanos a los utilizados en el estudio de las elites culturales italianas. Se trataba aquí de analizar si en el siglo XVII las elites comerciales de Venecia y Ámsterdam siguieron arriesgando como «empresarios» o bien se convirtieron en «rentistas».

Como estudioso de las elites, Burke sigue las interpretaciones y categorías de los especialistas en el tema, en particular la teoría sobre la circulación de las elites del sociólogo Vilfredo Pareto, corregida por teóricos actuales como C. Wright Mills y R. A. Dahl. El novedoso tema resultaba además especialmente adecuado para intervenir en algunos debates importantes en la historia social del momento, tales como la Crisis del siglo XVII y el proceso de refeudalización. Considerando la selección de artículos de historia económica y social, publicados en la revista Annales por destacados historiadores de esa escuela y también marxistas, que el historiador británico acababa de editar, no sorprende que en Venecia y Ámsterdam dialogara con Carlo Cipolla (sobre la Revolución de los precios) y con Pierre Chaunu, Eric Hobsbawm y Fernand Braudel, sobre la crisis. Este último le proporcionó además la noción de cambio «inconsciente», es decir, el cambio no intencionado o basado en un cálculo de consecuencias, que pasó a formar parte del bagaje teórico característico del historiador cultural. En este sentido, el libro que comentamos resultó tremendamente rico, pues, a pesar de sus limitadas pretensiones teóricas, está salpicado de nociones procedentes de la antropología y la psicología social que acabaron ocupando un lugar de peso en su trabajo posterior. Así, encontramos referencias ocasionales a Max Gluckman, para discutir el conflicto y la cohesión social, a Erik Erikson, para una comparación lejana de los valores holandeses de frugalidad y limpieza con los de los iroqueses, y, sobre todo, a Erving Goffman, inspirador de unas páginas memorables sobre el vestido y los gestos de los patricios venecianos en términos de «fachada» o presentación social del yo, que constituyen un espléndido preludio de exploraciones futuras sobre el consumo ostentoso y el retrato.

El empleo de teorías procedentes de otras disciplinas, la inspiración de Annales y los intereses dominantes en la historia social británica estuvieron muy presentes también en La cultura popular en la Europa moderna (1978), el libro más importante publicado por Burke hasta el momento. En este nuevo trabajo el autor pretendía ampliar su aproximación a la cultura y la sociedad, yendo más allá del estudio de las grandes obras artísticas y literarias y de los grupos sociales dominantes para atender también a los valores y las producciones culturales de la gente corriente, los artesanos y campesinos, que constituían la gran mayoría de la población europea en la Edad Moderna. En El Renacimiento italiano había llamado ya la atención sobre la necesidad de conocer mejor determinados aspectos de la cultura popular, como la religión, la danza y la literatura oral, con objeto de tener una noción más completa y heterogénea de las concepciones del mundo existentes en la época. Evidentemente, el referente de los historiadores culturales clásicos (Jacob Burckhardt y Johan Huizinga), que constituyeron el punto de arranque de aquel libro, no era ya apto para éste, sustentado desde la primera página en una definición de cultura tomada de la antropología y, en consecuencia, mucho más amplia que la de aquéllos.

Al incidir en las actitudes y los valores de las clases populares, y en su expresión y encarnación en formas simbólicas que incluían cuentos, canciones y rituales de diverso tipo, Burke se situaba de lleno en el ámbito de preocupaciones de los historiadores sociales británicos, que desde posiciones más o menos cercanas al marxismo, se esforzaban en la elaboración de una historia más democrática, o lo que pronto se conocería con el nombre de «historia desde abajo». No es extraño que en La cultura popular, mucho más que en los libros anteriores, el autor estableciera un diálogo fructífero con estudiosos punteros en la historia de los movimientos sociales como Christopher Hill, Eric Hobsbawm, George Rudé y también E. P. Thompson, cuyos estudios sobre el charivari y otros temas relacionados con la moral de la multitud resultaban particularmente cercanos a este trabajo. Los escritos y personalidad de este último historiador, que trabajaba en buena medida al margen del mundo académico oficial, constituían en esos años un estímulo central para los historiadores más jóvenes del History Workshop, grupo del que Burke formaba parte, si bien él, en contraste con otros integrantes, prefería no utilizar la historia como arma de lucha política. Con el tiempo las diferencias con Thompson quedaron fijadas: básicamente, nuestro autor era más tajante en el rechazo de un modelo teórico que subordinaba la superestructura cultural a la base económica, mientras que Thompson reprochaba a los estudiosos de la cultura popular que pusieran excesivo énfasis en los aspectos simbólicos, desatendiendo la «morada material» en la que se inscribía[8]. De hecho, Burke mostraba más proximidad con otro influyente intelectual británico, el marxista Raymond Williams. Su libro más famoso había inspirado el título original de El Renacimiento italiano (Culture and society in Renaissance Italy) y Burke reconocía ahora expresamente su deuda intelectual con este estudioso de la literatura y los medios de comunicación de masas[9].

En todo caso, los interlocutores de La cultura popular en la Europa moderna eran muy numerosos y no debemos olvidar que para Burke el más importante fue Braudel. Esto puede resultar chocante para quien pretenda medir su impacto recorriendo las notas a pie de página y la bibliografía citada. La influencia del historiador francés difícilmente podía depender de intereses temáticos comunes y tampoco se limitó a la aportación de unos cuantos conceptos. En realidad fue de carácter mucho más amplio y general. Para empezar, estimuló que una investigación inicialmente concebida para un contexto regional (Italia, de nuevo) se ampliara hasta abarcar todo el continente europeo (Rusia incluida) y la época moderna completa, desde el siglo XV al XVIII (de hecho hasta el XIX, si consideramos que el libro empieza y acaba con «el descubrimiento del pueblo» en el Romanticismo). A este ir más allá de las fronteras previstas y al enfoque de la larga duración, se unió una organización de algún modo reminiscente de la que seguían entonces las tesis dirigidas por Braudel: después de una amplia primera parte destinada a discutir términos, fuentes y metodología (esta parte tal vez más de estilo tradicional británico), el grueso de la obra se dividía en una sección dedicada a las estructuras de la cultura popular y otra a los cambios a lo largo del tiempo. Esta última parte, dedicada a las transformaciones de la cultura popular, motivadas tanto por las pretensiones reformadoras de las elites como por la influencia de cambios producidos en otros ámbitos, como la expansión del comercio y la politización del pueblo, es donde mejor se observa la ambición de escribir una historia total, capaz de establecer conexiones entre las distintas dimensiones de la realidad –la cultura, la sociedad, la política y la economía.

La amplitud temporal y geográfica cubierta por La cultura popular, las cuidadosas discusiones metodológicas y la formulación de un marco teórico general hicieron que este libro se convirtiera rápidamente en una obra de referencia, capaz de inspirar otras investigaciones y de tener un impacto bastante más duradero de lo que suele ser habitual en un trabajo de historia. Eso no excluye que también estuviera sujeto a algunas críticas y controversias, como el propio autor ha recogido en las introducciones de las ediciones sucesivas[10]. Las más sustanciales estuvieron relacionadas con la misma noción de cultura popular, planteada en términos explícitamente gramscianos, como la cultura de las «clases subordinadas», y caracterizada de forma residual frente a la de las elites. Este modelo dicotómico era constantemente enriquecido con aspectos que destacaban las interrelaciones –como la insistencia en el biculturalismo inicial de las elites– y resultó particularmente adecuado para analizar la «reforma de la cultura popular», esto es, los intentos de transformación de la misma por parte de las elites. Como el autor indicaba en nota, en este tema seguía la tradición historiográfica francesa, marcada por los estudios de Jean Delumeau sobre el catolicismo contrarreformista y de Yves-Marie Bercé sobre la fiesta y la revuelta. La interpretación ofrecida por Burke no llegó, sin embargo, tan lejos como la de otros historiadores galos, concretamente Robert Muchembled, que precisamente el mismo año publicó un libro en el que ponía especial hincapié en la represión de la cultura popular francesa por el naciente estado centralizado en la época moderna[11]. El historiador británico no mostró especial interés por esta cuestión, ni tampoco empleó el modelo de hegemonía cultural de Antonio Gramsci, que inspiró a otros historiadores de la cultura popular más empeñados en demostrar la existencia de estrategias conscientes de represión cultural. Si bien es cierto que «El triunfo de la cuaresma» –título sugerente del capítulo que comento– insinuaba la derrota completa del carnaval (la cultura popular), las conclusiones subrayaban claramente las diferencias entre los objetivos y los logros de los reformadores y destacaban más bien las consecuencias no intencionadas de sus ataques. Interesado sobre todo en la dinámica de las relaciones entre la cultura popular y la de las elites, Burke puso de manifiesto en varios trabajos sobre religión popular publicados en los años ochenta su preocupación por otras nociones útiles para el estudio de las influencias de doble dirección, como «negociación» o «intercambio»[12].

En este sentido, La cultura popular está más próximo a las obras de la historiadora norteamericana Natalie Z. Davis y del italiano Carlo Ginzburg, quienes, en torno a esas mismas fechas, publicaban también sus respectivos y originales estudios sobre el tema[13]. Las relaciones entre los tres historiadores merecerían un estudio separado, pero podemos destacar aquí su coincidencia en el diálogo con la historiografía marxista y la Escuela de Annales, el interés común por la antropología y la teoría social y, más allá de intereses temáticos compartidos (como la literatura popular, los rituales), su coincidencia en interpretaciones muy matizadas, que subrayaban, más que los contrastes, las interacciones y las influencias de doble dirección entre la alta cultura y la popular. Las diferencias entre ellos son así mismo importantes, notablemente por la preferencia de Burke por los tratamientos de la larga duración y los enfoques telescópicos sobre las aproximaciones micro, como veremos más adelante. Pero durante los años ochenta los tres historiadores se convirtieron en puntos de referencia inexcusables para los estudiosos de la cultura popular y, de forma más general, para quienes, como resultado del giro antropológico iniciado en las décadas anteriores, se inclinaban cada vez más hacia las aproximaciones de la antropología histórica.

Mientras que en los años ochenta tenía lugar un intenso debate sobre la cultura popular –con el libro de Burke como uno de los elementos puntales–[14], nuestro autor se encaminaba al estudio de otros temas y comenzaba a buscar nuevos enfoques para su tratamiento. Su siguiente trabajo de relieve, The Historical Anthropology in Early Modern Italy (1987) –hasta ahora no traducido al castellano–, constituye una espléndida ilustración de estas nuevas investigaciones que miraban a la antropología para obtener conceptos, herramientas de análisis e hipótesis de trabajo, algo que en cierto modo estaba ya presente en La cultura popular pero que ahora se hacía de forma más sistemática y se dirigía a exploraciones de escala más reducida. Esta colección de estudios centrada en el estudio de diversas formas de percepción y comunicación en la Italia de la época moderna –como recoge el subtítulo–, reunía trabajos realizados desde finales de los años setenta, acompañados de una introducción dedicada a definir los rasgos principales de esa nueva forma de hacer historia que tanto interés suscitaba dentro y fuera de la profesión. A partir del ejemplo de monografías importantes como El queso y los gusanos (1976) de Carlo Ginzburg, Montaillou, una aldea occitana (1975), de Emmanuel Le Roy Ladurie y Religion and the decline of magic (1971) de Keith Thomas, Burke señalaba que, aun no siendo un movimiento homogéneo, la antropología histórica se caracterizaba por el interés común en los escritos de autores clásicos como Émile Durkheim y Marcel Mauss, o contemporáneos como Victor Turner y Clifford Geertz. La antropología influía a estos historiadores de varias maneras: la elección de temas relacionados con la vida cotidiana y su simbolismo, el empleo de categorías propias de la cultura estudiada, en vez de las contemporáneas del historiador, y la preferencia por el análisis cualitativo de casos concretos, con tendencia a un enfoque microhistórico.

Los casos de estudio reunidos por Burke incluían, además de una sugerente discusión sobre las fuentes procedentes de fuera (viajeros extranjeros) o de dentro (memorias, diarios, autobiografías), más de una docena de ensayos sobre temas variados, que iban desde religión popular y el consumo ostentoso de las elites, a la santidad y los insultos, pasando por la alfabetización, el retrato y los rituales. Prácticamente todos ellos se situaban en el contexto local de alguna ciudad italiana y se apoyaban en documentación primaria, a menudo archivística. Es posible que al autor le tentara entonces la idea de explorar el método microhistórico, pero lo que hizo finalmente fue utilizar sus materiales empíricos para valorar el potencial de análisis de diversas teorías antropológicas y sociológicas y esbozar propuestas de posibles investigaciones más amplias. Así, mostraba que para el estudio de una sociedad tan teatralizada como la italiana de la Edad Moderna resultaban particularmente aptas las teorías de Erving Goffman y Pierre Bourdieu sobre la escenificación de la persona y la distinción, las primeras ya empleadas en el estudio de las elites de Venecia y Ámsterdam. Las formas de consumo como expresión de los valores y estilo de vida de estos grupos sociales le permitían ahora mostrar la racionalidad del consumo ostentoso en el marco de unos valores que asociaban el decoro y la magnificencia de las clases privilegiadas con las prácticas habituales de presentación en sociedad y manifestación del estatus social. La tendencia del autor a tratar estos temas con la lente más amplia posible quedó demostrada en un artículo posterior, en el que retomaría el tema a una escala intercontinental, comparando el consumo ostentoso de las elites europeas y las asiáticas en la época moderna[15]. De hecho, como veremos en el próximo apartado, algunos de los ensayos de este libro fueron el embrión de las monografías más extensas en tamaño y tratamiento temporal o espacial que Burke publicó en la década de los noventa. Como en Historical Anthropology, la inspiración de Goffman y Bourdieu estuvo unida a la de Norbert Elias, cuya noción de umbral de la vergüenza se aplicaba también al estudio de la sociedad italiana moderna, obsesionada por el honor. De forma similar, otros ensayos de este libro muestran la importancia creciente de las teorías de Mijail Bajtin, procedentes no tanto de su famoso estudio sobre Rabelais, utilizado ya en La cultura popular, como de sus escritos como lingüista y crítico literario, sobre los que Burke comenzaba a llamar la atención en los años ochenta[16].

Historical Anthropology revela, además, un notable interés por la antropología de Geertz, cuyos estudios recientes sobre la interpretación de la cultura le hacían despuntar como uno de los antropólogos más influyentes de finales del siglo XX. El historiador británico destacaba en la introducción de este libro la importancia metodológica de la «descripción densa», en referencia a uno de los trabajos más influyentes del antropólogo norteamericano. En los ensayos remitía también a otros trabajos famosos, como los dedicados a las peleas de gallos en Bali y al teatro del poder en Negara, que inspiraron, por ejemplo, la investigación dedicada a los rituales papales y que impregnarían más tarde no poco de su monografía sobre Luis XIV. En estos años Burke hacía suyos planteamientos teóricos típicamente geertzianos como la consideración de la cultura como forma de construir, más que de representar, la realidad, aunque posteriormente se desmarcó de estas posiciones, advirtiendo contra los excesos del construccionismo y los límites del enfoque contextual. Sin limitarse a este antropólogo, en Historical Anthropology Burke manejaba un concepto de cultura propio de la antropología simbólica, que, como recogía citando a Edmund Leach, era vista como un «sistema de signos que pueden ser leídos como un texto». Anunciando un planteamiento metodológico que le acompañaría en obras posteriores, en esta obra buscaba entender la gramática (las reglas implícitas) de la cultura italiana de la Edad Moderna y, así, estudiaba tanto los contenidos como los medios de transmisión, los códigos, las ocasiones, los escenarios y la recepción.

No obstante la novedad de estas propuestas teóricas, que anunciaban las ricas exploraciones de la década siguiente, Historical Anthropology mantenía cierta relación con la historiografía de Annales, especialmente con los trabajos de historia de las mentalidades más recientes. Esto resulta evidente en el estudio sobre los censos o catastros, tratados no como fuentes para el estudio de la estructura social, sino como testimonios de la forma en la que la sociedad se percibía a sí misma, de sus categorías de clasificación social o sus formas de «representación colectiva», en términos de Émile Durkheim. En el tratamiento de estas cuestiones, Burke se aproximaba a los estudios de Marc Bloch (cuyo libro sobre los reyes taumaturgos era citado en el capítulo dedicado al repudio del ritual) y, sobre todo, a historiadores más jóvenes como Georges Duby y Jacques Le Goff, que habían sido ya sus interlocutores en La cultura popular. De hecho, no era ésta la primera vez que el historiador británico mostraba su interés por las representaciones colectivas, por las formas de pensamiento, percepción y comunicación que incluían mitos y leyendas, concepciones religiosas y categorías fundamentales del tiempo y el espacio. Entre todas ellas, había mostrado especial predilección por los cuentos y los estereotipos, un tema este último que le ocupaba de nuevo en sus ensayos sobre la construcción de las representaciones estereotipadas de herejes, ladrones, mendigos y santos desde las visitas pastorales, la literatura, el arte y los procesos judiciales y de canonización. Más que cuando había estudiado los estereotipos de héroes, malhechores y locos en La cultura popular, en este nuevo libro intentaba superar su consideración como representaciones homogéneas y carentes de intención, a través del análisis de su conexión con determinados intereses y prejuicios sociales. También llamaba la atención sobre los procesos de distorsión, selección, simplificación y asimilación de los estereotipos en determinados contextos, un asunto que trataría con especial detalle en trabajos posteriores, como el dedicado a los estereotipos negativos de los jesuitas, presentado en el homenaje a su colega y antiguo compañero de colegio, John Bossy[17]. En la trayectoria de Burke hay una notable continuidad en el interés por estos temas, aunque aún no les ha dedicado una monografía. Como veremos, entre los trabajos recogidos en Formas de hacer historia (1997), incluyó algunos ensayos sobre representaciones colectivas, como los dedicados a los estereotipos del Otro y a las formas de soñar y recordar. Vale la pena anotar que la publicación original del estudio sobre las pautas culturales de los sueños (en 1973) fue en lengua francesa y en un número de la revista Annales.

Podemos concluir esta sección, dedicada a la producción de Peter Burke en los años setenta y ochenta, comentando el libro dedicado a la Escuela de Annales, La revolución historiográfica francesa, publicado justamente en 1990. Su objetivo explícito no era tanto realizar un estudio de la historia intelectual del grupo de investigadores que cristalizó en torno a la revista de ese nombre y a la École des Hautes Études en Sciences Sociales, como escribir «un ensayo más personal», el tributo de un colega que, desde la distancia, se había considerado su compañero de viaje durante toda una generación[18]. De hecho, podemos leer este libro como memoria de las afinidades y divergencias entre el historiador británico y los representantes de las distintas generaciones de Annales. Respecto a los fundadores, Bloch y Febvre, Burke reiteraba el entusiasmo que tres décadas atrás había manifestado al editar una selección de ensayos del segundo. En especial, destacaba el importante papel de los dos historiadores en la renovación de la disciplina histórica, frente a la historia política narrativa dominante en la historiografía europea de entreguerras, y su propuesta de una historia problematizada, atenta a la colaboración interdisciplinar y apoyada en las ciencias sociales. De forma más concreta, discutía en términos muy elogiosos el importante estudio de Bloch sobre La sociedad feudal (1939-1940), llamando la atención sobre el carácter omnicomprensivo de este ejemplo temprano de historia total, en el que se trataban temas tan diversos como la tenencia de la tierra, la jerarquía social, la política, los sentimientos y las formas de pensamiento. De manera similar, comentaba con admiración el influyente libro dedicado al estudio de las creencias en las capacidades curativas de los reyes medievales, en el que Bloch utilizaba las nociones, inspiradas en la sociología de Durkheim, de «sistema de creencias», «modos de pensamiento» y «representación colectiva», tan influyentes en la historia de las mentalidades y en el trabajo del propio Burke. En cuanto a Febvre, ya hemos notado atrás la importancia que su estudio sobre Rabelais tuvo en los primeros trabajos del historiador inglés. La noción de l’outillage mental, que aquel empleó para estudiar la presunta incredulidad del escritor renacentista en el trasfondo de lo que era o no posible creer, sentir o expresar en la época, se convirtió en un asunto recurrente en la obra de éste. De Febvre arrancaba también el interés en el estudio de los términos y conceptos existentes en una sociedad dada, así como la curiosidad por los métodos y conceptos de la psicología social, temas de los trabajos seleccionados para la compilación de 1973[19].

El entusiasmo por el trabajo de los fundadores de Annales no impidió a Burke valorar también de forma positiva las aportaciones de la generación intermedia, dedicadas a temas de historia económica y social. En particular, mostraba su aprecio por la utilización de fuentes seriadas y métodos cuantitativos, unas técnicas que él mismo había aplicado en forma de prosopografía en sus dos primeros libros y a las que se ha mantenido fiel hasta la actualidad. Como hemos visto, el historiador inglés era también sensible a la organización de los trabajos en términos de estructura y coyuntura, habitual en las monografías francesas de historia regional, que seguían el modelo de Braudel. Su posición respecto al historiador más influyente de la Escuela de Annales dentro y fuera de Francia era, claramente, de una enorme admiración, aunque al comentar los principales escritos del francés se advierten algunas reservas, que vale la pena señalar. El Mediterráneo y el mundo mediterráneo (1949) era discutido desde la fascinación producida por los planteamientos más característicos de Braudel: la importancia concedida a la geografía y a los distintos ritmos temporales, el enfoque de larga duración, la observación del tema desde la perspectiva más amplia posible, el ideal de una historia total capaz de integrar distintos aspectos de la realidad. Pero al mismo tiempo, Burke reprochaba al autor su limitada atención a temas relacionados con los valores, las mentalidades y la civilización. La ausencia de interés por el honor en la cultura mediterránea le resultaba, por ejemplo, inexplicable, lo mismo que la falta de atención a los significados simbólicos de la cultura material en Civilización material y capitalismo (1967). El historiador inglés concedía que esta última carencia podía justificarse por la división de tareas con Febvre en lo que originalmente se concibió como una obra conjunta, en la que este último se ocuparía de estudiar las mentalidades. Leyendo estos comentarios, se intuye que el diálogo imaginario que Burke mantenía con Braudel tenía un carácter ambivalente: al tiempo que se inspiraba en sus principios generales sobre la investigación histórica, buscaba completar los vacíos más llamativos de su obra. Así lo hizo claramente en el artículo sobre el consumo ostentoso en el mundo moderno, un trabajo sobre el significado simbólico de la cultura material inspirado por el principio braudeliano de que «los historiadores de Europa sólo serán capaces de decir lo que es específicamente occidental cuando miren fuera de Occidente»[20].

El diálogo que Burke estableció con sus contemporáneos, los historiadores de la tercera generación de Annales resultaba, en comparación, más sencillo. Con los sucesores de Braudel, que en parte reaccionaron contra él para volver la mirada a la obra de los fundadores, compartió la preocupación por las creencias, los imaginarios y las mentalidades. Apreciaba los enfoques estadísticos aplicados a la historia de las mentalidades, que él mismo había aplicado en los trabajos de Historical Anthropology sobre la alfabetización y la sociología de los santos contrarreformistas. De forma más concreta, el historiador británico coincidió en el estudio de la literatura popular con Mandrou y Geneviève Bollème y compartió con Le Goff la curiosidad por el análisis histórico de los sueños y con Le Roy Ladurie el interés por la antropología histórica. Al discutir el periodo más reciente, en el que entre los mismos historiadores de las mentalidades se estaba produciendo una fuerte reacción contra el predominio de la historia serial y los enfoques estructurales, Burke mantenía un talante abierto hacia los nuevos estudios; lo mismo hacia los que primaban una nueva preocupación por los acontecimientos (que describía como una forma de redescubrimiento de la importancia de la acción humana), como por la historia política (destacando los temas de la micropolítica de la familia y el trabajo) y la narrativa (que, subrayaba, no se hacía en sentido tradicional, sino para estudiar acontecimientos expresivos de problemas de carácter general). Entre los jóvenes historiadores de Annales más críticos con la historia de las mentalidades, comentaba con cierto detalle el trabajo de Roger Chartier, estudioso de la historia del libro que acababa de sacar a la luz un importante libro sobre la historia cultural, en el que prefería poner el acento no sobre las mentalidades sino sobre las representaciones y las prácticas[21]. El historiador británico llamaba la atención sobre el cambio de énfasis desde una historia social de la cultura (que asumía la existencia de unas estructuras objetivas de la realidad) a una historia cultural de la sociedad, centrada en el estudio de ésta como construcción cultural. Aunque tocaba muy de cerca a la noción de cultura popular que él mismo había seguido, Burke asumió la crítica sustancial de Chartier frente a la asociación de determinados objetos culturales con grupos sociales específicos, a favor de un enfoque centrado en las formas de apropiación de esos objetos (la forma en que son utilizados y modificados por los usuarios), inspirado en el historiador y teórico cultural Michel de Certeau.

Peter Burke cerraba su homenaje particular a la Escuela de Annales, discutiendo su recepción más o menos rápida fuera de Francia y dedicando algunas páginas entusiastas a su impacto en investigaciones históricas sobre territorios no europeos y sobre otros estudiosos, además de los historiadores, en particular algunos antropólogos. De forma muy breve, apuntaba algunas sugerentes vías de análisis procedentes de algunos libros inspirados en Annales y enriquecidos por las problemáticas derivadas de la atención a los encuentros entre culturas alejadas entre sí. Así, comentaba las investigaciones recientes sobre diversos contextos extraeuropeos, que destacaban la importancia de cuestiones como los malentendidos culturales (caso del trabajo de Jacques Gernet sobre las misiones), el colapso de las antiguas estructuras (en La visión de los vencidos de Nathan Wachtel) y la capacidad estructuradora de los acontecimientos (en Islas de historia de Marshall Sahlins). La importancia de estos libros para el análisis del cambio cultural seguiría siendo un objeto de atención para Burke en los años siguientes.

No sería, sin embargo, correcto quedarnos con la idea de que la mirada de nuestro autor hacia la historia de las mentalidades fue del todo complaciente. En un artículo publicado poco antes del libro que comentamos, Burke había encarado los problemas de este enfoque, que tanto le atraía pero que también consideraba necesitado de importantes ajustes[22]. En un momento en que el enfoque comenzaba a ser cuestionado desde distintos frentes, el historiador británico comenzaba con una rotunda defensa del potencial de una aproximación que consideraba cercana a la historia intelectual pero más amplia y atenta a la sociedad, por lo que permitía el estudio de temas importantes pero escurridizos como las formas de pensamiento, los valores y las actitudes. Ciertamente, la historia de las mentalidades arrastraba problemas como la herencia del evolucionismo de Lucien Lévy-Bruhl, que tendía a considerar el pensamiento primitivo como el contrario simplificado del moderno. Además, la misma noción de mentalidad tendía a incidir en la homogeneidad, más que en las diferencias entre grupos sociales, por influencia del modelo sociológico de Durkheim, y en la continuidad, más que en el cambio a lo largo del tiempo. Las propuestas de solución, según Burke, pasaban por completar el enfoque, teniendo en cuenta, en primer lugar, las formas de legitimación, como ya hacían algunos historiadores cercanos al marxismo como Michel Vovelle: estudiar en interés de quién se elaboraban o mantenían las representaciones y creencias colectivas evitaría planteamientos excesivamente homogéneos, como los que impregnaban incluso el estudio sobre los reyes taumaturgos de Bloch. En segundo lugar, proponía estudiar los temas o fórmulas recurrentes que facilitaban la estructuración del pensamiento, incorporando las nociones de esquema (Aby Warburg y Ernst Gombrich), paradigma (Thomas Kuhn) y filtro mental (Michel Foucault). Finalmente, para dar cuenta de los cambios en el tiempo, llamaba la atención sobre el potencial de las situaciones de encuentro entre distintos modos de pensamiento y, de forma específica, apuntaba a los enfoques lingüísticos para estudiar transformaciones tan importantes en la Europa moderna como el declive del pensamiento metafórico a favor del literal[23]. Con una sólida reputación internacional y en plena madurez intelectual, a finales de los años ochenta Burke se mostraba entusiasta con las posibilidades abiertas tanto a la historia de las mentalidades como a la nueva historia cultural, que tanto empuje estaba alcanzando en los Estados Unidos[24]. No tuvo reparos en unirse a la experimentación con nuevos temas, métodos y enfoques, que, por otra parte, ya había comenzado a explorar en los ensayos recogidos en Historical Anthropology. Pero, como en este caso, lo hizo sin renunciar del todo a la historia social que le había inspirado hasta entonces, en particular a los «maestros» de Annales. Los libros publicados después de 1990 fueron, así, deudores de viejos intereses y de propuestas apuntadas en libros anteriores, particularmente en el que acabo de citar. Las reflexiones teóricas, sin embargo, no se basaron tanto en la historiografía reciente como en las ciencias sociales, otro de los pilares fundamentales de su trayectoria intelectual desde la década de los sesenta.

EXPLORANDO NUEVAS FORMAS DE HISTORIA CULTURAL

Peter Burke compartía con los historiadores de Annales el convencimiento de que la utilización de modelos, métodos y conceptos procedentes de las ciencias sociales favorecía la superación de las tendencias positivistas en la disciplina histórica. En esa opinión coincidía también con los historiadores sociales británicos que, desde otras vías, buscaban igualmente la renovación de la enseñanza y la investigación de la historia. Sin ir más lejos, la sociología y la antropología estimularon de forma notable el trabajo de su mentor Keith Thomas, que sin embargo no conectaba particularmente con la historiografía francesa[25]. Las circunstancias concretas de la propia trayectoria profesional de Burke contribuyeron asimismo a reforzar su interés y conocimientos en las teorías sociales. En su primer puesto docente en la universidad de Sussex (1962-1979), cuyo programa de estudios fomentaba la interdisciplinaridad, enseñó materias relacionadas con el estudio de la estructura y el cambio sociales, lo que acabó cuajando en la publicación en 1980 de una breve monografía didáctica, que pretendía estimular el diálogo entre la sociología y la historia[26]. Sobre esta base, doce años más tarde sacó a la luz otro trabajo sustancialmente más amplio y complejo, en el que se consideraban también las teorías de otras procedencias, como la antropología, la psicología, la sociolingüística y la geografía. Historia y teoría social (1992) se hacía eco de los importantes cambios producidos en la historia y otras disciplinas desde finales de los años setenta, cuando, efectivamente, había tenido lugar el diálogo interdisciplinar y desde distintos campos se invocaba a los mismos teóricos (notablemente Geertz, Foucault, Bourdieu y Bajtin). Estas transformaciones, que con el tiempo han llegado a caracterizarse con las etiquetas de giro antropológico, lingüístico y cultural, provocaron en los años ochenta la quiebra de los paradigmas no sólo de la historia tradicional, sino también de la historia social reciente. Testigo y parte de ese momento, especialmente con sus ensayos de antropología histórica, Burke consideraba que esa situación de «fronteras difuminadas y abiertas» era estimulante y confusa, al mismo tiempo. Con una actitud favorable al eclecticismo consciente, con este libro pretendía fomentar la comunicación de los logros alcanzados en cada disciplina con pleno conocimiento de lo que los intercambios y préstamos podían implicar. Historia y teoría social puede, así, leerse como una reflexión sobre los cambios epistemológicos de finales del siglo XX que más han afectado a la historia y, al mismo tiempo, como expresión de las posiciones respecto a ellos asumidas por el autor.

Después de trazar una rápida trayectoria de las disciplinas tratadas en este libro, atendiendo de forma particular a los puntos de convergencia y divergencia entre ellas, el autor pasaba a discutir los modelos y métodos principales que los historiadores tomaban prestados de las ciencias sociales. Al hacerlo, mostraba su aprecio por el método comparativo y manifestaba su fidelidad a la cuantificación y los métodos seriales, aun reconociendo que el empuje de estos últimos había disminuido de forma considerable en fechas recientes. A diferencia de otros historiadores culturales, Burke no parecía convencido de las virtudes del enfoque micro, «el microscopio social», como lo denomina. Si bien reconocía la importancia y originalidad de los trabajos en esta línea de Carlo Ginzburg, Natalie Z. Davis y Giovanni Levi, advertía también del peligro de circularidad en la utilización no problematizada del método (llegar a conclusiones ya conocidas) y del riesgo de que la reducción de enfoque fuera en detrimento del estudio de las tendencias de larga duración y de las relaciones entre las dimensiones micro y macrohistóricas. En trabajos posteriores, no dejaría de reafirmar la necesidad de combinar ambos enfoques y la exigencia de prestar atención a la larga duración en los temas que lo exigían.

El historiador británico mostraba una cautela similar al discutir en un extenso capítulo los conceptos que los historiadores suelen tomar de otras disciplinas, siendo más o menos conscientes de su procedencia y problemas que pueden plantear. A los que había comentado en la primera versión del libro (clase, movilidad, familia, parentesco), se unían otros de interés más reciente como sexo y género, comunidad e identidad, consumo ostentoso y capital simbólico. Cada concepto (o par de conceptos) era discutido a partir de los autores que los habían acuñado o elaborado, para después comentar los principales problemas que suscitaban y las posibles vías para resolverlos. En la mayoría de los casos, se trataba de nociones que le habían interesado personalmente por su relevancia para las investigaciones realizadas o que tenía en marcha. Ése es el caso también de centro y periferia, comunicación y recepción, oralidad y textualidad, mentalidad e ideología, y eso explica que en sucesivas ediciones añadiera nuevos pares, como sociedad civil y esfera pública, poscolonialismo e hibridismo cultural. La discusión de esos conceptos ayuda a entender mejor las preocupaciones y los objetivos específicos de sus trabajos empíricos en las distintas etapas, lo que refuerza la importancia de este libro para el estudio tanto de sus escritos como de las posiciones teóricas tomadas en cada etapa.

Otro apartado, especialmente rico también para apreciar las posiciones de Burke es el dedicado a las teorías generales que podían plantear más problemas debido a su intensa carga filosófica y, en consecuencia, a su facilidad para arrastrar más lejos de lo que en principio se esperaba. Así, comenzaba tratando el funcionalismo y el estructuralismo, dominantes en la sociología y la antropología hasta los años sesenta y con mucho empuje desde entonces en la historiografía. El funcionalismo –decía– había resultado atractivo por oponerse a las explicaciones basadas en las intenciones del individuo para centrarse en el papel de las instituciones; pero, por eso mismo, tendía a descuidar la actividad de los agentes sociales y a subrayar el equilibrio social frente al conflicto, sin contar con el problema de ofrecer explicaciones demasiado genéricas y de difícil verificación. Un desinterés similar respecto a las acciones individuales era propio también del estructuralismo, ya fuera de corte marxista o ligado a la lingüística y la antropología. Esta teoría tenía, sin embargo, especial interés para Burke, entre otras cosas por la influencia en su estudio sobre cultura popular del sistema de análisis binario de signos de Claude Lévi-Strauss y de los análisis de la morfología de los cuentos de Vladímir Propp. El historiador admitía la utilidad de algunos aspectos de esta teoría, pero advertía también del problema que suponía su falta de interés por explicar las variaciones y los cambios desde una perspectiva histórica. No sorprende, pues, que le pareciera sugerente el énfasis renovado que el posestructuralismo ponía en las acciones de los individuos y su insistencia en los cambios producidos durante la transmisión y la recepción de los objetos culturales.

Bajo la rúbrica de «cultura», el autor consideraba las corrientes que en los últimos tiempos habían reaccionado de forma radical frente al determinismo funcionalista y marxista, el uso de métodos cuantitativos y la idea misma de «ciencia social». De ese modo, pasaba revista a aproximaciones antropológicas recientes a la cultura en términos de sistema de significados, en particular la muy influyente interpretación de Geertz, y a posiciones inspiradas en los filósofos Michel Foucault, Louis Althusser y el psiquiatra Jacques Lacan, que destacaban el papel activo del lenguaje y las representaciones o el imaginario. La consideración de que todo, incluidas las estructuras sociales, no era más que construcciones culturales había supuesto un vuelco en los planteamientos de las relaciones entre sociedad y cultura, y el rechazo del viejo modelo que veía en ésta el reflejo de aquella, sustituido ahora por otro que incidía en el papel activo de la cultura y en el carácter de construcción de conceptos como clase y género. Como hemos visto, Burke no fue ajeno a la seducción de ese giro, pero no por ello dejó de mostrarse cauteloso respecto al peligro de llevar a extremo las posiciones construccionistas. Buscando una posición intermedia, subrayaba los límites de la capacidad creativa de la cultura en cada sociedad. También se mantenía en un punto de equilibro, al encarar la dimensión del debate que afectaba directamente al estatus epistemológico de la historia. En respuesta a la provocadora obra del norteamericano Hayden White para quien la escritura histórica era un género literario más y los historiadores se equiparaban con narradores de ficción, el historiador inglés asumía la importancia de la retórica en la historiografía pero también advertía de la exigencia de seguir las reglas de verificación propias de la disciplina. Frente a la negación de la posibilidad de establecer un conocimiento científico del pasado, Burke defendía la historia como una forma de narración en la que las afirmaciones debían ser respaldadas con testimonios fiables[27].

La búsqueda de posiciones conciliadoras dentro de los límites marcados por la disciplina es también notable en las discusiones del capítulo final, dedicado a las teorías de cambio social, un terreno en el que la historia podía realizar aportaciones originales. Partiendo de los modelos clásicos de Herbert Spencer y Karl Marx, planteaba la posibilidad de una tercera vía que combinaría el evolucionismo y el cambio basado en el conflicto social, superando a la vez una visión reduccionista del pasado preindustrial. Como había hecho en el libro sobre la Escuela de Annales, Burke se limitaba a concluir apuntando hacia las teorías de varios autores (Braudel, Le Roy, Wachtel y Sahlins, pero también Elias, Foucault). A principios de los años noventa no consiguió aún articular una propuesta teórica de cambio desde la historia, algo sobre lo que no dejó de trabajar en los años siguientes, como demostraría la reelaboración de este capítulo para la edición más reciente de Historia y teoría social (2005) y como tendremos ocasión de observar tras haber comentado las principales publicaciones de nuestro autor en esta década.

La primera, en orden de aparición, fue La fabricación de Luis XIV (1992), un libro excepcional en la producción de un historiador por lo general poco interesado en los temas de alta política. En realidad, la obra tenía objetivos más amplios. Por un lado, estaba centrado en una cuestión de cultura política, la exploración de las relaciones entre arte y poder, un terreno trabajado por el estudioso del arte Roy Strong y que el propio Burke había comenzado a tratar en el ensayo sobre los rituales de los pontífices, incluido en Historical Anthropology. La construcción simbólica de la autoridad real atraía la atención de los antropólogos e historiadores de finales de los años ochenta y principios de los noventa, y el importante libro de Geertz sobre la teatralización del Estado en el Bali del siglo XIX había comenzado a estimular un replanteamiento del modelo de relación entre pompa y poder en términos no instrumentales. Con su estudio de conjunto de la producción, circulación y recepción de las obras de arte, música y literatura realizadas a mayor gloria de Luis XIV y de los valores políticos y sociales que el soberano representaba, el historiador británico entroncaba también con la noción de «representación colectiva». Como para corregir la ausencia de intereses e ideologías en Los Reyes taumaturgos de Bloch, Burke analizaba las intenciones y métodos de un equipo de productores de la imagen regia, liderados por Colbert y Chapelain, a través de una rica documentación. La interpretación general sobre la imagen real proyectada en los medios de comunicación de la época (grabados, numismática, ballets) intentaba mantenerse en un punto medio entre una visión reduccionista en términos de propaganda política sin más y otra («ingenua») que la considerase una respuesta a las necesidades psicológicas relacionadas con la relación entre el rey y el pueblo. El autor optó por tratar la «fabricación» de la imagen real como una creación colectiva que respondía a una demanda parcialmente inconsciente, pero que era a la vez una construcción de la mistificación del poder, capaz de influir en la realidad política, aunque no necesariamente según las previsiones, como pusieron de relieve los comentarios críticos de una parte de la audiencia. Por otro lado, aunque de manera menos evidente, La fabricación de Luis XIV explora también las tesis de Goffman sobre la importancia de la teatralización del comportamiento social. El equipo de gestores de la imagen de Luis XIV trabajaba en realidad para controlar la impresión causada por el soberano en sus apariciones públicas. Lo hacían considerando el valor de los escenarios, el vestuario, el porte y los gestos, factores también centrales en esa otra forma de la presentación de la persona que era el retrato, según los términos planteados en otro de los ensayos de Historical Anthropology. Como el mismo autor comentó años más tarde, el libro sobre Luis XIV entroncaba con el interés creciente de los historiadores por las representaciones o actuaciones (performances) de los individuos, un asunto del que se volvería a ocupar en trabajos posteriores[28].

Un año después de publicarse el libro que acabamos de comentar salió a la luz Hablar y callar (en original The art of conversation) (1993), una colección de ensayos dedicados a la historia social del lenguaje. El tema había ocupado un lugar importante en algunos ensayos de Historical Anthropology, especialmente en el titulado «Lenguajes y antilenguajes», que, en retrospectiva, puede leerse como un esbozo de este nuevo libro. En aquellas páginas el autor había lanzado algunas ideas y propuestas para el estudio de los usos de la lengua hablada como cauce de la movilidad social, medio de exclusión e integración, forma de distinción y presentación en sociedad, y como indicador de relaciones sociales, basadas en la deferencia, la familiaridad o la solidaridad. También discutía en aquel trabajo la variedad de registros que una misma persona podía utilizar en situaciones distintas y llamaba la atención sobre la importancia del latín y los dialectos en el periodo de desarrollo de las lenguas vernáculas, así como sobre los libros de buenos modales, como fuente para estudiar la conversación[29]. Todas estas cuestiones fueron tratadas con mayor amplitud en este nuevo libro, que comenzaba con un capítulo teórico sobre la historia social del lenguaje y concluía con unas sugerentes notas sobre las posibilidades de estudiar no sólo el habla sino también el silencio. Otro capítulo se ocupaba del papel de la lengua en la formación de los sentimientos de pertenencia e identidad a una comunidad cultural (la italiana de principios de la época moderna) y otro de la importancia que el latín mantuvo en ese periodo, atendiendo a diversos dominios, como el ejemplificado por el soldado húngaro que avisó de la llegada del enemigo al grito de «Heu Domine, adsunt Turcae». Finalmente, el ensayo principal del libro –el que daba título al conjunto en la edición original inglesa– se dedicaba al arte de la conversación, el estudio de los manuales que formulaban las reglas implícitas en las conversaciones de la gente educada.

Los temas tratados en esta colección de ensayos avanzaban en buena medida la importante monografía que Burke publicaría unos diez años más tarde (Lenguas y comunidades en la Europa moderna), aunque, evidentemente, no tenía entonces previsto realizarla. Después de haber colaborado en varios proyectos sobre historia social del lenguaje con el historiador de la medicina Roy Porter en los años ochenta, Hablar y callar parecía una buena manera de difundir los resultados principales y, de ese modo, como apuntaba él mismo en el prefacio, desbrozar el terreno para que «otras generaciones» lo cultivaran[30]. Da la impresión de que en aquel momento, a principios de los años noventa, el interés de Burke por el estudio de la historia social de las lenguas retrocedía (temporalmente), en favor de otro que al parecer estimulaba más su curiosidad: las formas de comportamiento. En buena medida, ambos temas eran complementarios y también las teorías en las que podía apoyarse su estudio, como él mismo puso de manifiesto en el ensayo teórico sobre historia social del lenguaje: con toda facilidad pasaba allí de las ideas de Bajtin sobre la creatividad y adaptabilidad del habla respecto a la gramática como conjunto de reglas fijas, a la noción de habitus, el término que Bourdieu había impulsado en su Esquisse d’une théorie de la practique (1972) para referirse a los esquemas o patrones de percepción y conducta que permiten responder a las más diversas situaciones a través de improvisaciones reguladas. De forma similar, en «El arte de la conversación» Burke se movía entre la valoración de los manuales de conversación como fuente para el estudio de la lengua hablada en la Edad Moderna y su análisis como género literario cercano a los tratados de cortesía y buenos modales que proliferaron a partir del Renacimiento. Esta literatura había interesado también a Norbert Elias, otro de los teóricos más influyentes en la obra de Burke y cuya conocida obra, El proceso de civilización ([1936]; 1977), se dedicaba precisamente a estudiar el desarrollo de la civilidad o urbanidad de los europeos del periodo posterior a la Edad Media. A diferencia del sociólogo alemán, el historiador británico insistía en las variaciones geográficas y cronológicas de las normas de urbanidad, dejando claro que éstas no se desarrollaron únicamente en la Francia del siglo XVII, sino también en la Gran Bretaña ilustrada y, antes, en la Italia del Renacimiento. Desde este último contexto, Burke trazaba la recuperación de las ideas clásicas sobre la conversación, en particular desde Cicerón, modelo explícito de las obras italianas más importantes sobre el tema. El Cortesano de Baldassare Castiglione era, así, discutido como el primero de una larga serie de escritos sobre el arte de conversar y, de forma más general, de comportarse y actuar en el mundo cortesano. La enorme difusión de este libro en la Europa del siglo XVI suscitó tanto interés al historiador cultural, que la convirtió en su proyecto prioritario más inmediato.

El resultado del nuevo proyecto fue Los avatares de El Cortesano (1995), una monografía sobre la producción, difusión y recepción en Europa de uno de los libros más influyentes del Renacimiento italiano. El autor sigue la trayectoria del libro durante el siglo posterior a la primera edición de 1528, cuando las numerosas ediciones, traducciones y adaptaciones pusieron de manifiesto el entusiasmo que suscitó en Italia y muchos otros países europeos. En parte un estudio de historia intelectual, el estudio arrancaba de las interpretaciones de El Cortesano como expresión del sistema de valores e ideales del caballero de corte en la Italia del Renacimiento, aunque se cuidaba de entroncar la obra tanto con textos de la Antigüedad (de donde procedían las virtudes propuestas para moverse en sociedad), como con la literatura medieval del amor cortés, origen de la novedosa noción de cortesía que Elias consideraba central para la domesticación del noble guerrero. Más allá del contenido preciso del libro escrito por Castiglione, al historiador inglés le interesaba su difusión como manual práctico de comportamiento, como una guía de modales para presentarse y actuar de forma adecuada en la corte. Así lo indica el análisis de las transformaciones producidas en las ediciones posteriores no controladas por el autor, las traducciones o adaptaciones a otras lenguas, las imitaciones de otros autores y las formas de lectura activa detectadas en algunos casos. Para tratar este último punto, especialmente escurridizo, el historiador recogió información relativa a más de trescientos lectores, a través de inventarios de bibliotecas particulares de la época y rastreando individualmente los ejemplares conservados hasta la actualidad, en algunos casos subrayados y anotados por los lectores. De este modo, su trabajo se situaba de lleno en la historia del libro más reciente, al estilo de la que practicaban Robert Darnton y Roger Chartier. Sin renunciar a los métodos cuantitativos, de nuevo en forma de prosopografía, y manteniendo el interés por las mentalidades (pues las formas de lectura remitían a ciertos hábitos de pensamiento y supuestos implícitos) Burke se centraba en el análisis de la recepción y para ello se servía de nociones como «apropiación» (Paul Ricoeur), «discurso» (Michel Foucault) y «recontextualización» (Michel de Certeau), muy influyentes en los historiadores con los que dialogaba. Nuestro autor volvió a ponerlas a prueba en un estudio más general sobre la recepción del Renacimiento italiano en Europa, una obra publicada tres años después del estudio sobre El Cortesano. Antes de comentarla, conviene sin embargo discutir un trabajo previo de importancia en parte teórica, que ayudará a entender mejor los problemas y soluciones planteados en este periodo de experimentación fértil, pero también insegura sobre las bases y el futuro de la historia cultural.

Formas de historia cultural (1997) era una nueva compilación de ensayos en los que las reflexiones sobre la historia cultural se unieron a estudios breves sobre varios grupos de temas y problemas que habían preocupado al autor desde finales de los años setenta. El primero entronca con el interés por el potencial de la psicología histórica para tratar cuestiones generalmente desatendidas por los historiadores, como las formas de pensar, percibir y recordar. Inspirándose en el psicoanálisis y en la historia de las mentalidades, pero intentando ir más allá de las explicaciones universales y de la noción de representaciones colectivas homogéneas, en los capítulos sobre los sueños, los recuerdos, la risa y los gestos Burke incidía en las pautas culturales, categorías y representaciones colectivas, como la base sobre la que se modelaban las expresiones individuales concretas. Clave para estudiar la relación entre modelos culturales y comportamientos individuales eran las nociones de esquema (fórmula por la que se representa un acontecimiento o persona en términos de otro) y de estereotipo, que Burke consideró también en estudios separados sobre las figuras alegóricas y analogías empleadas en la historiografía de la primera Edad Moderna[31]. En otro capítulo dedicado a los relatos de viajes, el autor observaba la importancia de los estereotipos habituales del Otro en la expresión de las experiencias individuales y concluía reafirmando su posición intermedia entre la consideración positivista de esos relatos como descripciones de la realidad y la constructivista que los vería como una mera invención; para Burke, lo que el análisis de la relación entre el relato individual y las fórmulas de narración revelaba era la distancia que separa la cultura del observador y el intento que éste hace para traducir lo desconocido a términos familiares.

Un segundo bloque de trabajos recogidos en este libro se ocupaba de tratar los puntos de conexión entre prácticas culturales habitualmente analizadas en términos de categorías contrapuestas, como lo privado y lo público, popular y erudito. Así, el estudio de la utilización de los espacios urbanos en la Génova de los siglos XVI y XVII cuestionaba las interpretaciones contrapuestas de una evolución lineal (fuera de declive o de construcción de lo público) de Richard Sennett y Jürgen Habermas. Por su parte, el viejo tema de la cultura alta y la popular se planteaba ahora para subrayar que ni el Renacimiento era un fenómeno completamente ajeno a la cultura popular (como recordaba el libro de Bajtin sobre Rabelais), ni el impacto del Renacimiento se limitó a las elites (la incidencia de los poemas épicos de Ariosto y Tasso en la cultura oral lo demostraba). Este último tema era ampliado y profundizado en un artículo publicado por esas fechas que destacaba las interrelaciones entre la cultura oral y la escrita a partir de la noción de interfaz de Jack Goody[32]. Las relaciones entre culturas geográficamente distantes eran examinadas en un tercer grupo de ensayos, especialmente atentos a los trasplantes y las mezclas culturales entre Europa y el Nuevo Mundo. Desde el carnaval brasileño y la penetración de los libros de caballerías en ese país, que por razones familiares se convirtió en suyo a partir de finales de los ochenta, Burke se introdujo de lleno en problemas relacionados con el sincretismo, los encuentros culturales y la importancia de los lugares de frontera, centrales en su trabajo desde entonces.

El modelo del encuentro es un elemento fundamental de las reflexiones teóricas sobre la historia cultural que enmarcaban este libro. El primer y último capítulo de Formas de historia cultural trazaban un recorrido de la historia de la historia cultural desde los primeros autores renacentistas hasta el «giro cultural» de la última década. Como el autor señalaba en el prólogo, lo que pretendía era dialogar con los autores clásicos de la historia cultural y con los teóricos contemporáneos con el fin de sentar bases para un nuevo modelo de estudio capaz de combinar la unidad con la variedad. Burckhardt y Huizinga habían buscado la interrelación de los temas tratados (arte, literatura, ideas, sentimientos, símbolos), ofreciendo un cuadro de conjunto de las culturas estudiadas. Frente a ese modelo homogéneo que ignoraba las diferencias, los enfrentamientos y la pluralidad, en la nueva historia cultural (o «historia antropológica») destacaba la variedad: se trataba la cultura en plural (incluyendo la erudita y la popular, las subculturas y las contraculturas), se ampliaban los temas y problemas de estudio y se insistía menos en las tradiciones que en la transmisión cultural. Para Burke, uno de los problemas fundamentales de la nueva historia cultural era que la variedad se había producido en detrimento de la unidad, con estudiosos que optaban incluso por la fragmentación para evitar la construcción de cuadros excesivamente coherentes. Pero el historiador británico se mostraba firme al defender que la labor esencial de la historia cultural era precisamente mostrar las conexiones entre distintos aspectos de una cultura, algo que implicaba atender a la unidad sin obviar la diversidad.

En este programa de historia total resultaba particularmente útil el modelo de los encuentros culturales, elaborado principalmente desde los estudios coloniales. Tal como lo exponía aquí, este modelo se ocupaba de la manera en que unas culturas perciben a las otras, en el modo de comunicarse y entenderse (o no) entre sí y en la forma de relacionarse, que podía incluir una gama muy amplia de situaciones entre la asimilación plena y el rechazo. El estudio de los encuentros culturales entroncaba con la noción de recepción activa sobre la que el autor trabajaba desde hacía unos años. Asociada con teóricos como De Certeau, esta noción ponía el acento sobre la transmisión cultural, considerando que ésta suponía necesariamente la adaptación creativa de los receptores. La idea de apropiación, más que simple reproducción cultural, acercaba el estudio de la recepción al de los modos de pensamiento o esquemas mentales, que en la percepción de novedades actuaban como filtro para aceptar unos elementos y no otros. En este sentido, el modelo del encuentro iba unido a otro de cambio social, basado en la incorporación de elementos exógenos a la cultura estudiada. Siguiendo al antropólogo Marshall Sahlins, destacaba que la percepción de lo nuevo en términos de lo antiguo acaba resultando a menudo insostenible a largo plazo y convirtiéndose en factor fundamental de cambio. En cierto modo, su planteamiento no estaba muy alejado de la noción de paradigma de Thomas Kuhn, según la cual las novedades podían ir debilitando las viejas estructuras hasta que el orden tradicional se resquebrajaba cuando ya no podía asimilar más novedades.

Hibridismo cultural

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